martes, 29 de abril de 2025

Los juegos de los dioses, capítulo 5: Cogito

 Capítulo V

Cogito

Allí, en la oscuridad de su habitación apenas rota por una lámpara de mesa, Trysa contemplaba el espejo agrietado de su habitación, en uno de los pisos más elevados del edificio.

El lugar era pequeño y minimalista, a la vez que elegante y, en cierto sentido – y cosa rara considerando que hablamos del Infierno – acogedor.

Se miraba, como tantas veces antes, luchando contra un muy extraño sentimiento, que le provocaba una inquietud que nunca había sabido explicar, cosa que lo hacía aún más tortuoso.

“¿Quién eres cuando nadie te mira?”, le preguntaba a su reflejo, con un pensamiento que no se atrevía a articular con palabras. “¿Quién eres, oh condenada criatura, tú que cargas la maldición de no olvidar lo olvidado?”

Olvidar lo olvidado… realmente no había una frase más apropiada para describir su sentir. Pues cada vez que sus ojos se cruzaban con los de su reflejo, no podía evitar sentir que algo estaba mal en él. No reconocía su propio rostro sobre el cristal, ese de facciones proporcionadas y buen aspecto, que cada mañana la devolvía a la más absoluta incomprensión, de quien no es capaz de definirse por lo que otros ven.

Jamás le había hablado de esto a nadie. Ni siquiera a Joann, ese faro en medio de la fría tormenta, y la única y más amada constante en su vida.

La había comprado a un proxeneta en un barrio que acababa de sufrir una violenta guerra de bandas, en que ella misma se había librado por muy poco de las balas. Ese día, lo recordaba, estaba desorientada como fruto de un reciente consumo, a los que a menudo se entregaba con tal de soportar las miserias de su vida.

Recordaba hasta el presente cómo la miró, con una mezcla de compasión y una preocupación extraña en alguien de su oficio. Nunca entendió del todo qué fue lo que tanto llamó la atención de la mujer, quien lejos de usarla como sierva de sus pasiones, le había concedido un hogar. Y un nombre, pues hasta ese punto no era nadie, y lejos de ser persona, era cosa útil para la lujuria del prójimo.

De ella aprendió todo lo que sabía. Le enseñó a robar sin ser descubierta, así como a ser habilidosa en las peleas físicas y con armas, y también a obedecer. En una primera instancia, desconfiaba de su mentora, temiendo que tuviera como fin principal el explotar su pobre corazón, como lo habían hecho todos los que aparecieron en su vida hasta ese momento.

Pero, poco a poco, se percató de sus gestos. Una manta dejada sobre su cuerpo cuando la creía dormida, el brindarle la misma comida que ella disfrutaba, una mirada de preocupación cuando enfermó… y lentamente, fue abriendo su corazón hacia ella, hasta verla como la madre que la mayoría de los eternamente sentenciados nunca tendría.

Sí, la amaba, y ciertamente era justo que lo hiciera. Pero, al mismo tiempo, se sentía incapaz de entregarle del todo su corazón, cosa que la avergonzaba profundamente, pese a que, en realidad, era natural. No sería sencillo que alguien con tantos malos tratos en su historial pudiera amar sin limitaciones.

Y por eso, al encontrarse con Emker, no tardó en sentirse grandemente sorprendida por su naciente afecto hacia él.

En un principio, le parecía una insípida rata de biblioteca, de un aspecto que difícilmente llamaría la atención en una multitud. Lo integró en su equipo pensando que sería más una carga que un ayudante, sólo para descubrir más temprano que tarde su error.

Él era culto, más de lo que podría haber imaginado, y conocía al dedillo al tipo de cosas que ella y su equipo se dedicaban a recolectar. Eran cuatro sin contarlo a él.

Karn, una gran masa gris de múltiples ojos y tentáculos dispersos por su cuerpo, y una gran boca llena de afilados dientes capaces de desgarrar sin esfuerzo la carne, que poseía, curiosamente, la capacidad de comunicarse en lenguaje humano gracias a una cirugía realizada años atrás. Yxa, un humanoide de tez amarilla y grandes ojos negros, de enorme inteligencia y agudo sentido del humor. Zerr, una criatura de apariencia vagamente humana, de piel capaz de reflejar la luz, y sin un rostro cuyas facciones contemplar. Y por último, claro, ella misma.

La primera ocasión en que salieron a realizar su trabajo, él fue capaz de identificar, entre numerosos objetos similares en un bazar cercano, un relicario específico que poseía el don de hacer arder a quien osara mentir. En la segunda, descubrió tras pocos minutos cómo funcionaba una brújula capaz de mostrar el camino de la buena fortuna a su portador.

No tardó en admirarlo sinceramente, y poco a poco forjaron cierto grado de amistad. Definitivamente le había juzgado mal, pues él era luz, una luz multicolor capaz de brindar un poco de alegría a la gris y oscura Nexhazar.

Su madre le había hablado ya sobre la procedencia del muchacho, y no tardaron, las dos, en preguntarle por el mundo del que había llegado. Ríos, árboles, un cielo azul claro con un gran sol iluminando el pasto de las praderas, cuyo imperio era sólo retenido por el de las nubes de vapor de agua que, regularmente, refrescaban la Tierra con su lluvia y rocío.

