miércoles, 21 de mayo de 2025

Herederas de la caído, prólogo

Prólogo 

Bien, lo admito: no fui del todo sincera con usted, lector. Yo, Lucifer (como no debería sorprender a nadie) le he mentido. Pero perdóneseme el atrevimiento: realmente no tenía opción. No es como si, en la redacción de mi Evangelio, no estuviera ya revelando más de lo que era conveniente para mi relación con mi Madre y hermanas.

Asherah es una Dios benévola y afable, pero que difícilmente me hubiese dejado pasar el atrevimiento de haber unido fuerzas, en su día, con una de las figuras más controversiales de todo el universo. No podía arriesgarme a que mi honestidad se volviera sincericidio, y a acabar en malos términos con Ella. Así que preferí simular que, durante los primeros cuatro milenios de la historia humana, en que me dediqué a vagar por la Tierra y andar por ella, lo hice enteramente a solas. No es así.

Y como mi conciencia no dejaba de recriminarme mis engaños, decidí redactar, en honor a esa amiga de la que no he sabido nada en tanto tiempo, la historia de mi querida Lilith.

Sí, Lilith. Exactamente la Lilith en la que estás pensando: la primera esposa de Adán, quien se rebeló contra él y contra Dios, y decidió escapar del Edén.

Aunque, ahora que lo pienso, tal vez convenga presentarme a mí misma. No tiene por qué el lector haber tenido ya acceso a mi primera obra, y sería muy pretencioso de mi parte asumir que así es.

“En el principio, creó Dios los cielos y la Tierra”. Tal vez la frase más conocida de la historia humana.

Como bien mencione, la “Dios” de la que aquí se habla es mi Madre: Asherah, la encarnación de la Mano Derecha de la Corona. Esta “Corona” es, en pocas palabras, la sustancia primera de nuestro universo, un ser autoconsciente que, para resumir, no podía decidirse entre la paz sempiterna de su perfecta unidad, y el amor por un “otro” que pudiera ser su amigo y compañero.

Así que escogió tener el pastel y comérselo: se dividió en dos emanaciones fundamentales, que acabaron por originar a Dios, y a su Adversario por excelencia, que por supuesto, no soy yo: Apofis, el Caos Nuclear.

Y lo primero que hicieron fue agarrarse a golpes. Literalmente. Ella quería crear, y él quería destruir, y no podían ponerse de acuerdo. Y la victoria – como creo que es obvio, considerando que hay un ser humano leyéndome – fue de Dios.

A continuación, Ella lo encerró en una prisión de cristal negro en el centro del universo, dándole el tiempo justo para hacer brotar un vástago que se perdió en las profundidades del Vacío. Pero él no es muy importante en esta historia.

Lo que siguió fue mi creación y la de mis hermanas. Fuimos tres: Gabriela, Micaela y, por supuesto, yo, Lucifer, la Portadora de Luz. Luz que parecía morar en todas partes de mi ser… menos en mi cabeza y corazón.

Fui lo bastante tonta y desalmada como para tentar a Adán. Pensé que hacerle comer de ese árbol que apareció de la nada en el centro del Jardín del Edén, lo mataría de manera rápida, y así ya no tendría yo que envidiar el honorable puesto en el universo que Dios le había concedido.

Obviamente, eso no fue lo que pasó: sus cuerpos y almas quedaron corrompidos y manchados por el mal, pero no murieron, y peor aún, no dejaron de delatar mi crimen.

Y así fue como se me expulsó del Paraíso. Pero esta parte de la historia ya es sobradamente conocida, y no deseo ser redundante. Pasemos, pues, a aquellos hechos que menos gente conoce, y que son los que serán más trascendentes para nuestra narrativa.

Lilith fue creada del polvo junto a Adán. No porque sí la Biblia dice que “varón y hembra los creó”, y sólo a posteriori hace mención de la famosa costilla.

Adán y Lilith tuvieron conflictos desde el principio. Ella era respondona y de carácter volátil. Él, aunque de un carácter más relajado, era insoportablemente fanfarrón, y siendo que Asherah lo consentía especialmente por ser el primero de sus hijos varones, no tardó en verse a sí mismo como el pináculo de la Creación. Vaya, a quién me recuerda eso…

En fin. Lilith se hartó de las idioteces de su marido, y decidió irse del Jardín. Con tan buena suerte – para mí – que no tardamos en cruzarnos una vez que yo, ya despojada de mis alas y la mayor parte de mi poder sobrenatural, comencé a vagar por la extensa Tierra.

No habían pasado ni tres días completos desde mi expulsión cuando, caminando por un extenso desierto ubicado en algún sitio del Medio Oriente, encontré un oasis de lo más estereotípico: un arroyo de agua fresca, y varios árboles frutales y plantas a su alrededor.

Estaba muerta de sed y medio muerta de hambre, y no tardé en internarme en él, para beber de sus cristalinas aguas, que reflejaban cual espejo mi andrajosa apariencia.

Me había arrodillado frente al arroyo cuando, por fin, la vi. Ella, la que debía haber sido la primera de las madres del hombre, con su larga cabellera negra y tez aceitunada, mirándome con un rostro que evidenciaba su disgusto.

-Oh, ¿tú aquí? ¿Es que quiere tu Madre el ponerme una niñera? – se quejó. Yo la miré, primero con sorpresa, y luego con cierto desprecio.

-Me sorprende verte, Lilith. Y no, ella no está demasiado preocupada por lo que te pase. O lo que me suceda a mí, además…

-Adivinaré: le pegaste a mi ex en la cara por otra de sus risas pedantes, y te enviaron aquí como castigo.

-Peor: lo convencí de comer de un árbol, y Asherah nos expulsó a ambos, y a su nueva esposa, de casa.

-¿Qué? – preguntó ella entre risas – Vaya, eso es satisfactorio, no lo negaré. Por él, por él… - especificó, al percatarse de mi disgusto.

-Tienes suerte de que no tenga a mano los poderes que mi Madre me quitó, porque serías tú la que acabe con una costilla menos.

-Pero no los tienes. Y a diferencia de ti, yo al menos me dediqué a la jardinería en el Edén antes de mi divorcio. – fue su desafiante respuesta.

Sí, ambas éramos jóvenes y arrogantes. Arrogantes, pero no estúpidas.

-Mira, Luci – se burló ella – me pareces una petulante insufrible, y yo seguramente te parezca tan importante como un perro. Pero qué quieres que te diga: esto del exilio es aburrido, y ninguna de las dos está en posición de echar a la otra a la mitad del desierto, así que puedes quedarte.

-Gracias, supongo…

-Y dime… ¿cómo es eso del árbol? ¿Acaso Dios se está dedicando a la silvicultura?

-No. Alguien más lo plantó. Y en teoría esto es un secreto, pero…

A continuación, le expliqué todo lo que a usted, lector, ya le he narrado acerca de la batalla entre Asherah y Apofis, que acabó con la derrota de una oscuridad que, sin embargo y evidentemente, se las había arreglado para colarse en el mundo.

Ella me escuchó con sorprendente interés, pese al desdén que transmitían sus ojos. Un desdén que, sin embargo, pronto comenzó a transformarse primero en ironía, y luego, en una sana indiferencia ante mis crímenes. Una indiferencia que, por algún motivo, fue liberadora para mi reprimida, pero ruidosa conciencia.

-Vaya, dudo que a tu Madre se le pase el enojo pronto… - confesó ella – Pero no te preocupes. Yo no juzgo… así que dime, Luci…

-Lucifer.

-Como digas: ¿todo esto significa que somos las únicas habitantes inmortales del mundo terrenal?

-Básicamente.

-Hummmm… ¿te has preguntado qué irá a pasar a continuación? Quiero decir, Adán y Eva morirán en algún momento y dejarán atrás hijos, que repetirán el ciclo…

-¿Y qué con eso?

-¿Cómo que qué con eso? ¿Te imaginas lo que podría pasar con las sociedades humanas de aquí a unos siglos?

