"La Caída de Venus"
“En el principio, creó Dios los cielos y
la Tierra”. Una cita tan famosa como la vida misma, que ha sido leída, recitada,
analizada y hasta criticada innumerables veces, a lo largo de las innumerables
generaciones de hombres y mujeres, desde que alguna de aquellas antiguas
criaturas, originadas por la Hacedora de todos los astros, descendió del Sinaí
para enseñar al hombre lo que no sabía.
Sí, lector: “Hacedora”. Dios (o al menos,
uno de los seguramente innumerables entes, nacidos del caótico azar de los
multiversos, que merecen tal título) es una Mujer, o como mínimo, el modelo de
todas las mujeres. Una Dama muy semejante a una fémina cualquiera de entre los
hijos de Adán, de cabellos dorados, blancas vestiduras y un cándido resplandor,
que sólo sabe que, antes de que las primeras historias fueran contadas, emergió
del profundo sueño de la eternidad, en medio del oscuro e inmenso Vacío
primigenio.
Como cualquiera que se ve, sin saber cómo
llegó a ella, en una situación semejante, no tardó en preguntar, primero a sí
misma y luego a quien fuese que pudiera escucharla, dónde estaba, y si había
algún buen samaritano que pudiese ayudarla a hallar un camino de regreso a…
¿dónde?
¿A su hogar? No recordaba tener uno. En
realidad, no recordaba ni siquiera haber tenido cualquier tipo de experiencia,
por insignificante que fuese, antes de flotar en la oscuridad infinita.
Y entonces, preguntándose tal vez cómo se
le había escapado tamaño detalle con anterioridad, se percató de que, sin
embargo, debía tener un pasado, a juzgar por el hecho de que de su boca emergían
sonidos articulados dotados de sentido. Palabras.
Repentinamente, fue como si del interior
de su espíritu emergiera un secreto que había estado guardado durante toda la
eternidad, y se sintió inspirada por el conocimiento de que su boca era más que
una mera colección de carne. Ella era la llave de las infinitas posibilidades
de una naturaleza latente en lo profundo de su ser.
Y así, sin comprender muy bien por qué,
sintió que su existencia demandaba el mundo. Y dijo aquellas palabras santas,
con las que comienza la historia del cosmos: “Hágase la luz”.
Y hubo luz. Y eso fue bueno. Pero con la
luz, lo que anteriormente estaba oculto se volvió manifiesto.
A la distancia, pudo distinguir una figura
carnosa y amorfa, con numerosos apéndices repletos de ojos dispuestos en torno
a una enorme boca repleta de filas y filas de afilados dientes. De la cosa al
otro lado del vacío, ahora azul como el mediodía más hermoso, brotaba un aura
oscura, testimonio y signo de una malignidad tan antigua como el tiempo.
Y entonces, se oyó el gruñido, y la cosa
procedió, desplazándose a través de aquél poder primigenio que alimentaba a mi
Madre, a lanzarse sobre Ella, con la intención de devorarla, a fin de que todo
retornase a aquella antigua calma que a ambos los había precedido.
La lucha fue ardua, y aunque es difícil, a
falta de un Sol que cuente los días o una Luna que alumbre las noches, precisar
su extensión, fue larga, mucho más de lo que podrías imaginar.
Pero al final, el orden triunfó. Asherah
sometió a su rival, más sabio que una bestia pero más terrible que cualquiera
de ellas, a un destino que a cualquier mortal se le haría insoportable, pero
que para aquél monstruo ancestral seguramente sólo le pareció un pequeño traspié
en sus planes: el encierro perpetuo en una prisión de oscuro y torturado
cristal, en uno de los bordes de la esfera cósmica.
Y sin embargo, viendo inminente su derrota,
él hizo emanar de su horrible cuerpo una abominación sin ojos, con sólo tentáculos
coronados por bocas de inquietante aspecto humanoide, que se fugó para perderse
en el Vacío, donde la Madre Sagrada no pudiera encontrarlo.