Ella lo escuchaba con absoluta fascinación, en lo que luchaba por aparentar indiferencia. Una de las lecciones que Joann le había transmitido era, precisamente, la de evitar expresar, en la medida de lo posible, la ternura de su alma en un mundo lleno de traiciones y malísima voluntad. Un compromiso que, sin embargo, no tardó en resquebrajarse.

Cuando él comenzó a hablarle de la ciencia y la filosofía de su mundo, las cosas empezaron a complicarse. Cada noche, cuando visitaba el mundo de los sueños, de su mente emanaban imágenes que no podían resultarle más inquietantes.

La primera noche, se vio atravesando un oscuro túnel, en cuyo extremo era visible una luz de colores imposibles, que podía sentir claramente cómo la juzgaba por las negligencias de su vida pasada.

-Nihil inultum remanebit. – dijo la entidad, mirándola con desprecio – Apártate de mí, maldita. Al tormento eterno preparado para los que desprecian el don de la vida.

Inquieta por su visión, no tardó en hablar con Emker, quien en virtud de su conocimiento del mundo sobrenatural, probablemente tendría algo que decir al respecto.

-En mi mundo, a menudo se dice que el Principio fundamental de la realidad es, en esencia, amor. – explicó él - Tal vez esto aplique al Dios Supremo, pero según sugieren los ocultistas, no al Creador secundario del universo. Él alberga en sí un gran amor, así como un odio inconcebible hacia toda forma de existencia que no sea él mismo. El universo es fruto de la lucha entre ambas fuerzas, y no sería sorprendente que todo Nexhazar sea una mera consecuencia de su lado más oscuro.

-No entiendo por qué un ser benévolo, como a menudo es considerado AlAlion, permitiría un mundo tan terrible. – confesó ella.

-Ni yo. Pero algunos sugieren que eso es sencillamente lo que necesitamos. No vemos aún los beneficios de este proceder Divino, pero eventualmente lo haremos. O al menos, eso espero. Porque la alternativa es que Asherah, la Corona o quien sea, sencillamente se haya visto superado por su propia creación, sin entenderla del todo y, por ende, siendo incapaz de repararla.

Trysa no paró, en los siguientes días, de pensar en las palabras del muchacho. ¿Y si el Creador del universo, sencillamente, no tenía manera de beneficiar a Sus criaturas? Tal perspectiva era menos aterradora que la de un dios malévolo, pero también mucho más triste. ¿Y qué tal si la mónada a la que él se refería como la Corona, era simplemente incapaz de lidiar con sus propias contradicciones, y podría pasarse la eternidad sin hallar respiro en su eterna guerra contra sí misma?

En otro de sus sueños, Trysa se vio a sí misma en medio de lo que parecía ser un culto religioso. En torno a ella, varias figuras encapuchadas y cubiertas con inquietantes máscaras de aspecto inhumano, sostenían velas en la oscuridad, formando un círculo alrededor de una estrella de cinco puntas. En los espacios que rodeaban las distintas caras de la figura, eran legibles letras en una lengua que, sin saber por qué, era capaz de comprender. “LILITH”, decía en su parte más baja. “SAMAEL” en la superior.

Emker, para desgracia de ella, no quiso comentar en exceso al respecto, y no fue más allá del hecho de que la estrella de cinco puntas en su sueño solía emplearse, en el plano terrenal, para ejercicios de magia oscura ligados a entidades de planos de existencia superiores. Ni ángeles, ni demonios, sino fuerzas más allá de la comprensión humana, inmateriales y eviternas, de los que, se decía, jamás conocieron el amor, pues renunciaron a él en el momento mismo de su creación.

El silencio del erudito se le hizo extraño, pero no tuvo más alternativa que respetarlo.  Por primera vez desde su sentencia eterna, tuvo escrúpulos a la hora de inquietar a alguien.

No tardó en darse cuenta de que sus sentimientos hacia él mutaban en una dirección que se le hacía del todo indeseable. Un gesto por allí, otro por allá, y pronto acabó por verlo primero como amigo, y luego un par de peldaños por encima de esa categoría.

En una ocasión, mientras volvían de una compra, ocurrió algo que rara vez acontecía en el Inframundo: de sus cielos negros comenzaron a caer pequeñas y finas gotas de agua helada. Él, expresando una empatía rara de encontrar en las cavernas de la oscuridad sin fin, le prestó su abrigo a fin de ahorrarle un resfriado. Poco después, reían en la camioneta de regreso al edificio, recordando lo incómodo de contemplar las tentaculadas barbas del vendedor.

Sus emociones no podían ser más extrañas. A su lado, sentía esa luminosidad vital de la que, algunos decían, eran portadores los que aún no cruzaban el umbral de la muerte. Y con cada día, y cada nueva conversación, se enamoraba más y más del mundo del que él procedía, y anhelaba con más fuerza la oportunidad de retornar a él.

