viernes, 4 de abril de 2025

Los juegos de los dioses, capítulo 3: El Testigo

Capítulo 3

El Testigo

El sitio en que Trysa y sus subordinados solían reunirse estaba lejos de compartir algo del glamour del resto del edificio. Era un lugar oscuro, alumbrado por tenues luces de neón, destinadas a mantener la mínima visibilidad necesaria para que un humano pudiera desenvolverse en él.

-A uno de mis chicos no le gustan las luces. – explicó ella, cuando le pregunté el por qué de tal ambientación. No tardé en descubrir de quién se trataba.

Allí, a algunos metros de distancia, varios individuos se encontraban reunidos, esperando a su líder. La palabra “individuos” es la más acertada que puedo encontrar para definirlos, siendo que sus naturalezas estaban lejos de ser humanas.

Dos eran semejantes a un humano, pero a su vez, claramente diferentes de uno. Y el tercero era muy distinto a cualquier ser vivo que hubiese visto antes. Una gran y amorfa masa de carne grisácea, con numerosos tentáculos brotando de ella, y con innumerables ojos dispersos por todo su cuerpo. En su parte superior, era distinguible una gran boca de forma circular, en torno a la cual eran visibles una gran cantidad de dientes afilados como agujas, listos para destrozar al desagraciado que osara enfrentársele. No pude estar más sorprendido cuando, de aquellas fauces alienígenas, brotaron algo más que babas.

-Ya se tardaba, excelencia. – dijo la criatura, con una voz profunda, gutural, a la vez que extrañamente melódica - ¿Y quién es el que nos trae?

-Creí que cuatro éramos suficientes. – intervino otra. Era de escasa estatura, delgada y de piel pálida, con dos grandes ojos negros coronando una cabeza lampiña y desproporcionada.

-También yo. – se sinceró Trysa – Pero Joann no está de acuerdo.

-¿Y tiene algún tipo de don especial? Los humanos son la criatura más aburrida que conozco. – hizo lo propio una tercera entidad, que tenía tal vez la apariencia más extraña de todas. Una figura humanoide sin rostro, cuya piel era capaz de reflejar la luz a su alrededor, y que caía de tal modo en el valle inquietante que no podía dejar de incomodarme por su presencia.

-No que yo sepa. Pero confío en el criterio de mi madre. – replicó Trysa. – En fin, Emker, ellos son mis trabajadores. El grandulón se llama Karn – dijo, señalando a la masa de carne tentaculada, a la que no podía dejar de mirar, para su evidente incomodidad -. La rana es Yxa, y el “sin cara” es Zerr.

-¿”Rana”? – se quejó Yxa – Soy un sínico, no una rana.

-Como digas, Pepe. – fue la burlona respuesta de Trysa. Era evidente que se conocían desde hacía ya el suficiente tiempo para tenerse cierta confianza.

-Seré sincero con usted: no creo que este muchacho sobreviva aquí durante mucho tiempo. Se nota a simple vista que no ha hecho mucho uso de sus músculos a lo largo de su vida. – intervino Karn, provocando que me sintiera ligeramente ofendido.

-Tampoco entiendo demasiado la lógica de mi madre. Pero no estoy en posición de contradecirla.

-Mala señal… - susurró él.

Con tal recepción, no podía evitar sentirme un intruso. Y si no hubiese sido por falta de alternativas, no hubiese tardado en irme de allí. Pero esa, evidentemente, no era una opción.

-En fin. – habló la chica, dirigiéndose a mí – Nuestro trabajo es reunir, para mi madre, objetos con lo que ella denomina “propiedades anómalas”. En una palabra, mágicos, o algo así.

-Hummmmm… entiendo. – repliqué.

-Y esta mañana, ella me habló de un nuevo artefacto que quería en su colección.

En lo que se explicaba, sacó de su bolsillo una pieza de papel amarillenta, que colocó sobre una pequeña mesa a un lado de nosotros. La desdobló, y pronto quedó revelada la imagen, en blanco y negro, de un cilindro de color oscuro y agujereado, de cuyos orificios parecía emanar algún tipo de luz.

         -Esta cosa es…

-El Testigo… – la interrumpí. No podía creer lo que había frente a mis ojos. Había leído sobre este artefacto en su tiempo, y la manera en que había desaparecido de la faz de la Tierra, sin dejar rastro.

-¿El qué?

-Es un antiguo talismán, o algo así. Dicen que fue entregado a los faraones egipcios por una deidad de piel oscura, hace ya cinco mil años, y que en él se encuentra concentrado el conocimiento de los Señores del Tiempo.

-¿Qué es un faraón? – me interrogó Yxa, devolviéndome inmediatamente a la realidad. No estaba en mi mundo, y sin duda debía seguir las órdenes de Conly de no revelar lo que se suponía era el gran secreto de los Vigilantes.

-Oh, olvídenlo. Vengo de… un lugar lejano. Muy lejano.

-¿Ah sí? – continuó la criatura - ¿Y qué se supone que puede hacer esta cosa?

-Mostrarnos el pasado, el presente y el futuro, de nuestro universo, y tal vez, también el de otros. Los que lo construyeron eran ridículamente sabios. Más de lo que siquiera podemos imaginar.

-Momento, ¿quiénes son esos tales “Señores del Tiempo”? – preguntó, por fin, Trysa, obligándome a explicarme con más detalle.

-De donde vengo, hay sabios que narran que, hace miles de años, existió una deidad llamada Asherah. Ella enfrentó al Caos y lo contuvo en algún punto del cielo, donde no pudiera hacer más daño, y luego creó el universo.

Sin embargo, antes de ser capturado, el Caos tuvo un hijo, que pudo escapar a su cautiverio e, imitando el acto creativo de Dios, originar a multitud de… razas, a las que enseñó lo que sabía sobre el cosmos, sólo para abandonarlas tiempo después, y nunca más manifestarse ante ellas.

