sábado, 21 de diciembre de 2024

La Caída de Venus (cuento n° 1 de la novela)

 "La Caída de Venus"

“En el principio, creó Dios los cielos y la Tierra”. Una cita tan famosa como la vida misma, que ha sido leída, recitada, analizada y hasta criticada innumerables veces, a lo largo de las innumerables generaciones de hombres y mujeres, desde que alguna de aquellas antiguas criaturas, originadas por la Hacedora de todos los astros, descendió del Sinaí para enseñar al hombre lo que no sabía.

Sí, lector: “Hacedora”. Dios (o al menos, uno de los seguramente innumerables entes, nacidos del caótico azar de los multiversos, que merecen tal título) es una Mujer, o como mínimo, el modelo de todas las mujeres. Una Dama muy semejante a una fémina cualquiera de entre los hijos de Adán, de cabellos dorados, blancas vestiduras y un cándido resplandor, que sólo sabe que, antes de que las primeras historias fueran contadas, emergió del profundo sueño de la eternidad, en medio del oscuro e inmenso Vacío primigenio.

Como cualquiera que se ve, sin saber cómo llegó a ella, en una situación semejante, no tardó en preguntar, primero a sí misma y luego a quien fuese que pudiera escucharla, dónde estaba, y si había algún buen samaritano que pudiese ayudarla a hallar un camino de regreso a… ¿dónde?

¿A su hogar? No recordaba tener uno. En realidad, no recordaba ni siquiera haber tenido cualquier tipo de experiencia, por insignificante que fuese, antes de flotar en la oscuridad infinita.

Y entonces, preguntándose tal vez cómo se le había escapado tamaño detalle con anterioridad, se percató de que, sin embargo, debía tener un pasado, a juzgar por el hecho de que de su boca emergían sonidos articulados dotados de sentido. Palabras.

Repentinamente, fue como si del interior de su espíritu emergiera un secreto que había estado guardado durante toda la eternidad, y se sintió inspirada por el conocimiento de que su boca era más que una mera colección de carne. Ella era la llave de las infinitas posibilidades de una naturaleza latente en lo profundo de su ser.

Y así, sin comprender muy bien por qué, sintió que su existencia demandaba el mundo. Y dijo aquellas palabras santas, con las que comienza la historia del cosmos: “Hágase la luz”.

Y hubo luz. Y eso fue bueno. Pero con la luz, lo que anteriormente estaba oculto se volvió manifiesto.

A la distancia, pudo distinguir una figura carnosa y amorfa, con numerosos apéndices repletos de ojos dispuestos en torno a una enorme boca repleta de filas y filas de afilados dientes. De la cosa al otro lado del vacío, ahora azul como el mediodía más hermoso, brotaba un aura oscura, testimonio y signo de una malignidad tan antigua como el tiempo.

Y entonces, se oyó el gruñido, y la cosa procedió, desplazándose a través de aquél poder primigenio que alimentaba a mi Madre, a lanzarse sobre Ella, con la intención de devorarla, a fin de que todo retornase a aquella antigua calma que a ambos los había precedido.

La lucha fue ardua, y aunque es difícil, a falta de un Sol que cuente los días o una Luna que alumbre las noches, precisar su extensión, fue larga, mucho más de lo que podrías imaginar.

Pero al final, el orden triunfó. Asherah sometió a su rival, más sabio que una bestia pero más terrible que cualquiera de ellas, a un destino que a cualquier mortal se le haría insoportable, pero que para aquél monstruo ancestral seguramente sólo le pareció un pequeño traspié en sus planes: el encierro perpetuo en una prisión de oscuro y torturado cristal, en uno de los bordes de la esfera cósmica.

Y sin embargo, viendo inminente su derrota, él hizo emanar de su horrible cuerpo una abominación sin ojos, con sólo tentáculos coronados por bocas de inquietante aspecto humanoide, que se fugó para perderse en el Vacío, donde la Madre Sagrada no pudiera encontrarlo.

