sábado, 17 de octubre de 2020

Porqué un ateo debería ser provida: refutación materialista del abortismo

 

Que sí, que este es un blog católico y que como tal sostiene que el materialismo es falso de toda falsedad. Sin embargo, más allá de las consideraciones filosóficas que puedan realizarse a este respecto, la verdad es que el materialismo tiene una ventaja: es la visión del mundo más aparente, más, entre infinitas comillas, evidente en una primera instancia del conocimiento. Quizá sea por esto que tanta gente, y cada vez más jóvenes, la abrazan al menos como punto de partida de sus razonamientos, sépanlo ellos o no. 

"Sin Dios, todo está permitido", es el razonamiento que se sigue de esto, y el que reduce a la moral a un mero conjunto de impulsos entre los cuales es uno libre de elegir, ya para convertirse en un degenerado hedonista liberal, ya para ser un potencial asesino comunista que ve a los demás como meros medios para los fines del devenir histórico. Ante esta perspectiva, la idea de que no hay nada malo en matar a nuestros hijos en el vientre de sus madres simplemente porque podemos hacerlo parece lógica. 

Pero...¿Realmente se deduce la segunda idea de la primera? Es cierto que, sin una trascendencia, valores como la Justicia, el Bien o la Belleza son meramente subjetividades que no interesan a nadie más que a los humanos y otros mamíferos con impulsos similares. Sin embargo, esto no quiere decir, como demostraremos, que no existan ciertos códigos morales propios de la naturaleza del ser humano, que hemos de obedecer so pena de colapso de nuestras vidas y de la civilización que construimos.

Antes de comenzar, es necesaria una muy importante aclaración: este artículo, que en sus conclusiones presentará una enorme semejanza con la Doctrina de la Iglesia, no representa necesariamente lo que su autor cree como católico. Esto, que se sobreentiende al entenderlo como lo que es, una reducción al absurdo desde el materialismo de las ideas abortistas, implica que no incluirá ni una sola cita a documentos pontificios o eclesiales, e incluso que, en sus consecuencias lógicas (y como producto de su falta de desarrollo profundo) pueda resultar aparentemente (y muy superficialmente) incompatible con parte de la moral católica. A estos detalles no las trataremos aquí, por no ser ese el objeto de este texto. Más bien, nos enfocaremos específicamente en la cuestión del aborto, comenzando, desde luego, por la fundamentación de una posición moral.

Introducción: una ética 

para vivir en la Tierra

Demostrar la racionalidad de la ética sin recurrir a Dios es, fuera de toda duda, una labor compleja que me requirió de varios meses desde que empecé a analizar la cuestión del aborto, y varios años para elaborarla hasta su forma actual. Alguien podría sorprenderse cuando digo que a la respuesta la encontré en un texto de la atea favorita de los libertarios: Ayn Rand. Fue leyendo "La Virtud del Egoísmo" que me di cuenta de que, sin Dios, sólo queda un elemento capaz de definir lo que el hombre debería hacer: sus intereses personales. ¿Y cuál es, si analizamos un poco, el interés máximo de todo ser humano cuerdo? Exacto: su propia felicidad, entendida como la plenitud del bienestar emocional y físico. Sin embargo, y es aquí donde me desvío de Rand, es imposible para cualquier hombre, en su naturaleza social, existir felizmente en una sociedad en decadencia o que, cuanto menos, no le respete su dignidad en un grado saludable para sí misma. 

Pero ¿Cómo podrá una sociedad regida sólo por los caprichos individuales lograr la plenitud del bienestar para todos, o tan siquiera para uno sólo? En otras palabras: ¿Puede una sociedad sin moral no ya llegar a cierto grado de plenitud, sino tan siquiera sobrevivir? Si en un mundo con valores éticos la sociedad funciona a muy duras penas ¿Cómo podrá hacerlo en un mundo sin valores como el altruismo, la honradez o el respeto por los más débiles? Queda demostrado, pues, que necesitamos de un sistema moral para funcionar como comunidad humana.

