Alma se encontraba sentada en el asiento trasero de un automóvil negro con las ventanas polarizadas.
Frente a ella se encontraba, vacío, el asiento del acompañante, y a su lado su amado Amadeo, por quien tantas lágrimas y tanto amor habían salido de sí.
Se encontraba realmente agotada, e incluso algo asustada por la posibilidad de que sus millares de víctimas los interceptaran en pleno camino al aeropuerto, pero pese a todo, sentía también un poco de alivio porque el hombre al que amaba hubiera llegado a tiempo. Ahora sólo quedaba confiar en el Dios en que tan fervientemente creía, para que les condujera a salvo hasta su destino.
No nacía su alivio, sin embargo, tan sólo de saber que él se encontraba a salvo, sino también del sólo hecho de que se encontrara a su lado. Había pasado una buena porción de su vida en una feroz competencia con esa malagradecida de Micaela, su mujer, y ella había ganado todas las partidas. Hasta ahora.
Ese día al fin era todo suyo. Desde la repentina muerte en un incidente de tráfico de la dama y su estirpe, él había quedado profundamente afectado, y ella, aunque lamentaba lo ocurrido, se dolía aún más en que el amor de su vida pasara de su persona, prefiriendo recluirse en sus esfuerzos laborales, quizá a modo de huida.
Sea como sea, no importaba. Ahora todo había pasado. Ahora al fin estaban juntos, como lo había anhelado desde el día en que lo conoció, hacía ya más de quince años. Por aquél entonces, ella era una joven hermosa pero con un pasado más que trágico. Tras quedar embarazada producto de la violación de un inmoral en una fiesta clandestina, sus padres, quienes eran de esos católicos tradicionales a los que el mismo Cristo hubiera equiparado a los fariseos, la habían expulsado de su hogar. Atormentada por la miseria y las perspectivas de un futuro en absoluto mejor, acabó por cometer un error del que se arrepentiría el resto de su vida. Unas pastillas bastaron para que el baño del pequeño y horrible apartamento que con sus ahorros había logrado pagar se hicieran testigos del asesinato de su hijo no nacido.
Tras esa traumática experiencia, y cada vez más cerca de la indigencia, terminó entregándose al alcohol y por poco se volvió adicta a toda suerte de psicotrópicos. Si no hubiera sido por él, seguramente hubiera corrido la misma suerte que millones antes que ella. Pero no: él la convenció de que había un Dios que la amaba, que había muerto por ella y que deseaba que fuera feliz y próspera. Y así, ese hombre varios años mayor que ella se convirtió en aquél a quien le debía lo que le restaba de existencia.
Pasó el tiempo y, con su ayuda e instrucción, logró transformarse ella misma en la pastora estrella de una iglesia evangélica de fama creciente. Su belleza y carisma natural la volvían perfecta para las campañas de la iglesia, que rápidamente se hizo de seguidores entre las más altas esferas de la política local.
En pocos años, sus contactos y amistades en emergentes movimientos políticos le permitieron extender su labor más allá de la predicación. Publicó libros de diversas materias políticas y, junto al hombre al que amaba, con quien ocasionalmente tenía alguna culposa aventura a espaldas de su esposa, llegó a utilizar su influencia en la fe de millones para ayudar a aquellos candidatos que más se acercaran a su agenda.
Y en menos de lo que hubiera imaginado, se transformó en amiga de importantes funcionarios del partido en el poder. Estaba en la cima del mundo y -al menos así lo sentía- tocando el Cielo con las manos. Y sin embargo, no era del todo feliz. Le faltaba que aquél que la había salvado cayera del todo en sus brazos. Pero ahora, nada de eso importaba. Al fin se sentía completa.
En medio de estas reflexiones se encontraba, cuando finalmente prestó atención al hecho de que el conductor no se había molestado siquiera en saludarlos. Salió un momento del plano ideal, y no tardó en prestar atención a las palabras grabadas bajo el espejo retrovisor del automóvil. Mateo 23:27, decían. Otra persona seguramente hubiera dejado pasar el hecho como una referencia a algún bello texto de la Escritura, pero no ella. Ella sabía muy bien a qué referenciaba. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! -decía en este pasaje el Señor de los Ejércitos-, porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia.