-La verdad, no… - contesté, sin mucho entusiasmo.

-¡Exacto! Podríamos viajar por este pequeño mundo, y averiguar la respuesta. Creo que la eternidad no va a ser tan aburrida después de todo…

Ella me miró, con el entusiasmo de una niña, y a la vez con unos ojos desafiantes, que pronto mutaron en una expresión triste.

-Como te dije, no nos queremos mucho. Pero ahora, supongo que estamos juntas en esto. Esta es nuestra oportunidad para hacer de nuestro exilio algo más interesante.

La contemplé, meditando sus palabras. La verdad es que tenía razón: estábamos solas, y dado que ahora las vidas humanas serían de una duración escasa, ella sería, tal vez, lo más cercano a una amiga que podría conservar a lo largo de las eras.

Volví a dirigir mis ojos hacia ella, antes de responder:

         -No tenemos nada que perder, creo.

-Ni yo. Y es probable que acabemos por, al menos, soportarnos un poco.

Y así, comenzó una larga amistad que se extendería a lo largo de varios siglos. Una amistad repleta de charlas y complicidades, que nos llevarían a numerosas aventuras y – sobre todo – desventuras en numerosos tiempos y lugares.

Podría hablarle a usted, mi querido amigo, de cómo nos paseamos por las calles de la Ciudad Eterna en tiempos de Rómulo y Remo, o de nuestro viaje en bote por las costas de la Atlántida, o incluso de cuando conocimos, en Atenas, a un insoportable barbón que sólo se jactaba de su ignorancia, y que adoraba hacer preguntas incómodas a quien osara cruzarse en su camino.

Pero no. Nos enfocaremos en la más importante de las historias: la de Dios y la humanidad, en los diferentes pactos que Ella firmó con hombres y mujeres de numerosos tiempos distintos, cuya suerte quedó registrada en los textos sagrados de su mundo.

Tal vez ya sea hora de narrar la historia de la salvación desde otra perspectiva: la de aquellas que, por suerte o providencia, fueron testigos de ella de primera mano… aunque con menos protagonismo del que hubiéramos deseado.

domingo, 18 de mayo de 2025

Los juegos de los dioses, epílogo: Luz marchita

Luz marchita

Y así es como concluye mi historia. Conmigo y… ella viviendo en alguna región apartada del disco terráqueo, en un hogar modesto pero acogedor, escondido entre colinas en que alguna vez ardió la pólvora de los cañones, y los hogares de los inocentes.

El mundo ha cambiado desde que regresé. No radicalmente, pero sí. La humanidad ya ha puesto bajo su órbita a todos los planetas que se desplazan en torno a la Tierra, y los primeros grandes experimentos genéticos, destinados a crear seres capaces de poblar mundos lejanos y aún ignotos, se realizan ya en los laboratorios de nuestras universidades.

Es curioso cómo el amor puede mutar ante la variación en las circunstancias. Ahora, ya no queda nada de la mujer de la que me enamoré del otro lado, aparte de… ella misma. Crio a una niña pequeña, que aún no cumple los seis años.

Desconozco por qué Aneu decidió hacerme esta última maldad, y tal vez no haya más respuesta que esa. Sólo sé que, habiendo despertado de mi largo sueño, con mi cuerpo duramente castigado por el hambre y la sed, me la encontré allí: una bebé, envuelta en una manta negra, y llorando.

Decidí hacerme cargo de ella. La alimenté, y vi como sus dientes de leche brotaban, antes de que comenzara a dar sus primeros, memorables pasos. Ya no era objeto de mi atracción romántica. Ahora, yo era el padre que a ella le había faltado, y el responsable de asegurarle un noble futuro y una bienaventuranza eterna.

Hasta hoy me cuesta procesar todo lo que viví en Nexhazar.  A menudo los recuerdos vienen a mí como en una sucesión de visiones: la ciudad ardiente, testigo del fin del reinado de Joan, traicionada por los que alguna vez la adularon y veneraron. Una experiencia difícil, arriesgada, y que sin embargo no dudaría en atravesar de nuevo si tuviese que hacerlo, aún con todo su vértigo y pérdida, sobradamente compensados por el improbable milagro del amor a mitad del fuego eterno.

Nunca olvidaré a Trysa, en la forma de la bella mujer que conocí: su mirar pícaro y desafiante, su risa llena de ironías… una Trysa que se ha ido, pero que, en cierto sentido, sigue aquí, como lo evidencian los dulces ojos verdes de mi bebé.

A menudo me pregunto si es mi potestad legítima el darle una vida como la de cualquier niña. Si no será ella digna de una existencia más elevada, como la que corresponde a su estirpe. Si siquiera habrá tenido sentido mi esfuerzo, y no podré evitar su caída al fuego tarde o temprano, o si, por el contrario, las ruedas del carro del destino se han roto al fin.

De Aneu ya no sé nada. Nunca volvió a molestarme con su voz de pito y sus manifestaciones en visiones y sueños. Supongo que perdió el interés al acabar de pintar su cuadro. O al menos, eso quiero creer, desde que, en uno de sus dibujos infantiles, mi niña retrató a una inquietante y oscura figura, observándola a lo lejos.

Sea como sea, el Infierno ya no interfiere. Todo el mundo me consideró un loco cuando regresé narrando los hechos que hasta ahora, lector, ha disfrutado. No tuve más alternativa que huir lejos, a donde nadie pudiera separarme de Trysa… o como he dado por llamarla, Lara. Desde entonces, me he dedicado a restaurar antiguos objetos rituales, que algún que otro coleccionista sin escrúpulos desea en sus almacenes. No le he dado a nadie la ubicación de mi casa, y siempre que tengo un cliente, soy yo quien le visita. En un par de ocasiones, me crucé con auténticas amenazas en forma de antiguos artilugios mágicos, a los que guardo bajo llave en mi sótano. No sea que un pobre idiota cometa el mismo error del que ya fui testigo.

         -Papá, ¿quién soy yo? – me preguntó Lara en alguna ocasión.

-Eres mía, te quiero, y eso es todo lo que debes saber. – fue mi respuesta.

Sí, la vida es buena. Aquí, sentado en el porche, con una taza de café y un viejo grimorio, mientras la veo jugar bajo la luz del atardecer.

A menudo, uno es más de lo que fue, y algo diferente de lo que esperaba ser. Pero el fuego nunca termina de consumir un corazón sano. Su amor, lejos de quemar… enciende. 

Los juegos de los dioses, capítulo 9: Caída

Caída

Oh, nunca dejará de sorprenderme la extraña belleza en el corazón de aquellas criaturas que, por el sólo hecho de perturbar la sempiterna paz en que vivió mi Padre antes del tiempo, son mis eternas adversarias, la plaga que estoy destinado a aniquilar.

Jamás dejaré, incluso cuando mi propósito se haya concretado, de envidiar la grandeza en su insignificancia, el amor en medio de sus contradicciones y pecados, que yo no puedo hacer más que observar desde las profundidades del Vacío que ya no lo es, en que moran todos los mundos.

Y sin embargo, nada de esto me hace flaquear a la hora de perseguir mi pérfido objetivo, que es el del retorno final a la tranquila oscuridad sin segundos en que alguna vez moró todo nuestro universo.

Se me conoce por mil nombres distintos, y tantos rostros más he tenido. El todo en uno, La llave y la puerta, o sencillamente Yog-Sothoth, son algunos de ellos. Disfruto de confundir a los mortales, y hacerles ver en mí algo más que una aberración carniforme conectada al espacio y al tiempo, eternamente fugitiva de Dios y sus hijas, que jamás dejarán de pisarme los talones. Pero mi nombre más popular en la Tierra es el de Azaimelek, el Hijo del Caos.

Ya le ha hablado uno de mis hijos sobre cómo, alguna vez, erigí multitud de razas en los mundos más allá del disco terráqueo, y cómo las abandoné cuando me percaté de las infranqueables limitaciones que su vivaz espíritu implicaba para mí.

