"Señor, no tengas piedad de los pecadores, y especialmente de mí". Es lo que siempre rezo al inicio de cada Misa, como una de mis intenciones para esa Eucaristía. Ustedes considerarán con certeza esta petición como algo extraño, especialmente considerando mis continuas apelaciones a la Divina Misericordia, que estoy convencido de que luchará con uñas y dientes por salvar a los que ama cuando llegue el momento indicado, lográndolo en casi todas las ocasiones, incluso entre los más obstinados, si es que aún existe la menor apertura al Bien, el Amor y la Verdad, que son el Verbo Encarnado y, por extensión, Dios mismo, la Trinidad al completo.
¿Acaso me he vuelto loco? ¿Me he vuelto un riguroso fariseo que desea lastimar a los que hacen el mal, incluyéndome? ¿O es que estoy delirando, y deseo que el Señor me castigue por mi indignidad? Bueno, esto último es verdad, pero por las razones adecuadas.
Es menester entender que la Misericordia Divina, que es la mayor de las bondades posibles, es también el mayor acto de crueldad si se ejerce hacia quien hace deliberadamente el mal. Dios ama hasta el infinito, porque Él es el Amor Ilimitado. Pero el hombre ama de modo imperfecto, siempre poniendo, en el fondo, nuestro propio interés ante todo. Incluso cuando oramos por familiares, amigos y enemigos, lo hacemos a este modo. Ya sea por el deseo de la santificación, por la genuina preocupación amorosa por los demás, o por ambas.
Pedir la salvación de los demás es siempre bueno, incluso si el motivo es el anhelo de la santidad personal. Así, el Apóstol nos dice que el Señor recompensará copiosamente a aquél que perseveró en el bien "buscando gloria y honra e inmortalidad" (Romanos 2:7). Mucho más, desde luego, si le movió el dolor conmovido por la insensatez del prójimo, que en lugar de rabia le inspira ternura y la preocupación de una madre amorosa. La del Padre que está en los Cielos, y que entregó a lo que más amaba, Su propio Hijo, por ellos. Pero ese amor, aunque hermoso y magnánimo, sigue viéndose motivado por nuestro propio interés. Incluso si nos mueven las lágrimas por el temor al dolor ajeno -que son siempre nobles y salvíficas-, incluso si ese prójimo por el que lloramos son quienes nos lastimaron, si deseamos su bien es porque nos horroriza lo que podría ser de ellos. Nos mueve, así, la pasión, el animal instinto de evitar el dolor.
Dios no es así . Él, que posee todo el Ser, que contiene en Sí no sólo el pasado, el presente y el futuro de toda creación, sino el de todo cuanto podría haber existido en cualquier escenario que no implique contradicción, no puede de nosotros desear nada. Desea sólo para nosotros. Es ese Amor Puro y Perfecto la razón de nuestra existencia, y la de todos los seres. Incluso en el Infierno -líbrenos Nuestra Madre-, si Él nos dejará en la autoinflingida tortura eterna, es porque nos ama tanto que no quiere arrebatarnos la existencia, el único bien al que no hemos renunciado. Los condenados, aunque no lo admitan, lo saben bien, y eso moviliza su odio. Dios no los destruirá porque a ellos no les conviene morir, y ese Amor mayor que el de cualquier padre en cualquier mundo posible les genera la más pura rabia. De todos modos, en cierta forma, estoy seguro de que se lo agradecen al menos de modo implícito. Ellos no quieren desaparecer. Eso significaría perder la poca grandeza que les queda, a la que su orgullo se aferrará con total certeza para siempre jamás, y que alimenta el fuego por el que no tendrán descanso ni de día ni de noche, ni por un sólo instante, y por el que el humo de su tormento se elevará por los siglos de los siglos (Revelaciones 14:11).
