Hace algunos años, escribí un artículo en este mismo blog destinado a exponer mi posición económica y sus posibles aplicaciones a la República Argentina. Y recientemente, un amigo me invitó a reelaborar el contenido de ese escrito, con el propósito de que sirviera como base para diseñar un programa de gobierno para la provincia de Salta, en que resido.
Tras releerlo, encuentro grato el poder decir que, salvando algunas limitaciones menores en mi conocimiento de la economía en aquella época, sigue estando vigente en su esencia, y sirviendo al propósito con el que fue escrito: evidenciar los problemas que tanto la izquierda como la derecha política han traído sobre nuestro país, y presentar una alternativa eficaz.
En este artículo, me propondré traer del mundo de los difuntos, una vez más, a uno de los pensadores católicos más brillantes de todos los tiempos: Gilbert K. Chesterton, y a su propuesta económica: el distributismo.
Destruyendo la tradición
El concepto de "tradición" tiene mala fama entre progresistas. Se lo considera sinónimo de autoritarismo, reacción y rigidez política y moral. O, en una frase, de "Dios, patria y familia".
Chesterton respondería que, lejos de representar todo el anquilosamiento que caracteriza a los conservadores, la tradición es "la democracia de los muertos".
Piense el lector en nuestros ancestros viviendo sus vidas, y enfrentando los mismos problemas existenciales y prácticos que nosotros experimentamos. Ellos tal vez no tenían naves espaciales ni colisionadores de hadrones, pero sería y es ingenuo pretender que eran estúpidos.
Muy por el contrario, cualquiera interesado en la filosofía y sabiduría medieval habrá notado la dificultad de entender los razonamientos de gente como Agustín, Boecio o Tomás de Aquino, quienes fueron encarnaciones vivas del espíritu de su tiempo. Hoy, es difícil hallar un pensador capaz no ya de igualarlos, sino tan siquiera de entenderlos de manera adecuada.
El genio de estos tres hombres es evidencia de que nuestros ancestros eran, al menos, tan inteligentes como cualquiera de nosotros. Y como nosotros, se preocupaban por transmitir su aprendizaje a la siguiente generación.
Así, las soluciones que ellos hallaron a los problemas de la vida, lejos de ser una suma de arbitrariedades opresivas y ridículas, eran, sencillamente, la acumulación de generaciones y generaciones de prueba y error. La familia, el matrimonio, la comuna, la corona y el altar, más que caprichos de gente inculta y semi cavernícola, eran el fruto de los descubrimientos empíricos de sus ancestros, y en ello radicaba su valor. Eran el conjunto de instituciones que demostraron ser útiles para la vida comunitaria. Ni más ni menos.
Tendemos a pensar en los reyes de la Edad Media como monarcas absolutos, en las mujeres como meras siervas de sus maridos, y en los curas como una suerte de pastores neopentecostales que vendían aceite sagrado. Requeriría numerosas páginas responder a cada una de estas ideas, pero todo se reduce a una sola palabra: contrapesos.
Las sociedades premodernas tenían instituciones que limitaban los poderes del monarca, el marido y, aunque suene raro, del sacerdote. La lógica del medieval era que nadie tuviera suficiente poder ni riqueza para esclavizar a sus semejantes. Así, en la España medieval existían los fueros y las cortes, que se encargaban de ponerle "peros" a las decisiones del rey. De las mujeres se esperaba amor y obediencia al marido, pero tenía una dote que les permitía valerse por sí mismas, y su educación era prioritaria dada su función de formar a los hijos, hasta el punto en que el primer tratado educativo medieval fue escrito por una mujer, y la mayoría de manuscritos con los que contamos fueron redactados por monjas, y no por clérigos. Al cura se le debía respeto y sumisión filial, pero las diferentes jerarquías de la Iglesia tenían el acuerdo implícito con el pueblo de encargarse de sostener a las viudas y a los pobres.