Una de estas razas eran los que luego serían los Señores del Tiempo. Criaturas de una inteligencia y tecnología más allá de nuestra imaginación, con la que fueron capaces de trascender el espacio y el tiempo como nosotros lo entendemos, y que desde entonces viajan de un lado a otro del universo, acumulando conocimientos sobre las diferentes culturas que en él habitan, e influyendo en su desarrollo.

A muchos de ellos, nosotros los conocemos como “dioses”, y se han manifestado ante algunos pueblos, haciendo gala de una tecnología que, para nosotros, sólo puede parecer magia.

El Testigo es una de esas tecnologías. Un artefacto capaz de brindar a su portador un profundo conocimiento de los secretos de todos los tiempos y regiones del cosmos, y que puede, además, ayudarlo a cambiar lo que el destino tiene preparado para él.

-Con eso, mi madre podría sacar una gran ventaja de cara a otras facciones, ¿no es así? – intervino Trysa.

-Supongo, pero hay que ser cuidadosos con él. El conocimiento que ofrece puede estar más allá de lo que nos convenga saber.

-Entiendo. Entonces, tenemos que irnos. – ordenó ella – Sé que un idiota va a intentar venderlo en el mercado regional en tres horas, así que será mejor no perder tiempo.

-Bien. Pero hay algo importante que deben saber antes: esa cosa puede interferir con nuestros procesos mentales. Así que, por nada del mundo, lo toquen sin usar guantes, ¿de acuerdo?

-Vaya, creo que sí vas a sernos útil después de todo. – me halagó la chica – Así que, andando.

Un par de horas más tarde, nos encontrábamos recorriendo los pasillos de tierra que dejaban libres las distintas tiendas de campaña de los comerciantes. El lugar era grande, más de lo que el lector podría imaginar, y los modos de los comerciantes eran muy distintos de lo que podría haber supuesto.

El dinero era, en realidad, un aspecto más en sus intercambios. Los negociantes ofrecían favores, influencias o protecciones además de él, a cambio de los distintos productos que se ofrecían, cosa que me llamó grandemente la atención. Evidentemente, estas eran las consecuencias de un mundo en que lo más cercano a un Estado eran aquellos seres, de apariencia similar a la de un humano, que parecían vigilar a los mercaderes.

Eran altos, de piel pálida y sin pelo, ni cejas. Sin embargo, su aspecto más distintivo eran los impecables trajes y sombreros negros que portaban en todo momento.

Me quedé viendo a uno durante el suficiente tiempo para que se percatara de mi presencia. Lo miré, y él me miró de vuelta, durante varios segundos, hasta que Trysa me tomó del brazo, arrastrándome fuera de su campo visual.

         -No quieres problemas con él, créeme. – me dijo.

Cuando por fin llegamos a destino, el vendedor era una criatura regordeta y enana, de un rostro similar al de una tortuga, y piel de lagarto. En breves segundos, Trysa comenzó a negociar con él.

-Iré directo al grano: vengo en busca de esta cosa. – le dijo, mostrándole la fotografía que de ella había podido conseguir.

El mercader no tardó en reconocer el objeto, y confirmar que estaba en su posesión.

-Serán quinientos dirhams. – habló él, sacando de debajo del mostrador una caja de madera y cristal, en la que era visible, más brillante de lo que podría haber supuesto, el Testigo. Ella, por su parte, con firmeza y astucia, procedió a regatear con él, como sabría hacerlo la hija adoptiva de cualquier empresario.

Fue entonces, mirándolos, que me percaté de cómo, de un momento a otro, tres sombras, alargadas y amenazantes, se volvían visibles sobre nosotros.

-Parece que tenemos compañía. – dijo Karn, quien por su naturaleza pluriocular tenía acceso, en todo momento, a cada una de las direcciones en torno a su cuerpo.

Los demás nos volteamos, y los vimos. Eran tres de esos hombres de negro, con rostro pétreo y la amenazante amabilidad de una máquina, que nos veían, erguidos e imponentes.

-Tienen que venir con nosotros. – habló el del centro. Su voz era suave y mecánica, casi robótica, y tan fría que resultaba escalofriante – Confiscaremos su compra, señorita.

-Entiendo, oficial… - dijo ella, en lo que le ofrecía el objeto a la criatura. Pero no esperaba lo que ocurriría a continuación.

En lo que él extendía la mano para tomarlo, ella sacó una daga de sus bolsillos, y lesionó la mano de la criatura. La cosa no gritó, pero se distrajo lo suficiente para que Karn pudiera emplear sus tentáculos para derribarla junto a sus compañeros, y pronto nos encontrábamos corriendo por las calles del lugar, dirigiéndonos hacia la salida.

En lo que corría, me volteé, y vi como los tres seres se levantaban y, sin apenas inmutarse, comenzaban a correr hacia nosotros con una velocidad y gracia sorprendentes. La herida del que Trysa había lesionado apenas sangraba, y lo que manaba de ella era un líquido amarillento, muy poco parecido a lo que recorrería las venas de un humano.

Cuando finalmente me giré hacia adelante, me percaté de que varios más de esos individuos se habían congregado en la puerta del mercado, cortándonos el paso. Karn se detuvo en seco, lanzando un rugido que asustaría a Lucifer misma, pero que a ellos no parecía provocarles la menor incomodidad.

Uno de ellos sacó de su bolsillo un objeto cilíndrico que, escasos segundos después, emitió una potente luz blanca que provocó que Karn chillara, intentando en vano cubrir sus ojos con sus numerosos tentáculos. Ahora las disposiciones de Trysa tenían sentido.

Fue entonces que, una vez más, escuché aquella voz en lo profundo de mi cerebro. Aneu se manifestaba de nuevo para echarnos una mano. “Que el Amante los reprenda”, lo escuché decir. “¿Qué?”, pensé. “Sólo dilo”.

