miércoles, 29 de junio de 2022

Desarrollismo: ni socialismo ni liberalismo





Introducción

A estas alturas, es absolutamente evidente que la Argentina se encuentra enfrascada en una crisis con muy pocos precedentes, que perfectamente podría arrastrarla a un pozo del que difícilmente pueda salir alguna vez. Y esto es así no tanto por aspectos económicos (como su sesenta por ciento de inflación o el estancamiento absoluto de la economía nacional) como por su resultado inevitable en el terreno de la opinión pública: la radicalización de los extremos ideológicos, debida al descrédito de los partidos y movimientos tradicionales a escala nacional (más específicamente del kirchnerismo y el así denominado macrismo) en beneficio de extremistas de izquierda (como los ya históricos partidos trotskistas) y especialmente de derecha, concretamente los famosos Milei y Gómez Centurión de toda la vida. 

Argentina se encuentra, así, en una dicotomía entre dos modelos utópicos, de raíces idealistas en lo político y por demás fracasados allá donde intentaron aplicarse. Por un lado tenemos al socialismo de Estado que suprime al mercado en beneficio del control público sobre la economía, y por el otro al capitalismo liberal, que aspira a suplantar cualquier intervención estatal en beneficio de la libertad de acción de las empresas, ambos con consecuencias nefastas. El primero ha llevado históricamente a estancamiento, ineficiencias y hasta escasez de productos, y el segundo a abusos empresariales y corporativos, pobreza masiva y decadencia cultural a gran escala. Y como este es un ensayo destinado a resultar tan exhaustivo como persuasivo, permítaseme detallar las críticas que a ambos sistemas pueden realizarse en lo empírico y en lo teórico.

Uno peca de ingenuidad extrema al pretender que, de alguna manera, puede reemplazar a las decisiones libres y muchas veces impredecibles de millones de personas por las decisiones frías y calculadas de un burócrata. Ignoran quienes abogan por él que, como ha constatado el fracaso soviético, el mercado es mucho más que un lugar de intercambio de bienes y servicios: constituye, en realidad, una auténtica red neuronal, en que son los precios quienes permiten conocer el valor exacto que para el prójimo tiene un determinado producto, y que, por su misma liberalidad, permite el progreso material continuo si se le sabe llevar bien. Es muy simple de entender: es sumamente difícil para un planificador central no sólo conocer al dedillo los intereses y posibilidades de enriquecimiento colectivo de decenas de millones de almas distribuidas a lo largo y ancho de todo un territorio nacional, en que suelen haber diferencias tanto culturales como idiosincráticas e incluso geográficas que vuelven difícil hacer de semejante planificación más que una torpe arrogancia, sino también y ante todo, el valor de las cosas en sí si no se cuenta con un sistema de precios dinámico y variado. Yo no puedo saber de otra forma cuáles son los deseos y necesidades de una masa tan grande de gente, y siendo así, no es difícil entender por qué en la extinta Unión Soviética era común que en unos sitios sobrara leche hasta pudrirse y en otros faltara para alimentar a los niños. 

El otro sistema, a su vez, es igualmente ingenuo por las razones opuestas: pretende sobre la base de una especulación teórica incomprobada que sólo el esfuerzo individual de la población en la búsqueda de su propio beneficio bastará para llevarnos a un éxito económico pleno. Más allá del por todos los mayores de cuarenta años conocido fracaso de este modelo liberal en los 90s y, si se sabe de historia, de sus trágicas consecuencias en tiempos previos al ascenso del radicalismo, no está de más señalar algo bastante obvio pero que a menudo se pasa completamente por alto: no tenemos evidencia, más allá de las a menudo brillantes especulaciones de una minorías exigua de economistas, de que el libre mercado puro funcione, sencillamente porque nunca lo hemos visto en acción. Siempre hemos tenido alguna clase de intervención estatal que, en casi todos los casos, resultó determinante para el éxito o fracaso de un país. Sí, sé que existe un índice que supuestamente mide las libertades económicas y que es utilizado por los liberales para validar su tesis: el famoso Índice de Libertad Económica de la Heritage Foundation. Pero este texto cuenta con una grave falencia, y es que además de la libertad jurídica para realizar negocios analiza cuestiones como la transparencia o la ausencia de corrupción, que evidentemente son decisivas para el desarrollo de un país, y que por ende imposibilitan determinar cuanto del éxito de los países más ricos del mundo se debe específicamente a sus libertades mercantiles. Si se me pregunta, no creo que semejante error de cálculo sea un mero accidente: es cosa común en extremistas y fundamentalistas ideológicos amañar las cifras en beneficio de sus preconcepciones, y esta ciertamente no es la excepción[1].

Siendo que, evidentemente, en ninguno de estos modelos de naturaleza hipotética, nacidos de la arrogancia de señores que se creían más inteligentes que todos, tenemos certeza de una esperanza para la Argentina y la humanidad ¿Cuál sí podría ser el futuro de las sociedades modernas, si es que éstas quieren tener algún tipo de futuro? Creo que la respuesta no está en la cabeza de ningún iluminado, sino en lo que se ha hecho en el pasado y ha demostrado funcionar. El propósito de este texto es, pues, explicar cuál es ese modelo tan exitoso, que ha llevado a la cúspide a países como Corea del Sur o los mismísimos Estados Unidos, y cómo podría aplicarse a la Argentina contemporánea sin morir en el intento.