El problema con estas instituciones, y la razón de que quienes se aferran a ellas a menudo parezcan desfasados, es que literalmente lo están. Con la modernidad y el nacimiento del capitalismo, la sociedad y economía que justificaban su existencia desaparecieron en la noche de los tiempos.
Hoy en día, ya no hay reyes ni tiene sentido que los haya, porque el capital exige del gobernante unos conocimientos técnicos, una complacencia hacia la casta empresarial y un grado de centralización administrativa que obligan a que las pequeñas comunidades, que alguna vez limitaron el poder de los monarcas, deleguen las responsabilidad sobre sí mismas en unos nuevos señores feudales electos cada cuatro años. Es sencillamente imposible desarrollar una economía de libre mercado si tenemos que consultar a los productores locales sobre qué reglas les gustaría tener.
La familia tradicional y la piadosa entrega de la esposa al cuidado de los hijos, lejos de ser instituciones lógicas y con pleno sentido dadas las necesidades de la vida humana, son un lastre y fuente de permanente sufrimiento e injusticia. Ahora, el encargado de educar a los niños es el Estado capitalista, mismo que no tiene el menor interés en que las madres los críen y les enseñen valores y sabiduría ancestral. No es difícil de entender: lo que se necesita es producir obreros en serie, no personas plenamente aptas para la vida comunitaria.
La ama de casa queda, así, reducida a un adorno del esposo, y sin la ayuda que el Estado debería concederle (un punto en que suscribo plenamente a la opinión de Eva Duarte), está condenada a ver como los días pasan sin un verdadero progreso para sí misma, y con el permanente peligro de que, muerto el marido, no tenga donde ir a parar con sus huesos. Y eso en el mejor de los casos. Es de esperarse que, en una sociedad así, las mujeres no deseen formar una familia. Un acuerdo del todo injusto para ellas.
Los curas siguen, a menudo, cumpliendo la función de administrar la asistencia a los desamparados. Pero si, Dios no quiera, cayera sobre ellos la plena responsabilidad de hacerlo, como quisieran aquellos que creen en la caridad y no en la solidaridad, se verían sobrepasados, como de hecho ya está sucediendo en los comedores populares. Así al hacerse cargo el Estado de las terribles consecuencias del capitalismo, las instituciones religiosas pierden su rol natural, dejando a sociedades enteras sin un sentido de comunidad inspirado en el amor de un mismo Padre. No debería sorprender a nadie que la depresión y el suicidio sean una auténtica pandemia a escala planetaria.
Edmund Burke consideraba que las sociedades son como edificios. Es necesario hacer los cambios debidos en él si queremos ampliarlo o hacerle mantenimiento. Pero, si uno no es cuidadoso, toda la estructura puede venirse abajo. Los pisos superiores se sostienen sobre ciertas columnas, y no es sabio ni prudente destruirlas sin más, esperando que esos pisos floten como por arte de magia.
Teniendo este ejemplo en mente, no es difícil darse cuenta de por qué las cosas están tan mal: nuestras sociedades, que se creen más sabias que todas las generaciones anteriores, han introducido transformaciones que quitan de su contexto natural a las cosas que alguna vez nos sostuvieron. Y una de esas innovaciones, y tal vez la más devastadora, es el fin de la propiedad familiar.
Ni libertad ni igualdad
La verdadera historia del capitalismo
La idea de que el capitalismo es una institución natural, tan popular entre libertarianos y conservadores, es simplemente fruto de una ignorancia histórica pasmosa.
Pero... ¿qué es exactamente el capitalismo? Entendemos por "capitalismo" a aquél sistema económico basado en la propiedad privada sobre los medios de producción, el libre mercado y - añado yo - la existencia del dinero como una mercancía.
¿A qué nos referimos con esto? En primer lugar, a que las cosas que sirven para producir otras cosas están en manos de una pequeña porción de la sociedad, que es la "encargada" de dar empleo al resto, comprando su fuerza de trabajo. En segundo lugar, esta propiedad opera en un contexto de mercado, en que la oferta y la demanda definen el curso de la economía. Y en tercer lugar, el dinero, lejos de ser una herramienta para el intercambio que sólo ocasionalmente se utiliza, es el centro mismo de la vida económica, funcionando como una mercancía cuyo valor oscila como la de cualquier otra.