Si eso hace Dios por los que se han perdido definitivamente por su propia irremediable obstinación, antes aún de su muerte física ¿Qué no hará por aquellos que aún tienen oportunidad de ser eternamente Sus hijos, habiendo llegado a comparecer ante Él tras llorar por sus muchos pecados, incluso si sólo fue tras verse a las puertas mismas de la perdición eterna? Esta imagen, tranquilizadora y tierna como es, debería también inspirarnos pavor a la aterradora Justicia de Dios.
Porque ¿Qué ocurrirá con el alma desencarnada, que ya sin la materia observa y comprende todo con claridad perfecta, cuando vea ante sus ojos la Magnanimidad del Amoroso Padre, que en Su Imponente Omnipotencia se hizo frágil Humanidad para morir, no por la humanidad como conjunto, sino por ella, a título individual, recibiendo a cambio sólo desprecio e insolencia? ¿Qué sentirá cuando vea al Creador, al Ser Subsistente e infinitamente Glorioso, que le amó con la más absoluta locura, y que ella rechazó sin miramientos, gratitud ni compasión? ¡Ay del alma que cayere en el Purgatorio! ¡La Misericordia Infinita de Dios será el peor castigo que jamás haya podido concebir, con un fuego que inflamará su alma sin consumirla, el fuego de sus remordimientos por haber sido tan mala hija!
Recordemos que el fuego del Purgatorio, aunque sustancialmente espiritual, es, por el hecho de ser el de un alma sin los límites del cuerpo, infinitamente más doloroso que cualquier castigo de este mundo, sea físico, emocional o espiritual. No es difícil concluir que el fuego de la Purificación, aún el del menor de los sentenciados, siendo igual pero opuesto al del Infierno -pues viene uno del arrogante odio del que sin embargo anhela al Dios que desprecia, y el otro del anhelo de ese mismo Dios al que aún no tiene y con el que, además, fue uno pura y duramente ingrato-, deja al paso de la más larga vida, siendo el combustible de la más caliente de las hogueras, como un suave, apacible y divertido paseo por el campo, en medio de las brisas que refrescan nuestra piel ante el calor del verano. Imaginen setenta años ardiendo en esas circunstancias. Ochenta. Ciento cincuenta. Mil. Cien Mil. Cien trillones.
Ninguna de esas cantidades es remotamente comparable al castigo purgatorial del más breve instante. ¡Y corto debo estarme quedando! ¡Hasta donde no puedo ni siquiera imaginar!
Es necesario saber, además, que el alma en ese estado, en que ya no tiene límites a su actividad como los que genera la materia, experimenta todos sus pensamientos y sentimientos con la más pura claridad y conciencia al mismo tiempo, sin sucesión ninguna. Para esa alma, el tiempo no existe. La más pequeña fracción de un nanosegundo es, para ella, una absoluta eternidad, infinita en todas direcciones -pasado, presente y futuro-, en medio del sufrimiento más espantoso que sus pecados pudieron merecer, los cuales, sin embargo, acepta y desea por amor a Aquél a Quien despreció. Tal es su devoción y su remordimiento por su desprecio hacia el Creador, que es también la causa de toda su miseria.
Piense el alma en lo que sería un sólo segundo en ese estado. Mil millones de eternidades de dolor puro. Piense ahora en estar allí durante horas, días, semanas, meses, años, décadas o incluso -si uno realmente se ha esforzado por ello- siglos o hasta milenios. Todas las humillaciones, todos los remordimientos, todos los sacrificios e incluso todas las torturas de esta vida son preferibles a un sólo nanosegundo allí.
Y esta aterradora verdad es la clave de nuestra esperanza, porque, al decir de San Pedro, Apóstol de Jesucristo y Su primer Vicario, el amor cubre multitud de pecados (1 Pedro 4:8). Lo que se hace por amor nunca es en vano. Ni siquiera sufrir, si se entrega por los demás o se acepta como reparación a la Bondad Divina que hemos ofendido. Y como en el cuerpo estamos unidos a una potencialidad interna, dolores y amores de intensidad infinitamente menor que los del más afortunado de los castigados en el Purgatorio pueden limpiarnos a una velocidad que es igualmente más rápida.