Ya le ha narrado él, también, la historia de mi nacimiento, tan feliz y desgraciado según la perspectiva desde la que se lo contemple.

“Contemplar”, que bella palabra. El acto de observar algo en toda su dimensión y profundidad, con sus luces y sus sombras. Contemplar es lo que hago cada día, y lo que hice a lo largo y ancho de esta historia.

Ya sabe el lector de Joan Conly, aquella mafiosa sedienta de poder que, en algún punto de la larga historia del Infierno, se hizo de una posición tan envidiable como temible en la jerarquía de los condenados.

Oh, Joan… tan humana y previsible, en tu inconsciente hambre de aquella Eternidad tan antigua y tan nueva, a la que no has llegado aún a amar. A precio de gallina flaca compraste poder, y migajas fue lo que se te dio, sin jamás percatarte de que no eras más que un chiste, una ironía en forma de criatura, al servicio de las perversiones de un alienígena sin escrúpulos ni sanidad mental.

Durante años reuniste los objetos con que pondrías la última joya a tu corona, sin sospechar que ella se transformaba lentamente en guillotina. Pues había una razón, oh bestia soberbia, por la que los Señores los dispersaron, definiendo que jamás debían estar juntos.

Y tú, ignorante de las fuerzas a las que se te había expuesto, pasaste horas y horas de tu vida moviéndote entre ellos, deleitándote en la grandeza que te propiciarían, cuando por fin fueras capaz de convocarme, y beneficiarte de mi sabiduría y poder. Eras una reina alquimista, que sin sospecharlo mezcla venenos esperando que de ellos surja oro.

Y cuando por fin comenzaste a ensayar el rito con que abrirías para mí una puerta, tu mente quedó cautiva del horror escondido tras cualquier tecnología que trasciende el conocimiento de quien quiere explotarla más allá de sus límites naturales.

Cuando, por fin, tu hija te confesó sus deseos de volver al mundo de los vivos de la mano de su nuevo amante, tu escasa estabilidad comenzó a resquebrajarse.

¡Oh, afectos mortales, aquellos bellos errores de fábrica que a ustedes les traen las grandes dulzuras, y los peores dolores! En tu corazón clavaron una daga: la de la traición, y la del destino junto a tu niña amada que él acababa de robarte.

Sin perder ni una de tus breves horas, a él lo encerraste en la más oscura mazmorra de las que había en el subsuelo de tu palacio, y a ella la internaste en su habitación, bajo la atenta vigilancia de un gorila armado, y otra criatura similar.

No esperabas que alguien se fijara en su miseria, y tampoco esperaba ese alguien el ser una marioneta más en las maquinaciones del dios afeminado. Y compadeciéndose de sus desgracias, aquella que vigilaba al demonio de los sueños, sin sospechar que él la observaba también, bajó desde su plano de existencia a las habitaciones de los dos amantes, liberándolos de sus captores y permitiéndoles reunirse en un parque cercano, que hacía de intersección entre los territorios de varias organizaciones que, como la tuya, se disputaban el poder en la pequeña y enorme Nexhazar.

Desesperada y ya apenas coherente en tu querer y hacer, encendiste las llamas de la guerra al ordenar que tus servidores los cazaran más allá de tus fronteras, creyendo que eras aún tú la mandamás de este cuento. Y tus adversarios, que ya temían tus planes de traer a tu mundo a un ser del que no sabías ni su nombre ni sus intenciones, decidieron no soportarte más.

Terrible violencia y caos desató tu imprudencia, en lo que personalmente dirigías la persecución, acompañada de los preternaturales objetos que, reunidos y con las palabras adecuadas en la lengua definida, deberían concederte un poder capaz de avasallar incluso a todos tus adversarios juntos.

Oh, bella sinfonía de explosiones, heridas y miembros amputados, de llanto y miedo, de dolor sin más propósito que el de servir de danza ritual, de ofrenda ante mi inminente llegada.

Y él, mi sacerdote sin fe, que desde la oscuridad dirigía la orquesta, moviendo milimétricamente el hilo de tus errores, para que el tejido completo fuese manifestación suprema de su genialidad.

“¡Oh, Trysa, niña de mis ojos!”, redactabas, riendo entre lágrimas, en el diario que siempre llevabas contigo. Te mirabas en los charcos de agua pútrida de las calles, y veías a Trysa, mientras, en realidad, sólo estabas tú, deshecha e irreconocible, instrumento de un poder que ni siquiera comprendías.

“Anhelo tu amor y tu presencia, y no permitiré que te apartes de mí. Pues eres una miserable traición a mi nobleza, bella canción que repugna a mis sentidos. ¿Acaso no deberé temer de ti tu abandono, tu entrega ante mis enemigos? Caro pagarás tu amor hacia mí, y en las oscuras profundidades de este Infierno de concreto yacerás para siempre”.

Y, por fin, a ti llegaron las noticias de que tu hija y el miserable que quiso robártela habían sido atrapados en las fronteras de tu más poderoso rival, a donde no te creyeron capaz de perseguirlos.

Llegaste a ella, riendo de modo enfermizo, con indecible malignidad en esos, tus ojos, que ya no eran tuyos. Sin sospechar que, aterrados por las consecuencias que tus arrebatos tendrían, tus propios devotos habían escogido tu suerte.

Allí mismo, te esposaron tus más cercanos colaboradores. No podías comprender lo que pasaba, hasta que, por fin, imploraste a Trysa por ayuda.

         -¡No, estás loca! – fue su respuesta.

“Loca”… sí, loca. Absolutamente falta de juicio, te dieron tus servidores a tus enemigos, en lo que llorabas tu error en un último momento de lucidez. Lo que te esperaba, y bien lo sabías, era un destino peor que la muerte misma.

Un par de horas más tarde, Trysa y Emker se reunían en el callejón oscuro que Aneu, en un último acto de fingida benevolencia, había fijado para su huida. Milagrosamente habían evadido a los Vigilantes, que ahora perseguían a la hija de la reina, deseosos de mantenerla allí por los siglos de los siglos.

-Vaya, qué gran historia, ¿no es así? – dijo burlonamente una voz desde la oscuridad.

Emker ardió inmediatamente de rabia, en lo que veía llorar a su nueva amada, aún dolida por lo que, sabía, tenía por delante la única madre a la que recordaba.

         -¡Maldito hijo de puta! – le gritó - ¿Era esto lo que querías? ¡Traidor!

-Yo me abstendría de maldecir a mi última carta para salir ileso de todo esto, Emker. – replicó, sonriente, el artífice de esta tragedia. – Mira: te prometí sacarte de este lugar al final, y pienso cumplir esa promesa. Pero, por favor, no me hagas cambiar de opinión.

-¿Qué pasará con Joan? – preguntó Trysa, con tono suplicante.

-Oh, Joan… lamentará cada día haber sido traída a la existencia, en lo que invoca entre lágrimas a quien una vez la ayudó, hasta el último segundo del cosmos. – respondió él, sin disimular su alegría – Pero bueno. Terminemos con esto de una vez por todas.

Y con esas palabras, una vez más, el paisaje se disolvió en torno a ellos, como la pintura de un lienzo sobre el que se ha arrojado un vaso con agua. Y tras él, los colores imposibles, que traicionaban como pocas cosas a sus pequeñas mentes mortales.

-Vaya – dijo el demonio – una vez más las cosas han salido bien…

El arte es, en definitiva, cosa de grandes tragediógrafos. Y las obras más sublimes son, a menudo, las que nos causan llanto.

 

viernes, 16 de mayo de 2025

Los juegos de los dioses, capítulo 8: Testigo

Capítulo VIII

Testigo

Si el Todo tuviera, en un contraposible, existencia física, el número ocho estaría sutilmente asociado a él. Note el lector que, cuando hablo del Todo, no me refiero al conjunto de la Creación material, ni mucho menos al diminuto e insignificante universo en que habitamos, no. Hablo del Todo en su sentido más absoluto, de la Plenitud Eterna e Ilimitada en la que nosotros somos, nos movemos y existimos.