Karl Polanyi hizo notar que nada de esto ha existido siempre. En las sociedades antiguas, el dinero era lo que ya señalé: una herramienta de uso muy ocasional en la vida económica. El mercado tampoco era el medio principal de distribución de bienes y servicios, sino que lo eran la reciprocidad, la lealtad y, a menudo, el gobierno. Sin embargo, la diferencia más importante entre las sociedades tradicionales y las contemporáneas en este sentido era el hecho de que la propiedad era eminentemente familiar, y no pertenecía sólo a una élite.
Javier Milei repite a menudo que, antes del capitalismo, la mayoría de la población vivía en la pobreza extrema. Esto no es verdad: en las sociedades precapitalistas, casi todas las familias tenían sus talleres, sus tierras y su ganado, que les permitían vivir con cierta comodidad. Aunque tendamos a pensar lo contrario, lo raro en la Edad Media era darse con alguien que no tuviera para comer, cosa que cambiaría radicalmente con el capitalismo. La norma era la subsistencia, y no la pobreza.
Al poseer sus propias fuentes de riqueza, las familias no tenían que vivir con el continuo miedo a que su fuente de ingresos fuera despedida y no pudiera pagar el alquiler. Una realidad que la izquierda sueña con materializar, sin saber que su sueño fue, en realidad, la vida de las mayorías durante miles de años.
Pero... si el sistema funcionaba, ¿por qué desapareció? La respuesta es que lo hizo a punta de violencia. Ni más ni menos.
El capitalismo surgió cuando los terratenientes, deseosos de enriquecerse arrendando las tierras a agricultores privados, expropiaron sus tierras a las comunidades que vivían en ellas, obligándolas a punta de espada a viajar a las ciudades a malvivir con base en un trabajo miserable en las nacientes industrias. Lo que un marxista llamaría la "acumulación originaria", que posibilitó siglos de expansión económica a costa de la mayor parte de los seres humanos.
Así, una economía basada en la familia pasó a centrarse en el individuo y su eterna lucha por sobrevivir, y las prácticas productivas basadas en los ciclos de la naturaleza y el equilibrio con ella dieron lugar a un monstruo que necesita crecer sin fin para sobrevivir, a costa de la destrucción de ecosistemas que amenaza el futuro de la humanidad.
Mención especial merecen los horrores que los seres humanos infligimos a las demás criaturas de la Tierra en los criaderos. Los seres que anteriormente crecían en contacto con la naturaleza y saliendo a pastar cada mañana, ahora viven eternamente en corrales de 2x2, siendo alimentados hasta la obesidad para luego ser asesinados de maneras completamente inhumanas, provocando en el proceso un impacto ambiental que ni el coloso que es la humanidad hoy en día sabe cómo controlar.
¿Y cuál es la alternativa?
Reconozco que mi descripción de los hechos suena catastrófica, pero, ¿acaso hay alguna alternativa?
Muchos podrían pensar en el socialismo marxista, o alguno de sus vástagos. Pero Chesterton, a quien ya me he referido, diría que éste es sólo una cara más de la misma moneda.
Dijimos que lo que distingue al capitalismo de las sociedades premodernas no es la propiedad privada, sino su extensión: lo que antes era de numerosas familias de pequeños productores, hoy pertenece a un selecto club de familias que controlan las fábricas, las tierras y las aguas.
Pregunto yo, con el célebre genio inglés: ¿en qué es esto diferente a que sea un pequeño grupo de burócratas el dueño de todo lo que posibilita la vida humana? No es ya que la revolución suele ser sangrienta y, como es demostrable históricamente, nunca ha dado buenos frutos ni económica ni socialmente, sino que el problema es más profundo: ¿cómo, exactamente, es menos alienante para una persona el tener que ser un engranaje de una enorme maquinaria estatal, que el serlo de una colosal maquinaria empresarial?
