"El silencio de Dios"
Un día más, se abrió el sello
del Libro de la Vida, en que todo está contenido. En él, se leían los nombres
de los muertos por causa de las mentiras de Lucifer, que clamaban a gran voz en
mi alma.
Una vez más, volteé a ver a mi
Madre, sentada a mi izquierda, en el trono en que cielo y Tierra se unían, y en
que se decidía el destino del mundo. Y allí, ya consciente de que sería en
vano, mi corazón ardía en el deseo de increpar a la Hacedora de las estrellas
por el dolor que su santo silencio toleraba, obsecuente, cada jornada.
“¿Hasta cuándo, Señora de los
mundos, guardarás silencio ante la sangre derramada por aquellos que moran en
la Tierra?” Más Ella, una vez más, como tantas a lo largo de los
milenios, me diría que aún quedaba tiempo, hasta que la plenitud ideada por el
Incognoscible se completara.
Una respuesta a la que ya me
había adecuado y que, sin embargo, lejos estaba de ser satisfactoria para un
espíritu que, como el mío, había sido forjado para amar aún los defectos de los
seres que me rodeaban.
Yo, que había sido creada antes
incluso del Primer Día, era la encarnación de los aspectos más nobles de la
Corona, la primera ángel, y la primera hija de la Emanación Derecha. Aquella
que estaba destinada a transmitir a los hombres el saber y la voluntad divinos,
y quien debería tomar el mando de la Creación si, acaso, un día Dios misma
debía ausentarse.
Y pese a la magnificencia de mi
carácter, y a la vastedad del poder que, como hija de Dios, había
recibido, no podía sentirme más impotente, humillada ante mi incapacidad
de obrar lo que mi corazón me forzaba a anhelar.
Recordaba – y recuerdo – aún el día
en que todo comenzó, tras el primer aliento vital que de Dios emanó, y que tomó
consistencia en mis huesos, que pronto se verían cubiertos por carne. No he
olvidado el día en que fui traída a la existencia, junto a mis dos hermanas. Aquellos
dulces momentos en que la prueba parecía lejana, y el cosmos brillaba por su
belleza y armonía.
Yo, la Mensajera divina, fui la
primera en ser traída a la existencia. Me recuerdo allí, levitando en el vacío,
y preguntándome por un breve instante quién era aquella hermosa Dama frente a
mis ojos, y cuál era la naturaleza de mi propia existencia, sólo para ver
surgir en mi mente un conocimiento que, una fracción de segundo atrás, ignoraba
poseer.
Y con los recuerdos, llegó el
amor que cualquier niño tiene por su madre, y que en mí era una mera consecuencia
de lo que la mía había puesto en mi corazón.
En breves segundos, fui testigo
del nacimiento de la segunda de nosotras: Micaela, por cuya belleza no podía
más que preguntarme quién era semejante a Dios en habilidad y sabiduría. Ella
era algo más baja que yo, de cabellos rojizos y ojos verdes, y en su mano
portaba, antes aún de saberlo, una espada de fuego capaz de quemar astros y montañas.
Y por último, llegó ella. La
infame Serpiente, que sin embargo, para mí es esa hermana a la que tanto
quisiera volver a abrazar: Lucifer, la Venus del Sol divino.
Habíamos recién venido a la
existencia, pero nos conocíamos, y nos amábamos. Éramos esa primera familia que
debió haber sido modelo de todas las que vendrían. Y durante los siguientes días,
creí ingenuamente que nuestra existencia no demandaba más que alegría y dulces
afectos.
En el primer día, forjamos la
Tierra, sin columnas que la sostuvieran sobre el Vacío, y dispusimos que se moviera
en torno al Sol, dando origen así a sus días y sus noches. En el segundo, vinieron
a la existencia la Luna y los astros por encima de ella, que servirían a los
hombres como símbolo de sus destinos, y de los caminos que el que quisiera ser
sabio habría de recorrer.