“Tal vez allí, por fin, encuentre a quien fui”, decía para sí misma frente al espejo. “Aunque puede que no quiera conocer la respuesta”.

martes, 22 de abril de 2025

Los juegos de los dioses, capítulo 4: Una hija para la reina

Capítulo IV

Una hija para la reina

Nexhazar siempre se me ha hecho irónico. Una vasta, vastísima ciudad sin muerte, donde el miedo al dolor antecede, y por mucho al temor al deceso. Una muerte que muchos desearíamos poder recibir, a modo de amnistía sobre nuestros ignotos pecados. Nos pasamos la vida haciéndole sentir a otros el deseo de morir, y ahora somos nosotros quienes daríamos todo por la oportunidad de volver al mundo de los vivos, y tomar otras decisiones. Pero esa oportunidad se ha ido, y jamás regresará.

De cualquier modo, soy una privilegiada. La mayoría de los eternamente sentenciados duermen en habitaciones frías, sufriendo por siempre su propia mediocridad, o teniendo que venderse a gente como yo a cambio de la oportunidad de aligerar un poco su tormento sin fin. A esto nos arrastra la escasez que impera en un mundo perpetuamente sobrepoblado y sin confines a los que escapar. Y yo, aunque reconozco sobradamente lo indigna que soy de cualquier admiración, hago algo por reducir la sutil tortura a la que la Mente Cósmica nos ha sometido. Mi límite es herir a quien no me deba dinero, o haya sabido merecerlo de algún modo.

Mi llegada al Inframundo fue de lo más común. Desperté en la estación central, donde los cuerpos sutiles de los recién sentenciados se proyectan tras su juicio final. Estaba desnuda, confundida, y sólo recordaba aquellas palabras sin sonidos que, estimo, repitió el Juez ante mis súplicas por clemencia: nihil inultum remanebit.

Los primeros días, el hambre y el frío me mostraron lo que implicaría mi sentencia eterna si no hacía algo por cambiar mi destino. Al quinto, medio muerta de hambre, un vagabundo me ofreció dinero a cambio de impúdicos favores, que evitaré narrar aquí.

Una cosa llevó a otra, y poco después ya formaba parte de un burdel. Una experiencia para nada grata, que me mostró la cara más patéticamente maliciosa de mi especie, y de las demás.

Las prostitutas, aunque con cierto sentido de comunidad, vivían sometidas a los irrespetos de los proxenetas, que a menudo abusaban de su necesidad para saciar sus bajos instintos. Lo que en otro mundo sería la sacralidad de las relaciones conyugales, era aquí moneda, y lo más a lo que podía aspirar en este mundo era a ganarme el favor de alguno de mis superiores, y ser, por algún tiempo, la reina de la casa.

Sin embargo, no fue esto lo que me convenció de apartarme. Fueron las horribles enfermedades que una de mis compañeras contrajo, lo que por fin me hizo decidir que no quería pasarme la eternidad cubriendo mis llagas con maquillaje barato.

No sé si fue asunto de la providencia, si es que tal cosa tiene sentido en el sitio en que, al llegar, se abandona toda esperanza de amor divino. Pero, pocos días después, cuando ya me sentía obligada a regresar, no pudiendo soportar los rugidos de mi estómago y los temblores del frío, trabé amistad con Aneu, quien por medio de sus artimañas me consiguió un puesto en la banda de Las Potestades. Ese desgraciado, que me hablaba a través de los sueños, me mostró nuevos mundos, y me ofreció el poder y el bienestar con que cualquier condenado sueña. Y vaya que cumplió.

Al principio, me dediqué a traficar con sus productos, y a medida que mis nuevos jefes se hicieron conscientes de mi habilidad para huir de los Vigilantes, fui ganando puestos cada vez más relevantes. Adopté el nombre de Joan Conly, en honor a cierta Juana de la que escuché, una leyenda sobre una habitante del mundo de los vivos que recibió mensajes de una entidad superior, y se transformó en líder de un ejército.

Y vaya que yo llegué a serlo también. Apenas 37 años tras mi llegada al Averno, y con la captura a manos de nuestros enemigos del hombre que me había encumbrado, tomé su lugar. Bajo mi mando – y no me avergüenza alardear – la organización llegó a donde pocos hubiesen podido imaginar, y algunas décadas después, ya éramos dueños de un enorme edificio en lo que alguna vez fue un barrio lujoso de la ciudad, ahora plagado por doquier de criaturas bajo mi mando, destinadas a garantizar el orden.

Mis rivales han quedado hechos polvo, por desgracia para ellos, no de manera literal, y los que no, están ahora bajo mi poder. Mucho he sabido ganarme, sí. Pero mi más grande tesoro no está en el oro, las joyas ni las cuentas bancarias.

El Infierno es un lugar profundamente solitario, por paradójico que esto pueda sonar de cara a lo difícil que es caminar por los barrios obreros en un “día” cualquiera. Todos persiguen su propia subsistencia, y la violencia permanente nos exige renunciar a nuestro lado menos imponente. Y yo, sin estar del todo consciente de ello, estaba harta de esa vida.

A Trysa la conocí cuando, hace algo más de una década, tuve a bien visitar un barrio recientemente arrebatado a cierto adversario. Ella, vestida de modo sugerente y con mirada seductora, no tardó en llamar mi atención. Tenía el aspecto de una adolescente, del todo comparable al mío al llegar allí. Y, sobre todo, en sus ojos se reflejaba aquella necesidad de la ayuda que, sin embargo, ya había dado por hecho que nunca vendría.