-¡Qué el Amante los reprenda! – les grité, sin entender muy bien por qué.

De inmediato, su inusitado estoicismo pareció desvanecerse, y sus rostros, hasta entonces tranquilos hasta lo aterrador, se deformaron en una mueca de rabia como nunca la había visto, en lo que estallaban en lo que, creo, eran insultos blasfemos en una lengua que nunca había escuchado, y se alejaban, como espantados, del sitio.

No tardamos en aprovechar la ocasión para hacer lo propio, y corrimos de vuelta al vehículo que nos esperaba a una cuadra y media. Pero, como podrá suponer el lector, siempre hay un pero… y esta vez, no fue mi culpa.

Trysa, que llevaba el paquete en sus manos, tropezó en el camino y cayó al piso, donde el cristal de la caja se rompió en mil pedazos. Y contra todas mis advertencias, tomó el objeto en su interior con sus manos desnudas.

Y entonces… el silencio. Se quedó completamente tiesa en el suelo, en lo que nuestros perseguidores volvían a ir contra nosotros, tras el susto inicial.

-¡Trysa, tenemos que irnos! – dijo Yxa, en lo que, con sus manos cubiertas con guantes, le arrancaba de los dedos el objeto a su jefa, haciéndola salir del trance y, por fin, levantarse y correr hacia la camioneta.

Por muy poco, logramos escapar, y el conductor fue lo suficientemente habilidoso para perderlos escasas calles después.

         -¿Quiénes eran ellos? – pregunté.

-Los Vigilantes. – replicó Zerr, el alienígena sin rostro – Creí que los había en toda la ciudad.

-¿Y por qué querían esa cosa? – insistí.

-¿Y yo cómo lo voy a saber?

Trysa, se limitaba a mirar por la ventana, visiblemente perturbada. Cuando le preguntamos si estaba bien, se limitó a sacudir la cabeza.

         -Sí, es sólo que… vi algo cuando agarré esa cosa.

         -¿De qué se trata? – insistí.

         -Olvídenlo. – fue su respuesta. Yxa no se resignó.

         -Con todo respeto, creo que deberías decirnos qué pasó.

-¿Y quién eres tú para preguntar? – le recriminó Trysa, extrañamente molesta.

-Uno de los que casi es atrapado por lo que te pasó, señorita. – contestó. Era sorprendente que este ser tuviera el atrevimiento de hablar con la chica como si fuera su igual, pese a que sus rangos eran muy diferentes. Evidentemente, estas criaturas tenían una relación que trascendía lo profesional.

Trysa no respondió, y pese a su insistencia, guardó silencio el resto del viaje.

Fuese lo que fuese que el Testigo había tenido a bien mostrarle en los breves instantes en que su piel entró en contacto con él, era lo bastante perturbador para que prefiriera reservárselo, al menos por el momento.

Yo tampoco estaba satisfecho. “Si voy a caer en manos de esas cosas, quiero saber al menos de quién es la culpa”, dije para mis adentros. Pero era obvio que a la respuesta no la tendría sino hasta después.

Los juegos de los dioses, capítulo 2: Nexhazar nos recibe

Capítulo 2

Nexhazar nos recibe

Nexhazar era una ciudad en que no querrías vivir. No tanto porque muchos de sus habitantes moraran en la más profunda de las marginalidades, o porque las calles estuvieran siempre sucias e infestadas de animales similares a ratas, del tamaño de un gato y la agresividad de un perro rabioso, como por la perpetua y asfixiante oscuridad en que se encuentra sumida a toda hora, desde el inicio de los tiempos.

No recuerdo exactamente cómo fue llegar allí. Mi mente se nubló al momento de cruzar la puerta dimensional abierta por Aneu, y lo primero de lo que tengo memoria después de eso es estar caminando por sus calles, siguiendo unas indicaciones que él había dejado cuidadosamente guardadas en una nota amarillenta y maltratada en el bolsillo derecho de mi abrigo.

“Calle Semyazza al 616”, decía en ella. “Pregunta por Joann Conly, y diles que vienes de parte de Aneu”.

Yo, aturdido por el breve, a la vez que infinitamente largo trayecto, no podía hacer más que someterme a sus indicaciones. Así que no tardé en planear el pedirlas al primer transeúnte que se cruzara.

No tuve que esperar mucho para darme cuenta de que, como cabía esperar, había algo inusual en este mundo. Apenas escasos pasos después, al dar vuelta en una esquina, llegué a una concurrida calle, poblada por multitud de personas que caminaban de un lado a otro, con paso lento pero cauto, cuidándose de no pisar por accidente a ninguno de los roedores gigantes que los rodeaban.

Sólo que no eran exactamente humanos. Y aunque la mayoría tenía una forma vagamente antropoide, sobreabundaban los rasgos monstruosos y alienígenas en sus anatomías. Hombres con un rostro similar al de un pájaro, criaturas regordetas y una mujer con su cabeza repleta de tentáculos móviles, son sólo algunos de los que vienen a mi memoria.

“Vaya, parece que no estamos solos después de todo”, fue lo primero que me vino a la mente. Estos seres debían proceder de todos aquellos mundos que los humanos desconocemos, en que la naturaleza creada por Asherah se las habrá ingeniado para originar estas y seguramente otras variedades de seres.

“No te van a morder”, escuché, de repente y con claridad meridiana, la voz de Aneu en mi cabeza. “Ya pregúntales”.

No tardé en obedecer, y pese a sus malos modos, un hombre de piel pálida y grandes ojos similares a los de una rana me dijo más o menos lo que debería hacer para llegar a la calle en cuestión.