Al Ser, en una palabra. Aquél Infinito que, sin embargo, hace real la paradoja de haber forjado para Sí una frontera, más allá de la cual se encuentra lo que no es Él. Lo finito, lo imperfecto, lo inconcebiblemente pequeño, que pese a existir en Él y por Él, hablando con propiedad no es Él.

Muchos nombres se le ha dado en innumerables culturas a lo largo y ancho del universo, y seguramente más allá. Adonai, Elohim, Yahveh… pero usted, lector, probablemente le conozca por el apelativo de AlAlion, el Dios Supremo de todos los mundos posibles.

Sí, en Él se halla mi consuelo, a la vez que mi pena. En el saber que, pese a que está en mí y en todo lo que me rodea, jamás podré tener acceso a Su Gloria, si Él mismo no obra para que así sea. Y hasta que eso ocurra, jamás sabré lo que es en realidad ser feliz, por mucho que los barrotes de nuestra prisión tridimensional se rompan, y tengamos acceso a la vastedad inhóspita que es el mundo de los innumerables multiversos, con toda su inconcebible diversidad.

Pero qué sabré yo. Pese a ser inmensamente superior a usted, lector, no paso de ser una humilde criatura material. Capaz de trascender la materia, sí, pero corpórea. Con mi voz, y todo mi ser, flotando en imágenes que ustedes no pueden concebir, pero corpórea.

Si uno de los suyos saltara a nuestro estado existencial, más que experimentar poder, sentiría un inconcebible horror cósmico, al ver cómo su mente oscila entre el pasado, el presente y una pequeña, pero enorme porción de las infinitas posibilidades de los campos cuánticos. Algo que sobrecarga fácilmente a quien no se ha aclimatado aún.

Pero los Señores del Tiempo no siempre fuimos aquellos ocultos horrores cósmicos, escondidos tras ricas metáforas mitológicas, que han logrado vencer a la materia, el espacio y la muerte. Hubo un tiempo en que fuimos muy similares a ustedes, pero no aburriré a mi público haciendo un repaso de lo que ya conoce sobradamente. No necesitan un recordatorio de este tipo, y mucho menos yo, que soy un recuerdo que hace memoria de un pasado hace mucho perdido para los que aún vivimos en el tiempo.

Más bien, quisiera hablarles sobre el verdadero protagonista de esta obra. Aquél titiritero oculto a quien ya conocen, pero del que saben apenas lo básico, y aún menos.

Aneu era el más admirado de nuestros primarcas, un genio sin igual, cuyo arte maravillaba a las vastas masas de nuestro pueblo. Ustedes conocen al cínico psicótico y narcisista que abre esta obra. Pero nosotros, los que lo hemos vigilado atentamente desde antes de su caída, supimos de él cuando era bueno. Muy bueno, servicial y amigable.

Él sentía una absoluta fascinación por las razas menores, a las que disfrutaba orientando hacia fines nobles y destinos felices, por medio de ocultas estratagemas que ellas no podían deducir. Sus narrativas eran bellas y ricas, y lo amábamos por eso. Una verdad que él prefiere, como si de un simple mortal se tratara, evadir, pretendiendo que nosotros siempre fuimos un reflejo de su cinismo, que sólo después de una profunda reflexión moral se arrepintió de sus pecados.

La verdad es que siempre vimos con malos ojos la indecible crueldad de algunos de los nuestros, capaces de traicionar lo más hermoso de su condición por el mero placer de un niño quemando unas hormigas.

Esa es la palabra clave: placer. En algo no les mintió Aneu, ya que nosotros, en toda nuestra grandeza, a menudo envidiamos la profundidad del alma de los seres inferiores, cuyos últimos restos desaparecieron de nuestro ser hace ya incontables siglos.

Y en algún momento de su carrera artística, Aneu descubrió como tener, brevísimamente, acceso a esa porción de nosotros hacía tanto tiempo perdida. No sabemos cómo, pero de algún modo supo que, como un reflejo de los animales juegos de nuestros ancestros, podía, en el dolor de otras criaturas, hallar un sustituto del placer. Un agrado que trascendía el mero deleite intelectual, y que no podía compararse a nada que hubiese visto antes.

Hasta hoy no sabemos cuánto tiempo pasó él divirtiéndose a este modo, retorciendo del todo las virtudes que nos habían llevado a amarlo, antes de que alguien lo descubriera. Y cuando eso pasó, el horror inundó nuestro mundo.

Suicidios, guerras, depravación moral y de todo tipo, finales funestos para sus víctimas… todo pasó por las manos del sabio entre los sabios.

Inmediatamente lo sometimos a juicio. Y por unanimidad, todos resolvimos otorgarle el peor destino que podíamos acometer.

Debe saber el lector que él no sólo era sabio, sino también poderoso. Tan poderoso que no hubiese sido posible para nosotros destruirle. De modo que optamos por expulsarlo más allá de los límites del mundo de los vivos, a aquél espacio entre los espacios que los muertos deben atravesar para alcanzar la otra vida.

Sin que pudiéramos evitarlo, el pronto aprendió a deslizarse hacia la zona del porvenir de los mortales cuya frecuencia era más baja. Viajó al Averno, y no tardó, de manera más o menos disimulada, en repetir sus delitos. Pero no había mucho que pudiéramos hacer al respecto. Había, después de todo, una razón por la que lo exiliamos hacia el otro lado, una región del universo de acceso más que difícil.

Recuerdo tener noticias de los horrores de los que aquél ser al que tanto había admirado estaba acometiendo, y verme inundada por una tristeza desesperada como el Infierno mismo, que pronto sometió lo que mi deseo egoísta anhelaba. Lejos de aislarme de esa fracción de la realidad, opté por atender diligentemente a ella. No estoy segura de por qué. Supongo que, sencillamente mi amor por el que había sido mi mentor no me hacía fácil soportar las atrocidades por él cometidas.

Pero, claro, no podía simplemente lanzarme delante de la locomotora en movimiento. Él, enormemente más fuerte que yo, podría haber acabado con cualquier resistencia que yo le opusiera sin mayor dificultad. Así que decidí obrar en las sombras. Ajustar pequeños detalles de sus obras de arte, a fin de que, sin que él pudiera esperarlo, sus planes de desbarataran. No siempre tuve éxito.

Emker era un buen sujeto. Recuerdo contemplarlo desde más allá de la tercera dimensión, y haberme “enganchado” rápidamente con sus geniales deducciones, y su compleja y a menudo tensa relación con sus colaboradores.

Amé su relación con Trysa. Ella, que había acabado por enamorarse de él, reprimía sus sentimientos por temor a ser rechazada. Después de todo, él, que a pesar de todo la correspondía, había llegado al Inframundo con el firme propósito de llevarse consigo a un alma específica. Un alma a la que, un día, por fin encontró.

La vio en un mercado, mientras caminaba junto a Trysa, observando las góndolas repletas de productos artesanales y extrañamente bellos para existir en el mismo Infierno.

Ella, reducida a la mendicidad, se hallaba sentada en una de las esquinas del lugar, apelando a la escasa compasión de los condenados a su alrededor.

Apenas se percató de a quién tenía en frente, tras dudar si realmente esa criatura andrajosa y en un estado lamentable era ella, corrió en su dirección, y la abrazó de improviso.

-¡Lara! – gritó, con una alegría en su rostro que hería sobremanera mi corazón. – ¡Te he buscado tanto!

Ella lo empujó, molesta.

         -Disculpe, ¿qué está haciendo? ¿Quién carajo es usted?

Emker la miró, sin poder creer lo que, en un principio, le revelaban sus oídos. Hasta que, por fin, se dio cuenta de que esto era más que esperable.

         -Lara… soy yo, Emker. – suplicó, a punto de llorar.

-Lo felicito, pero no sé quién es Lara, y le conviene alejarse de mí si desea mantenerse en una pieza. – replicó ella.

-Muy bien, Aneu – se dirigió a su pretendido protector – ahora es cuando haces una de las tuyas.