Ahora: este sistema moral tiene que tener dos cualidades para funcionar. Estas son la generalidad y la consistencia interna. Generalidad porque varios sistemas morales basados sólo en percepciones caprichosas difícilmente puedan conducir a la estabilidad social. Sin valores como en común, la ley se reduce a una mera cuestión de poder, sin garantía ninguna de racionalidad o justicia. Es evidente, entonces, que la sociedad ha de aspirar a la unidad moral, y también -aunque a esto lo digo a título personal- que el mismo Estado debe encargarse de semejante labor. No reprimiendo las visiones alternativas de la ética, que pueden contribuir al perfeccionamiento de la filosofía moral, sino más bien educando a la gente en una ética filosóficamente sostenible.

El segundo de estos atributos, la consistencia, es necesario por las mismas razones: una ética contradictoria consigo misma llevará a que la construcción de la ley no tenga un fundamento real más que el poder, lo cual a la larga es desastroso por obvias razones. 

Dicho esto, sólo queda responder qué valores son los preferibles para semejante función. Y creo que, en realidad, la respuesta es mucho más simple de lo que parece. Soy de la opinión de que, si uno estudia los sistemas de valores de las diferentes civilizaciones actuales, notará pronto que sus diferencias son en realidad superficiales, aunque sean lo que más resalte a primera vista. Esto no es casualidad: el mismo avance de una civilización exige mayor compasión, empatía y solidaridad entre sus miembros, so pena de la destrucción de sus sistemas productivos, principalmente por parte de la guerra. No digo, desde luego, que esos cambios vengan causados por la industrialización, sino que sospecho que es más bien al revés: la misma sociedad industrial es imposible sin renunciar a los valores de los "hombres superiores" que tanto alababa el infame Friedrich Nietzsche.

Sea como sea, la razón por la que estos valores son los óptimos es en realidad simple: son los que tenemos. No es sencillo establecer nuevos valores sin mayor justificación que el interés, especialmente si en el proceso destruimos los preexistentes. No olvidemos que los humanos tenemos una tendencia a actuar emotivamente. Las personas normales no dejan de cometer abuso sexual u homicidio sólo porque irían a la cárcel, sino porque estos actos repugnan sus sentimientos morales. Intenta eliminar estos sentimientos morales de la ecuación, y lo que obtendrás será una caricatura de sistema moral sin auténtico poder regulador.

El caso del aborto

A la luz de todo esto, hay una serie de conclusiones que podemos sacar en torno a la temática que nos reúne e, insisto, en exclusiva en torno a ellas. No es el objetivo de este artículo dar una perspectiva completa de como debería un sistema moral semejante funcionar, aunque ciertamente ciertas claves pueden extraerse a partir de este análisis. Sin embargo, antes de ir directamente a la demostración de la inmoralidad de las prácticas abortivas, hay que dar un paso previo: la demostración de la humanidad del embrión. Y es que aunque existen razones alternativas por las que las prácticas abortivas representan un mal moral desde esta teoría, esta es sin duda la más poderosa de todas. 

Empecemos por la pregunta obvia desde la cual debería partir cualquier análisis de la materia: ¿Qué es el hombre? Ciertamente no puede ser identificado con una determinada estructura genética (o cualquier célula del cuerpo sería por definición un hombre), ni tampoco con una determinada composición orgánica (lo cual implicaría delimitar qué órganos son necesarios para la humanidad, cosa que es obviamente problemática). 

Creo que la respuesta a este problema es, en realidad, mucho más simple de lo que parece: el hombre posee, por su propia condición de ser vivo, una naturaleza procesal con una determinada serie de atributos. Permítaseme explicar: tomemos el ejemplo de un barco al que, un buen día, su dueño elige cambiarle sus partes una por una. ¿En qué momento dejaría de ser el mismo barco? La respuesta es: al quitar la primera astilla. En efecto: todo ente material es un conjunto de partes con una organización determinada. Al momento de cambiar dicha organización, el ente deja de existir como entidad concreta, dado que tanto su materia (de lo que está hecho) como su forma (la organización de la materia) son clave para su existencia. Si yo tengo un árbol, lo corto en pedazos y hago una mesa, ya no tengo un árbol por más que su materia (la madera) continúe siendo la misma. Y a la inversa: si yo cambio mágicamente la materia del árbol en piedra, dejo de tener un árbol para pasar a tener una roca con dicha forma.