Y así, viendo a su causa triunfar, Dios se dispuso, finalmente, crear los cielos y la Tierra. Pero ya decidida a emprender su misión, pensó en que así como su adversario había originado una prole que tal vez amenazaría el destino del cosmos, era prudente hacer lo propio para protegerlo.

Y de su luz, brotando de su misma esencia, nacimos nosotras. Gabriela, la Mensajera divina, destinada a ilustrar a los hombres en lo que respecta a la voluntad de la Responsable de su existencia. De aspecto alvino y cabellos blancos, era sabia como las estrellas, y bondadosa como una madre con sus cachorros.

Micaela vino después. La más aguerrida de las tres, violenta como el león cazando a su presa, y astuta como la serpiente ocultándose de sus depredadores.

Y por último, aquella a quien la Madre primera reconoció como la más noble de sus creaciones. Bella como los rayos del Sol emergiendo tras una tormenta, y poderosa como el fuego que todo lo consume: Lucifer, la Estrella de la Mañana, y aquella que les narra esta historia.

Porque sí, lector: es la misma Serpiente del Edén quien, más sabia ahora de lo que era en los primeros días de su eterna juventud, le relata el principio de todo.

Puede usted, seguramente, desconfiar de aquella a quien se llamado “homicida desde el principio” y “la madre de las mentiras”, por cuya arrogancia llegó el pecado al mundo. Pero concédame, oh lector, lo impensable: ser tenida por inocente antes de mi justo juicio. Preste atención al abogado del Diablo, y oiga su alegato antes de emitir condena sobre la primera pecadora de nuestro humilde universo.

Porque no es mi intención, contra lo que cabría esperar, lavar mis manos en las lacrimosas aguas de la autocompasión, ni teñir de blanco la oscuridad de mis culpas. Dejaré eso para los cobardes que se esconden en la vana esperanza de que la historia los olvide, y para los tiranos que temen que sus cabezas rueden por obra de sus rencorosos súbditos.

Yo soy Satanás, la Princesa de las Tinieblas, y la Tentadora de los inocentes. Yo soy la que justamente ha sido tenida por encarnación del orgullo y las vanidades, de la excesiva estima de la propia perfección, y de la criminal envidia que lleva a los más viles engaños.

Y sin embargo, le ruego hoy que atienda a la madurez que a mi psique han otorgado los milenios, en que como castigo por mi horrendo delito, fui forzada a convivir con los hijos de Adán, privada de mi brillo primordial, y sólo conservando de mi anterior estatus celeste la interminable monotonía de la vida eterna.

Yo pequé, confieso ante Dios y ante ustedes, hermanos. Yo, que ayudé a conformar el disco terráqueo, el Sol, la Luna y los planetas, no pude con mi propia soberbia ante el a mi juicio, indebido amor de la Creadora de los hombres por esos despojos del barro y la arcilla.

Pero concédame, o lector, la gracia de explicar cómo mi pequeño, muy pequeño corazón angélico, fue capaz de traer tales desgracias sobre la humanidad.

Habían ya pasado los primeros cinco días del proceso creativo. En el primero, extendimos la Tierra y la pusimos en órbita en torno al astro rey. En el segundo, forjamos la Luna y los seis planetas, girando, esta vez, en torno a la propia Tierra. Los días tres y cuatro fueron los de dar vida primero a las plantas, luego a los peces y a las bestias del campo. Y finalmente, en el día quinto, como fruto de un arranque de genio creativo, fueron hechas la vastedad de las estrellas, cada una un sol por derecho propio, con su propio disco desplazándose en torno a él, dando origen a los días y las noches. Para coronar sus esfuerzos, Dios llenó el Vacío de polvo y gases que pudieran hacer las delicias de los astrónomos, y que completaran la belleza de esta galaxia, y de las que en adelante se encontrarían a su alrededor.