Al llegar a mi destino, me encontré con un enorme edificio de, seguramente, más de veinte plantas, al interior del cual iban y venían multitud de criaturas de aspecto tan extraño como los que había visto hasta entonces, con la salvedad de que muchos de ellos portaban lo que pronto reconocí como armas de alto calibre, de un estilo similar al de la Tierra de principios del siglo XXI.

Entré al edificio, y tras pedir un par de indicaciones más, me acerqué a una larga barra ubicada al final de la sala, en que varias personas hacían de recepcionistas.

-Hola. Vengo en busca de… Joann Conly. – le dije a una de ellas, revisando el nombre que había en mi nota.

-Si quieres protección, puede hablarlo con cualquiera de nuestros trabajadores armados. No necesitas molestarla, y tampoco quieres hacerlo, créeme. – fue su respuesta.

-Vengo de parte de Aneu. – dije, provocando que su rostro cambiara por completo.

-Oh, entiendo. La llamaré de inmediato.

La criatura presionó los botones sobre un aparato similar a un pequeño radio, que se me hacía vagamente semejante a uno de los primeros teléfonos celulares de la Tierra. Una voz se escuchó al otro lado de la línea, sólo para que, tras las breves explicaciones de la “chica”, se me dijera que podía tomar el ascensor más cercano, y dirigirme hacia su oficina en la planta superior.

Escasos minutos más tarde, estaba ya en la puerta de la que pronto sería mi anfitriona. Para este punto, me encontraba reflexionando acerca de lo mucho que se parecía la tecnología empleada por esta gente a la de tiempo antes de que la humanidad alcanzara las órbitas de los planetas en torno al disco terráqueo, y estableciera sus primeras bases en ellos. Para mí, era como viajar en el tiempo, cosa que hacía la experiencia todavía más interesante.

A ambos lados de la puerta, había gorilas armados, seguramente asegurándose de que nadie pudiera ser molestia para su líder. Uno de ellos me detuvo en seco cuando intenté acercarme, apuntándome de un modo para nada sutil con su arma, en lo que me preguntaba qué me llevaba ante su presencia.

-Vengo de parte de Aneu. – le expliqué, a lo que él procedió a tocar la puerta, preguntando a la persona del otro lado si, acaso, esperaba una visita.

-Hazlo pasar. – contestó una suave voz femenina, en lo que el hombre abría la puerta, y yo me encontraba, por vez primera, con una de las mujeres a las que más llegaría a admirar.

Ella era de cabello castaño, complexión delgada y rasgos finos, y con sus anteojos puestos revisaba algo de papelería cuando, por fin, levantó la mirada para fijarse en mí, en lo que la puerta tras de mí se cerraba.

-Vaya, eres más bajo de lo que pensé. – fueron sus primeras, y desconcertantes palabras apenas me vio. – Mi nombre es Joann Conly, y tú debes ser Emker. Aneu me ha hablado de ti.

-Ho… hola. Sí, soy Emker, y me alegro de conocerla. – contesté - ¿Qué le dijo Aneu exactamente?

-Sólo que iba a enviarme a otro de sus clientes en estos días. – respondió ella – No sé qué tenga en mente el desgraciado, pero seguramente será interesante.

-Oh… entiendo. – repliqué – ¿Hace cuanto lo conoce?

-Desde que era una adolescente. Por él llegué a donde estoy. Es un sujeto brillante. Lástima que tenga un sentido del humor tan espantoso.

-Le pregunto porque, para ser franco, no tengo muy claro qué es él exactamente.

-Pues… ni yo lo sé con precisión. – explicó la mujer – Pero, por lo que dijo, alguna vez fue un mortal, cuyo pueblo se las ingenió para superar las limitaciones del espacio tiempo convencional, y ahora mora en una especie de dimensión superior, o algo así.

-La cuarta dimensión… - susurré.

-¿Qué? – preguntó la mujer.

-Oh, disculpe. Siempre me interesó la física, y Aneu mencionó que los suyos habían logrado trascender el espacio tiempo, o algo así. Así que supongo que habita en la cuarta dimensión. La del tiempo, en resumen.

-Oh, sí. Él me ha mencionado algo así. Dice que puede ver todas las posibles realidades que podrían derivar de un mismo evento, hasta que alguna de ellas se concreta. Suena fascinante, pero él dice que es absolutamente infernal. Ese tonto no sabe lo que dice…

-Entonces, Joann – continué - ¿Usted sabe dónde está?

-Soy una de los pocos privilegiados. Los Vigilantes se encargan de que la gente del común no tenga ni idea, pero evitan meterse con Aneu, así que tengo el privilegio de conservar en mi memoria ciertos conocimientos.

-¿Los Vigilantes? – la interrogué.

-Sí, no tardarás en verlos. Son como la “policía” de nuestro mundo. Hombres vestidos con trajes negros y anteojos oscuros, que patrullan nuestro mundo de un lado a otro. Nadie sabe exactamente qué son, pero creo que son los responsables de que nadie intente escapar.

-Entiendo… ¿y por qué está aquí? No se preocupe, yo no juzgo.

-Ni idea. Por alguna razón, la Corona ha querido que seamos totalmente inconscientes de nuestra vida anterior. Creo que se debe, sencillamente, a que recordarla nos haría capaces de organizarnos y evadir nuestro tormento. Si tenemos algo de suerte, al final AlAlion sí es real, y termina por sacarnos de este agujero maloliente.

“AlAlion”, pensé. Parecía que no sólo de nuestro lado había tenido el Dios Supremo a bien el manifestarse a los más pequeños entre Sus hijos.

         -Entonces, ¿ustedes también saben de AlAlion?

-Aneu me habló de él, y me ha dado detalles escuetos, pero interesantes. Dice que, en algún momento, fue testigo de cómo una fuerza externa al propio universo, que ni siquiera él y su gente podían entender y mucho menos controlar, se manifestó a un pueblo de pastores del Medio Oriente, bajo el nombre de…

-Yahveh… - terminé la frase – Con que al final del día era real.

