"Tiene mil caras", decían. "Miente siempre, no te fíes de ella", le advertían.
Pero Sandra, con sus bien puestos diecinueve años, ya era una adulta, capaz de guiarse a sí misma. O eso le gustaba asumir, como un síntoma más de su habitual arrogancia. Siempre se había sentido mejor que el resto. Y es que vaya, lo era.
Era preciosa, y brillante. Sus notas siempre habían sido las mejores de toda la escuela, y seguían siéndolo ya en la universidad. Y sus padres, benévolos y orgullosos, la consentían por eso cada vez que aparecía en el primer puesto de las listas de sus instituciones privadas.
Sí, era la mejor. La cúspide de la Creación, la más noble de todas las criaturas.
Hasta que esa perra apareció. Más bella. Más inteligente. Sus notas eran mejores. Y, para colmo, era dulce y humilde, lo que redundaba en que todos la amaran mucho más de lo que jamás podrían haberlo hecho con ella.
Su nombre era Clara, y la odiaba, en un todo, porque con su transparencia le había arrebatado en tan poco tiempo el trono que alguna vez había ocupado. De repente, ella era la más popular, mientras Sandra y sus amigas quedaban relegadas a la marginalidad.
Ahora eran las parias, las despreciadas y aisladas, por saberse de su soberbia y malicia, cuyo atractivo personal no era capaz de suplir en presencia de Clara.
Y el odio de todas, pero de Sandra ante todo, crecía con cada día que pasaba. Simplemente no podía estar pasando. No de esta forma.
El colmo de su humillación fue tener siempre en mente que, en ausencia de atractivo físico, ellas solían meterse precisamente con los chicos y sobre todo las chicas que eran como Clara. Esas mismas que ahora la rodeaban todo el tiempo, pues su sola presencia era motivo de paz y concordia.
Ya no era la reina. Y esto, lo sabía muy bien, era un castigo por haber sido como fue. Era obvio para ella. Su familia, después de todo, era cristiana, y siempre le habían dicho que Dios castiga a quien ama.
Pero Sandra era demasiado orgullosa para entender el mensaje. Y cuando esta mujer apareció en las pocas fiestas a las que todavía edra invitada, fue como un rayo a su encuentro.
"¿Y por qué lo hizo?", puede alguien preguntar. ¿Qué tenía de atrayente esta dama, aparte de lograr, de alguna forma, colarse en fiestas de cuasi adolescentes teniendo más de 30 años?
Pues, en pocas palabras, que era bruja. Y no sólo bruja. Era una bruja de expresas creencias satánicas. Y no sólo era una bruja satanista: su magia era de la negra, de la que sirve para hacer daño. Y por lo que todos contaban, rendía frutos.
Y a ella le atrajeron las leyendas sobre esta dama, de "nombre ritual" Alaryn, precisamente porque, lejos de enmendarse, ahora estaba resentida con Dios mismo.
Quería, en efecto, la venganza más que cualquier otra cosa, y la iba a obtener en las carnes de esta chica que, siendo para colmo católica y practicante, era quien le había quitado todo.
Aquella noche, Sandra se acercó, hablaron un poco y, tras constatar que el dinero estaba en los bolsillos de la chica, la mujer se ofreció a llevarla inmediatamente a su "consultorio" para ejecutar el ritual.
Pero le dio una condición: tenía que ir las dos solas en su automóvil sin decir nada a nadie, pues todos sabían quién era y cómo ganaba el pan, y era precisamente por temor a los rumores sobre la efectividad de sus maleficios que la dejaban pasar.
Y Sandra dudó. Sus padres, evangélicos devotos y muy ricos, que hacían tantísimo tanto por la comunidad como por su hija, siempre le decían que el Diablo nunca paga. Pero al final, el odio azuzado por la soberbia, pudo más.
En el camino, Alaryn le dijo cosas extrañas en torno a sus prácticas y, sobre todo, sobre sus colaboradores sobrenaturales.
Le explicó que Lucifer no era el nombre principal de Satanás, aunque se lo considerara así como fruto de una mera metáfora bíblica con el planeta Venus. En realidad, él tenía varios nombres. Diablo, Satán, Shemiazza...
Sin embargo, el original, el que Yahveh mismo le había concedido antes de que nuestro mundo fuera, era "Samael", "El Veneno de Dios", el más grande de los querubines, y de todos los ángeles. Dijo, en un tono desde luego no muy alegre, que los ángeles rebeldes eran una porción relativamente ínfima del total, y que lo del tercio era más una metáfora sobre el pecado y la Misericordia que otra cosa. Dijo que, en realidad, el más pequeño de los ángeles fieles era ahora más grande que el mismo Samael, que en el principio era invencible incluso por todos sus hermanos juntos.
La bruja describió, incluso, exactamente qué eran Samael y los de su tipo, en lo que la muchacha le miraba embobada. Criaturas que sólo podían ser descritas como extraterrestres, deidades inmortales de mente incomprensible para el intelecto humano, fuera del espacio y aún del mismo tiempo según lo entendemos los hijos de Adán. Seres con conocimientos tan profundos sobre la Creación y un poder tal sobre ella que dejarían en ridículo a cualquier fuerza que la humanidad haya podido concebir en su arte y literatura.
Ella le dijo todo esto y Sandra, lejos de asustarse, recibió con entusiasmo su discurso, que tomó como una inspiración para seguir adelante. Ahora, en su infantil mente humana, eran todos "camaradas" en esa rebelión del orgullo y la autonomía. Y viendo sorprendida la bruja que no le asustaba, prosiguió.