Fue entonces que, contemplando la magnanimidad de su obra, la Madre decidió dar vida a alguien que fuese capaz de desentrañar sus secretos, y que fungiera como mayordomo de toda la Tierra. Y tomando polvo del suelo, forjó al hombre, y a su lado a la mujer, padre y madre de todos ustedes.

Adán llamó al hombre, y Eva a la mujer, y les hizo señores de todo cuanto se movía por debajo de los rayos del Sol. Y los amó, como sólo una Madre puede amar a sus hijos.

Y entonces, mi corazón se quebró. Hasta ese momento, había sido yo la más grande criatura de este mundo, un ángel dechado de toda virtud y belleza. Y en mi juventud y arrogancia, no tardó en mutar mi desconcierto en envidioso despecho.

Aunque mi Madre se percató de ello, y me aconsejó apartarme de mis malos sentimientos, esto sólo se tradujo en que mi infantil rabieta se dirigiera, también, contra Ella misma.

Resulta evidente, ahora, que fue esto lo que llamó la atención del Demonio del Vacío, aquella encarnación del caos que reptaba a lo largo del espacio-tiempo, al que estaba, como Dios, indisociablemente unido, por ser nada más que una extensión de él mismo.

Y así, aquel árbol maldito emergió, en el centro del Jardín, tras una particularmente tormentosa noche.

La Madre Sagrada pronto se percató de su carácter anómalo, pues llamarlo “árbol” sería más bien una metáfora sólo parcialmente acertada. Era de color rojizo y aspecto carnoso, y de sus ramas colgaba un fruto negro que, curiosamente, era de apariencia más apetecible y agradable que la del ser que le daba vida.

Asherah ordenó a los mortales que se apartaran de él. “El día que de él comas, ciertamente morirás”, dijo a Adán. Pero cometió el error de fiarse de ellos, y sobre todo, de la amorosa lealtad de sus hijas.

Viendo mi oportunidad, me acerqué a ellos en privado, con perversas intenciones y una envidia asesina que no tardaría en volverse contra mí.

Pues era astuta la Serpiente, más que todos los animales del campo. Y dijo a la mujer: “¿Así que Dios les ha dicho que no coman de este árbol, para que no mueran? ¡Mentiras dice! Pues sabe Ella que el día que coman de él, serán abiertos sus ojos, y serán como dioses, conocedores del bien y del mal”.

Y ella comió, y luego el hombre, seducido por su esposa. Más, contra lo que mi corrupto corazón había maquinado y lo que Dios había supuesto, no fue la muerte lo que cayó sobre ellos, sino algo tal vez peor: la corrupción de sus almas, y sobre todo de sus cuerpos, que perdiendo su inmortalidad y equilibrio perfecto, se volvieron los de una bestia más, sujeta a las inclemencias del mundo natural.

“Adán, ¿qué has hecho?”, preguntó Dios a su hijo amado. “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí”. Y ella se defendió también: “Lucifer me engañó, y comí”.

¡Oh, desgraciada de mí! Ahora, era yo culpable del más horrible acto que alguna vez se había visto en la Creación, y como castigo por la perversidad de mi voluntad, y contemplando la decepción en los llorosos ojos de su Responsable, se me castigó con la expulsión del Edén a la misma Tierra a la que fueron arrojados los hombres.

A decir verdad, jamás comprendí la insondable voluntad de Dios, quien en lugar de aniquilar al hombre, y viendo que no podía curarle de su mal, se limitó a expulsarlo del Jardín, dejándole regir el mundo que había hecho para él, y ocultándose a perpetuidad de los mortales, por medio de sortilegios que escondieron el Edén a ojos de viajeros y curiosos.

En cuanto a mí, transformada ahora en Vigilante de sus destinos, no tardé muchas generaciones en incorporarme a la vida comunitaria de los hijos de Adán.