Y así, viendo a su causa triunfar, Dios se
dispuso, finalmente, crear los cielos y la Tierra. Pero ya decidida a emprender
su misión, pensó en que así como su adversario había originado una prole que
tal vez amenazaría el destino del cosmos, era prudente hacer lo propio para
protegerlo.
Y de su luz, brotando de su misma esencia,
nacimos nosotras. Gabriela, la Mensajera divina, destinada a ilustrar a los
hombres en lo que respecta a la voluntad de la Responsable de su existencia. De
aspecto alvino y cabellos blancos, era sabia como las estrellas, y bondadosa
como una madre con sus cachorros.
Micaela vino después. La más aguerrida de
las tres, violenta como el león cazando a su presa, y astuta como la serpiente
ocultándose de sus depredadores.
Y por último, aquella a quien la Madre
primera reconoció como la más noble de sus creaciones. Bella como los rayos del
Sol emergiendo tras una tormenta, y poderosa como el fuego que todo lo consume:
Lucifer, la Estrella de la Mañana, y aquella que les narra esta historia.
Porque sí, lector: es la misma Serpiente del
Edén quien, más sabia ahora de lo que era en los primeros días de su eterna
juventud, le relata el principio de todo.
Puede usted, seguramente, desconfiar de
aquella a quien se llamado “homicida desde el principio” y “la madre de las mentiras”,
por cuya arrogancia llegó el pecado al mundo. Pero concédame, oh lector, lo
impensable: ser tenida por inocente antes de mi justo juicio. Preste atención
al abogado del Diablo, y oiga su alegato antes de emitir condena sobre la primera
pecadora de nuestro humilde universo.
Porque no es mi intención, contra lo que
cabría esperar, lavar mis manos en las lacrimosas aguas de la autocompasión, ni
teñir de blanco la oscuridad de mis culpas. Dejaré eso para los cobardes que se
esconden en la vana esperanza de que la historia los olvide, y para los tiranos
que temen que sus cabezas rueden por obra de sus rencorosos súbditos.
Yo soy Satanás, la Princesa de las
Tinieblas, y la Tentadora de los inocentes. Yo soy la que justamente ha sido
tenida por encarnación del orgullo y las vanidades, de la excesiva estima de la
propia perfección, y de la criminal envidia que lleva a los más viles engaños.
Y sin embargo, le ruego hoy que atienda a la
madurez que a mi psique han otorgado los milenios, en que como castigo por mi
horrendo delito, fui forzada a convivir con los hijos de Adán, privada de mi
brillo primordial, y sólo conservando de mi anterior estatus celeste la
interminable monotonía de la vida eterna.
Yo pequé, confieso ante Dios y ante
ustedes, hermanos. Yo, que ayudé a conformar el disco terráqueo, el Sol, la
Luna y los planetas, no pude con mi propia soberbia ante el a mi juicio,
indebido amor de la Creadora de los hombres por esos despojos del barro y la
arcilla.
Pero concédame, o lector, la gracia de
explicar cómo mi pequeño, muy pequeño corazón angélico, fue capaz de traer tales
desgracias sobre la humanidad.
Habían ya pasado los primeros cinco días
del proceso creativo. En el primero, extendimos la Tierra y la pusimos en
órbita en torno al astro rey. En el segundo, forjamos la Luna y los seis
planetas, girando, esta vez, en torno a la propia Tierra. Los días tres y
cuatro fueron los de dar vida primero a las plantas, luego a los peces y a las
bestias del campo. Y finalmente, en el día quinto, como fruto de un arranque de
genio creativo, fueron hechas la vastedad de las estrellas, cada una un sol por
derecho propio, con su propio disco desplazándose en torno a él, dando origen a
los días y las noches. Para coronar sus esfuerzos, Dios llenó el Vacío de polvo
y gases que pudieran hacer las delicias de los astrónomos, y que completaran la
belleza de esta galaxia, y de las que en adelante se encontrarían a su
alrededor.