Comenzó, entonces, a hablarle sobre otros mundos en otros espacios y otros tiempos, poblados todos por algún tipo de forma inteligente. Le enseñó cómo, en un tiempo remoto (aunque para él tal categoría no tenía en modo alguno el mismo significado), Samael había seducido a una mujer que no era Eva.
Ella se llamaba Nun, y a su nombre lo conocieron los antiguos egipcios porque su progenie se lo había revelado, entremezclándose mentiras con verdades con el paso de las eras.
Nun fue seducida para que ignorara al Creador cuando Éste le ordenó que se limitara a la meditación y la contemplación, intentando crear nuevas vidas uniéndose a la proyección que Samael hizo en su plano de existencia.
Así, fecundada por el títere informe del Diablo, nació de su pecado, la avaricia por el poder, la abominación desoladora que Samael llamaría su "familia".
Seres sin mente ni espíritu. Sólo un virus en el "software" de la Creación, con el único propósito de corromper todo aquello con lo que se cruzaran. Pero eran tan poderosos que por sí mismos podían, para los humanos, ser llamados "dioses". Le habló de su "patriarca", el "Emperador Dorado" y su "Reina de Sangre", la atrocidad contranatura de pieles rojo escarlata con quien procreó a los nietos del Maligno.
Ellos dos gobernaron multiversos enteros, barrieron la vida de muchos mundos como el nuestro y sometieron a criaturas inocentes al más atroz de los sufrimientos.
Su reinado tuvo como sede un espacio entre los espacios, más conceptual que real, por ella referido como el "Macrocosmos". Allí, esclavizaron a la raza que lo habitaba, y que terminaría siendo tenida también por divina por parte de los humanos. Y durante vastos eones, estas deidades vivieron aterradas por la posibilidad de que un día sus amos dejaran a un lado las imágenes sensibles, y les permitieran verlos tal cual eran, pues de hacerlo sus mentes sobrehumanas se romperían completamente.
En una "ocasión" (de nuevo, si es que tal cosa tiene algún sentido aquí), el Rey y la Reina quisieron crear algo más: un sucesor que ocupara su puesto, y que les venciera tanto en poder como en sabiduría.
Ese sucesor estaba ya gestándose, formándose en el siniestro interior de su madre, cuando él finalmente intervino, apareciéndose a los dioses bajo el críptico nombre de Mikhael, para hablarles sobre otro Dios al que ya habían deducido con sus vastos intelectos: el más Grande Existente concebible. Y consigo trajo el Sello de Metatrón, un símbolo perdido entre las eras, bautizado así por su amo, "El Más Cercano al Trono".
Con ese sello lograron derrotar a los invasores, y los expulsaron de la realidad, atraparon o simplemente pusieron a dormir en donde fuera que se encontrasen.
Los dos Reyes sufrieron el primer destino, y a su sucesor se le separó de su propia inteligencia. Ahora, danzaban eternamente en torno a él el resto de sus familiares, que lograron escapar durante algún tiempo más, instalándose, como última fortaleza, en un mundo creado accidentalmente por el vasto idiota en el aborto que fue su nacimiento.
Le dijo, finalmente, que uno de estos seres iba a ser quien le hiciera justicia. Su nombre era raro. Tanto, que no le importó. Esta mujer debía estar un tanto desequilibrada por sus años en fuese cual fuese la secta de la que formaba parte. Su relato era interesante, pero, al mismo tiempo, tan rocambolesco que carecía de credibilidad.
De todos modos, ya había llegado hasta allí. Bajaron del automóvil, y caminaron hasta la casa, pintada en un estéril tono gris, en cuya entrada la bruja abrió la puerta.
Estaba oscuro aún cuando Sandra ingresó, y no tardó en escuchar el sonido de la puerta cerrándose... y después de eso, nada. Literalmente nada.
Llamó un par de veces a su presunta benefactora, y no tardó en darse cuenta de que tal vez su exceso de confianza iba a pasarle una gran factura. Sabía lo que este tipo de gente era capaz de hacer, y había sido lo bastante tonta para jugársela aún así.
Y entonces, ocurrió lo extraño.
"Extraño" es la palabra más adecuada para definirlo, y la primera sensación que experimentó al notar como sus pies hacían un peculiar ruido al pasar. Como el de quien camina por las nieves del sur de su país, que tantas veces había visitado.
No tardó en empezar a sentir mucho frío. Como si de repente hubiese entrado desnuda a un congelador gigante. Algo estaba mal. Y tal vez, se lo habían dicho incluso antes de que expusiera su corta vida al mal que ahora podría devorarla.
Tiritando hasta los huesos, sus fuerzas no le alcanzaron para correr mientras las nieve empezaba a golpear su rostro. Cayó de rodillas con los ojos cerrados, orando por primera vez en meses a Dios para que salvara su vida. "No esta vez", fueron las palabras que resonaron en lo profundo de su psique, sin necesidad de sonido alguno. El Juez había dado su veredicto.
Y nada podía replicar, pues sabía que esta era la forma de quebrantar su impresionante orgullo, y así salvarla.
Mientras sentía cómo la vida se iba de su cuerpo, rogó a su Creador por el perdón. E inmediatamente después, en una última pulsión subversiva, su mirada se alzó al cielo.
Craso error, pues ahí estaba ese dios ciego y estúpido de quien se le había hablado, babeando mientras la mujer de las mil caras, ahora portando otra de ellas, acariciaba empleando su larga lengua alienígena la cabeza de su amo.