Las implicaciones de esto son obvias cuando consideramos la naturaleza de un ser vivo, que es la de un ser que intercambia materia y energía con el ambiente. Es decir: que cambia tanto en materia como en forma. Sin embargo, es obvio que el sólo hecho de ser un proceso no basta para definir a la humanidad, y en realidad, dudo que estos sean esencialmente biológicos. Más bien, creo que la auténtica naturaleza de la persona, entendida como sujeto de derecho, se ajusta bastante a la clásica que reza que es una "sustancia individual de naturaleza racional". 

Aunque innegablemente las personas que vemos todos los días son entes con una determinada composición genética, es fácilmente demostrable que no es dicha cualidad la que los vuelve dignos de esa naturaleza, al menos no si la entendemos en función de su dimensión moral. 

Pensemos, si no se me cree, en la idea de un ser de otra especie o incluso un robot que tuviera una inteligencia como la de los hijos de Adán, una conciencia y sentimientos como los nuestros. ¿Quién osaría tratar a este ser como un mero objeto? 

Ahora: es necesario establecer un matiz. No es estrictamente necesario que la actividad consciente exista en forma inmediata para hablar de una personalidad. Fíjese si no el lector en el caso de un hombre que, por cualquier circunstancia, está inconsciente: sigue siendo, fuera de toda duda, una persona. ¿Por qué? Porque aún cuenta con la potencialidad de la conciencia. La palabra clave es esa: potencialidad. El hombre inconsciente no tiene ninguna posibilidad real de desarrollar conciencia en forma inmediata, sino sólo una potencial. Exactamente...como un embrión.

Así es, y he aquí el núcleo de mi argumento: el embrión puede ser considerado persona en función de su capacidad para generar una conciencia racional y sentimental en caso de seguir una evolución normal. Alguien podría objetar que esa potencialidad también la tiene un espermatozoide o un óvulo, pero ¿Es esto realmente así? La clave está en la expresión "evolución normal": el espermatozoide, por mucho que evolucione, jamás originará este fenómeno. En cambio, el embrión lo lleva en su naturaleza.

Otra objeción que puede plantearse tiene que ver con el hecho de que existe cierta identificación entre la personalidad y el cerebro. Y es que, se argumenta, incluso si cambiáramos de cuerpo un cerebro la persona seguiría siendo la misma. Y esto es así, pero se le escapa a quien argumente así que la identidad como tal no recae en el cerebro, sino en la misma capacidad de generar autoconciencia. Y esto se demuestra simplemente preguntándonos qué pasaría si transplantáramos una mente a una máquina o algo así. ¿Seguiría siendo acaso la misma persona? La razón así lo indica.

Es necesario aclarar que esto no quiere decir que el cuerpo no pase de ser un transporte para lo que podríamos llamar el alma de la persona. Muy por el contrario, el hecho mismo de que un inconsciente siga siendo él mismo sugiere que esta peculiar interpretación del alma es, en términos aristotélicos, la "forma" de la persona, lo que la hace ser lo que es, existiendo una subordinación identitaria entre alma y cuerpo: el cuerpo es la persona también, pero en un estado de subordinación a la capacidad de generar una mente. 

Como última objeción, se podría hablar de que un inconsciente tiene también una mente en cierta forma. Esto hasta la fecha permanece indemostrado y podemos darlo por falso considerando que los seres metafísicos como la mente dejan de existir cuando no están siendo experimentados.

Ya para terminar, analicemos el componente moral de esta ecuación. Está claro que la ley moral vigente establece que matar a una persona es malo. Eso por sí sólo destruye la licitud del 95% de abortos, diría yo.