Luego, en dos días más, trajimos
al ser a las plantas que tanto embellecen la Tierra, y a los peces y bestias que
habrían de alimentar, intuía yo, al más grande proyecto de la Hacedora de los
cielos.
Y en el día quinto, se hizo todo
el universo más allá de la órbita de la Tierra, con sus vastas galaxias, y todas
las estructuras que los obsesionados con el cielo podrían disfrutar desde la
superficie del disco terráqueo.
Nos instalamos en la cúspide del
monte más elevado de la Tierra, donde se encontraba, contra lo que cabría
sospechar, un bello oasis que alimentaba un Jardín repleto de enormes árboles
frutales, que sería el sitio indicado para poner a esta obra su punto final.
Allí nacieron Adán y su esposa Eva, los primeros padres del hombre.
Pero estoy segura de que a esta
historia la conoces sobradamente. Millones y millones de hombres la han narrado
a sus hijos, que escogieron qué creer de ella, y qué descartar.
Seguramente conoces, además, la
historia del ángel caído, Lucifer, la responsable de todos los males de la especie
humana, quien justamente se ha ganado la deshonra de ser la criatura más
detestada de todo el cosmos.
Sí, justicia es lo que merecía
aquella chiquilla arrogante, y eso es lo que obtuvo. Pero como suele ocurrir
con los criminales, ella tenía una familia que, con todo, la amaba profundamente.
Yo, en particular, desde un
principio había sido especialmente cercana a ella. Era la más pequeña y yo la
más mayor, y disfrutaba transmitiéndole la sabiduría que la Emanación Derecha
había compartido conmigo desde el momento mismo de mi creación. Era mi mejor amiga
y mi confidente, para mí la más amada en este y todos los mundos posibles.
No supe ver a tiempo los síntomas
de la enfermedad que, lentamente, brotaba en su carácter. Tal vez fue mi amor y
el del resto de nuestra familia lo que intoxicó su corazón. El halago excesivo
es, al final del día, un veneno tan letal para el alma como el cianuro lo es
para el cuerpo.
Pronto, se transformó de una
criatura dócil y amigable, en un ser quejumbroso y de malos modos, que parecía
verse a sí misma como el núcleo de la creación. Una autopercepción que, pronto
me di cuenta, no era sino una tentación para usurpar el lugar que sólo a Dios
pertenece.
Ella, la Madre Sagrada, también
lo notó, y pronto nos vimos preocupadas por la evolución del espíritu de
aquella que estaba destinada a proteger a un mundo que veía con desdén. La
aconsejamos, intentamos que rectificara de sus caminos y viviera con mayor
sabiduría, pero todos nuestros esfuerzos fueron en vano.
Sin embargo, creímos que esta
fase de petulancia y orgullo desmedido no pasaría a mayores males, y que
maduraría eventualmente. No estábamos preparadas para lo que sucedería, pero,
pronto lo sabría, había Alguien que sí.
Cuando finalmente Dios anunció
la creación del primer hombre, Lucifer no estaba tan entusiasmada como el resto
de nosotras. Primero reaccionó con una mueca de indiferencia, que se transformó
en incomprensión y luego en abierta rebeldía cuando Ella nos dijo que estos
despojos del barro y la arcilla estaban destinados a gobernar sobre los peces
del mar, las aves del cielo y las bestias de los desiertos, praderas y selvas.
Para ser franca, jamás terminé
de comprender la raíz de lo que seguiría. Tal vez ya se veía a sí misma como
semejante a Dios, y su infantil personalidad no pudo asimilar la idea de estar
en un segundo plano. Pero sea como sea, la desgracia pronto nos sobrevino.
