Caída
Oh, nunca
dejará de sorprenderme la extraña belleza en el corazón de aquellas criaturas
que, por el sólo hecho de perturbar la sempiterna paz en que vivió mi Padre
antes del tiempo, son mis eternas adversarias, la plaga que estoy destinado a
aniquilar.
Jamás
dejaré, incluso cuando mi propósito se haya concretado, de envidiar la grandeza
en su insignificancia, el amor en medio de sus contradicciones y pecados, que
yo no puedo hacer más que observar desde las profundidades del Vacío que ya no
lo es, en que moran todos los mundos.
Y sin
embargo, nada de esto me hace flaquear a la hora de perseguir mi pérfido
objetivo, que es el del retorno final a la tranquila oscuridad sin segundos en
que alguna vez moró todo nuestro universo.
Se me
conoce por mil nombres distintos, y tantos rostros más he tenido. El todo en
uno, La llave y la puerta, o sencillamente Yog-Sothoth, son algunos
de ellos. Disfruto de confundir a los mortales, y hacerles ver en mí algo más
que una aberración carniforme conectada al espacio y al tiempo, eternamente
fugitiva de Dios y sus hijas, que jamás dejarán de pisarme los talones. Pero mi
nombre más popular en la Tierra es el de Azaimelek, el Hijo del Caos.
Ya le ha
hablado uno de mis hijos sobre cómo, alguna vez, erigí multitud de razas en los
mundos más allá del disco terráqueo, y cómo las abandoné cuando me percaté de
las infranqueables limitaciones que su vivaz espíritu implicaba para mí.
Ya le ha
narrado él, también, la historia de mi nacimiento, tan feliz y desgraciado
según la perspectiva desde la que se lo contemple.
“Contemplar”,
que bella palabra. El acto de observar algo en toda su dimensión y profundidad,
con sus luces y sus sombras. Contemplar es lo que hago cada día, y lo que hice
a lo largo y ancho de esta historia.
Ya sabe el
lector de Joan Conly, aquella mafiosa sedienta de poder que, en algún punto de
la larga historia del Infierno, se hizo de una posición tan envidiable como
temible en la jerarquía de los condenados.
Oh, Joan…
tan humana y previsible, en tu inconsciente hambre de aquella Eternidad tan
antigua y tan nueva, a la que no has llegado aún a amar. A precio de gallina
flaca compraste poder, y migajas fue lo que se te dio, sin jamás percatarte de
que no eras más que un chiste, una ironía en forma de criatura, al servicio de
las perversiones de un alienígena sin escrúpulos ni sanidad mental.
Durante
años reuniste los objetos con que pondrías la última joya a tu corona, sin
sospechar que ella se transformaba lentamente en guillotina. Pues había una
razón, oh bestia soberbia, por la que los Señores los dispersaron, definiendo
que jamás debían estar juntos.
Y tú,
ignorante de las fuerzas a las que se te había expuesto, pasaste horas y horas
de tu vida moviéndote entre ellos, deleitándote en la grandeza que te
propiciarían, cuando por fin fueras capaz de convocarme, y beneficiarte de mi
sabiduría y poder. Eras una reina alquimista, que sin sospecharlo mezcla
venenos esperando que de ellos surja oro.
Y cuando
por fin comenzaste a ensayar el rito con que abrirías para mí una puerta, tu
mente quedó cautiva del horror escondido tras cualquier tecnología que
trasciende el conocimiento de quien quiere explotarla más allá de sus límites
naturales.
Cuando, por
fin, tu hija te confesó sus deseos de volver al mundo de los vivos de la mano
de su nuevo amante, tu escasa estabilidad comenzó a resquebrajarse.
¡Oh,
afectos mortales, aquellos bellos errores de fábrica que a ustedes les traen
las grandes dulzuras, y los peores dolores! En tu corazón clavaron una daga: la
de la traición, y la del destino junto a tu niña amada que él acababa de
robarte.
Sin perder
ni una de tus breves horas, a él lo encerraste en la más oscura mazmorra de las
que había en el subsuelo de tu palacio, y a ella la internaste en su
habitación, bajo la atenta vigilancia de un gorila armado, y otra criatura
similar.
No
esperabas que alguien se fijara en su miseria, y tampoco esperaba ese alguien
el ser una marioneta más en las maquinaciones del dios afeminado. Y
compadeciéndose de sus desgracias, aquella que vigilaba al demonio de los
sueños, sin sospechar que él la observaba también, bajó desde su plano de
existencia a las habitaciones de los dos amantes, liberándolos de sus captores
y permitiéndoles reunirse en un parque cercano, que hacía de intersección entre
los territorios de varias organizaciones que, como la tuya, se disputaban el
poder en la pequeña y enorme Nexhazar.