Piense en esto el lector: ¿Cómo puede alguien tener control sobre su destino, o tener un trabajo que realmente lo motive y le de sentido a su vida, si su única función es preparar planillas de Excel o repetir un mismo movimiento en la línea de montaje, a cambio de algo de dinero? ¿Es tan difícil ver lo inhumano que resulta reducir la vida de alguien a eso?
Si lo pensamos un poco, resulta escalofriante el hecho de que las dos grandes "alternativas" del mundo moderno transforman al ser humano en cosa, y en una cosa insignificante y sin propósito real. No debería sorprender la cantidad de escapismos que el hombre actual necesita para soportar su día a día. Drogas, alcohol, videojuegos, sitios para adultos, y pare usted de contar. El soma que hace que los días negros del obrero sean grises.
Ante esta falsa dicotomía, Chesterton da un golpe en la mesa, y ofrece una alternativa radical: que cada familia sea la unidad básica de la economía. Que cada padre y madre de familia tengan los medios para garantizar a sus hijos unas condiciones de vida dignas, sin necesidad de venderse como esclavos a tiempo parcial a un empresario o a un gobierno.
¿Cree el lector que soy un utopista, como nos acusan de ser los socialistas y libertarios a los que proponemos el distributismo? Pues si es así, cree mal. Utopía es pensar que los dos sistemas que más han destruido la libertad y la prosperidad de las familias en la historia humana van a ser capaces de traer el fin de estos problemas. Parafraseando a Milei, la solución no son ni el Estado ni el falso libre mercado: el problema son ellos mismos.
Cuando cada abuelo pueda enseñar su oficio a sus nietos, y cada trabajador a sueldo sea, al menos en parte, dueño de la empresa para la que trabaja, ese día habrá terminado la esclavitud del hombre a la economía. Ese día, y no antes ni después, habrá retornado el orden natural de las cosas.
¡Sí, el orden natural! La aplicación práctica de las verdades de la tradición perenne de todos los pueblos, la máxima expresión de la sabiduría de aquellas sociedades que nos precedieron, y que vivieron en armonía con su entorno durante la casi totalidad de la historia humana hasta el siglo XVIII.
Porque no es sabio quien tiene que redescubrirlo todo, porque ha renunciado a los que sus padres sabían. Ese, es más bien, necio, y estará condenado a fracasar en todas sus empresas, pues no hay hombre que pueda vencer la sabiduría de esta "democracia de los muertos", acumulada desde Adán hasta nuestros días.
¿Y cómo hemos de aplicar este saber a nuestras sociedades? Hubo días en los que cada familia tenía una granja o un taller, pero en un sociedad como la nuestra esto se ve difícil de materializar sin mucha sangre de por medio. Sangre que, por supuesto, no deseo ver derramada, pues ningún ideal es digno de provocar el fratricidio. Pasemos ahora, pues, a las propuestas concretas de este escrito.
El distributismo en la Argentina actual
Este apartado será breve, pues no requiero de demasiada palabrería para explicar mi punto. Lo primero que hay que señalar es que la reforma agraria es siempre una opción, mientras no amenace con llevarnos al golpe de Estado y la guerra civil. Hablé ya de Burke y el edificio que es nuestra República. No es prudente venir a demoler de un solo golpe un sistema entero, pues esto podría derivar en el colapso de la estructura. Tendremos que inclinarnos, en cambio, por reformas progresivas que, sin embargo, serán más profundas y duraderas que cualquier revolución armada.
Dije ya que nuestro ideal ha de ser que cada familia tenga la propiedad suficiente para sostenerse, y que cada hombre pueda instruir a su nieto en un negocio que le enseñe responsabilidad individual y comunitaria, y que, sobre todo, lo haga auténticamente libre, y no esclavo ni del burgués ni del comisario político.