Dicho de otro modo, se puede escapar del Purgatorio amando. Quien viva para el amor y haga todo en su nombre, aunque haya cometido los más terribles errores, se salvará sin tener que pasar a través del fuego, si es que la Bondad Divina le concede un plazo lo bastante largo o una gran oportunidad para ejercer la virtud. El Purgatorio no es el Infierno, pero se le parece. Y es un consuelo saber que no tenemos que pasar por allí ni siquiera si hemos sido lo peor de lo peor.
Pero eso sí: dada la naturaleza del alma humana, el acto de amor y misericordia es salvífico y purificador sólo si se hace en estado de Gracia. Es fundamental siempre permanecer en él, no sea que nuestras bondades caigan en saco roto por habernos obstinado en no amar a Dios -especialmente en los marginados y oprimidos, que tienen Su Rostro- sobre todas las cosas en un sólo punto, aunque sea el de la mera carnalidad. Porque aunque en el Cielo nos complaceremos -y no poco- en haber hecho la Voluntad de Nuestro Padre incluso de modo imperfecto y en rebelión contra Él, eso no sólo no será en modo alguno comparable a la Gloria de la Visión Beatífica, sino que de ningún modo nos librará de la Purificación final.
Estemos, pues, en guardia en el amor. Y ante todo, roguemos al Señor que no se compadezca de los malvados, en especial si somos nosotros mismos. Si no nos castiga con Su Amorosa Justicia aquí en la Tierra -por la que, recordemos, envió la lepra a María, nada menos que la hermana de Moisés, quien tenía el privilegio de hablar con el Creador directamente y de llamarlo por Su Nombre-, nos concederá entonces toda la plenitud de Su Misericordia. Y entonces, desearemos haber sido castigados con todas las plagas de Egipto, con el fuego de Sodoma o con los osos que devoraron a los jóvenes que quisieron humillar a Eliseo, que nos sirven de perpetuo ejemplo de que de Dios nadie se burla, y de que todo lo que el hombre sembrare, eso también cosechará.
Oremos también por los perversos, por los que destruyen a los débiles, aniquilando su alegría y sus esperanzas por dinero, fama o, en el peor de los casos, pura y arrogante crueldad. Advirtámosles de lo| que se les acerca, no sea que el Cordero, en nuestro propio Juicio Particular, reclame de nosotros sus lágrimas (Ezequiel 3:18). Que el Señor no los perdone. Que los castigue con toda la severidad que han merecido, toda la que sea necesaria para que rectifiquen y sean limpiados antes de comparecer ante el Amoroso Juez Supremo.
Pidamos por los más terribles entre los pecadores, porque casi con certeza -que se vuelve total si al final queda en ellos un poquito de apertura al bien- recibirán la totalidad de la Misericordia de Dios. Y entonces, desearán haber recibido Justicia y no Compasión en la Tierra. Porque aunque el Señor paternalmente les tendrá toda la Piedad que corresponde a Su Grandeza, toda la que no tuvieron y por ende no merecen, eso será para ellos el peor castigo que justamente merecieron por su insensatez. Por cada lágrima y -Dios no quiera- por cada muerte sea por mano ajena o propia que causaron entre sus víctimas, verán la Compasión Divina. Y entonces llorarán y se arrepentirán. Porque aunque Dios tenga Clemencia de ellos, eso no implica que no recibirán lo que merecen, sino todo lo contrario. "Nihil inultum remanebit", "nada quedará sin castigo", dice un antiguo poema sobre el Día del Juicio atribuido -entre otros- a San Alberto Magno. Sólo que el castigo no será el de Su Padre. Será el de ellos, porque Él será bueno y comprensivo, pero sus conciencias no lo serán.
"Hazlo mientras vayan de camino al juzgado, no sea que te entregue al juez, y el juez al guardia, y te echen en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último centavo."
-Mateo 5: 25-26
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