-Tal parece. Y parece, además, que no sólo en este pequeño universo se ha manifestado. Según él, hay una infinidad de mundos además del nuestro, cada uno con sus propias leyes naturales, algunos con sus propia Dios creadora, y su propia versión, incluso, de Lucifer o Vasudeva.

-Veo que también tiene conocimiento de Asherah y sus hijas. – insistí.

-A decir verdad, es la primera vez que oigo hablar de ella. De Lucifer sé porque la conocí en alguna ocasión, pero no me dijo mucho, aparte de que era hija de Dios.

-Asherah es, según los cultos a AlAlion en el mundo de los vivos, la deidad Creadora de nuestro universo, y la Madre de Lucifer…

-Lo supuse. Esa chica no me habló demasiado de su familia, pero parece que es responsable del desastre que estamos viviendo. Una lástima. Me cayó bien en su día.

-Entiendo. En fin, a lo que vine: mi novia murió hace algunas semanas, y Aneu me ofreció venir por ella. Calculo que su contacto podrá servirme de algún modo. – le expliqué.

-¿En esta ciudad? Vaya que va a ser tarea difícil. Hay más gente aquí de la que podrías imaginar. Y cada día llegan más… pero bueno, supongo que ese listillo sabe lo que hace.

No pude evitar desilusionarme con sus palabras. Pero ella no estaba equivocada: ese tipo, evidentemente, debía tener alguna idea de lo que estaba haciendo.

-Sí… supongo que así es. Pero quiero saber: ¿quién es usted, y de dónde conoce a ese… ser?

-Vaya, eres un hombre curioso. – se burló ella – Pero yo lo soy más, así que te ofrezco un acuerdo: te lo diré, y te ayudaré con lo que viniste a hacer, pero quiero algo a cambio: que me enseñes todo lo que quiera saber sobre ese mundo del que procedes. Siempre he tenido mucha curiosidad acerca del lugar del que vengo.

No tardé en acceder, y en las siguientes dos horas y media, sostuvimos una larga conversación en que alternamos elementos de nuestras biografías y, sobre todo, de la historia de la humanidad terrestre.

Ella me explicó que, al llegar a la oscuridad del lago de fuego, nadie tiene la menor idea de quién es, o cómo ha llegado hasta allí en absoluto. Simplemente se ve a sí mismo despertando en alguno de los oscuros callejones de la ciudad, habitualmente con una rata preguntándose si acaso serán una buena fuente de alimento.

Ella, en concreto, se había dedicado a toda suerte de labores en un intento por calmar esa hambre que sufría, sin nunca llegar a matarla. Había intentado entrar en el mundo de la prostitución, pero no había tardado en temer las numerosas enfermedades que corría el riesgo de contraer, y que le serían una infinita tortura en virtud de aquella inmortalidad con que tantos en nuestro mundo sueñan.

Después, había empezado a robar, y en breve acabó como miembro respetado de una pandilla. Tras ser capturado su líder por una banda rival, que lo torturaría hasta la locura mientras duraran el cielo y la Tierra, ella había acabado por tomar su lugar.

En las siguientes décadas, logró expandir el imperio comercial de su facción, y apoderarse de una buena porción de la ciudad en que residía, hasta ser capaz de apropiarse del enorme edificio que ahora fungía como su base de operaciones, teniendo miles de mercenarios bajo su cargo, y siendo una de las personas más temidas en esta zona de la urbe. Nada de esto, desde luego, había sido exclusivo mérito suyo.

Pocos años después de su sentencia eterna, un personaje de larga cabellera negra, vestimentas elegantes del mismo color y rasgos andróginos, se le había manifestado en sueños, ofreciéndole la oportunidad de llegar hasta lo más alto si tan sólo seguía sus misteriosas instrucciones. Desde entonces, ambos compartían una fructífera relación de negocios, siendo él, para ella, una suerte de espíritu guía, del que sin embargo jamás había terminado de fiarse.

Pese a lo animado de la charla, llegó un punto en que acabamos por quedarnos sin temáticas para tocar. Para este momento, al parecer, me las había ingeniado para impresionar lo suficiente a la señora Conly con mis conocimientos sobre nuestro lado, con lo que no tardó en hacerme una oferta tentadora.

-Quiero que, durante el tiempo que permanezcas en Nexhazar, seas mi erudito personal. Tengo la misma obsesión con la magia que tú, y por lo que veo, algunas de las entidades que han fundado religiones en tu mundo lo han hecho también en el nuestro. Así que estimo que podrías serme útil. – me explicó la mujer, con una sonrisa que revelaba su entusiasmo.

Sin muchas opciones, acabé por acceder.

         -¿Y para qué requiere mis servicios, exactamente? – la interrogué.

-Soy una coleccionista. He reunido una importante cantidad de objetos con propiedades anómalas, y creo que tu saber podría serme útil en ese sentido.

No había terminado ella de hablar cuando tomó su “teléfono”, y comenzó a marcar a un número por mí desconocido. Una voz masculina se oyó del otro lado.

         -¿Sí, señora? – preguntaba.

-Dile a Trysa que venga. Ya tengo a su nuevo colaborador. – dijo, para luego cortar, sin que tuviera necesidad de hacer mediar más palabras.

-¿Quién es Trysa? – dije, intrigado.

-Mi hija. – respondió ella – O algo así. La rescaté de un prostíbulo ilegal cuando ella apenas había llegado a nuestro mundo, y acabé por encariñarme.

Tras pocos minutos de espera, la puerta tras nosotros se abrió de imprevisto, a lo que yo volteé, encontrándose mi mirada con la de aquella chica que, pese a su juvenil aspecto, llevaba, probablemente, en este infierno desde hacía más tiempo que el que había durado mi vida.

