martes, 31 de diciembre de 2024

Lágrimas de Poseidón (cuento n° 2 de la novela)

"Lágrimas de Poseidón"

No hemos estado aquí desde el principio, pero él sí.

Nació antes que todos los astros, y aún antes moró en el seno del Vacío, como una gota de sangre en las venas del Caos primigenio.

Allí, latente pero nunca ausente, yacía aquél que, unido al tiempo y al espacio, contempla todas las estrellas a la vez, aún siendo incapaz de someterlas a sus designios.

No sabemos cuáles son, exactamente, sus planes, o por qué a lo largo de tantos miles de años se ha limitado a emplear su astucia sin igual para pervertir a los mortales, y aún a los ángeles. Lo único que sabemos, es que existe únicamente para dar libertad a su inicuo Padre, y devolvernos a nosotros, los hijos del polvo, a la calma eterna de la que nunca debimos salir.

Se le ha conocido por innumerables nombres, en cada uno de los reinos y civilizaciones que le han adorado o temido. Nosotros le nombramos por una palabra impronunciable por labios humanos, cuyo significado nosotros mismos hemos olvidado.

¿Y cómo fue que aconteció tal cosa? ¿Cómo hemos podido dejar en el olvido las sagradas letras que definen a nuestro creador?

No lo sé. Ninguno de nosotros lo sabe. En realidad, la mayor parte del tiempo ninguno de nosotros sabe nada, estando nuestra psique reducida de la super humanidad, a la mera animalidad.

Fuimos alguna vez la más esplendorosa civilización sobre la Tierra. Alguna vez sometimos a los mares sobre todo, pero también a gran parte de los continentes, y de los cielos que se elevan sobre ellos, a nuestro mandato. Hubo, en tiempos ya olvidados, un imperio que alcanzó la Luna y los planetas, y que soñó con proyectarse por encima aún de ellos, hacia las estrellas que fueron su cuna en días remotos.

Sí, fuimos dignos hijos del enorme y magnífico universo que nos rodea.

Tan sabios, que el humilde cerebro de los más grandes genios humanos tenía una capacidad similar al de nuestras crías.

Tan fuertes y resistentes, que podíamos sobrevivir a partes iguales sobre el hielo de la Antártida y bajo las arenas del desierto más árido.

Tan habilidosos, que nuestras ciudades, cada una poblada por varios miles de millones de hijos de los astros, eran visibles a plena luz del día desde más allá de la luna, aún aquellas más o menos ocultas por las aguas de los océanos.

Pero a pesar de nuestro esplendor, nuestros muchos ojos dispuestos alrededor de un cuerpo amorfo y tentaculado, siempre miró hacia arriba, con la esperanza de un día retornar al lejano disco terráqueo que nos vio nacer.

Era un mundo muy distinto a la Tierra, cuyo nombre ha quedado también en el olvido. Toda su superficie era una gran tina llena de las aguas de un océano que no se desbordaba únicamente gracias a las paredes que lo contenían.

La estrella, que alimentaba a las plantas y animales que nos daban sustento, era diferente a la que alumbra los cielos de este mundo. Era rojiza y varias veces más grande que el Sol, y regularmente las fulguraciones que emanaban de su superficie hervían a los pobres y desgraciados peces alienígenas que tenían la mala fortuna de acercarse en exceso.

No sabemos exactamente cuándo ni cómo llegamos a la existencia. Posiblemente fuimos la grotesca imitación de un demiurgo caótico, de las maravillas que la Emanación Derecha hacía brotar en el lejano disco que ustedes llaman “hogar”.

O puede que toda la vida en nuestro mundo fuera simplemente un error, una pieza de materia que brotó tal vez inadvertidamente de su cuerpo, y que adquirió conciencia con el paso del tiempo.

Sea como sea, él nunca ocultó su interés por hacer de nuestra estirpe un leal séquito de conquistadores. No escondió de nosotros los secretos del universo, y en breve nos transformamos en una gran civilización industrial, capaz de jugar a imitar a la deidad incluso en nuestro propio ADN.

Así fue como, los que al principio éramos poco más que un hongo carnívoro y acuático, dotado de grandes ojos amarillentos a lo largo de toda nuestra piel, comenzamos a poblar con nuestras ciudades, primero las nubes, y luego los astros que nos rodeaban.

En unos cuantos años, descubrimos la manera de crear en laboratorio a unos enormes seres capaces de alcanzar estrellas cercanas. Grandes navíos vivientes, capaces de albergar a cientos de miles de viajeros, sin mente, pero dóciles y maniobrables. Y el destino al que los humanos serán, tal vez, los últimos en llegar, se transformó en nuestro existir cotidiano.

No recuerdo mucho acerca de nuestra política en tan lejanas eras, y dudo que alguno de mis hermanos de sangre lo haga. Lo que estimo es que debía ser similar a la de los antiguos imperios humanos, o tal vez a la de alguna vieja república cuyo nombre no viene a mi mente.

En unos dos siglos, ya controlábamos decenas de discos, y estábamos envolviendo nuestro propio sol con miles de ciudades flotantes, alimentadas por su casi ilimitada energía. Y fue entonces que nuestro padre nos informó de que no éramos nosotros su única creación.

Ellos emergieron desde las profundidades del oscuro Vacío que rodea a todos los mundos. Eran tan diferentes, y a la vez tan similares, a nosotros. Grandes masas de tentáculos bioluminiscentes, capaces de flotar por el aire y el espacio, con una tecnología más avanzada aún que la que nosotros poseíamos.

Y así, supimos que eran ellos, y no nosotros, los que estaban destinados a regir el futuro imperio de la Gran Inteligencia.