La adopté. Fue difícil al principio el lidiar con su agresividad y desconfianza pero, con el paso de los meses, y luego de los años, su coraza se rompió, y acabé siendo para ella una madre, que se enorgullecía de llamarla “hija”.

Inteligente y hermosa, cada noche compartíamos cenas, que pasaron de ser silenciosas e incómodas, a ser testigos primero de conversaciones menores, y luego de charlas animadas, que a menudo tenían por efecto risas groseras, que nadie más podía aspirar a ver brotar de mi boca.

Comencé a entrenarla para que, en un día no muy lejano, se convirtiera en mi mano derecha, y así fue. Le enseñé lo que sabía sobre este y el otro mundo, basándome en lo que aprendía de mis lecturas esotéricas, y ella se transformó, por fin, en lo único aquí abajo que no estoy dispuesta a reemplazar.

Una noche, Aneu volvió a manifestarse ante mí. Pero esta vez, lejos de esperar a que yo me entrara en el plano onírico, aquél mundo entre la vida y la muerte en que moran los más nobles guías espirituales y los peores parásitos psíquicos, apareció en la puerta de mi oficina, con su larga cabellera negra, sus grandes ojos color miel y su habitual elegancia.

         -Te tengo un trabajo. – me dijo – Sabes bien que me debes un favor.

Lo que demandaba de mí era, en realidad, muy simple: recibir a una joven rata de biblioteca, que, pronto sabría, estaba aquí para llevarse consigo a su amada, de regreso a la Tierra de los vivos.

Cuando lo conocí, quedé muy gratamente sorprendida por su erudición, y no tardé en ilusionarme lo que de él podría aprender sobre el hermoso cosmos del que yo misma procedía. Así que, sin perder tiempo, lo consagré al servicio de mi hija, a quien debería ayudar a reunir más de esos objetos de vasto poder que en tantos momentos me habían sido de utilidad. Y que, tal vez, un día me permitirían hallar algo de alegría en la oscuridad del noveno círculo.

La magia era para mí una obsesión desde mi encuentro con Aneu. No tardé en saber por él que, con más frecuencia de la que se podría imaginar, ésta era más fruto del sobrehumano ingenio de una civilización avanzada que de las fuerzas preternaturales que, habiendo brotado de las manos de Dios, pululaban por cielos, tierras e infiernos.

Con el paso de los días, noté que la fría recepción de Trysa se había transformado en cierto grado de amistad con el recién llegado. Comenzó a reír con mayor frecuencia, y a hablar más, cosa que me alegró de buenas a primeras.

Sí, definitivamente era bueno tenerla. Un remanso de paz en medio de tanta guerra. Una guerra cuyo resultado, sin embargo, hacía tiempo estaba más que trazado, y que ahora era impotente ante el gran edificio que yo había sabido construir.

Definitivamente nada podría sacudir mi control. Pero, tal vez, ni siquiera era necesaria una sacudida.

 

lunes, 21 de abril de 2025

Los juegos de los dioses, capítulo 3: Bienvenidos a Nexhazar

 Capítulo III

Bienvenidos a Nexhazar

Capítulo III

Bienvenidos a Nexhazar

El Infierno no arde. Y aunque no soy lo bastante estúpido para desearlo, confieso que eso tal vez sería más interesante que lo que realmente ocurre en él. Zumbidos de oficinas, el olor de los puestos de comida callejera, tinta vieja… sí, qué aburrido. Más que a azufre, huele a burocracia. Bienvenidos a Nexhazar, mi hogar. O algo así.

Mi nombre es Zerr, y mi apariencia traiciona sin avergonzarse a mi psique, más humana de lo que cualquiera pudiera pensar al verme. Soy un humanoide de piel espejada, sin rostro y con una voz que suena a la de un poeta de segunda mano haciendo gárgaras. No sé por qué estoy aquí, como casi todos nosotros, pero tampoco me obsesiona saberlo.

Sin embargo, debo haber sido, sin duda, una persona nefasta. O al menos, eso deduzco de mi particular sentido del humor. A menudo, me acerco a la estación central para ser testigo de la confusión, desnudez y miedo de los recién llegados. En ocasiones lloran, a menudo a los gritos, si es que son lo suficientemente jóvenes. Otros, se registran de manera voluntaria. En cualquier caso, nuestro destino no podría ser más irónico, siendo que, aunque nadie sabe por qué está allí, todos aceptan que algo habrán hecho para merecerlo.

Pero ese día, uno de los novatos tenía un brillo especial. No se imagine el lector un aura luminosa en torno a su cuerpo, o algo por el estilo. No es necesario tener algo así para llamar mi atención. Los siglos de condenación, después de todo, me han concedido la capacidad de discernir casi en automático quién de los que por aquí aparecen está todavía vivo, o en proceso de morir. Y este sin duda tenía ese algo, tan difícil de definir, y a la vez tan evidente.

Su aspecto era el de un ratón de biblioteca con más saberes de lo que le era conveniente, y portaba vestimentas que ciertamente no cuadraban con las de una noche sin fin, con un cielo negro y sin estrellas ni satélites, como lo era el de nuestro frío Infierno. Su aroma era, también, peculiar. Mi sexto sentido reconocía a la perfección aquella aura intensa, difícil de soportar, por humana, para mí.