Desesperada
y ya apenas coherente en tu querer y hacer, encendiste las llamas de la guerra
al ordenar que tus servidores los cazaran más allá de tus fronteras, creyendo
que eras aún tú la mandamás de este cuento. Y tus adversarios, que ya temían
tus planes de traer a tu mundo a un ser del que no sabías ni su nombre ni sus
intenciones, decidieron no soportarte más.
Terrible
violencia y caos desató tu imprudencia, en lo que personalmente dirigías la
persecución, acompañada de los preternaturales objetos que, reunidos y con las
palabras adecuadas en la lengua definida, deberían concederte un poder capaz de
avasallar incluso a todos tus adversarios juntos.
Oh, bella
sinfonía de explosiones, heridas y miembros amputados, de llanto y miedo, de
dolor sin más propósito que el de servir de danza ritual, de ofrenda ante mi
inminente llegada.
Y él, mi
sacerdote sin fe, que desde la oscuridad dirigía la orquesta, moviendo
milimétricamente el hilo de tus errores, para que el tejido completo fuese
manifestación suprema de su genialidad.
“¡Oh,
Trysa, niña de mis ojos!”, redactabas, riendo entre lágrimas, en el diario que
siempre llevabas contigo. Te mirabas en los charcos de agua pútrida de las
calles, y veías a Trysa, mientras, en realidad, sólo estabas tú, deshecha e
irreconocible, instrumento de un poder que ni siquiera comprendías.
“Anhelo tu
amor y tu presencia, y no permitiré que te apartes de mí. Pues eres una
miserable traición a mi nobleza, bella canción que repugna a mis sentidos.
¿Acaso no deberé temer de ti tu abandono, tu entrega ante mis enemigos? Caro
pagarás tu amor hacia mí, y en las oscuras profundidades de este Infierno de
concreto yacerás para siempre”.
Y, por fin,
a ti llegaron las noticias de que tu hija y el miserable que quiso robártela
habían sido atrapados en las fronteras de tu más poderoso rival, a donde no te
creyeron capaz de perseguirlos.
Llegaste a
ella, riendo de modo enfermizo, con indecible malignidad en esos, tus ojos, que
ya no eran tuyos. Sin sospechar que, aterrados por las consecuencias que tus
arrebatos tendrían, tus propios devotos habían escogido tu suerte.
Allí mismo,
te esposaron tus más cercanos colaboradores. No podías comprender lo que
pasaba, hasta que, por fin, imploraste a Trysa por ayuda.
-¡No, estás loca! – fue su respuesta.
“Loca”… sí,
loca. Absolutamente falta de juicio, te dieron tus servidores a tus enemigos,
en lo que llorabas tu error en un último momento de lucidez. Lo que te
esperaba, y bien lo sabías, era un destino peor que la muerte misma.
Un par de
horas más tarde, Trysa y Emker se reunían en el callejón oscuro que Aneu, en un
último acto de fingida benevolencia, había fijado para su huida. Milagrosamente
habían evadido a los Vigilantes, que ahora perseguían a la hija de la reina,
deseosos de mantenerla allí por los siglos de los siglos.
-Vaya, qué gran historia, ¿no es así? – dijo burlonamente una voz desde
la oscuridad.
Emker ardió
inmediatamente de rabia, en lo que veía llorar a su nueva amada, aún dolida por
lo que, sabía, tenía por delante la única madre a la que recordaba.
-¡Maldito hijo de puta! – le gritó -
¿Era esto lo que querías? ¡Traidor!
-Yo me abstendría de maldecir a mi última carta para salir ileso de todo
esto, Emker. – replicó, sonriente, el artífice de esta tragedia. – Mira: te
prometí sacarte de este lugar al final, y pienso cumplir esa promesa. Pero, por
favor, no me hagas cambiar de opinión.
-¿Qué pasará con Joan? – preguntó Trysa, con tono suplicante.
-Oh, Joan… lamentará cada día haber sido traída a la existencia, en lo
que invoca entre lágrimas a quien una vez la ayudó, hasta el último segundo del
cosmos. – respondió él, sin disimular su alegría – Pero bueno. Terminemos con
esto de una vez por todas.
Y con esas
palabras, una vez más, el paisaje se disolvió en torno a ellos, como la pintura
de un lienzo sobre el que se ha arrojado un vaso con agua. Y tras él, los
colores imposibles, que traicionaban como pocas cosas a sus pequeñas mentes
mortales.
-Vaya – dijo el demonio – una vez más las cosas han salido bien…
El arte es,
en definitiva, cosa de grandes tragediógrafos. Y las obras más sublimes son, a
menudo, las que nos causan llanto.
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