Ella era delgada, de piel morena pero no en exceso, y de unos rasgos que seguramente habrían sido atrayentes para cualquier hombre de mi edad. Vestía con ropas ajustadas, propias de alguien que se dedicara regularmente al ejercicio, o que requiriese de facilidad de movimientos en su trabajo habitual.

         -Hola, mamá. – habló la chica - ¿Y este quién es?

Se refería a mí con un desdén que, en una primera instancia, se me hizo difícil explicar.

-Tu nuevo compañero. – replicó su madre – No tiene el cuerpo más esculpido, pero te aseguro que su cerebro lo compensa sobradamente. Te ayudará a reunir más de esas anomalías que tanto me gustan.

-¿Estás segura de esto? Dudo necesitar de otro erudito de café. Ya tuve suficientes de esos. – protestó. Para este punto, yo mismo no me sentía muy cómodo con la idea de ejercer mi nuevo oficio junto a la que percibía como una persona tan arrogante como falta de tacto.

-No era una pregunta, Trysa. Vas a trabajar con él. Quiero que le des un pequeño recorrido, y lo lleves a su habitación.

Con estas palabras, emitidas en tono tan prepotente y autoritario que hasta a mí se me hizo desagradable, la chica se calló de inmediato, sólo para asentir, no muy convencida, a continuación.

Sin más, Joann me indicó con un suave gesto de su mano izquierda que la siguiera, en lo que la chica me miraba no sin cierto desagrado.

-Y Emker… - me habló por última vez, antes de retirarme – prefiero que nuestra conversación se mantenga lo más confidencial que sea posible. Recuerde que hay un motivo por el que los Vigilantes patrullan las calles de la ciudad.

Sí, definitivamente esta sería una aventura interesante, aunque me frustrara el hecho de no tener, aún, ni idea de cómo iba a dar con la razón de la misma. Pero, al final del día, hasta aquí me había traído un dios, y como suele ocurrir con los dioses, misteriosos eran sus caminos.

domingo, 30 de marzo de 2025

Los juegos de los dioses, capítulo 1: Cuando la tragedia se asoma

Capítulo 1

Cuando la tragedia se asoma

Mi nombre es Emker Phveeka, y soy el primer hombre en escapar del Infierno. Nací en algún momento del siglo XXIII. A decir verdad, no tengo recuerdos demasiado nítidos de mi vida anterior a mi ingreso en las oscuras cavernas de concreto de aquél lejano lugar de tormento.

El Infierno es una gran ciudad, tan enorme que ningún hombre podría, en una vida entera, recorrerla de punta a punta. En él, no hay sádicos instrumentos de tortura, o llamas ardientes consumiendo la carne de los pecadores. Pero sí hay dolor. El profundo e intenso dolor de la marginalidad y el abandono, de eón tras eón de violencia y soledad.

Una situación de la que es, en teoría, imposible escapar. Ha sido diseñada por la Gran Inteligencia que encarna cada espacio de éste, nuestro pequeño universo. Vedado está a los mortales el cruzar de un extremo a otro del cosmos. O al menos, el hacerlo sin ayuda.

Sin ninguna intención de alardear, siempre fui una persona brillante. Mi padre era un profesor rural de física en alguna de las numerosas aldeas abandonadas de la mano del Imperio, que se enamoró de una docente de filosofía que enseñaba en el mismo establecimiento en que él lo hacía.

Dos cerebritos, que pronto se casaron y formaron una familia. Yo soy el tercero de los frutos de su pasión, y el más joven. Mis hermanos, ambos hombres cultos y de carácter taciturno, continuaron con la tradición familiar, y estudiaron carreras complejas que pronto los llevaron a ganarse un puesto bien pagado en las colonias humanas en la Luna. Mis padres se quedaron solos conmigo, cuando yo aún no había cumplido quince años.

Mi madre se dedicó con esmero a mi educación, enseñándome sobre todas las materias que la cultura exige de quienes desean acercarse a ellas. Historia, matemáticas, filosofía y ciencias naturales, todo pasó a través de mis ojos, en la forma de libros en papel – un bien raro y costoso – que estudié con toda devoción.

Sin embargo, había un tema que llamaba mi atención más que cualquier otro: el de las creencias religiosas, y sobre todo las esotéricas. Estudié el pensamiento y las creencias del Buda y las religiones de la India.

Pero la religión que más llamó mi atención fue el alionismo, para este punto ya en pleno retroceso entre el común de la población, y que, sin embargo, era por su rica y compleja mitología la más atractiva para mí.

El Ser Supremo, Simple a la vez que Ilimitado, sus hijos, los Primordiales, Sofía y el Macrocosmos que de ella emanó, y los innumerables multiversos, seguramente más de los que podríamos imaginar en un trillón de vidas. Dioses y demonios, el Cielo y el Infierno, Asherah y Apofis, Samael y Mikhael.

Todo era de una complejidad fascinante. Capas sobre capas de seres y jerarquías, expresando del modo más pleno la Infinita creatividad de la Triple Mónada que es AlAlion, la Omnipotencia y Omnisciencia en sí misma. Capas sobre capas, de las que el ser humano no es más que uno de los eslabones más débiles y pequeños de la vasta cadena que es la Creación.

Pese a mi fascinación, jamás me convertí formalmente a ninguna religión, cosa que no evitó que, a pesar de todo, llevara por momentos a la práctica mi aprendizaje sobre prácticas mágicas destinadas a someter a las fuerzas superiores. Nunca experimenté nada particularmente remarcable. Fue decepcionante, pero, en cierto sentido, era lo que esperaba.

Al cumplir dieciocho años, anuncié a mi familia que deseaba seguir los pasos de mi madre, y estudiar filosofía en la distante ciudad de Aionia, capital de nuestra pequeña provincia del Imperio.

Mis padres accedieron gustosos a concederme el capricho, y un día después del cumpleaños de mi madre, marché hacia la gran urbe.