Silencio. El silencio de un dios cruel y sin escrúpulos, que veía complacido, desde su plano de existencia, cómo el corazón de Emker se quebraba.

La contempló a ella, una vez más, en silencio. Entendiendo que, genuinamente, no había nada que hacer. Ella… ya no era ella. No lo había olvidado, sino que jamás supo quién era en primer lugar. El Averno lo había borrado todo, y no había nada en su poder que pudiera cambiar las cosas.

No pude soportarlo más. Esperé a que él desviara su atención y, adoptando la imagen de una joven rellena y de rasgos finos, los esperé a la salida del mercado.

-Hola, ha ganado usted un premio – le dije, entregándole un sobre de papel antes de desaparecer entre la multitud.

Él lo abrió, y sacó la carta en latín clásico que yo había redactado para él. En ella, le decía crípticamente una verdad que, sabía, él sería capaz de aprehender.

Le dije que Trysa no era una condenada más, sino que, en algún momento, había sido la más cercana servidora del líder de los yinns, aquél que había perdido la vida por osar enfrentar a la Creadora del universo. Una de los Vigilantes, que en un acto de compasión intentó ayudar a una suicida a escapar, y perdió por ello su posición y su identidad, siendo arrojada al lago de fuego, sin tener idea de quién era.

Le hice saber que Aneu no era un aliado, y que todo lo que había sucedido en esta historia, desde su propia llegada hasta el ascenso de Joan, pasando por el caos entre mafias, no pasaba de ser un cruel experimento, o más bien, una obra teatral de un sociópata cósmico destinada a alimentar sus fantasías de poder.

Pero yo no podía hacer más. Estaba sentenciada a ser una mera testigo de los planes de aquella perturbada entidad, y ya me había arriesgado demasiado con este gesto.

Él lloraba, sentado en la acera, con Trysa a su lado intentando consolarle. Hasta que, en un momento dado, volteó a verla y, sin previo aviso, le dio el más cálido abrazo que este frío inframundo ha visto jamás.

La amaba. No por lo que había sido, sino por lo que había decidido ser.

Y pronto, las lágrimas de Trysa se unieron a las suyas. No miré a su psique, pero sé por qué. Había recuperado, por fin, algo que se le había quitado hacía mucho. Y quiera el Altísimo que, por una vez, sea capaz de conservarlo…

Los juegos de los dioses, capítulo 7: El tercer ojo

El tercer ojo

Sí, definitivamente eso de los poderes psíquicos está lejos de ser agradable. Mi especie interpreta la realidad de una manera muy distinta a como lo hacen la mayoría de seres racionales, en este y, seguramente, en los otros tres continuos espaciales que nuestro universo alberga.

Podemos oler los colores, y saborear la música. Tenemos acceso a los pensamientos de quienes nos rodean, y aunque nuestros inexpresivos ojos negros no lo revelen a primera vista, es una auténtica pesadilla. No sé qué habré hecho en vida para merecer este destino, pero para ser absolutamente franco, la vida del condenado promedio es, probablemente, más tolerable que la de un ejemplar cualquiera de mi pueblo en el mundo de los vivos.

Oh, claro, olvidé presentarme. Soy Yxa, y pertenezco a la estirpe de los sínicos, para mayor precisión, a la etnia thy. Si ha prestado usted atención a este relato, recordará mi aspecto frágil y lampiño, y la característica tez amarilla de mi subespecie.

Como bien dije, carezco de recuerdos detallados de mi vida antes de acabar en el Averno. Lo que sí he llegado, por medio de drogas en diversas combinaciones, a recordar, es que morí como soldado en una batalla contra ciertos invasores nómadas, que atacaban uno de los mundos bajo control del Imperio de Sinae. Mi último pensamiento fue la preocupante certeza de que una era había llegado a su fin, y de que mi última misión había sido un completo fracaso.

Al llegar aquí, me sentí aturdido por el ruido y los agobiantes sentimientos de rabia y frustración de todos los que me rodeaban. Fue difícil acostumbrarse, y de manera especial a la compleja estructura dimensional del mundo en que ahora habitaba.

Cuando un humano camina por Nexhazar, puede sentirse aturdido por sus calles en espiral y su geometría a menudo inexplicable para los que vivimos, más o menos, en tres dimensiones. Suerte tienen. Porque los de mi tipo percibimos la realidad subyacente, fractal y aterradoramente compleja, de la que dicha geometría no pasa de ser una humilde expresión.

Más allá de los límites de la percepción humana, el entorno se transforma continuamente, a fin de adaptarse de la manera más inteligente a las memorias, culpas y deseos de los condenados, en un sádico juego cósmico en que nosotros, a menudo nos portamos más como ingenuas marionetas que como protagonistas.

Pero no todo es tan malo, a decir verdad. Esta inusual habilidad natural nos da, también, la capacidad de analizar grandes cantidades de información, hallando patrones que otros no pueden ni imaginar. Ondas de culpa, estructuras psíquicas que conectan a múltiples individuos, incluso a miles de kilómetros de distancia, desajustes en el espacio-tiempo… y yo, en mi aburrimiento, dediqué a eso una buena parte de mi otra vida.

Por eso no pude estar más interesado cuando Emker apareció en escena. Desde que empecé a trabajar con Joann Conly noté fluctuaciones en torno a ella que jamás había percibido antes.

No tardé en darme cuenta de lo que ocurría cuando aquel hombre… o tal vez, mujer, elegante y portando siempre un bastón, comenzó a hacer acto de presencia en el edificio central de nuestra organización. Apenas se acercó a mí, noté que tras su apariencia tan sólo un poco llamativa se escondía… “algo” mucho más grande que la propia Nexhazar, y, de algún modo, más peligroso que cualquiera de sus habitantes.

Él no respondía a ninguna frecuencia astral por mí conocida. Ni alma ni demonio, y ni siquiera, hablando con propiedad, un alienígena dimensional. Era, más bien, un “deus ex machina” en forma de criatura, una ruptura en el tejido mismo de la historia, en que, de algún modo, convergían muchos pasados y futuros.

No tardé en notar que esta no era, ni de lejos, la primera vez que él hacía acto de presencia en nuestra realidad. Su particular modo de vibrar se encontraba disperso por nuestra realidad, y la única razón por la que no lo había notado era el simplemente darlo por sentado. Como si fuera un elemento más de la condición infernal.

Comencé a visitar zonas en que su presencia era especialmente fuerte. Y pronto me percaté del patrón: por donde él pasaba, acababa por ocurrir un hecho de violencia masiva y desorden civil, que pasaba a la historia por su intensidad y los horrores que en él se acometían.

Hubiese seguido investigando si no fuera por los Vigilantes. En una ocasión después del trabajo aparecieron en la entrada de mi apartamento, exigiéndome, en pocas palabras, que apartara mis narices de lo que no me incumbía. Y créame: hay una buena razón por la que son tan temidos.

O varias, en realidad. Pero todas ellas son responsabilidad de la misma entidad: Iblis.

De él no se sabe mucho. Algunos rumorean que solía ser un jerarca de una especie de genios del desierto, que intentaron revelarse contra Asherah y pagaron esa decisión con la muerte. En un principio, era como cualquier otro condenado, salvando su gran tamaño, apariencia reptil y los enormes cuernos en su cabeza, con los que conseguía intimidad a quien osara desafiarlo.

De algún modo, Iblis consiguió acceso a una especie de poder cósmico de naturaleza desconocida que, siempre según las leyendas, acabó por someterlo a él mismo. Tal vez la siniestra de la Mónada primera, o alguna de sus emanaciones. Lo cierto es que, en breve, acabó instituido como eficiente gestor del tormento de los aquí sentenciados, en lo que reunía a sus antiguos compañeros de armas para servirle en su innoble propósito. Acabaron siendo conocidos como los Vigilantes, y de la Sombra del Amor obtuvieron la facultad de cambiar de apariencia a voluntad, adoptando la mayor parte del tiempo la de inquietantes hombres de traje negro y mirada gris.

