domingo, 18 de mayo de 2025

Los juegos de los dioses, capítulo 9: Caída

Caída

Oh, nunca dejará de sorprenderme la extraña belleza en el corazón de aquellas criaturas que, por el sólo hecho de perturbar la sempiterna paz en que vivió mi Padre antes del tiempo, son mis eternas adversarias, la plaga que estoy destinado a aniquilar.

Jamás dejaré, incluso cuando mi propósito se haya concretado, de envidiar la grandeza en su insignificancia, el amor en medio de sus contradicciones y pecados, que yo no puedo hacer más que observar desde las profundidades del Vacío que ya no lo es, en que moran todos los mundos.

Y sin embargo, nada de esto me hace flaquear a la hora de perseguir mi pérfido objetivo, que es el del retorno final a la tranquila oscuridad sin segundos en que alguna vez moró todo nuestro universo.

Se me conoce por mil nombres distintos, y tantos rostros más he tenido. El todo en uno, La llave y la puerta, o sencillamente Yog-Sothoth, son algunos de ellos. Disfruto de confundir a los mortales, y hacerles ver en mí algo más que una aberración carniforme conectada al espacio y al tiempo, eternamente fugitiva de Dios y sus hijas, que jamás dejarán de pisarme los talones. Pero mi nombre más popular en la Tierra es el de Azaimelek, el Hijo del Caos.

Ya le ha hablado uno de mis hijos sobre cómo, alguna vez, erigí multitud de razas en los mundos más allá del disco terráqueo, y cómo las abandoné cuando me percaté de las infranqueables limitaciones que su vivaz espíritu implicaba para mí.

Ya le ha narrado él, también, la historia de mi nacimiento, tan feliz y desgraciado según la perspectiva desde la que se lo contemple.

“Contemplar”, que bella palabra. El acto de observar algo en toda su dimensión y profundidad, con sus luces y sus sombras. Contemplar es lo que hago cada día, y lo que hice a lo largo y ancho de esta historia.

Ya sabe el lector de Joan Conly, aquella mafiosa sedienta de poder que, en algún punto de la larga historia del Infierno, se hizo de una posición tan envidiable como temible en la jerarquía de los condenados.

Oh, Joan… tan humana y previsible, en tu inconsciente hambre de aquella Eternidad tan antigua y tan nueva, a la que no has llegado aún a amar. A precio de gallina flaca compraste poder, y migajas fue lo que se te dio, sin jamás percatarte de que no eras más que un chiste, una ironía en forma de criatura, al servicio de las perversiones de un alienígena sin escrúpulos ni sanidad mental.

Durante años reuniste los objetos con que pondrías la última joya a tu corona, sin sospechar que ella se transformaba lentamente en guillotina. Pues había una razón, oh bestia soberbia, por la que los Señores los dispersaron, definiendo que jamás debían estar juntos.

Y tú, ignorante de las fuerzas a las que se te había expuesto, pasaste horas y horas de tu vida moviéndote entre ellos, deleitándote en la grandeza que te propiciarían, cuando por fin fueras capaz de convocarme, y beneficiarte de mi sabiduría y poder. Eras una reina alquimista, que sin sospecharlo mezcla venenos esperando que de ellos surja oro.

Y cuando por fin comenzaste a ensayar el rito con que abrirías para mí una puerta, tu mente quedó cautiva del horror escondido tras cualquier tecnología que trasciende el conocimiento de quien quiere explotarla más allá de sus límites naturales.

Cuando, por fin, tu hija te confesó sus deseos de volver al mundo de los vivos de la mano de su nuevo amante, tu escasa estabilidad comenzó a resquebrajarse.

¡Oh, afectos mortales, aquellos bellos errores de fábrica que a ustedes les traen las grandes dulzuras, y los peores dolores! En tu corazón clavaron una daga: la de la traición, y la del destino junto a tu niña amada que él acababa de robarte.

Sin perder ni una de tus breves horas, a él lo encerraste en la más oscura mazmorra de las que había en el subsuelo de tu palacio, y a ella la internaste en su habitación, bajo la atenta vigilancia de un gorila armado, y otra criatura similar.

No esperabas que alguien se fijara en su miseria, y tampoco esperaba ese alguien el ser una marioneta más en las maquinaciones del dios afeminado. Y compadeciéndose de sus desgracias, aquella que vigilaba al demonio de los sueños, sin sospechar que él la observaba también, bajó desde su plano de existencia a las habitaciones de los dos amantes, liberándolos de sus captores y permitiéndoles reunirse en un parque cercano, que hacía de intersección entre los territorios de varias organizaciones que, como la tuya, se disputaban el poder en la pequeña y enorme Nexhazar.