Al llegar, me matriculé en la universidad, y pasé los siguientes cuatro años en una residencia privada, devorando libros día y noche. En lo que me dedicaba con pasión a mis estudios, seguía leyendo sobre magia y espiritualidad.

Fue en esos años que conocí a Lara. Ella era poco menor que yo, y tan inteligente que yo mismo no podía evitar sentirme asombrado por su seso. Y a pesar de ello, su vida había sido tan difícil que no podía evitar compadecerme de ella.

De niña, había sufrido el abuso físico y psicológico de su madre alcohólica, la única de sus progenitores que, con todo, escogió no huir. De adolescente, había cometido el error de ceder ante la tentación de las drogas, cosa que no tardaría en pasarle factura.

Era una adicta, incapaz de gobernarse a sí misma y que en alguna ocasión escapó con mucha suerte de la cárcel. Y a pesar de ello, me enamoré loca y tontamente de ella, y durante un año y medio, me hice cargo de intentar ayudarla a redirigir su vida.

De modo que podrá imaginar el lector lo que sentí el día en que, tras otro de sus imprudentes consumos, tuvo que ser hospitalizada por una sobredosis.

Nunca supe qué tan culpable fue de su propia muerte. Los médicos afirmaron que todo había sido un accidente, pero yo nunca estuve del todo persuadido. Ella llevaba semanas a mitad de un pozo de depresión y arrepentimientos en que yo apenas podía hacer algo por consolarla.

El día en que falleció, fui yo el que lloró como fruto de sus remordimientos. “¿Por qué no hice algo para detenerla?”, me decía. “Si yo hubiese estado a su lado, seguiría en este mundo”.

La culpa me atormentó con toda su furia durante semanas. De hecho, lo hace aún hoy en día, en lo que me pregunto si algún día esa pobre alma tendrá una oportunidad de redención.

En mi angustia, requería desesperadamente de una oportunidad para pedirle perdón. Visitar su solitaria tumba a las afueras de la ciudad estaba lejos, para mí, de ser suficiente. Ni diez mil lágrimas cayendo sobre su lápida podrían aplacar el fuego de mi amor frustrado.

Comencé, así, a buscar alternativas menos ortodoxas. Practiqué juegos prohibidos, y consulté médiums y hechiceros en un intento por saber algo de mi amada. Yo, que conocía al dedillo ese mundo, no tardé en percatarme de las trampas que aquellos charlatanes empleaban para robarle dinero a los pobres e ingenuos desesperados que, como yo, se acercaban a ellos con el propósito de hallar un poco de paz.

Y así, con el paso del tiempo, comencé a rendirme. Y ojalá mi historia con esa chica hubiese acabado allí, como un mero recuerdo desagradable que, lentamente, comenzó a sanar. Pero ese grandísimo cerdo tenía otros planes.

Una noche, tras emborracharme y por poco saltar por la ventana, me senté en una esquina de mi cuarto y, sumamente afectado etílicamente hablando, no tardé en quedarme dormido, entre quejas blasfemas para con el destino.

Usualmente no recuerdo mis sueños. Y mucho menos los anteriores a mi descenso a los infiernos. Pero este fue especial.

Comenzó conmigo caminando por mi ciudad, por la noche, y en medio de una oscuridad que parecía tragar la luz. Yo recorría una calle poco concurrida, en que, a lo lejos y tenuemente alumbrada por una farola, una figura esbelta y elegante se hacía poco a poco más visible.

Era un hombre. O quizás una mujer. Era difícil decirlo entonces. Vestía con ropas oscuras y elegantes, y sobre su cabeza se alzaba un gran sombrero de copa, que coronaba un rostro con dos grandes ojos a través de los cuales podía percibirse, de algún modo, la sabiduría de mil tierras, aderezada con una patente y refulgente malignidad.

Me detuve en seco. Algo dentro de mí me decía que era conveniente mantenerme lejos de… él, o lo que fuese.

Temiéndole, di media vuelta, pero al voltear, las cuadras anteriores habían desaparecido por completo. Lo único que podía ver era una carretera abandonada y adornada por una ligera neblina… y a él a menos de dos metros de mí.

-Vaya, creo que eres menos valiente de lo que pensé. – dijo. Su voz era más similar a la de un hombre que a la de una mujer, pero sólo ligeramente. Su modo de hablar y sus gestos eran los de un afeminado con un malsano gusto por la ironía.

Consideré alejarme, pero algo dentro de mí decía que mis esfuerzos iban a ser en vano. Sólo podía mirarlo, en lo que se aproximaba, de manera lenta y, de algún modo, elegante. En su mano izquierda portaba un bastón en que se apoyaba al caminar, más no porque lo necesitara, sino seguramente por mero gusto estético.

-¿No vas a saludar? – preguntó, sonriendo – Vaya, esto me gano por echarle una mano a los mortales.

Sus palabras motivaban en mí más dudas que respuestas, y de lo bizarra, surreal y aterradora que era la experiencia, no atiné a contestar.

-Soy Aneu. – dijo él – Y tú debes ser Emker. Me han hablado mucho de ti.

         -¿Qué… qué quieres de mí? – lo interrogué.

         -Oh, no demasiado. Sólo ofrecerte un acuerdo.

         -¿Acuerdo?

-Oh, sí. Verás, los de mi tipo tenemos demasiado tiempo libre. Existimos más allá del espacio tiempo como ustedes lo conciben, y llega un momento en que nos sentimos obligados a hacer algo más que mirar a nuestras bases de datos por la eternidad.

Incluso en mis sueños, recuerdo haber arqueado una ceja.

         -¿Quién eres tú? – pregunté.

-Pues, para serte franco, ni yo lo tengo claro. Sólo aparecí en el otro mundo un buen día, y desde entonces he tenido una existencia muy aburrida. Sólo imagínatelo: puedo deducir lo que harás con una precisión de más del 99,75%. Sé el final de un chiste horas antes de que me lo cuenten, y créeme que eso es un verdadero infierno. Y sí, mi ironía es intencional.