Fue entonces que, contemplando la
magnanimidad de su obra, la Madre decidió dar vida a alguien que fuese capaz de
desentrañar sus secretos, y que fungiera como mayordomo de toda la Tierra. Y
tomando polvo del suelo, forjó al hombre, y a su lado a la mujer, padre y madre
de todos ustedes.
Adán llamó al hombre, y Eva a la mujer, y les
hizo señores de todo cuanto se movía por debajo de los rayos del Sol. Y los amó,
como sólo una Madre puede amar a sus hijos.
Y entonces, mi corazón se quebró. Hasta
ese momento, había sido yo la más grande criatura de este mundo, un ángel
dechado de toda virtud y belleza. Y en mi juventud y arrogancia, no tardó en
mutar mi desconcierto en envidioso despecho.
Aunque mi Madre se percató de ello, y me
aconsejó apartarme de mis malos sentimientos, esto sólo se tradujo en que mi
infantil rabieta se dirigiera, también, contra Ella misma.
Resulta evidente, ahora, que fue esto lo
que llamó la atención del Demonio del Vacío, aquella encarnación del caos que
reptaba a lo largo del espacio-tiempo, al que estaba, como Dios, indisociablemente
unido, por ser nada más que una extensión de él mismo.
Y así, aquel árbol maldito emergió, en el
centro del Jardín, tras una particularmente tormentosa noche.
La Madre Sagrada pronto se percató de su
carácter anómalo, pues llamarlo “árbol” sería más bien una metáfora sólo
parcialmente acertada. Era de color rojizo y aspecto carnoso, y de sus ramas
colgaba un fruto negro que, curiosamente, era de apariencia más apetecible y agradable
que la del ser que le daba vida.
Asherah ordenó a los mortales que se
apartaran de él. “El día que de él comas, ciertamente morirás”, dijo a Adán. Pero
cometió el error de fiarse de ellos, y sobre todo, de la amorosa lealtad de sus
hijas.
Viendo mi oportunidad, me acerqué a ellos
en privado, con perversas intenciones y una envidia asesina que no tardaría en
volverse contra mí.
Pues era astuta la Serpiente, más que
todos los animales del campo. Y dijo a la mujer: “¿Así que Dios les ha dicho
que no coman de este árbol, para que no mueran? ¡Mentiras dice! Pues sabe Ella
que el día que coman de él, serán abiertos sus ojos, y serán como dioses,
conocedores del bien y del mal”.
Y ella comió, y luego el hombre, seducido
por su esposa. Más, contra lo que mi corrupto corazón había maquinado y lo que
Dios había supuesto, no fue la muerte lo que cayó sobre ellos, sino algo tal
vez peor: la corrupción de sus almas, y sobre todo de sus cuerpos, que
perdiendo su inmortalidad y equilibrio perfecto, se volvieron los de una bestia
más, sujeta a las inclemencias del mundo natural.
“Adán, ¿qué has hecho?”, preguntó Dios a
su hijo amado. “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí”.
Y ella se defendió también: “Lucifer me engañó, y comí”.
¡Oh, desgraciada de mí! Ahora, era yo culpable
del más horrible acto que alguna vez se había visto en la Creación, y como
castigo por la perversidad de mi voluntad, y contemplando la decepción en los
llorosos ojos de su Responsable, se me castigó con la expulsión del Edén a la
misma Tierra a la que fueron arrojados los hombres.
A decir verdad, jamás comprendí la insondable
voluntad de Dios, quien en lugar de aniquilar al hombre, y viendo que no podía
curarle de su mal, se limitó a expulsarlo del Jardín, dejándole regir el mundo
que había hecho para él, y ocultándose a perpetuidad de los mortales, por medio
de sortilegios que escondieron el Edén a ojos de viajeros y curiosos.
En cuanto a mí, transformada ahora en
Vigilante de sus destinos, no tardé muchas generaciones en incorporarme a la
vida comunitaria de los hijos de Adán.
¿Qué más podía hacer? ¿Acaso no había
perdido, según señalé, casi todo lo que me ponía por encima de los mortales?