Cuando el árbol maldito brotó a
mitad del Jardín, mi Madre necesitaba de mi sabiduría para ayudarle a elaborar
un plan, y era requerido que Micaela vigilara los alrededores de la Tierra a fin
de cerciorarnos de que ningún vástago del demonio extraterrestre que, en el principio
de todo, había escapado del cautiverio de la Sombra merodeara por los
alrededores. Y así, no tuvimos más opción que confiar la seguridad de la
primera pareja humana a la que pronto se volvería en una Serpiente cuyo veneno
enfermaría a todo el mundo sublunar.
“Adán, ¿qué has hecho?”,
preguntó Dios, consternada, al ver que el brillo que solía ser natural a los humanos
se había desvanecido de sus cuerpos. “La mujer que me diste por compañera me
dio del árbol, y yo comí”, respondió él, consciente de la gravedad de la situación.
Y entonces, lo inesperado. “Lucifer
me engañó, y comí”, dijo Eva, señalando a la responsable de lo sucedido.
Ella juró su propia inocencia, e
imploró a su Madre que no se fiara de las palabras de ese ángel sin alas, que
la acusaba por temor a asumir ella sola la maldición fruto de su pecado. Pero, ¿quién podría creer
en tal excusa, cuando eran hasta entonces los humanos tan puros e
inocentes, que ningún mal cabía esperar de ellos?
¡Oh, desgraciada de mí! La que
más amaba sobre tierra y mar era ahora culpable de la primera traición de la historia,
cometida con una vileza insospechada para cualquiera de nosotras.
Mi Madre lloró amargamente, y
pronto lo haría yo también. La única que se abstuvo fue Micaela, quien en
cambio estalló en ira, y arrastró por los cabellos a nuestra hermana fuera del
Jardín.
Sus alas se desvanecieron, y fue
reducida en muchos sentidos a una condición idéntica a la del mortal. Adán y
Eva fueron expulsados también del Jardín, aunque por una razón diferente: no
había manera de conocer lo que seguía, y era mejor que estuvieran lejos, a fin
de que su mal no se contagiara, si tal cosa era posible, también a las
inmortales.
Pero el tiempo pasó, y la ira de
Dios parecía no aliviarse. Y para más consternación por mi parte, los años pasaron,
luego las décadas, y no hubo redención para los hijos de Adán.
Por supuesto, no tardé en
cuestionarme la sensatez de sus cada vez más misteriosos caminos. Ella parecía
haberse desentendido del destino de la humanidad, y en lugar de regir el cosmos,
como suponía yo que debía hacerlo, se dedicaba a regulares y extrañas
meditaciones, en las que podía consumir días enteros. Ocasionalmente,
abandonaba el Jardín adoptando la apariencia de una simple mortal, por medio de
la cual recorría campos y ciudades, cubierta con las mismas, sencillas y casi
harapientas vestiduras, y los monocromáticos velos con que vestían las hijas de
los hombres.
Podía pasar meses fuera, en los
que se dedicaba a quién sabía qué, pues se abstenía de informarnos lo que,
según Ella, no era de nuestra incumbencia.
A menudo volvía con noticias de
lo que acontecía en el mundo terrenal. Nos hablaba sobre imperios que nacían y
caían, y sobre las imaginativas mitologías que los humanos desarrollaban con el
paso de las generaciones.
Una vez, llegó con una extraña
historia acerca de monstruos de numerosos ojos y bocas que, decían los
marineros, se ocultaban bajo las olas del mar, donde su ingenio había erigido vastas
ciudades hechas de un animal semejante al coral. En otra ocasión, nos contó
sobre la desaparición de la noche a la mañana de una gran civilización talasocrática,
cuya isla hogar se hundió en la oscuridad del océano.
Pasaron los siglos, luego los
milenios, y comencé a impacientarme. Los hombres se masacraban unos a otros, y sometían
a mujeres y niños a la más cruel esclavitud. Los bosques eran destruidos, y empezaba
a volverse común que especies enteras fueran borradas de la faz del planeta.
Unos entre los humanos vivían llenos de riquezas y honores, mientras la mayor
parte de su estirpe estaba sometida a la más cruda y pesadillezca de las
miserias.