-¿Dónde estoy? – preguntó, levantándose del suelo, en lo que su mente, poco a poco, reconstruía las memorias de su pasado más cercano.

Si hubiera tenido boca, habría sonreído. Esto sería, sin lugar a dudas, muy divertido.

Nexhazar, después de todo, no se rige por la lógica, sino por el papeleo. Disimulando mi mala intención, lo recibí en el Averno, y decidí llevarlo de inmediato a la Oficina de Registro.

O bueno, así se llama ese edificio polvoriento y a medio caer en que, como debería ser obvio, se registran los recién llegados.

Al arribar, nos recibió una larga fila, y en lo que esperábamos, noté que mi ahijado poco a poco recobraba las memorias que le revelarían por qué estaba donde estaba. Me dijo que venía en busca de su novia muerta, cosa que, en realidad, se me hizo por demás hilarante. Buscar a una chica fallecida en el Infierno… vaya, es como buscar una aguja en un pajar de varios años luz de diámetro.

Cuando, por fin, llegó su turno, nos tocó pasar a una pequeña sala, en que una criatura de dos cabezas, ocho brazos y cuatro piernas le entregó un formulario con varias opciones a escoger, además de un bolígrafo viviente, de esos que sangran tinta al presionarlos contra el papel. Allí, se escogería el destino de mi pseudo amigo Emker. Tenía que escoger entre una variedad de “vocaciones infernales”.

Recolector de almas, traficante de sueños, mercader de instrumentos de tortura… no, no lo veía en ese tipo de labores. Y él, por lo visto, tampoco. Cansado de su dubitación, en lo que él continuaba exigiéndome más detalles de lo que implicaba cada profesión, le sugerí, por fin, la de “emprendedor autónomo”. No sonaba tan mal, si bien era, probablemente, la peor. De nuevo, sólo mi cara sin rasgos impidió que se notara mi sentido del humor.

Sí, así de aburrida es la llegada al Inframundo. No hay un barquero al que se le paga con una moneda, o un viejo rey que sentencia a las almas y les indica su destino. Ellas mismas lo eligen. Así es como todos empezamos. Una elección de mierda, y una pluma con demasiadas patas.

Una vez escogida su particular tortura (una que, de todos modos, no iba a tener dificultades para evadir, siempre que no se encontrara de frente con los Vigilantes), lo llevé a dar un paseo por la ciudad. Un lugar que, para un mortal, seguramente resultaba extraño.

Avenidas en espiral, con una geometría que a menudo traiciona a la imaginación humana, por trascender las reglas de Euclides. Tabernas en que sólo se ofrecen variedades de drogas cuya función es limitar la actividad de nuestro cuerpo sutil, permitiéndonos acceder al conocimiento de mundos lejanos y, a menudo, molestar un poco a los vivos. Y, tal vez, lo más patético de todo: periódicos que, por el tamaño de la ciudad y las limitaciones en el transporte de noticias, se limitan a anunciar con mucho retraso los eventos de barrios lejanos.

El sistema legal es un chiste. Los jueces compran el cargo a los Vigilantes, aquella suerte de demonios lampiños y de impecables trajes negros, y tienen que renovar su contrato regularmente. Y los encargados de hacer cumplir la ley son los mafiosos. Mi jefa, la señora Conly, entre ellos.

Oh, Joann Conly… una empresaria modelo. Orden, elegancia y extorsión con clase, nadie en este pozo de heces tiene la misma gracia a la hora de hacer desaparecer a un rival. No se ha visto tanta habilidad para la sinvergüenzura desde el golpe de Estado del 2033 desde la Creación del mundo, cuando Iblis derrocó a Mictlantecutli, y lo exilió bajo la acusación de no pagar salarios justos a su propia guardia pretoriana.

Y con ella, habitualmente, su “hija adoptiva”, de pocas palabras y frío mirar, que sin embargo es, para los humanos, siempre hermosa y atrayente, si es que uno está dispuesto a no prestar atención a su capacidad de matar a los inmortales con su sola mirada.

Preguntándome cómo podría salir mi divertido experimento, llevé a mi novato ante ellas. No fue una decisión altruista, a decir verdad – líbreme de ello Dios, o quien sea que esté a cargo -. Era una cuestión de entretenimiento. Mi plan era conseguirle un trabajo como recadero para la mafia, pero evidentemente, quien sea que lo trajo hasta aquí tenía otros planes.

Apenas lo vio llegar, Conly se puso de pie para recibirlo, un gesto que me sorprendió incluso a mí.

-Usted debe ser Emker Phveeka. – dijo – Aneu me informó que debía esperarte. Cuéntame, ¿qué haces aquí?

-¿De dónde conoce a Aneu? Me dijo que la buscara al llegar, ahora que lo recuerdo. – comentó él. Mala suerte para mí, pues tuve que ser testigo de su larga conversación.

Ella había llegado al Infierno como cualquier otra condenada, y en un principio se había dedicado a la prostitución. Un negocio que pronto abandonó, temiendo una enfermedad venérea que la haría sufrir sin nunca matarla.