Sin embargo, creo que ni siquiera en caso de violación o riesgo de vida semejante práctica sería lícita. No es lícito nunca matar con alevosía, esto es, con deseo de su muerte, a un inocente ni como medio ni como fin, ni siquiera para salvar a un tercero. Preguntémonos, si no, porqué matar a alguien para extirpar sus órganos y salvar a cinco personas es una barbaridad inadmisible y repugnante al sentido común. Es en estos casos en que aplica el así llamado "principio de doble efecto": podemos permitir que alguien muera sin desearlo, pero nunca recurrir a la muerte como medio para un bien mayor.

martes, 13 de octubre de 2020

La filosofía política de San Agustín



Agustín de Hipona fue, fuera de toda duda, el más sabio y profundo teólogo de la Iglesia en la era patrística y hasta la llegada de Tomás de Aquino. Sus estudios filosóficos llevados a cabo con ardor a lo largo de toda su vida le permitieron abordar los más graves problemas de la teología.
Al miso tiempo, su importancia en materia de historia política, por haber sido el gran continuador del utopismo platónico, puede considerarse capital hasta el punto de haber definido siglos de historia europea. Esto es así porque el libro que constituye su obra maestra, Civitas Dei o La Ciudad de Dios, definió con precisión cuáles eran las relaciones entre el poder civil y espiritual, una materia que tendría enorme relevancia siglos después.
En las páginas de sus Confesiones (que son por cierto la mejor fuente de conocimiento de su vida), relata el Padre de la Iglesia cómo se formó su fe religiosa y porqué entregó su vida al culto del Dios cristiano.
Nació un 13 de Noviembre del 354 en la ciudad de Tagaste, en Numidia. Aunque su madre Mónica era devota de la Iglesia Católica, él fue en su juventud discípulo del maniqueísmo, una religión de carácter dualista con dos principios eternos e incorruptibles, uno del Bien y uno del Mal. Tras convertirse al cristianismo estando en Italia por influencia de su madre, refutó esta fe afirmando que tal escenario era imposible, puesto que si el principio del Mal fuese absoluto, esto ya implicaría una perfección, lo que es contrario con su naturaleza.
Entre tanto, había llevado una vida de intenso estudio en materias religiosas y profanas, y regentó una cátedra de retórica en Milán. El profundo conocimiento que tenía de la herejía de los maniqueos lo llevó a refutar otros de sus errores, en varios tratados.
Trasladado a África, afirmó su capacidad teológica y se convirtió en uno de los doctores más famosos de la Iglesia. En 391, se trasladó a Hipona, donde se convirtió en colaboración del obispo Valerio.
Hipona estaba por aquél entonces llena de maniqueos que aspiraban a suplantar la fe católica. En Agosto del 392, se realizó una discusión pública en que venció al predicador maniqueo Fortunato, que abandonó Hipona al poco tiempo a raíz de la humillación. Estos diálogos se recogen en Contra Fortunato Disputatio.
Al año siguiente se celebró en Hipona un sínodo general de las iglesias africanas, al que asistió Agustín a pesar de no ser obispo, para exponer brillantemente sus opiniones sobre la fe y el credo católico. Al morir Valerio un par de años después, fue elegido Agustín en su reemplazo.
La lista de sus obras es copiosa, pero la que lo ha inmortalizado es la ya mencionada Civitas Dei, en que se contiene la dilucidación de la posición del hombre católico frente al Estado y la naturaleza del mismo.
El motivo que lo llevó a redactar este libro, al que dedicó catorce años de su vida, era el demostrar que no era el cristianismo el responsable de la ruina de Roma.
Los romanos tendían a atribuir los éxitos de su nación a la voluntad de los dioses, con lo que la mala fortuna de Roma debía ser producto de la falta de sacrificios.
A pesar de la timidez de algunos fieles que preferían no hablar el tema, Agustín comenzó a repetir en sus discursos y cartas que la responsabilidad de la situación se debía a los mismos romanos, que se habían corrompido a causa de su buena suerte sin que la adversidad lograra corregirlos.
