Al miso tiempo, su importancia en materia de historia política, por haber sido el gran continuador del utopismo platónico, puede considerarse capital hasta el punto de haber definido siglos de historia europea. Esto es así porque el libro que constituye su obra maestra, Civitas Dei o La Ciudad de Dios, definió con precisión cuáles eran las relaciones entre el poder civil y espiritual, una materia que tendría enorme relevancia siglos después.
En las páginas de sus Confesiones (que son por cierto la mejor fuente de conocimiento de su vida), relata el Padre de la Iglesia cómo se formó su fe religiosa y porqué entregó su vida al culto del Dios cristiano.
Nació un 13 de Noviembre del 354 en la ciudad de Tagaste, en Numidia. Aunque su madre Mónica era devota de la Iglesia Católica, él fue en su juventud discípulo del maniqueísmo, una religión de carácter dualista con dos principios eternos e incorruptibles, uno del Bien y uno del Mal. Tras convertirse al cristianismo estando en Italia por influencia de su madre, refutó esta fe afirmando que tal escenario era imposible, puesto que si el principio del Mal fuese absoluto, esto ya implicaría una perfección, lo que es contrario con su naturaleza.
Entre tanto, había llevado una vida de intenso estudio en materias religiosas y profanas, y regentó una cátedra de retórica en Milán. El profundo conocimiento que tenía de la herejía de los maniqueos lo llevó a refutar otros de sus errores, en varios tratados.
Trasladado a África, afirmó su capacidad teológica y se convirtió en uno de los doctores más famosos de la Iglesia. En 391, se trasladó a Hipona, donde se convirtió en colaboración del obispo Valerio.
Hipona estaba por aquél entonces llena de maniqueos que aspiraban a suplantar la fe católica. En Agosto del 392, se realizó una discusión pública en que venció al predicador maniqueo Fortunato, que abandonó Hipona al poco tiempo a raíz de la humillación. Estos diálogos se recogen en Contra Fortunato Disputatio.
Al año siguiente se celebró en Hipona un sínodo general de las iglesias africanas, al que asistió Agustín a pesar de no ser obispo, para exponer brillantemente sus opiniones sobre la fe y el credo católico. Al morir Valerio un par de años después, fue elegido Agustín en su reemplazo.
La lista de sus obras es copiosa, pero la que lo ha inmortalizado es la ya mencionada Civitas Dei, en que se contiene la dilucidación de la posición del hombre católico frente al Estado y la naturaleza del mismo.
El motivo que lo llevó a redactar este libro, al que dedicó catorce años de su vida, era el demostrar que no era el cristianismo el responsable de la ruina de Roma.
Los romanos tendían a atribuir los éxitos de su nación a la voluntad de los dioses, con lo que la mala fortuna de Roma debía ser producto de la falta de sacrificios.
A pesar de la timidez de algunos fieles que preferían no hablar el tema, Agustín comenzó a repetir en sus discursos y cartas que la responsabilidad de la situación se debía a los mismos romanos, que se habían corrompido a causa de su buena suerte sin que la adversidad lograra corregirlos.
Los cinco primeros libros se refieren a la historia de Roma, y tienden a demostrar que los dioses del paganismo eran incapaces de lograr la felicidad en este mundo Los cinco siguientes, atacan a las religiones politeístas, en su aspecto popular y filosófico.
La segunda parte de la obra trata delas dos ciudades, la celestial y la terrenal, Civitas Dei y Civitas Diaboli, que dividen a los hombres en vistas de su salvación o condenación eterna.
Con frecuencia, San Agustín se veía obligado a apartarse del tema central de su obra, para tratar cuestiones secundarias de relevancia.
La primera de ellas, tiene que ver con el triunfo de Alarico sobre Roma, de quien recordó que, por ser cristiano, preservó las iglesias y respetó la vida de quienes se refugiaban en ellas. Para destacar esto, se retrotrajo hasta la mítica Guerra de Troya, recordando que los griegos, supremos civilizadores, no respetaron ni siquiera los templos. Las leyes de la guerra eran, recuerda Agustín, mucho más despiadadas que las de su época, para luego afirmar que el éxito de Roma tampoco se había debido al paganismo, sino a la voluntad de Dios y los valores establecidos en tiempos de la monarquía romana.
Entrando ya a la cuestión de la teoría del Estado agustiniana, podemos decir que el santo de Hipona expresó que, si conquistar al mundo consiste en arrebatar a los pueblos su independencia, esa misión no es sagrada ni gloriosa, lo cual representó la primera vez que una voz dentro del Imperio se levantaba contra la legitimidad de las conquistas, cosa que ni siquiera Cicerón o Séneca se habían atrevido a hacer.
A partir del libro XI, la Ciudad de Dios encara otras cuestiones que constituyen el primer ensayo de una filosofía de la historia. No sólo se contrajo a la ciudad de Dios, sino que quiso también razonar sobre sus relaciones con la ciudad civil.
Es notable que Agustín tomara la palabra ciudad para desarrollar estos conceptos. La ciudad en el mundo griego designaba el conjunto de hombres que conformaban al Estado. Para el autor de esta obra, la ciudad deja de ser un Estado cuyas dimensiones sean susceptibles de medición. Esta ciudad no sólo se extiende a través de todos los Estados, sino que comprende también a los que han vivido y esperan desde la tumba el Juicio Eterno.
Se encuentra, así una nueva división de la humanidad. Los hombres se clasifican sin tener en cuenta las diversas razas y clases romanas y bárbaras, sino sólo como creyentes o infieles.