Una noche, poco antes de unirse a una pandilla, la criatura a la que se referían como “Aneu” se le manifestó en sueños, ofreciéndole un futuro mejor a cambio de seguir sus instrucciones. Ella, evidentemente, accedió, y fue su mejor cliente durante los siguientes años y décadas.

En medio de la charla, surgieron, en la mente de la dama, preguntas sobre el Otro Lado. Emker la impresionó con su enciclopédico conocimiento de la historia y literatura de su mundo, que aparentemente, era también el de Conly antes de llegar aquí. E impresionada por su sapiencia, finalmente decidió reclutarlo para una labor más honorable, y mejor paga: la de su erudito personal, quien le ayudaría en su labor de coleccionar objetos mágicos y tecnologías que lo parecían, dispersos a lo largo y ancho del Inframundo.

De una manera algo confusa, acabaron hablando sobre religión, y el nombre de AlAlion se hizo presente. Él, el Dios Supremo, también llamado Ein Sof, la Triple Mónada y Yahveh, aparentemente se había manifestado ante los mortales de la Tierra en algún punto del pasado, y originado un culto religioso enfocado en Él mismo y, también, en una figura a la que se referían con Asherah o, simplemente, “Dios”.

La conversación se hubiese vuelto todavía más insoportablemente larga de no ser por la llegada de Trysa, la chica a la que Conly veía como su hija. Prostituta de oficio también, la había rescatado de un burdel, y tomado como su protegida. No me sorprende, a decir verdad. Es raro, en estas tierras, ver llegar a alguien que es todavía un adolescente.

La chica no estaba, en un principio, satisfecha con él.

         -No creo que necesitemos otro erudito. – se quejó.

-No te estaba haciendo una pregunta. – replicó, con un tono frío e impositivo, a la vez que extrañamente amable, su “madre”.

Disgustada, la chica nos llevó hacia la planta superior del edificio, en que dormía y descansaba junto a mí, una masa grisácea, con múltiples ojos y tentaculada llamada Karn, y una criatura de baja estatura, lampiña, de tez amarilla y grandes ojos negros, de nombre Yxa.

Y apenas lo recibió, se retiró a continuar con sus labores habituales, que eran las de rastrear los objetos que su protectora coleccionaba con tantísima obsesión.

Emker apenas habló el primer “día”, si es que tal idea tiene sentido en un mundo sin tardes ni mañanas. Se limitó a comer algo de nuestra asquerosa comida junto a los demás, antes de irse a dormir. Estaba exhausto, cosa para nada sorprendente considerando la enorme cantidad de energía que se requiere para cruzar desde el otro lado.

Ya habría tiempo de intercambiar perspectivas con los eternamente condenados que, ahora, lo acompañaríamos en lo que él, siguiendo las instrucciones del extraterrestre dimensional que lo trajo, buscaba a su amada.

Por ahora, tal era su – no muy cálida – bienvenida a Nexhazar.

sábado, 19 de abril de 2025

Los juegos de los dioses, capítulo 2: El que vino de los sueños

Capítulo II

El que vino de los sueños

Si la nada tuviera, en un contraposible, existencia física, el número 8 estaría sutilmente asociado a ella. Basta con girarlo para obtener el símbolo del infinito. La nada es infinita, pues antes de la vida sólo hay una inconcebible legión de eones de vacío total, sin dolores ni alegrías. Pero es, asimismo, la paradoja de un infinito que posee un límite: el de la breve existencia humana, y la eternidad posterior a ella.

Nadie (y ni siquiera yo) sabe lo que ocurrirá cuando, por fin, nuestro universo se suma en las cavernas del tiempo, vencido por la entropía que caracteriza a todos los seres corpóreos. Algunos de entre mi pueblo han especulado con una vida sin fin para nuestras formas substanciales, que dotadas de razón, son por ella capaces de trascender la mera materialidad.

Pero, como bien dije, no pasa de ser una especulación muy bien construida. Una de la que estoy lejos de poseer cualquier certeza, y que tampoco se me hace de lo más interesante.

Por cierto, mi nombre es Aneu, y soy el octavo primarca de los Señores del Tiempo. O al menos, lo fui. A esos mediocres no les terminaba de agradar mi genial gusto artístico, por el que acabaron, finalmente, por arrebatarme mi puesto en el Supremo Consejo de mi pueblo, y desterrarme a las profundidades del Infierno. Podría decir que ellos se lo pierden… si no fuera por lo aburrido y cansado que resulta morar aquí.

Mi vasta consciencia transdimensional, capaz de morar en multitud de sitios a la vez… reducida a una fosa séptica en forma de dimensión, poblada por seres menos interesantes aún que los mortales, que en sus inagotables existencias repiten una y otra vez el mismo ciclo de perversión y violencia. Uno que es interesante en una primera instancia, pero que no tarda en volverse agotador.

Alguno podrá preguntarse por qué existe un lugar así. ¿Qué podría haber motivado a la naturaleza a forjar un escenario así de patético, en que la asombrosa psique de las ánimas racionales queda reducido a drogas, fiestas y permanentes guerras entre pandillas? Para entenderlo, hay que retroceder bastante.