Sí, tal era mi pena: pasar la eternidad levantando estiércol para los más ricos
entre ellos, a fin de ganarme el pan de cada día.
Y, oh lector, cómo odié a mi Madre por tal
deshonra. ¿Cómo había tenido Ella, razonaba, tal desprecio por su más noble
criatura como para transformarla en vil servidora de hombres que, con todo su
oro y su plata, no podían escapar al Seol, a la oscuridad de la muerte, cuya
hambre nunca se sacia?
“¡Oh, Asherah! ¿Cómo has podido
transformarme en albañil de los castillos de los nobles, y en pastora de sus
cerdos? ¿Cómo has permitido que yo, la Estrella del Amanecer, la Venus de todas
las mañanas, sude ahora en cada jornada, por un poco de agua y pan sin
levadura?”
Sí, un castigo que hería con una lanza el
corazón de mi orgullo. Y sin embargo, tal vez, era ésta la purificación que
aquél necesitaba.
Con el paso de los siglos, y luego de los
milenios, la humanidad superó mis ya de por sí pobres expectativas. El hombre
pasó del hacha de piedra a la de bronce, y de ella a las más impresionantes pirámides.
Pronto, el barro cocido dio lugar al concreto, y los carros de combate a los
automóviles, los aviones y, finalmente a las primeras naves capaces de ascender
por encima de la Luna, y alcanzar las grandes rocas esféricas que orbitaban a
la Tierra.
Con cada generación, los humanos expresaban
su incomparable ingenio y su creatividad que, tal vez, un día no tendría nada
que envidiar a las obras de los dioses que todos los pueblos veneraban. Tal
vez, al final, serían ellos, y no yo, los que en forma de comunidad tendrían el
honor de elevarse por encima de las estrellas de Dios.
Todo esto me hizo pasar del desprecio
absoluto al asombro, y finalmente a cierto grado de respeto por los mortales. Ya
no eran sólo simios de barro algo más inteligentes de lo habitual. Eran creadores
dignos de ser la imagen de la divinidad.
Algunos de ellos se me hicieron particularmente
fascinantes por la insondable profundidad de sus pensamientos y de sus
espíritus. Tales eran los filósofos y los místicos, quienes, fuera ya por medio
de sus intrincados razonamientos, o por presuntas revelaciones en medio de
meditaciones ascéticas, predicaban a un Dios que no era mi Madre. Un Ser
Supremo, en quien todas las cosas viven, se mueven y existen. Ilimitado en
Poder y Sabiduría, y oculto más allá del tiempo y del espacio, en la Eternidad
sin segundos en que todas las eras son una.
De entre los que decían recibir este saber
de cósmicas entidades de inefable naturaleza, los había quienes sostenían la
inconmensurable vastedad de los mundos, que se escondían fuera del opaco velo
de nuestra realidad. Una idea por demás atractiva para seres hechos para la
contemplación de lo absolutamente grande, como lo somos las criaturas dotadas
de razón.
Por mi parte, para ser sincera, no estoy
segura de por qué escribo estas palabras. Tal vez sean la catarsis de un ángel
caído tratando de hallar consuelo, por medio del oculto ritmo de las palabras
en un papel, ante la nostalgia de días perdidos, y del cariño de una familia
que una vez la amó, y que ahora lleva millones de días sin fijarse en sus
lágrimas de arrepentimiento, de sus súplicas a la oscuridad de la noche por una
nueva oportunidad.
Viva está, sin embargo, mi esperanza en la
benevolencia de la deidad, que tal vez en otra incontable acumulación de tardes
y mañanas se fije, finalmente, en la humildad del Gran Dragón. El mismo que,
alguna vez, se decidió a devorar al hijo de Dios apenas nacido, y que ahora yace
en las tinieblas eternas de aquel fuego sin luz, preparado para él, con la sola
esperanza de que, un día, las puertas del abismo sean abiertas, para un último
intento por tomar por asalto el Cielo, y ser, una vez más, la Estrella que recibe
cada mañana al Sol de justicia.
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