Mediante la oposición de estas dos fuerzas, pretende Agustín explicar toda la historia de la humanidad, siguiendo el curso de los acontecimientos desde el día de la creación hasta el Juicio Final, con la definitiva venida del Rex Tremendae Maiestatis.
La Ciudad de Dios será la de los santos escogidos, y la del mal irá a perderse en el Infierno eterno.
Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, son las palabras de Jesús que definen y resuelven el deber de los cristianos ante la autoridad, pero que dejan por resolver la línea de demarcación entre el poder espiritual y el material.
San Agustín planteó este problema muchos siglos antes de que se manifestara en toda su intensidad.
La Ciudad de Dios, explica, vive cautiva en el seno de la ciudad terrestre, sin vacilar en obedecer las leyes de la ciudad terrestre siempre y cuando estas no limiten su libertad.
La teoría agustiniana del fundamento de la autoridad afirma que, por ley natural, el hombre nunca tiene derecho sobre otro hombre. Dios ha creado a la criatura racional para que reine sobre los irracionales, y no sobre sus semejantes. Pero añade que también una ley natural ha prescrito a los hombre asociarse unos a otros. De ahí el nacimiento del Estado, que para Agustín tiene por razón de ser, primero, la aspiración a gozar de la paz, segundo, la necesidad de la seguridad, tercero, un llamado de la sangre.
Reconoce luego para la realización de esos fines la existencia de un jefe. Es necesario, dice, que uno mande y que otros obedezcan, pero el jefe no se inviste a sí mismo ni se legitima sino cuando sea el mejor.
La autoridad tiene su origen en Dios y su fundamento en la justicia. Sin justicia la autoridad es intolerable tiranía, la ley fórmula vacía y la guerra bandolerismo criminal.
Si desaparece la justicia, desaparece el Estado y su razón de ser. Los Estados sin justicia son sociedades sin bandidos.
La idea central de toda la doctrina de San Agustín es que Dios debe ser la base y la cúspide del Estado. El rey debe considerarse como mandatario de Dios, debe convencerse de que su autoridad no es sino una delegación y debe cumplirla diligentemente de acuerdo con la ley natural.
Dios no es un soberano temporal. Su reino no es de este mundo, pero es el único director de las conciencias. El príncipe, los magistrados y los ciudadanos deben realizar en lo posible el advenimiento de la Civitas Dei.
Los intereses de este mundo sólo tienen valor si se les considera durante el breve tiempo que se goza de ellos. La política de las naciones debe seguir un sólo camino si se propone ser fecunda: el que conduce hacia los fines espirituales.
Para que el Estado cumpla debidamente esta misión debe ser cristiano. Poco importa si la forma de gobierno es una monarquía, una aristocracia o una república. Lo esencial es que la justicia y la virtud sean los pilares de su existencia. La historia de la humanidad analizada en los doce últimos libros de La Ciudad de Dios demuestra que esta condición no ha sido cumplida por los grandes imperios paganos, caracterizados por la soberbia. En lugar de inclinarse ante la majestad del Omnipotente, intentaron crearse sus propios dioses, y llegar a la felicidad por sus propias fuerzas. La equidad y la sabiduría en el arte de gobernar eran utopías irrealizables. Era necesario que Cristo trajera todas esas virtudes para que se convirtieran en realidades tangibles. Los sacramentos y la gracia son los únicos medios para regenerar las conciencias y a las naciones corrompidas por el paganismo. El cristianismo, la Ciudad de Dios, lejos de adorar a sus pasiones y egoísmos se inspira en Dios y en lugar de satisfacerse con los bienes materiales, los utiliza como peregrina.
Para San Agustín, la Iglesia está por su propia naturaleza por encima del Estado, pero el Estado no ha de estar subordinado a la Iglesia más que en las cuestiones de orden religioso.
El Estado conserva en este último orden toda su libertad de acción y si se una a la Iglesia es para lograr que esta acción sea más eficaz y fecunda.
La Iglesia sostiene a la autoridad, rectifica la ley, humaniza la justicia y desarrolla entre los súbditos y las naciones los conceptos de paz y fraternidad.
Los filósofos de la Antigüedad ya habían comprendido que la misión material de los ciudadanos no podría realizarse si no se lograba la unión moral. Esta unión se había hecho posible tras Cristo en el seno de la Iglesia.
La ley es para Agustín la razón divina y voluntad de Dos que ordena conservar el orden natura y prohíbe perturbarlo.
Finalmente, cabe destacar que para el de Hipona, aunque el cristianismo es uno para toda la humanidad, no destruye la idea de patria como o hacía la doctrina cosmopólita de los estoicos. La patria, entendida como unión mística de territorio, pasado común, tradición y patrimonio intelectual, es el más sagrado de los deberes, inmediatamente después de Dios.
Para Agustín, su patria era el Imperio Romano, pese a lo cual no cree en su eternidad ni derecho a la hegemonía universal, critica las injusticias cometidas con motivo de sus conquistas y se averguenza de su pasado sobrecargado de supersticiones. Más patriota es el ciudadano que se opone a las injusticias de su patria que aquél que se pone a su servicio.
San Agustín se mantenía, pues, fiel al Imperio que había sabido crear una idea tan elevada de la patria, heredero de tanta grandeza y que, por su conversión al cristianismo, había asegurado su perpetuidad espiritual a lo largo de las edades.
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