Los cinco primeros libros se refieren a la historia de Roma, y tienden a demostrar que los dioses del paganismo eran incapaces de lograr la felicidad en este mundo Los cinco siguientes, atacan a las religiones politeístas, en su aspecto popular y filosófico.
La segunda parte de la obra trata delas dos ciudades, la celestial y la terrenal, Civitas Dei Civitas Diaboli, que dividen a los hombres en vistas de su salvación o condenación eterna.
Con frecuencia, San Agustín se veía obligado a apartarse del tema central de su obra, para tratar cuestiones secundarias de relevancia.
La primera de ellas, tiene que ver con el triunfo de Alarico sobre Roma, de quien recordó que, por ser cristiano, preservó las iglesias y respetó la vida de quienes se refugiaban en ellas. Para destacar esto, se retrotrajo hasta la mítica Guerra de Troya, recordando que los griegos, supremos civilizadores, no respetaron ni siquiera los templos. Las leyes de la guerra eran, recuerda Agustín, mucho más despiadadas que las de su época, para luego afirmar que el éxito de Roma tampoco se había debido al paganismo, sino a la voluntad de Dios y los valores establecidos en tiempos de la monarquía romana.
Entrando ya a la cuestión de la teoría del Estado agustiniana, podemos decir que el santo de Hipona expresó que, si conquistar al mundo consiste en arrebatar a los pueblos su independencia, esa misión no es sagrada ni gloriosa, lo cual representó la primera vez que una voz dentro del Imperio se levantaba contra la legitimidad de las conquistas, cosa que ni siquiera Cicerón o Séneca se habían atrevido a hacer.
A partir del libro XI, la Ciudad de Dios encara otras cuestiones que constituyen el primer ensayo de una filosofía de la historia. No sólo se contrajo a la ciudad de Dios, sino que quiso también razonar sobre sus relaciones con la ciudad civil.
Es notable que Agustín tomara la palabra ciudad para desarrollar estos conceptos. La ciudad en el mundo griego designaba el conjunto de hombres que conformaban al Estado. Para el autor de esta obra, la ciudad deja de ser un Estado cuyas dimensiones sean susceptibles de medición. Esta ciudad no sólo se extiende a través de todos los Estados, sino que comprende también a los que han vivido y esperan desde la tumba el Juicio Eterno.
Se encuentra, así una nueva división de la  humanidad. Los hombres se clasifican sin tener en cuenta las diversas razas y clases romanas y bárbaras, sino sólo como creyentes o infieles.
Mediante la oposición de estas dos fuerzas, pretende Agustín explicar toda la historia de la humanidad, siguiendo el curso de los acontecimientos desde el día de la creación hasta el Juicio Final, con la definitiva venida del Rex Tremendae Maiestatis.
La Ciudad de Dios será la de los santos escogidos, y la del mal irá a perderse en el Infierno eterno.
Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, son las palabras de Jesús que definen y resuelven el deber de los cristianos ante la autoridad, pero que dejan por resolver la línea de demarcación entre el poder espiritual y el material.
San Agustín planteó este problema muchos siglos antes de que se manifestara en toda su intensidad.
La Ciudad de Dios, explica, vive cautiva en el seno de la ciudad terrestre, sin vacilar en obedecer las leyes de la ciudad terrestre siempre y cuando estas no limiten su libertad.
La teoría agustiniana del fundamento de la autoridad afirma que, por ley natural, el hombre nunca tiene derecho sobre otro hombre. Dios ha creado a la criatura racional para que reine sobre los irracionales, y no sobre sus semejantes. Pero añade que también una ley natural ha prescrito a los hombre asociarse unos a otros. De ahí el nacimiento del Estado, que para Agustín tiene por razón de ser, primero, la aspiración a gozar de la paz, segundo, la necesidad de la seguridad, tercero, un llamado de la sangre.
Reconoce luego para la realización de esos fines la existencia de un jefe. Es necesario, dice, que uno mande y que otros obedezcan, pero el jefe no se inviste a sí mismo ni se legitima sino cuando sea el mejor.