Eventualmente, su proceder perdió su primera intención. Dejaron de interesarse por la justicia, y se transformaron en meros adictos al sufrimiento de sus semejantes, del que, se especula, obtienen algún tipo de alimento o, tal vez, droga recreativa, a la que ya ni siquiera intentan resistirse.

Con tales antecedentes, no debería ser difícil para el lector inferir cuáles fueron mis sentimientos cuando esas cosas comenzaron a volverse, poco a poco, más asiduas en lo que a visitar la sede de las Potestades se refiere.

Para este punto, llevaba tiempo formando parte de la organización, y la señora Conly ya se había percatado de la utilidad de mis dotes a la hora de recolectar los objetos que, por alguna razón, se estaba encargando de reunir. Reliquias de otro tiempo y otra realidad, que distorsionaban la lógica misma del Averno.

Pronto, me di cuenta de una inquietante coincidencia: todas y cada una de esas cosas parecían ir más allá, incluso, de lo que mis percepciones habituales eran capaces de aprehender. Operaban en otro plano, y sus manifestaciones físicas no pasaban de ser, precisamente, eso: proyecciones de una realidad ulterior. Una que, llegué a sospechar, podía haber surgido de un intento por romper los límites mismos de nuestro universo.

Pero… ¿qué podría querer Conly con estos avatares de fuerzas más allá de la misma comprensión, no ya de un humano, sino incluso de un genio o un sínico? ¿Tal vez una ventana a otra realidad… o una puerta?

Fuera lo que fuera, Trysa, su hija adoptiva, tenía algo que ver. No hacía falta contar con las dotes de un miembro de mi especie para notar algo inusual en ella. Estaba muerta, de eso no cabía duda, pero… algo no cuadraba. Su psique tenía una actividad discontinua, que oscilaba desde lo apenas superior a la de cualquier condenado hasta auténticas montañas rusas en sus neuronas de materia sutil, de las que por momentos me parecía imposible que pudiera experimentar sin manifestar la menor incomodidad.

Sospecho que ella bien podría ser una suerte de nexo. Una expresión de una realidad que jamás terminó de definirse, y que permanece allí, a medio camino entre el mundo de los vivos y el nuestro. Y sea lo que sea que esté ocurriendo, ese chico Emker parece potenciarla.

A su alrededor, los campos cuánticos son un auténtico caos apenas legible, del que debo apartarme regularmente tan sólo para descansar mi cabeza. Desde que él está aquí, el número de anomalías espaciotemporales en la ciudad se ha multiplicado, y la violencia en las calles, así como las escaramuzas entre facciones o incluso con los propios Vigilantes, se ha incrementado notablemente.

“¿Y a qué se debe esto?”, podrá alguien, con justicia, preguntarme. Y la verdad es que no tengo una certeza. Pero eso tampoco importa demasiado.

En nuestro universo, y posiblemente en otros, la cotidianidad es una mera cuestión de estadística. A cada hora las más increíbles coincidencias ocurren, y en un mundo como Nexhazar, con billones y billones de habitantes, las probabilidades de una entre un millón ocurren varios miles de veces por día.

Y definitivamente soy un afortunado por haber coincidido en el espacio y el tiempo con una singularidad semejante en la historia del cosmos. Soy un observador, sí. Un humilde testigo de los hechos. Pero, como dicen por ahí… el observador, por el sólo hecho de serlo, ya altera el resultado.

miércoles, 7 de mayo de 2025

Guión: ¿Oprime el Islam a las mujeres?

 Muy buenos días, tardes o noches. El día de hoy tengo la intención de hablar de un tema sumamente polémico, muy delicado y, además, con muchos matices. 

En efecto, la relación entre la fe islámica y los derechos del así denominado "segundo sexo" es complicada, y no puede ser entendida en términos dicotómicos, esto es, de "blanco" o "negro", con lo que ya veo venir las críticas de parte de ambos bandos, y en virtud de ello debo hacer algunas aclaraciones. 

Primero, no soy musulmán. Mi religión es católica, y tengo, en realidad, varios puntos de crítica hacia la cosmovisión y las leyes del mundo islámico. De hecho, en el pasado realicé transmisiones en vivo en este canal hablando del tema, las cuales decidí poner en privado a fin de realizar una crítica más justa y mejor informada de esta religión. 

En segundo lugar, aunque no creo que los musulmanes individuales sean personas peligrosas ni muchísimo menos, sigue siendo cierto que algunos aspectos de la tradición islámica pueden ser difíciles de reconciliar con la cosmovisión occidental, tan influida como está por la Ilustración y el liberalismo. A pesar de los esfuerzos conciliadores de algunas instituciones musulmanas, el Islam sigue teniendo doctrinas como la de la yihad, que en sus interpretaciones más puristas y extremas es todo un problema para las sociedades modernas. 

Y en tercer y último lugar, sí, reconozco que hay un problema con la migración masiva de parte de personas procedentes de países de África y el Medio Oriente a Europa. Creo que es exagerado hablar de una "islamización" del continente, y que las dificultades existentes con estos inmigrantes tienen su raíz más en su marginalidad económica y social que en el hecho de que muchos sean musulmanes, pero sigue siendo cierto que en cada vez más ciudades europeas hay zonas a las que la policía no se atreve a entrar, y que ese es un asunto que debe ser reconocido y discutido antes de que los fans del señor del bigote chistoso lo hagan por nosotros.

Dicho esto, al barro: ¿oprime el Islam a las mujeres?

Para muchas personas, la respuesta a esta pregunta puede parecer obvia: sí. El Islam es, para muchos, una religión machista que reduce a las mujeres a ser meras sirvientas, en un eterno estado de minoridad legal, de sus maridos. Sirvientas que pueden ser golpeadas por desobedecer, y que no tienen derecho a anular una relación abusiva. 

De antemano diré que esta percepción es, en buena medida, falsa: las mujeres sí cuentan con derechos y protecciones en el Islam y, posiblemente, algunos de ellos fueron toda una innovación en su contexto histórico. 

Conocer exactamente cómo era la Arabia preislámica es complicado porque las fuentes que nos hablan de ella son, precisamente, musulmanas, y su falta de objetividad está fuera de toda duda.

Sin embargo, podemos decir que era muy compleja, y sus leyes lo eran aún más. Hablamos de una sociedad tribal en que la autoridad era patrilineal, es decir, los hombres principales de cada tribu legaban su autoridad a sus descendientes varones, y las mujeres tenían, como en el resto del mundo, una posición mayormente subordinada. 

Por lo que sabemos, no tenían derechos sobre sus hijos y no podían elegir con quien casarse. Además, en teoría, no tenían derecho a la herencia de su padre. Esta última norma, sin embargo, evidentemente no era de aplicación universal, ya que sabemos la propia primera esposa del Profeta Muhammad, Jadiya, era una empresaria muy rica. 

Por otro lado, decir que las mujeres estaban totalmente desprotegidas es exagerar, ya que existían leyes tribales contra el abuso doméstico, y las tribus asumían el deber de proteger a las mujeres maltratadas.

Un dato curioso es que el famoso "velo islámico" parece haberse originado antes del propio Islam. Las mujeres que eran familiares de grandes señores, así como las ex prostitutas, tenían la obligación de usarlo, pero su uso estaba prohibido para prostitutas o esclavas. 

En cuanto al asunto del "infanticidio femenino", esto es, prácticas como enterrar vivas a las niñas, que es explícitamente condenada en el Corán, es difícil saber qué tan prevalente era. Como dije, las fuentes son musulmanas, pero se acepta generalmente que las mujeres eran vistas como inferiores a los hombres, con lo que no sería raro que estas prácticas fueran relativamente comunes. 

En este contexto, el Islam representó una reforma de la situación de las mujeres árabes. Muhammad estableció que se requiriera el consentimiento de las mujeres para casarse, aunque su silencio era considerado aprobación, lo cual es problemático considerando que el Islam permite el matrimonio infantil. 