Una casualidad cuanto menos espeluznante, no cabía duda. Allí, en medio del viaje hacia la puerta de salida del embrollo en que ella misma se había metido, reflexionó por primera vez, al menos con la debida profundidad, acerca de los...¿errores? que había cometido.
De vez en cuando se preguntaba si había utilizado bien su poder. La respuesta parecía clara, puesto que aunque su orgullo nunca le hubiera permitido admitirlo, eran ellos los responsables directos de tan trágica situación. Un país destruido, colapsado por la falta de restricciones a los ricos y de ayudas a los pobres, que ahora se sumía cada vez más en la violencia y el caos.
Llegó un momento en que el automóvil ingresó en el túnel que debía llevarlos a destino. Para cuando reparó en ello, llevaban quince minutos de viaje ininterrumpido a través de las entrañas de concreto que los rodeaban.
-¿Cuánto falta para llegar?-preguntó al hombre al volante. No hubo respuesta.
Repitió la pregunta una vez, y luego dos, sin que el hombre se inmutara. No tardó en notar que el auto estaba mucho más caliente que hace algunos minutos, y el ambiente se volvía cada vez más sofocante.
Temiendo que su propio chofer los hubiera traicionado, empezaron a impacientarse.
-Te hicimos una pregunta- dijo su amado, en tono iracundo. Ni siquiera eso bastó para que el conductor reaccionara.
Estaba por repetir su frase cuando una sensación primero de incomprensión, y luego de temor como nunca habían sentido, los invadió a ambos. No era posible. Simplemente no podía serlo. ¿Eran gritos lo que se escuchaba al final del túnel?
Desesperado, Amadeo le dio un puñetazo en la cara a quien los conducía a destino. Sólo consiguió herirse. Su rostro era a la vez húmedo como el de un sapo y duro como el concreto. En breves instantes, ambos se encontraban gritando de terror, mientras una escalofriante e inhumanamente profunda risa invadía el ambiente. Finalmente vieron luz al final del túnel. Y hubieran preferido no hacerlo.
Allí, frente a sus ojos, podían ver un cielo rojizo, y el vapor del agua de un lago que aparentaba ser infinito hirviendo con una bravura impensable. A ambos lados del camino habían millones, quizá cientas de millones de almas en perpetua agonía, con sus rostros retorcidos en muecas de dolor indescriptible, amontonadas unas en torno a otras, luchando por respirar.
-Tú te detienes aquí, estafador- expresó en tono burlón la criatura-. El ardor hirviente de estas aguas te consumirá por siempre, así como tú consumiste las ganancias de las inocentes almas que recurrían a ti en busca de consuelo.
El automóvil se detuvo de repente, y las puertas del vehículo fueron abiertas por unas bestias de rostros inimaginablemente fieros y abominables, que sin embargo no podían ser percibidas como menos que majestuosas, que tomaron al hombre por los hombros, mientras su aterrorizada prometida no podía hacer nada más que observar paralizada cómo lo arrastraban entre gritos de agonía hasta su castigo eterno.
-Tú no, asesina- dijo el demonio, mientras las puertas volvían a cerrarse-, tú vas mucho más abajo.
La noche de violenta lucha fratricida finalmente terminó, y los hijos de la patria que había sufrido su egoísmo y ambición finalmente pudieron ver el Sol salir otra vez. Unos lloraban la pérdida de sus hijos, cónyugues y amigos muertos a manos de la policía o de los manifestantes. Otros, por el contrario, celebraban el final de ese nefasto y autoritario gobierno.
En una estación de tren, un hombre de mediana edad leía el enorme titular del periódico en sus manos.
Se confirma la muerte de Amadeo Bustamante y Alma Sáez. Ambos fueron interceptados por opositores políticos que los asesinaron en el acto mientras intentaban huir del país.
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