Un día, tras ver cómo una gran explosión
volaba por los aires dos ciudades en el Oriente, finalmente decidí desafiar a
la deidad.
-Ya
es hora de que dejes de jugar al escondite. – le dije – Han pasado miles de
años desde lo de Adán. ¿Qué es lo que te detiene para acabar con los horrores
de este mundo? ¿Qué se dice de un rey que, pudiendo alimentar al hambriento y
vestir al desnudo, se aísla en los banquetes y las comodidades de su palacio?
¿Hasta cuándo guardarás silencio?
Ella no respondió. Se limitó a permanecer
sentada bajo el Árbol de la Vida, con las piernas cruzadas, y la mirada fija en
el horizonte. Insistí.
-¿Ni
siquiera vas a molestarte en responder? ¿Callarás ante mis quejas, como lo
haces ante el dolor de los niños que pierden a sus madres fruto de la violencia
o de la peste? Toda la Tierra gime, y su Hacedora aparta el oído y la mirada.
Tal
vez todo esto no sea tu culpa, pero es, sin duda, tu responsabilidad. ¿O es que
sencillamente no te importa? ¿Es que ves a este mundo como un pasatiempo que
hace mucho dejó de interesarte? ¿Acaso Tú, unida al espacio y al tiempo, ves la
miseria humana como la de una actriz que en un teatro es violentada para tu
entretenimiento?
Una vez más, permaneció en un
santo silencio. Y yo empecé a desesperar. Sentía estar frente a una fría e indiferente
sociópata, cuya negligencia criminal cobraba cada día más víctimas. Ya cansada,
opté por emplear esa última carta que, por piedad ante mi Madre, me abstenía de
poner sobre la mesa.
-¿En
qué eres, entonces, diferente a Lucifer? – le recriminé, logrando, al fin, que volteara
a verme – Te lo diré: en que al menos ella nunca tuvo el poder para volver
atrás, y reparar su error.
Sus ojos se cerraron por un momento,
en lo que inhalaba profundamente, sólo para exhalar como quien intenta contener
su propia agresividad.
-¿Quieres
saber por qué callo? – me contestó – Pues bien, te lo diré. Pero la respuesta
probablemente te ocasione aún más preguntas. Preguntas que no puedo responder.
Hija:
seré el Dios de este vasto universo, pero ni yo puedo abarcar todo lo que existe.
Ni siquiera todo lo que hay en él.
Esa distinción sutil pero clara en
sus palabras me hizo arquear una ceja. ¿En qué se diferenciaba “todo lo que
existe” del universo mismo? ¿Acaso no está en la propia etimología de la
palabra tal idea?
-Yo
hice el universo, y ni yo lo entiendo. – prosiguió - ¿Crees acaso que estoy al
tanto de cómo brotó esa vida que hice nacer con mis propias manos? No sales
mucho, pero si lo hicieras sabrías que hace ya varios años los humanos descubrieron
la infinita complejidad de la más insignificante de las hormigas.
Hoy
en día saben que, más allá de las plantas y de los animales que habitan los campos
y los mares, hay innumerables trillones de criaturas invisibles, seres vivos tan
pequeños que el ojo no alcanza a verlos, de los que, de hecho, se componen sus propios
cuerpos, y seguramente también los nuestros.
¿Te
has preguntado por qué el Sol y las estrellas permanecen brillando desde hace
milenios, sin que su fuego se consuma? Seres aún más diminutos, que pueden estar
en varios sitios e incluso tiempos a la vez, componen estructuras semiesféricas,
en torno a las cuales orbitan otras partículas. Ellas colisionan en los núcleos
estelares, produciendo cantidades masivas de energía.
El
mismo espacio tiempo al que tengo acceso no es más que una porción infinitesimal
de la totalidad de la realidad. Esta es la conclusión a la que están llegando
los más sabios de los adamitas. No sólo innumerables mundos y planos de
existencia, sino casi infinitas eternidades, coexisten con los nuestros.