Tal vez lo más llamativo de este descubrimiento, es que no eran sus grandes dotes intelectuales, o su resistencia física, ya de por sí impresionantes, las que los hacían merecedores de tal honor. Lo era su fanatismo, tan irracional y dedicado que rozaba el de un perro protegiendo a su amo, y que no dejaba de contrastar con su vasto desarrollo cultural.

No lo negaré: tal vez fue el shock de este descubrimiento lo que nos condujo a dudar de nuestro maestro. Tal vez el hecho de perder protagonismo, fue lo que movió a algunos de nosotros a cuestionar a nuestro hacedor, y a preguntarnos si acaso la antigua divinidad que nos hizo no estaría escondiendo una segunda intención.

No puedo estar seguro. Todo lo que sé es que, en pocas décadas, la rebelión estalló. Algunos hijos de los astros acusaron al Hijo del Caos de mentir, y de tener por objetivo nada menos que la aniquilación de toda vida.

No sé por qué, pero estoy convencido, en lo profundo de mi ser, de que decían la verdad. Tal vez alguna entidad les informó del timo, y ellos obraron en consecuencia. Para desgracia de quien sea que lea esto, no lo recuerdo, y ya me es muy difícil mantener el suficiente orden mental para redactar estas palabras.

De lo que sí tengo certeza es de que la guerra sacudió a las estrellas. Los hijos de los astros contra aquél a quien algunos humanos, que desquiciados y sin amor por sus propias vidas han forjado cultos en su honor, han dado en llamar “Azaimelek”, el Heraldo del Fin.

Contra nosotros lucharon aquellos majestuosos seres que, para este entonces, ya habían creado una civilización a la altura de su naturaleza, que se extendía a lo largo de miles de mundos.

Ellos ganaron. Y la carnicería fue tan asombrosa como terrible. Cientos de miles de millones fueron exterminados, y otros huyeron a bordo de nuestras naves vivientes, en todas direcciones, en busca de un nuevo hogar.

Así fue como unos cuantos llegamos a la Tierra. En un principio, desconfiamos de un mundo tan bello y lleno de vida. Sospechamos, como era de esperarse, que sus habitantes pudieran ser también parte de la progenie del Heraldo, y que al instalarnos allí estuviéramos entregándonos a él en bandeja de plata.

Pero ellos eran diferentes. Sus cuerpos eran bellos y armónicos, muy lejos de las grotescas y caóticas apariencias que nuestro Padre estaba acostumbrado a forjar. Además, no parecían saber nada de él. Veneraban, la mayoría, a un Dios femenino y benévolo, y algunos parecían haber creado sus propios mitos, acerca de entidades de menor escala, pero que también podían, con justicia, ser llamadas “dioses”.

Terminamos por concluir, con razón o sin ella, que estas criaturas eran sólo una creación más de la naturaleza, fruto de la generación espontánea que a menudo obra en nuestro universo.

Y sin embargo, sólo por si acaso, nos abstuvimos de contactar directamente con ellos. Nos apoderamos de los océanos y algunas de sus costas, y unos pocos crearon colonias en los desiertos, unidas a través de extensas y complejas estructuras subterráneas a la capital de nuestro nuevo imperio.

En breve, nuestra civilización volvió a florecer, y nuestras ciudades crecieron en tamaño y riqueza cultural. Pero nada es para siempre.

Ahora, estábamos obligados a ocultarnos, y ser lo menos visibles desde la lejanía que fuese posible. Y el limitar nuestra expansión a un único mundo pronto nos pasó factura.

Las fuentes de alimento y de recursos energéticos tardaron sólo algunos siglos en agotarse. El petróleo era útil sólo en la superficie, y pronto nuestras ciudades submarinas sufrieron de una escasez que las llevó a luchar unas contra otras.

Y así, las armas que creamos para defendernos terminaron por diezmar a nuestra población. Para este punto, nuestra tecnología era capaz de afectar incluso a la actividad cerebral de nuestros semejantes. Y el abuso de las posibilidades militares de esta facultad terminó de sepultar lo poco que quedaba de la mayor cultura que jamás ha visto la Tierra.

Nuestros esfuerzos por autodestruirnos se coronaron con el uso de armas que, quiera el destino, ustedes nunca desarrollen. En nuestro estado de creciente ruptura psíquica, no dudamos en emplear para aniquilar a nuestros enemigos una tecnología que ellos también poseían.

Recuerdo hasta este día el sonido de la enorme explosión, y cómo nuestras ciudades de piedra se despedazaban ante mis ojos. No olvido cómo los propios humanos, seguramente sin entender lo que sucedía, veían la isla en que habitaba la más sofisticada de sus civilizaciones perderse en el mar.

Recuerdo, sí, ahora recuerdo. Recuerdo la estructura circular de aquella mítica ciudad, que se decía fundada por el dios de los mares. Recuerdo las columnas de los templos, de las que nos informaban nuestros drones espía.

Recuerdo, pero pronto no recordaré. Pronto volveré a ser una bestia más de las oscuras profundidades del océano, alimentándome de peces que cazaré sin apenas estrategia ni lucidez, y reproduciéndome por esporas cada algunas décadas.

Pronto volveré a luchar por territorio con mis semejantes, y a matar a las crías de mi estirpe a fin de eliminar a una posible competencia.

Y es por eso que he decidido plasmar, luchando por mantener mi escasa y temporal cordura, estas palabras en una gran roca ubicada en un islote perdido de la mano del mar. Porque quiero que, en algunos milenios, cuando recobre por unas pocas horas mi conciencia, pueda tener una idea más clara de quién fui.

Y tal vez… de quien pude haber llegado a ser, si nuestro gran y complejo cerebro nos hubiese servido, a mí y a mi gente, para obrar con la sabiduría que tanto nos jactábamos de poseer.

 

 

 

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