¿Qué más podía hacer? ¿Acaso no había perdido, según señalé, casi todo lo que me ponía por encima de los mortales? Sí, tal era mi pena: pasar la eternidad levantando estiércol para los más ricos entre ellos, a fin de ganarme el pan de cada día.

Y, oh lector, cómo odié a mi Madre por tal deshonra. ¿Cómo había tenido Ella, razonaba, tal desprecio por su más noble criatura como para transformarla en vil servidora de hombres que, con todo su oro y su plata, no podían escapar al Seol, a la oscuridad de la muerte, cuya hambre nunca se sacia?

“¡Oh, Asherah! ¿Cómo has podido transformarme en albañil de los castillos de los nobles, y en pastora de sus cerdos? ¿Cómo has permitido que yo, la Estrella del Amanecer, la Venus de todas las mañanas, sude ahora en cada jornada, por un poco de agua y pan sin levadura?”

Sí, un castigo que hería con una lanza el corazón de mi orgullo. Y sin embargo, tal vez, era ésta la purificación que aquél necesitaba.

Con el paso de los siglos, y luego de los milenios, la humanidad superó mis ya de por sí pobres expectativas. El hombre pasó del hacha de piedra a la de bronce, y de ella a las más impresionantes pirámides. Pronto, el barro cocido dio lugar al concreto, y los carros de combate a los automóviles, los aviones y, finalmente a las primeras naves capaces de ascender por encima de la Luna, y alcanzar las grandes rocas esféricas que orbitaban a la Tierra.

Con cada generación, los humanos expresaban su incomparable ingenio y su creatividad que, tal vez, un día no tendría nada que envidiar a las obras de los dioses que todos los pueblos veneraban. Tal vez, al final, serían ellos, y no yo, los que en forma de comunidad tendrían el honor de elevarse por encima de las estrellas de Dios.

Todo esto me hizo pasar del desprecio absoluto al asombro, y finalmente a cierto grado de respeto por los mortales. Ya no eran sólo simios de barro algo más inteligentes de lo habitual. Eran creadores dignos de ser la imagen de la divinidad.

Algunos de ellos se me hicieron particularmente fascinantes por la insondable profundidad de sus pensamientos y de sus espíritus. Tales eran los filósofos y los místicos, quienes, fuera ya por medio de sus intrincados razonamientos, o por presuntas revelaciones en medio de meditaciones ascéticas, predicaban a un Dios que no era mi Madre. Un Ser Supremo, en quien todas las cosas viven, se mueven y existen. Ilimitado en Poder y Sabiduría, y oculto más allá del tiempo y del espacio, en la Eternidad sin segundos en que todas las eras son una.

De entre los que decían recibir este saber de cósmicas entidades de inefable naturaleza, los había quienes sostenían la inconmensurable vastedad de los mundos, que se escondían fuera del opaco velo de nuestra realidad. Una idea por demás atractiva para seres hechos para la contemplación de lo absolutamente grande, como lo somos las criaturas dotadas de razón.

Por mi parte, para ser sincera, no estoy segura de por qué escribo estas palabras. Tal vez sean la catarsis de un ángel caído tratando de hallar consuelo, por medio del oculto ritmo de las palabras en un papel, ante la nostalgia de días perdidos, y del cariño de una familia que una vez la amó, y que ahora lleva millones de días sin fijarse en sus lágrimas de arrepentimiento, de sus súplicas a la oscuridad de la noche por una nueva oportunidad.

Viva está, sin embargo, mi esperanza en la benevolencia de la deidad, que tal vez en otra incontable acumulación de tardes y mañanas se fije, finalmente, en la humildad del Gran Dragón. El mismo que, alguna vez, se decidió a devorar al hijo de Dios apenas nacido, y que ahora yace en las tinieblas eternas de aquel fuego sin luz, preparado para él, con la sola esperanza de que, un día, las puertas del abismo sean abiertas, para un último intento por tomar por asalto el Cielo, y ser, una vez más, la Estrella que recibe cada mañana al Sol de justicia. 

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