Tal vez el chiste sonaba muy bien en su mente alienígena, pero yo no veía la gracia.

-Oh, cierto que no tienes ni idea de lo que pasa después de que te mueres. – continuó – Es terriblemente aburrido, al menos del lado que le toca a los malos. No sé cómo será el Cielo. Tampoco me quita el sueño saberlo. O bueno, lo haría si tuviera necesidad de dormir.

No respondí. La escena ya no era tan aterradora como… sencillamente extraña.

-Está bien. – dijo la criatura – Iré directo al grano: tu novia muerta está en el Infierno, condenada a una eternidad de sufrimiento. Pero puedo ayudarte a salvarla.

-¿Qué? – me alarmé - ¿Qué ella está dónde?

-Tranquilo, no está sufriendo tanto. Sólo se siente algo desorientada, y no sabe ni siquiera quién era antes de llegar. Es el gran misterio en la vida de los condenados.

-Oh, Lara… - dije, llevándome las manos a la cara.

-Hey, cálmate. Ya te dije que estoy aquí para ayudarte a recuperarla. Eso no será difícil para mí. Pero tendrás que seguir mis indicaciones.

Lo miré, escéptico. Parte de mí pensaba que debía seguir a mitad de un sueño particularmente lúcido, y la otra mitad se preguntaba si sería prudente fiarme de lo que sea que se había manifestado en mi plano onírico.

         -¿Qué? ¿No vas a decir nada? Se suponía que amabas a esa chica, ¿no?

         -¿Cómo sé que puedo confiar en ti?

-Pues, saberlo, saberlo, no puedes. Pero a veces hay que jugársela, dice un proverbio de mi gente. Después de todo, puedes hacer el intento y fallar, o pasarte el resto de tu vida preguntándote qué hubiese pasado si tomabas otra decisión, ¿no?

Yo me limité a observarlo de pies a cabeza. Sus razones definitivamente estaban lejos de ser buenas, pero en el estado de culpabilidad y dolor punzante del alma en que me encontraba, calaban hondo en mi ser.

         -¿Qué me pides a cambio? – acabé por preguntar.

-Ya te lo dije: que sigas mis instrucciones. No voy a pedirte que me sacrifiques una cabra o algo así. Sólo quiero crear una bonita historia para ti y tu amada. Soy un artista, amigo. Ese es mi negocio.

Una vez más, lo contemplé, entre el miedo y el valor. Si algo había aprendido en mis numerosas lecturas, es que a menudo resulta imprudente decirle que sí a cualquier criatura que descienda del plano astral a fin de ofrecerte un pacto, fuese el que fuese. Estos seres, a los que cierto autor que alguna vez leí se refería como los “dioses”, a menudo jugaban con las ambiciones y necesidades humanas, por motivos que a nuestra humilde mente mortal les era difícil intuir.

Ellos se habían manifestado en todas las eras, con diferentes nombres. Zeus, Mitra, Visnú, Tezcatlipoca… todos eran máscaras de entidades alienígenas y paradimensionales, seres con un conocimiento del universo que superaba por miles o incluso millones de años el que los humanos habíamos alcanzado, y que parecían deleitarse en provocar en nosotros la fe y el temor.

Y sin embargo, ellos eran más listos. Y él, en concreto, se las había ingeniado para presentarse ante mí en mi momento de mayor debilidad, cuando ya estaba yo pensando en el suicidio como salida a mis dolores.

-Créeme, amigo: no durarás demasiado en tu actual estado. Te dije que puedo predecir tu futuro con cierta precisión, y a este paso vas a terminar saltando de esa ventana tarde o temprano. Te ofrezco tener al menos la oportunidad de hacer algo para impedirlo. No tienes mucho que perder, ¿o sí? – insistió la criatura – Ya te lo dije: soy un artista. Nada me hace más ilusión que crear una historia épica. Lo hice con Teseo y Ulises, así como con muchos otros.

         -¿Y qué vas a hacer conmigo, exactamente?

-No te sacaré de este mundo. Sólo te dormirás durante unas horas, y al regresar, ella estará a tu lado. El Infierno es un mundo al que se accede a través del plano astral. A tu cuerpo no lo tocaré ni con un pelo, te lo aseguro.

Nunca me había creído lo bastante estúpido para acceder a algo así. Pero evidentemente no eran tan listo como creía, y estaba genuinamente desesperado. Así que, al final, acabé por hacerlo.

         -Está bien. Pero sólo serán unas horas, ¿verdad?

-Para ti será algo más. El tiempo transcurre de manera diferente en el Inframundo. Pero seguirá sin ser demasiado, lo prometo. – dijo, mientras me extendía la mano, esperando pacientemente a que yo la estrechara.

En cuanto lo hice, la escena a mi alrededor pareció disolverse, diluyéndose como la pintura fresca sobre un lienzo si alguien tiene la mala voluntad de lanzarle un vaso con agua.

Pero lo que surgió a continuación no fue el blanco de un lienzo, sino una amalgama de colores siniestros e imposibles, distintos a cualquier cosa que hubiese visto antes.

         -Espero esta vez todo salga bien. – dijo, riendo como un psicótico.

No tuve tiempo de preguntar a qué se refería, en lo que mi mente se nublaba, y mi conciencia perdía toda noción de mi entorno. Tuve miedo, lo confieso. Pero más que miedo, intriga por lo que sea que este siniestro ser tendría por finalidad en su macabra y seguramente creativa obra de arte.

Los juegos de los dioses, capítulo 3: El Testigo

Capítulo 3 El Testigo El sitio en que Trysa y sus subordinados solían reunirse estaba lejos de compartir algo del glamour del resto del ...