Pero... ¿cómo aplicar una idea semejante a una sociedad tan desigual como lo es la Argentina? Sorprenderá al lector sostener que, probablemente, sea más sencillo de lo que podría parecer. Pero requerirá de un coraje y una voluntad popular firme, y unidas tras un proyecto común de país.
Todos sabemos cuál es la política oficial del mileísmo en materia impositiva: reducir las cargas sobre los ricos a fin de que inviertan en la creación de nuevos negocios. Más allá de que la teoría del goteo ha fallado innumerables veces y no parece que esta vaya a ser la excepción, resulta hilarante ver cómo, en una Argentina en que las mayorías se han empobrecido, tenemos que el consumo de las clases altas se ha disparado gracias a las reducciones de impuestos que el gobierno les ha concedido.
Esto, además de ser vergonzoso, abre posibilidades interesantes si estuviéramos dispuestos a exigir más de los bolsillos de aquellos que más tienen. Porque, aunque cualquier reforma fiscal contra los millonarios argentinos exigirá una auténtica "batalla cultural", esta podría ser la única salida real a largo plazo a la catástrofe que estamos viviendo.
Prometí ser breve, y así va a ser: Argentina cuenta con los recursos suficientes para sacar de la pobreza a millones con la suficiente voluntad política. Y para demostrarlo, tomaré las cifras oficiales del presupuesto ciudadanos 2024 del propio Estado mileísta.
Quiero aclarar que, al tomar las cifras siguientes, no estoy sugiriendo que el dinero deba obtenerse directamente de los sectores a los que hago referencia. Simplemente intento poner las cosas en perspectiva, a fin de ilustrar mi punto.
Tomemos la cifra del 2% del gasto total destinado al Ministerio de Seguridad. Sí, como suena: 2%, que equivale a un total de 1.472.382,3 millones de pesos. Según he investigado, la inversión necesaria para abrir una panadería artesanal en la Argentina de 2024 era de seis o siete millones de pesos. Esto quiere decir que, con una cantidad de dinero equivalente, en un año, podrían haberse creado 210.340 panaderías nuevas. En cinco años, son más de un millón.
¿A qué quiero llegar con esto? ¿Acaso aspiro a transformar a los pobres en panaderos? Pues, no. O al menos, no del todo. Lo que quiero decir es que los recursos para ayudar a las personas a crear, individualmente o en comunidad, sus propios negocios, con los que sostener a sus familias, existen. Simplemente nadie ha decidido aplicar un programa de este tipo con el alcance y la consistencia necesarias.
Con un programa de este tipo, a largo plazo y con la inversión requerida, se podrían hacer muchas cosas. Mi propuesta personal es la siguiente: tomar a los trabajadores informales que ya se dedican a un rubro determinado y reunirlos en una cooperativa lo bastante grande para tener impacto en el mercado.
El mayor problema de las pequeñas empresas locales en el capitalismo actual es su incapacidad para competir. Cosa que puede arreglarse fácilmente con una medida de este tipo, que permita a sus beneficiarios hacerse de un nombre y un lugar en sus comunidades. A esto habría que sumar programas de capacitación a mayor escala para que los desempleados y aquellos cuyas fuentes de ingresos no les son suficientes para llevar vidas dignas, y podríamos hacer un enorme bien en un tiempo relativamente corto.
Un factor importante, que definirá el éxito de un proyecto de este tipo, es ayudar a los nuevos propietarios a aprender lo que necesitan hacer para que sus negocios sean rentables a largo plazo. Esta puede tranquilamente ser la diferencia entre el triunfo y el fracaso en una economía cada día más compleja y competitiva. Cursos de marketing, de manejo de redes sociales, de publicidad en medios más tradicionales, y este tipo de cuestiones.
A modo de conclusión, exhorto al oyente a considerar sin prejuicios esta propuesta. Tal vez no sea tan emocionante como una revolución o una guerra cultural contra el socialismo, pero tiene de su lado el sentido común, que es ni más ni menos que el veredicto de la democracia de los muertos.
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