Desesperada y ya apenas coherente en tu querer y hacer, encendiste las llamas de la guerra al ordenar que tus servidores los cazaran más allá de tus fronteras, creyendo que eras aún tú la mandamás de este cuento. Y tus adversarios, que ya temían tus planes de traer a tu mundo a un ser del que no sabías ni su nombre ni sus intenciones, decidieron no soportarte más.

Terrible violencia y caos desató tu imprudencia, en lo que personalmente dirigías la persecución, acompañada de los preternaturales objetos que, reunidos y con las palabras adecuadas en la lengua definida, deberían concederte un poder capaz de avasallar incluso a todos tus adversarios juntos.

Oh, bella sinfonía de explosiones, heridas y miembros amputados, de llanto y miedo, de dolor sin más propósito que el de servir de danza ritual, de ofrenda ante mi inminente llegada.

Y él, mi sacerdote sin fe, que desde la oscuridad dirigía la orquesta, moviendo milimétricamente el hilo de tus errores, para que el tejido completo fuese manifestación suprema de su genialidad.

“¡Oh, Trysa, niña de mis ojos!”, redactabas, riendo entre lágrimas, en el diario que siempre llevabas contigo. Te mirabas en los charcos de agua pútrida de las calles, y veías a Trysa, mientras, en realidad, sólo estabas tú, deshecha e irreconocible, instrumento de un poder que ni siquiera comprendías.

“Anhelo tu amor y tu presencia, y no permitiré que te apartes de mí. Pues eres una miserable traición a mi nobleza, bella canción que repugna a mis sentidos. ¿Acaso no deberé temer de ti tu abandono, tu entrega ante mis enemigos? Caro pagarás tu amor hacia mí, y en las oscuras profundidades de este Infierno de concreto yacerás para siempre”.

Y, por fin, a ti llegaron las noticias de que tu hija y el miserable que quiso robártela habían sido atrapados en las fronteras de tu más poderoso rival, a donde no te creyeron capaz de perseguirlos.

Llegaste a ella, riendo de modo enfermizo, con indecible malignidad en esos, tus ojos, que ya no eran tuyos. Sin sospechar que, aterrados por las consecuencias que tus arrebatos tendrían, tus propios devotos habían escogido tu suerte.

Allí mismo, te esposaron tus más cercanos colaboradores. No podías comprender lo que pasaba, hasta que, por fin, imploraste a Trysa por ayuda.

         -¡No, estás loca! – fue su respuesta.

“Loca”… sí, loca. Absolutamente falta de juicio, te dieron tus servidores a tus enemigos, en lo que llorabas tu error en un último momento de lucidez. Lo que te esperaba, y bien lo sabías, era un destino peor que la muerte misma.

Un par de horas más tarde, Trysa y Emker se reunían en el callejón oscuro que Aneu, en un último acto de fingida benevolencia, había fijado para su huida. Milagrosamente habían evadido a los Vigilantes, que ahora perseguían a la hija de la reina, deseosos de mantenerla allí por los siglos de los siglos.

-Vaya, qué gran historia, ¿no es así? – dijo burlonamente una voz desde la oscuridad.

Emker ardió inmediatamente de rabia, en lo que veía llorar a su nueva amada, aún dolida por lo que, sabía, tenía por delante la única madre a la que recordaba.

         -¡Maldito hijo de puta! – le gritó - ¿Era esto lo que querías? ¡Traidor!

-Yo me abstendría de maldecir a mi última carta para salir ileso de todo esto, Emker. – replicó, sonriente, el artífice de esta tragedia. – Mira: te prometí sacarte de este lugar al final, y pienso cumplir esa promesa. Pero, por favor, no me hagas cambiar de opinión.

-¿Qué pasará con Joan? – preguntó Trysa, con tono suplicante.

-Oh, Joan… lamentará cada día haber sido traída a la existencia, en lo que invoca entre lágrimas a quien una vez la ayudó, hasta el último segundo del cosmos. – respondió él, sin disimular su alegría – Pero bueno. Terminemos con esto de una vez por todas.

Y con esas palabras, una vez más, el paisaje se disolvió en torno a ellos, como la pintura de un lienzo sobre el que se ha arrojado un vaso con agua. Y tras él, los colores imposibles, que traicionaban como pocas cosas a sus pequeñas mentes mortales.

-Vaya – dijo el demonio – una vez más las cosas han salido bien…

El arte es, en definitiva, cosa de grandes tragediógrafos. Y las obras más sublimes son, a menudo, las que nos causan llanto.

 

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