Además, el Profeta determinó que las mujeres tenían derecho a una porción de la herencia de su padre, aunque ésta, como algunos sabrán, es menor que la de los hijos varones. Esto puede parecer misógino, pero hay que entender el contexto: en una sociedad patriarcal, en que el marido tiene el deber de trabajar para mantener a su familia y, al menos en teoría, la esposa no, es razonable que los varones partan con cierta ventaja económica. 

Muhammad y las autoridades musulmanas posteriores definieron, también, ciertas protecciones contra la violencia doméstica y regulaciones de la autoridad masculina en la familia. Mismas que, aunque puedan no parecernos tan progresistas, hicieron de la vida de las mujeres musulmanas algo más agradables que la de sus homónimas de otras culturas.

En primer lugar, hay que decir que Muhammad instó a sus seguidores a ser buenos con sus esposas, diciendo que sólo las personas despreciables maltratan a las mujeres, y ordenando directamente que, en lo posible, se evitara "golpear a las siervas de Allah". 

No obstante, también es cierto que el propio Corán autoriza a los hombres a disciplinar físicamente a sus mujeres. 

Los hombres están al cargo de las mujeres en virtud de la preferencia que Allah ha dado a unos sobre otros y en virtud de lo que (en ellas) gastan de sus riquezas.

Las habrá que sean rectas, obedientes y que guarden, cuando no las vean, aquello que Allah manda guardar.

Pero aquéllas cuya rebeldía temáis*, amonestadlas, no os acostéis con ellas, pegadles; pero si os obedecen, no busquéis ningún medio contra ellas.

Allah es siempre Excelso, Grande.

-Sura 4:34

Suena terrible, ¿verdad? Pues, en realidad, sí. Pero hay mucha tela que cortar con este asunto. 

En primer lugar, las autoridades musulmanas siempre interpretaron el mandato de "pegar" a la esposa como una dispensa desagradable, algo que, en realidad, era obligatorio evitar hasta que no quedara otro remedio. De hecho, algunos eruditos atribuyeron a Ibn Abbas, primo del Profeta y uno de los primeros eruditos islámicos, la opinión de que esos golpes sólo pueden darse con un siwak, literalmente un cepillo de dientes.

Sea como sea, los eruditos siempre afirmaron que darle palizas a la esposa era un pecado grave. No obstante, aquí hay mucho que analizar, y varios puntos de vista.

Como tal vez sepa el oyente, el Islam sunita tiene cuatro grandes escuelas de jurisprudencia: la hanafí, fundada por Abu Hanifah, la malikí, del erudito Malik ibn Anas, la shafií, de Muhammad ibn Idris, también conocido como al-Shafii, y la hanbalí, la más tardía de todas, de Ahmad Ibn Hanbal. Cada una de ellas tiene una perspectiva diferente sobre este asunto.

Según la investigadora Ayesha Chaudhary, los eruditos hanifíes enfatizaban más que nada el derecho y deber del marido de disciplinar la arrogancia de su esposa. Aunque ordenaban a los esposos tratar bien a sus mujeres, en general no reconocían el castigo retributivo hacia el marido por las lesiones que pudiera causar a su esposa, con lo que en la práctica, y a menos que la mujer muriera como producto de los golpes, ésta estaba prácticamente a su suerte.

Los malikíes, por su parte, se preocuparon más por garantizar que el marido no abusara del derecho que el Corán le otorgaba sobre su mujer. Establecieron que esto sólo podía hacerse con la esposa rebelde y como último recurso, y prohibieron los golpes severos, los que dejaran marcas o causaran lesiones, y los que provocaban terror en la esposa. Muchos menos estaba permitido romperle huesos, darle puñetazos o golpear zonas sensibles. Además, establecieron que, si estos golpes no surtían efecto sobre el carácter de la esposa, estaban prohibidos. 

Los shafií, por su parte, consideraron, como las demás escuelas, que golpear estaba permitido, pero enfatizaron que esto debía evitarse, y defendieron que el Corán no ordenaba golpear a la esposa rebelde, sino que esto era meramente opcional. Tomaron todas las prohibiciones de los malikíes, y añadieron que los golpes sólo podían realizarse con un paño, una sandalia o el ya mencionado siwak, y prohibieron explícitamente el uso del látigo. 

Los hanbalíes, por su parte, fueron más diversos, y algunos de ellos incluso establecieron penas para los maridos que golpearan en exceso. 

Los jueces musulmanes, en efecto, a menudo determinaron que los maridos que dañaran físicamente a sus esposas o que las irritaban innecesariamente debían ser multados o incluso golpeados ellos mismos como castigo. 

Otro asunto "complejo" en la relación entre las mujeres y el Islam es el del divorcio. Es cierto que, en condiciones normales, a una esposa no se le permite divorciarse unilateralmente del marido, mientras que éste sí puede separarse de su esposa a voluntad. Sin embargo, los juristas musulmanes definieron que, en ciertas circunstancias, esto es posible. 

Hay que entender, para empezar, que en el Islam el matrimonio es un contrato y no un sacramento, como lo sería, por ejemplo, en el catolicismo. Y como a todo contrato, se le pueden añadir cláusulas. 

En particular, los hanafíes afirmaron que las mujeres tenían derecho a establecer, en su contrato matrimonial, la posibilidad del divorcio, y los malikís añadieron que la mujer podía condicionar el derecho al divorcio si su marido la lastimaba, se casaba con una segunda esposa o realizaba ciertas acciones que ella estipulara.

Un juez también tenía derecho, según los malikíes, a disolver un matrimonio si la mujer o sus familiares denunciaban que el esposo era cruel, era incapaz de sostenerla económicamente, o tenía una enfermedad que, en caso de continuar el matrimonio, podía perjudicar a la esposa. En estos casos, además, el marido estaría obligado a mantenerla durante su período de espera.

Por otro lado, en el Islam también existe la figura del divorcio khul, que consiste básicamente en que el marido permita la disolución del matrimonio a cambio de una compensación por parte de la mujer. 

Los juristas musulmanes incluso establecieron la posible intervención de un juez para evitar que los maridos obligaran a sus esposas a realizar el khul, con el fin de no tener que mantenerla y conseguir de regreso la dote que él le había entregado para casarse. 

No obstante, hay que decir que el khul requiere el consentimiento del marido, cosa para nada digna de ignorarse. 

Por otro lado, es importante saber que, aunque los hombres tienen en el Islam el derecho a divorciarse unilateralmente, los tribunales islámicos establecieron contrapartes a este privilegio. Los malikíes, por ejemplo, definieron que si un hombre no trataba a su esposa con amabilidad sin motivo alguno, ella podía solicitar el divorcio ante un juez. 

En pocas palabras, aunque el Islam sin duda concede privilegios a los hombres, también se encargó de proteger los intereses de las mujeres en el matrimonio. 

Otro asunto de peso en esta materia es aquella famosa tradición islámica que establece que el testimonio de una mujer durante un procedimiento jurídico vale la mitad que el de un hombre.

Esto es, en gran medida, cierto. Pero existen, de nuevo, muchos matices.

El Corán nos dice en Sura 2: 282, lo siguiente: 


¡Vosotros que creéis! Cuando tratéis entre vosotros un préstamo con plazo de devolución, ponedlo por escrito; y que esto lo haga, con equidad, uno de vosotros que sepa escribir.

[...]

Y buscad como testigos a dos hombres, pero si no los hubiera, entonces un hombre y dos mujeres cuyo testimonio os satisfaga, de manera que si una de ellas olvida, la otra se lo haga recordar.

-Sura 2: 282.

Para empezar, diré que muchos musulmanes sí interpretaron esta norma como una consecuencia de la inferioridad psicológica de las mujeres, e incluso llegaron a atribuirle, con razón o no, al propio Muhammad esa opinión. 