La autoridad tiene su origen en Dios y su fundamento en la justicia. Sin justicia la autoridad es intolerable tiranía, la ley fórmula vacía y la guerra bandolerismo criminal.
Si desaparece la justicia, desaparece el Estado y su razón de ser. Los Estados sin justicia son sociedades sin bandidos.
La idea central de toda la doctrina de San Agustín es que Dios debe ser la base y la cúspide del Estado. El rey debe considerarse como mandatario de Dios, debe convencerse de que su autoridad no es sino una delegación y debe cumplirla diligentemente de acuerdo con la ley natural.
Dios no es un soberano temporal. Su reino no es de este mundo, pero es el único director de las conciencias. El príncipe, los magistrados y los ciudadanos deben realizar en lo posible el advenimiento de la Civitas Dei.
Los intereses de este mundo sólo tienen valor si se les considera durante el breve tiempo que se goza de ellos. La política de las naciones debe seguir un sólo camino si se propone ser fecunda: el que conduce hacia los fines espirituales.
Para que el Estado cumpla debidamente esta misión debe ser cristiano. Poco importa si la forma de gobierno es una monarquía, una aristocracia o una república. Lo esencial es que la justicia y la virtud sean los pilares de su existencia. La historia de la humanidad analizada en los doce últimos libros de La Ciudad de Dios demuestra que esta condición no ha sido cumplida por los grandes imperios paganos, caracterizados por la soberbia. En lugar de inclinarse ante la majestad del Omnipotente, intentaron crearse sus propios dioses, y llegar a la felicidad por sus propias fuerzas. La equidad y la sabiduría en el arte de gobernar eran utopías irrealizables. Era necesario que Cristo trajera todas esas virtudes para que se convirtieran en realidades tangibles. Los sacramentos y la gracia son los únicos medios para regenerar las conciencias y a las naciones corrompidas por el paganismo. El cristianismo, la Ciudad de Dios, lejos de adorar a sus pasiones y egoísmos se inspira en Dios y en lugar de satisfacerse con los bienes materiales, los utiliza como peregrina.
Para San Agustín, la Iglesia está por su propia naturaleza por encima del Estado, pero el Estado no ha de estar subordinado a la Iglesia más que en las cuestiones de orden religioso.
El Estado conserva en este último orden toda su libertad de acción y si se una a la Iglesia es para lograr que esta acción sea más eficaz y fecunda.
La Iglesia sostiene a la autoridad, rectifica la ley, humaniza la justicia y desarrolla entre los súbditos y las naciones los conceptos de paz y fraternidad.
Los filósofos de la Antigüedad ya habían comprendido que la misión material de los ciudadanos no podría realizarse si no se lograba la unión moral. Esta unión se había hecho posible tras Cristo en el seno de la Iglesia.
La ley es para Agustín la razón divina y voluntad de Dos que ordena conservar el orden natura y prohíbe perturbarlo.
Finalmente, cabe destacar que para el de Hipona, aunque el cristianismo es uno para toda la humanidad, no destruye la idea de patria como o hacía la doctrina cosmopólita de los estoicos. La patria, entendida como unión mística de territorio, pasado común, tradición y patrimonio intelectual, es el más sagrado de los deberes, inmediatamente después de Dios.
Para Agustín, su patria era el Imperio Romano, pese a lo cual no cree en su eternidad ni derecho a la hegemonía universal, critica las injusticias cometidas con motivo de sus conquistas y se averguenza de su pasado sobrecargado de supersticiones. Más patriota es el ciudadano que se opone a las injusticias de su patria que aquél que se pone a su servicio.
San Agustín se mantenía, pues, fiel al Imperio que había sabido crear una idea tan elevada de la patria, heredero de tanta grandeza y que, por su conversión al cristianismo, había asegurado su perpetuidad espiritual a lo largo de las edades.

¿Qué son las terapias de conversión? La crítica de un católico

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