En el principio, estaba Dios… o al menos, eso dice la Biblia. La verdad es que, al menos en nuestro universo, Asherah no pasa de ser un agente más, otra de las muchas expresiones de la mónada primera a la que ciertos místicos se refieren como la Corona. Un ser que brotó de una criatura semejante hace miles de años, y que desde el principio sufrió la contradicción entre su anhelo por la otredad, por tener un amigo a quien amar, y su odio hacia la multiplicidad que rompería con su paz sempiterna.

Y, para no hacer demasiado extensa la historia, su mente se rompió, de un modo en todo comparable a la de un ser humano cuyo cerebro es capaz de albergar más de una personalidad. Surgieron, así, sus dos Manos, la Derecha y la Izquierda, que pese a poseer cierta autonomía en relación a la otra, siguen siendo, en todos los aspectos relevantes, Ella misma.

Inmediatamente, la guerra comenzó. La Mano Derecha creó a Dios, y la Mano Izquierda al Caos Nuclear, y la Sombra de toda nobleza. Asherah era el nombre de Dios, y Apofis el de la Oscuridad.

La guerra fue larga, pero, por fin, el Desorden primordial fue contenido en una prisión de cristal a las afueras del Vacío primigenio, y Dios, ya reinante, forjó a quienes deberían proteger a los cielos y a la Tierra de las acechanzas de su enemigo: las ángeles, de entre las que destacaría una que sería la herramienta para que la Oscuridad hallara una rendija por la que colarse en el mundo, y cuya historia ha sido narrada ya tantas veces que es innecesario redundar en ella. Basta con citar su nombre: Lucifer.

La Creación del universo empezó poco después, y al resto de la historia probablemente ya te lo sepas. Lucifer tienta a Adán, y es expulsada del paraíso junto a los humanos. Pero hay un detalle menos conocido para las grandes masas, pese a ser mencionado extensamente en el Evangelio que ella redactaría años después de su redención. Este detalle es que, en los albores del tiempo, antes de que Asherah contuviera a Apofis en las oscuras cavernas del espacio, él forjó su propio “ángel inverso”, al que lanzó fuera de sí, para que se perdiera en la oscuridad, donde Dios y sus hijas no pudieran ir a por él.

Este ser, polimorfo a la vez que repelente, es el creador de mi pueblo, entre muchos otros, en diferentes discos terráqueos, levitantes a lo largo y ancho del Vacío. Mundos en todo similares a la Tierra que, sin embargo, nunca tuvo Dios a bien el utilizar como algo más que fuentes de recursos para la naciente civilización humana.

Muchos nombres se le han dado, en cada uno de los mundos en que se ha manifestado, incluida la Tierra. Yog-Sothoth, Set, Tifón… pero nosotros nos referimos a él por el nombre con que se nos reveló: Azaimelek, el Hijo del Caos.

Cuando nos creó, en una remota galaxia perdida (y nunca mejor dicho) de la mano de Dios, éramos criaturas semejantes a un pez tentaculado, que era por eso mismo capaz de manipular objetos, y desarrollar tecnologías.

Como muchas de las especies creadas por él, nuestro propósito era ayudarlo a recuperar control sobre el universo cuando, por razones que nunca quedaron claras, él sencillamente desapareció. Nunca supimos por qué nos había abandonado, y a estas alturas, tampoco es que eso haya sido una desgracia.

Su partida nos dio la oportunidad de gobernarnos a nosotros mismos, y emplear la vasta inteligencia con que él nos dotó para crearnos un destino.

Nuestro pueblo pronto se apoderó de los mundos que orbitaban estrellas cercanas, y en unos pocos milenios, la galaxia entera estaba bajo nuestro dominio. Pero no estábamos satisfechos.

Con el transcurso de los siglos, la ciencia nos enseñó lo diminuta que era nuestra porción de la realidad. Supimos que nuestro universo era nada más que una insignificante fracción de la Creación material, y que nuestro tiempo no pasaba de ser un cuadro más en una infinita película, extendiéndose a lo largo de una eternidad sin segundos ante la atenta mirada del Ilimitado Señor de todo, el Ser Subsistente en que pasado, presente y futuro son una sola cosa.

Incluso si llegáramos a apoderarnos de un número de universos con millones de trillones de ceros después de su primera cifra, sólo habríamos accedido a una infinitesimal porción de uno de los casi infinitos multiversos existentes, cuyo número excede con muchísimo al de universos en cada uno de ellos.

Sí, era frustrante nuestra insignificancia que, sin embargo, nos movió a no rendirnos, y luchar por eternizar nuestra estirpe a lo largo de los eones.

Así, nacimos los primarcas. Genios sin igual en nuestra especie y en casi cualquier otra en este universo, que tendríamos por misión el guiar a nuestra gente hacia una trascendencia siempre inacabada, por los siglos de los siglos.

Nueve llegó a haber de nosotros, que fueron venerados en multitud de tierras, en que se les consideró protectores de las naciones, y honorables servidores del Señor de los mundos. Porque de cierto le digo a quien me lee, que no hay ateos entre los nuestros, más no tanto por propensión a la fe, como por el hecho de que nuestro saber nos ha enseñado de Él más que cualquiera de las grandes religiones de su mundo.