Tal
vez haya infinitas direcciones aparte de las que nuestras pobres y limitadas
mentes pueden captar, a través de las cuales se mueven entidades que, de ser
contempladas directamente, serían la ruina de la cordura de cualquier hombre, o
incluso cualquier ángel o dios de nuestro universo.
Seguramente
yo esté lejos de ser la única deidad que ha originado la naturaleza. Es posible
que, en alguno de los tal vez infinitos cosmos, haya otra Asherah sentada bajo
otro Árbol de la Vida, dándote exactamente este mismo discurso, con apenas
perceptibles variaciones. Tal vez, otra de Ellas esté sentada cómodamente como
cada día, sin nadie que perturbe, al menos por ahora, su tranquilidad. Puede
incluso que alguna de Ellas nunca haya visto a una de sus hijas apartarse de la
Luz, y que habite en un universo que jamás necesitó de redención.
No,
ni yo puedo aprehender la totalidad de la realidad. Pero sé que hay Alguien que
sí. Alguien cuyo Ilimitado entendimiento abarca no sólo todo lo que existe,
sino todo lo que podría existir en cualquier mundo que puedas imaginar, y también
en los que no.
¿Quieres
saber a dónde he ido en cada viaje más allá de las fronteras del Jardín? Bien,
he aquí la respuesta: a donde Él y Sus siervos se hayan, tal vez, dignado a
revelar a nuestros pequeños espíritus una insignificante porción de Su Mente
omnipresente.
Hace
mucho noté que los humanos no son todos iguales. Algunos tienen algo especial,
algo que sólo puede apreciar quien se moleste en observarlos durante el suficiente
tiempo. No es algo visible lo que los hace especiales, pero este algo puede ser
percibido en sus acciones.
No
sólo en la asombrosa bondad que derraman sobre la Tierra, o en la prudencia y
sensatez que manifiestan día a día, sino, sobre todo, en su autodominio, en su
capacidad de trascender las limitaciones de su carne, de someter a todos sus
deseos a las potencias de su intelecto.
Es
esto último lo que los distingue, a primera vista, de innumerables charlatanes y
estafadores. En mi segundo viaje, conocí a uno de ellos en una tierra perdida
de la mano del tiempo, sometida por un imperio que exprimía a sus habitantes
para construir enormes estadios en que poner a dos bestias, o a menudo a dos
hombres, a matarse entre sí.
Era
joven y sabio, el hombre más extraordinario que pude haber conocido. Predicaba
la liberación a través del amor, más no únicamente la liberación del mundo,
sino ante todo la de cada corazón, pues – decía él – el Reino del Ilimitado Señor de
Todo está dentro de nosotros.
Me
enamoré. Sí, te lo confieso. Mi corazón cayó rendido ante la sabiduría que emanaba
de cada acción suya. Para mí, era la más magnánima de las criaturas. Pero él me
corrigió en más de una ocasión, afirmando que no era más que uno de
innumerables reflejos, imperfectos y limitados, de Otro que había existido
antes que él, en otro tiempo y otro espacio, y del que no era digno de atar las
correas de sus sandalias.
Me
enseñó muchas cosas. Pero el más grande legado que me dejó antes de su muerte
fueron los secretos más ocultos de la conciencia humana e inmortal. Mismos que
me posibilitaron acceder a conocimientos y mundos que nadie podría explicarte
con palabras.
Él
siempre supo que había algo especial en Mí. Y antes de partir, me explicó el
sentido de todos los dolores que pueblan la existencia de los seres racionales.
Me dijo que no hay herradura sin fuego, ni amor sin dificultad. Por algún
motivo que seguramente escape a mi comprensión, Aquél que creó al tiempo mismo
deseó que, por medio de las difíciles situaciones que sobrecargarían los siglos
venideros, surgirían seres dignos de portar Su rostro.