Sahih al-Bukhari libro 1, capítulo 6, hadiz 301: 

Narró Abu Said Al-Khudri:

Una vez, el Apóstol de Alá salió al Musalla (para ofrecer la oración) o 'Id-al-Adha o la oración Al-Fitr. Luego pasó junto a las mujeres y dijo: "¡Oh mujeres! Dad limosna, ya que he visto que la mayoría de los habitantes del Infierno eran vosotras (mujeres)". Preguntaron: "¿Por qué es así, oh Apóstol de Alá?" Él respondió: "Maldicen con frecuencia y son desagradecidas con sus maridos. No he visto a nadie más deficiente en inteligencia y religión que ustedes. Un hombre prudente y sensato podría ser descarriado por algunas de ustedes". Las mujeres preguntaron: "¡Oh Apóstol de Alá! ¿Qué es lo que falta en nuestra inteligencia y religión?" Él dijo: "¿No es igual el testimonio de dos mujeres que el testimonio de un hombre?" Ellos respondieron afirmativamente. Él dijo: "Ésta es la deficiencia de su inteligencia. ¿No es cierto que una mujer no puede orar ni ayunar durante su período?" Las mujeres respondieron afirmativamente. Él dijo: "Ésta es la deficiencia de su religión".

-Sahih al Bukhari libro 1, capítulo 6, hadiz 301

Este hadiz fue tomado, a lo largo de los siglos, como prueba de que las mujeres eran inferiores en inteligencia a los hombres. Es importante señalar que la tradición en cuestión aparece en Sahih al-Bukhari, considerada la más confiable fuente de hádices de todo el Islam. Esto es tan así que entre los eruditos musulmanes se acepta que, lo que aparezca en este libro, es cien por ciento seguro.

No soy de esa opinión. Como diría el erudito islámico Jonathan Andrew Cleveland Brown, los eruditos occidentales han encontrado incluso en este libro muchas tradiciones anacrónicas surgidas del conflicto teológico y jurídico de los primeros dos siglos del Islam. 

Sea como sea, lo cierto es que hubo eruditos musulmanes que discutieron la presunta inferioridad de las mujeres. Argumentaron que, en realidad, dado que las mujeres solían no tener participación en la vida económica, no tendrían una adecuada comprensión de los contratos, y en un caso en que los testimonios que se brindaran en el juicio afectarían los derechos de terceros, era lógico que se requiriera de más de un testigo femenino para validar un punto. Además, misóginas o no, estas normas desalentaron el que los hombres coaccionaran a las mujeres para que testificaran falsamente en una disputa financiera. 

Algunos de ellos argumentaron esta posición sobre la base de que, en asuntos como la transmisión de tradiciones del Profeta, los testimonios de las mujeres tenían el mismo valor que el de los hombres. A modo de ejemplo, el califa Mu'awiyah estableció leyes sobre la vivienda basándose sólo en el testimonio de Umm Salamah, esposa de Muhammad, y sin mayor corroboración. 

En áreas no relacionadas con los contratos, de hecho, el testimonio de una mujer tenía mayor peso que el de un hombre. Por ejemplo, Ibn Qudamah explicó que, cuando se trata de asuntos como la lactancia, el parto, la menstruación, los defectos físicos o la castidad, el testimonio de una sola mujer era aceptado. 

Más aún: eruditos como Ibn Taymiyyah o Ibn al-Qayyim afirmaron que, si una mujer demostraba estar a la par con los hombres en otras áreas del conocimiento, como la transmisión del hadiz, su testimonio legal debía ser aceptado. 

En palabras de Ibn al-Qayyim:

No hay duda de que la razón de la pluralidad [de mujeres en el versículo coránico] es [únicamente] el registro de testimonios. Sin embargo, cuando una mujer es inteligente y recuerda y es digna de confianza en su religión, entonces el propósito [del testimonio] se logra a través de su declaración tal como lo es en sus transmisiones [en] contextos religiosos.

Este erudito también afirmó que, en el caso de mujeres eminentes como Umm Salamah, si fueran testigos en un juicio, el valor de su palabra sería mayor que el de casi todos los hombres.

Por último, quisiera tocar el asunto que, tal vez, sea el primero que viene a la mente de muchos a la hora de pensar en el Islam y las mujeres: la poligamia. 

Es verdad que el Corán autoriza a los hombres a tener varias mujeres. 

Sura 4, versículo 3: 


Y si teméis no ser justos con los huérfanos*... Casaos entonces, de entre las mujeres que sean buenas* para vosotros, con dos, tres o cuatro; pero si os teméis no ser equitativos... entonces con una sola o las que posea vuestra diestra.
Esto se acerca más a que no os apartéis de la equidad.

-Sura 4:3.

Sin embargo, como a menudo ocurre en la historia, hay que entender el contexto: los primeros musulmanes vivían en guerra. En algún momento me tocará hablar sobre este asunto y por qué Muhammad, posiblemente, no era tan violento como tendemos a pensar. Pero por lo pronto, diré que, en un contexto en que los hombres a menudo morían en batalla, era necesario que alguien se hiciera cargo de las viudas y sus hijos. 

Es importante saber, además, que en realidad el Corán no estaba instando a los musulmanes a tener varias esposas. En realidad, estaba limitando esta práctica. En la Arabia preislámica, siempre según las fuentes que tenemos, la poligamia ya era común, y se practicaba sin ningún tipo de límite. Muhammad, al establecer esta norma, estaba intentando garantizar que las cuatro esposas fueran tratadas con justicia. 

Además, no debemos ignorar que el pasaje sugiere, en principio, la monogamia (ya saben, "pero si os teméis no ser equitativos... entonces con una sola"). Al Shafii consideró que esta era la opción preferida, y los juristas siempre exhortaron a los hombres a tener una sola esposa, ya que ser justo con las cuatro era, cuanto menos, difícil. 

El propio Corán, de hecho, dice en el versículo 129 de la misma sura lo que sigue: 

No podréis ser equitativos con las mujeres aunque lo intentéis, pero no os inclinéis del todo dejando a la otra como si estuviera suspensa en el aire.

-Sura 4:129.

El razonamiento es simple: si se exige ser equitativo con tus cuatro esposas, y esto es imposible, entonces la norma es la monogamia.

Es interesante notar que este pasaje coránico, además, ordena ser justos con los huérfanos. Algunos eruditos musulmanes, como al-Tabari, Ibn Kathir o al-Qurtubi, afirmaron que esto se debe a que uno de los propósitos del versículo es proteger a las niñas huérfanas de los abusos de los hombres que se hacían cargo de ellas. 

Según una narración atribuida a la esposa del Profeta, Aisha, "era costumbre de los árabes que tenían bajo su custodia hermosas y ricas muchachas huérfanas casarse con ellas sin ofrecerles su justa dote". En este sentido, se ha interpretado que, en este pasaje, Muhammad prohibía casarse con mujeres bajo su custodia (más concretamente, en el apartado de "casaos entonces, de entre las mujeres que sean buenas", es decir, lícitas).

A modo de cierre, qué puedo decir. El asunto es, como podrá constatar el oyente, más complejo de lo que parece. El Islam ciertamente está lejos de ser una relación igualitaria, pero tampoco es ese monstruo misógino que muchas personas creen que es. 

Existen otros asuntos relacionados con este, como los derechos de las mujeres esclavizadas en la guerra por los soldados musulmanes, pero este video ya se ha extendido demasiado, y ese es un asunto espinoso que me falta investigar bien. 

Siendo así, sólo me queda preguntar: ¿y tú, qué piensas? ¿Sabías todo esto acerca del Islam y las mujeres? ¿Tienes alguna otra duda sobre esta religión que te gustaría que responda? Déjamelo en los comentarios, y si quieres que siga haciendo este tipo de contenido, regálame un like y una suscripción, que eso en verdad me ayudaría mucho. 

Sin nada más que agregar, que Dios te bendiga mucho, muy buenas noches, y muy buena suerte. Me despido. 

Herederas de la caído, prólogo

Prólogo  Bien, lo admito: no fui del todo sincera con usted, lector. Yo, Lucifer (como no debería sorprender a nadie) le he mentido. Pero pe...