Nuestro régimen no tardó en conseguirle al último de los Señores del Tiempo la habilidad de trascender los límites del espacio en que sus cuerpos mortales habitaban, y con menor éxito, también los de la propia sucesión de eventos que nos da nombre.

Estábamos en el culmen de nuestro desarrollo, convencidos de que nos esperaba una eternidad de expansión sin límites cuando, por fin, él se manifestó.

Lo hizo como una enorme esfera de luz ajena al espacio, manifestándose en nuestros intelectos apenas materiales, con el fin de darle a nuestro pueblo una cura de humildad. Él, la Corona de la que todo en este mundo emanó, se burló de los anhelos que nos habían llevado a eliminar a multitud de especies en nuestro camino hacia la dominación cósmica, y nos hizo saber que no llegaríamos más allá de lo que ella permitiera.

Tal fue el principio del fin de nuestros sueños. Pronto, comprendimos que el universo era una prisión cerrada por dentro, que temía con absoluta xenofobia a los que podrían utilizar sus puertas para ingresar en él.

Y así, nuestros anhelos de expansión sin límites quedaron prematuramente abortados. Este universo había sido nuestra cuna, y era, ahora, perfectamente posible que se transformara en nuestra tumba. Pero de la Corona, cuya existencia hasta ese momento no había sido más que una especulación, aprendimos más de lo que podríamos haber averiguado por nuestra propia cuenta.

El hecho de contemplarla nos enseñó todo lo que ya les he relatado, así como el por qué del Infierno. Un por qué que es tan sencillo como aterrador: ella, en su Mano Izquierda, odia con absoluta devoción a todos los habitantes de nuestro pequeño cosmos, y no duda en atormentar a aquellos que, con su mal proceder, han sabido merecer su eterna compañía.

Sí, temible deidad nos había creado. Pero nosotros éramos viejos y poderosos, y la Corona lo sabía.

Decepcionados por la práctica imposibilidad de abandonar nuestro mundo al menos en los próximos millones de años, por saber que, posiblemente, nunca conoceríamos toda esa inmensidad de universos con sus propias leyes naturales, en que cualquier construcción de las mitologías y la ciencia ficción halla su paralelo, nos sumimos en una suerte de depresión colectiva, en que, como muchos depresivos, caímos en el más lamentable de los hedonismos.

Mi pueblo comenzó a manifestarse a los seres inferiores en todas las galaxias, dando origen a religiones y mitologías. Desde Thor hasta Zeus, los dioses de todas las culturas de la Tierra eran miembros de mi estirpe, bromistas cósmicos deseosos de alimentarse del humo de los holocaustos, y de los corazones aún tibios de los prisioneros de guerra.

No tardaron en surgir, sin embargo, aquellos que conservaban algo de la sensibilidad y el respeto por las limitadas mentes de los mortales que alguna vez nos caracterizó. Sus voces se hicieron oír a lo largo y ancho de nuestros evos, hasta que, por fin, los elaborados engaños con que sometíamos a los hombres se transformaron en delitos, y pocos se atrevieron a desafiar a las leyes permaneciendo en contacto con sus adoradores.

Yo fui uno de esos pocos. Era un artista sin igual, capaz de forjar obras maravillosas, que pese a ello no fueron del agrado de los demás hijos de mi raza. Podrá imaginar el lector el escándalo que significó para mí el ser descubierto, y tal vez pueda inferir, remotamente, mis sentimientos cuando, como castigo por mi temeridad, fui depuesto de mi cargo como dirigente de mi especie, y expulsado a las profundidades de una dimensión alterna recientemente descubierta, parte de nuestro universo y que sin embargo no participaba de su belleza y bondad.

Nexhazar se convirtió, así, en mi casa. Los pequeños dramas bajo los cielos negros de la urbe, y las miserias de quienes moran en su alcantarillado, pasaron a ser mi único entretenimiento. Con el tiempo, de cualquier modo, descubrí la manera de romper al menos por un breve periodo de tiempo mis cadenas, e interactuar con el mundo de los vivos.

Fue así que, desde más allá del plano físico, fui capaz de atender a las invocaciones de un erudito de lo paranormal, desesperado por reencontrarse con su amada. E inmediatamente me di cuenta de lo útil que podría serme.

¿Y útil para qué? Vaya, lector, parece que no ha entendido aún la lógica de mi arte. Soy un devoto de la belleza en los procesos vitales, un escritor que ingresa en sus propios poemas, siendo un personaje más de las historias que, en su aburrimiento, se encarga de forjar.

Bienvenido usted, pues, a esta, mi obra. Espero que, si el Altísimo así lo tolera, sea testigo junto a mí de la aventura de un Dante de la modernidad, cuya Beatriz lo espera en las profundidades de la desventura eterna. Y que, si Asherah así lo quiere, pueda gozarse en la profundidad del alma humana. Una profundidad que nosotros, que hace mucho hemos perdido todo lo que nos aproximaba ustedes… no podemos hacer más que envidiar.  


Herederas de la caído, prólogo

Prólogo  Bien, lo admito: no fui del todo sincera con usted, lector. Yo, Lucifer (como no debería sorprender a nadie) le he mentido. Pero pe...