Cuando
finalmente fue apresado y ejecutado tras una horrible tortura, deseé traerlo de
vuelta a la vida, pero algo dentro de mí me dijo que no me era lícito acometer
tal empresa. Desconozco el por qué, pero sentí que hacerlo sería darle un honor
que ni siquiera con toda su grandeza le era propio.
Cuando
regresé aquí, entendí que no tenía derecho a ir contra lo que una Conciencia
Infinita, que seguramente conoce mejor que yo hasta lo que me es más evidente,
había definido. Esa, hija mía, es la causa de mi silencio. No nos corresponde
intervenir. Al menos, no por el momento.
Cuando terminó de hablar, me
cuestioné si acaso Dios misma había perdido la razón. Es curioso. No es difícil
pensar eso de un hombre, pero estoy segura de que a muchos mortales les
costaría decir lo mismo de una deidad. Pero no a mí. “A su imagen y semejanza”.
-¿Entonces,
estás dispuesta a permitir tanto sufrimiento, sólo porque un mero mortal te
dijo que una entidad superior lo desea? – volví a preguntar.
Ella bajó la mirada, sólo para
continuar tras algunos segundos.
-¿Quieres
saber qué será de tu hermana? – dijo.
La pregunta me descolocó. Pero,
a decir verdad, incluso en una situación tan extraña esa era una oferta
demasiado deliciosa para dejarla pasar.
Ella levantó su mano hacia mí, como
pidiéndome que la tomara. Y al momento en que obedecí, fui testigo de todo lo
que aquella amiga y confidente perdida había experimentado a lo largo de tantos
años. La vi blasfemar contra nuestra Madre, mientras levantaba estiércol con
las manos para un emperador mortal. Vi sus lágrimas por las noches, primero de
rabia y luego de arrepentimiento. Vi cómo, poco a poco, este arrepentimiento
aniquilaba su soberbia, y la acercaba lentamente hacia la bondad perdida.
Todo esto lo vi en un solo instante,
todo a la vez, como si estuviera ocurriendo frente a mis ojos. Pero lo que
realmente me impactó fue poder ver lo que aún no había ocurrido. Algo, en
teoría, imposible, pero que sin embargo estaba aconteciendo ante mis ojos.
La vi apartarse de todos sus
amigos y de su ciudad por un problema con una mafia local. La vi viajar al sur,
donde conocería a su primerísimo amor. Vi cómo los acontecimientos se
concatenaban, hasta finalmente llegar a la liberación tan temida de las fuerzas
que alguna vez reinaron sobre el Vacío. Y finalmente, comprendí por qué Dios no
se había acercado a ella en tantísimo tiempo.
Finalmente lo entendía todo. Era
así como tenían que ser las cosas, pero mi corazón era demasiado grande como
para aceptarlo sin más.
Después de estos sucesos,
ocasionalmente le preguntaba con insistencia por aquellos dolores tan grandes
que, aunque ahora podía en parte racionalizar, seguían hiriendo mi
sensibilidad. Simplemente no podía conformarme con un “no” por respuesta.
Una noche, después de cenar, le
hice a mi Madre una pregunta que siempre había, ocasionalmente, rondado por mi
cabeza, pero que jamás me había molestado en exteriorizar.
-¿Tienes
alguna idea de por qué existes? – la interrogué – Quiero decir, ¿de dónde provienes?
¿Por qué existen tú y el Caos?
Ella reflexionó durante unos
segundos antes de responder.
-Esa
pregunta tiene una larga respuesta, que tal vez convenga narrarte otro día.
Pero por lo pronto, te diré que yo también fui creada a imagen de otro. De un
otro que sólo busca saber quién es.
“Interesante”, recuerdo haber
pensado. Esa sería una interesante historia. La del tiempo antes de que nuestra
porción de él surgiera en el vasto mar de los mundos.