¿Qué es el desarrollismo y por qué lo necesitamos?

El desarrollismo se puede resumir en una frase: Estado presente pero no invasivo. O más preciso: no le demos a nuestros empresarios y pueblos pescado, sino, mejor, démosles una caña y les enseñemos a pescar. En efecto: su propuesta se resume en que el Estado actúe como promotor de las actividades empresariales de distinto tipo sin caer en el extremo soviético o populista de izquierda, en que acaba por asfixiar o de plano absorber a toda la economía, con las consecuencias anterior mencionadas.

Contamos con numerosos ejemplos del éxito de este modelo. Mírese a donde se mire, desde Estados Unidos hasta la China moderna, pasando por Japón, Australia, Israel, Alemania, Francia y la España franquista, todos, absolutamente todos los Estados que se han hecho ricos de manera rápida y eficaz, han tenido un gobierno que se esforzó activamente por promover el trabajo de sus empresarios a través de ayudas en forma de créditos baratos, subsidios o hasta planificación central frontal y directa, utilizando las herramientas anterior mencionadas. Sin embargo, quisiera centrarme en dos de estos modelos de desarrollo espectacular que son particularmente útiles al caso argentino: Corea del Sur y Singapur.

Como no quisiera perderme en minucias históricas varias (que en el casos de estos dos países hay para dar y prestar, cada una más inusual, interesante y brillante que la anterior), quisiera explicar específicamente cuáles fueron los grandes aciertos de los gobiernos del dictador Park-Chung Hee y Lee Kwan Yew, que gobernaron a cada uno de estos tigres asiáticos en algún momento de su historia. Para esto, me basaré más que nada en "La economía coreana: seis décadas de crecimiento y desarrollo", un libro traducido por obra de nada menos que la Comisión Económica Para América Latina y el Caribe, hoy en día lamentablemente en un más que segundo plano, y que dejaré en las fuentes de este ensayo[2].

Las medidas de Park-Chung Hee, a grandes rasgos consistieron en que el Estado, a través del crédito y el subsidio, se encargara de tutelar a los sectores y empresas clave, forzándolos a tomar cierta dirección en consonancia con los intereses de aquél. Para esto se nacionalizó la banca, y con todo ese dinero se iniciaron programas de industrialización forzada en que se entregaba dinero a un coste bajo o nulo a tales productores en un número no muy grande de proyectos a fin de que estos fuesen manejables. Si el proyecto funcionaba, se seguía adelante, y si no, se retiraban los apoyos a tal sector económico, de modo que existiese una presión continua para la mejora y una orientación creciente a la exportación. Esto es sencillamente planificación central de la economía. No hay más. El Estado surcoreano dirigió a sus empresas hacia sus propios fines, con resultados, por lo visto, más que satisfactorios, pero sin absorber o abolir al mercado, sino, por el contrario, dejándole mayormente actuar con algunos empujones en forma de billetes. Con el paso de las décadas, todo esto llevó a un crecimiento espectacular que ha transformado a un país otrora más pobre que Cuba en una potencia mundial de enorme importancia.

El caso de Singapur es aún más espectacular porque hablamos de una isla en medio del mar, pero por eso mismo su receta fue mucho más sencilla: atraer capital extranjero. Para esto, además de brindar apoyos financieros y educación a su propia población (muy al estilo surcoreano), se apuntó a que la isla fuese un sitio en donde no costara establecer una empresa, especialmente en el sector financiero. Hoy en día, esa pequeña isla del sudeste asiático tiene uno de los niveles de vida más altos de todo el planeta, y su importancia a escala global crece de manera continua[3].

¿Cómo aplicar esto en Argentina?

Como es evidente ya que me he tomado el trabajo de escribir esto, creo que semejante éxito puede replicarse, al menos en parte, en nuestro enorme, hermoso y rico país. Sin embargo, antes de proceder con asuntos macroeconómicos y técnicos, quisiera hacer una reflexión más bien política, que nos permita entender dónde estamos parados como partido tanto a escala provincial como nacional. 

Seamos honestos: la realidad es que no contamos con el capital político suficiente para semejante cosa. No tenemos, por el momento, el poder ni en nuestra propia provincia, y ni hablar más allá de ella. Y la verdad es que va a ser totalmente imposible realizar cambios sustanciales incluso a nivel local si no contamos con tales apoyos nacionales, que son la razón (o quizá la consecuencia) de la situación de las provincias del norte argentino.

¿Cómo podremos, entonces, siquiera empezar a materializar semejantes ambiciones? Creo que la respuesta más obvia es que tenemos que ampliar nuestros horizontes, en algún momento, hacia fuera del mismo territorio provincial. Porque aunque estoy convencido de que propuestas como las que voy a exponer pueden granjearle un gran éxito al Partido Renovador en Salta, difícilmente eso alcance para grandes logros a escala nacional. Para eso necesitamos socios. Específicamente, aliados entre los partidos provinciales de otras zonas del país, que puedan estar interesados en un proyecto que, rechazando los extremos liberales y marxistas, sea el mismo tiempo superador y no meramente reaccionario.

Necesitamos, en efecto, algún tipo de comisión nacional para el desarrollo argentino, en que se reúnan todos aquellos que, apuntando hacia el federalismo que ya es tradición en nuestro partido, aspiren a un sistema económico nuevo, que no se cierre sobre propuestas arcaicas y sin futuro. Sólo así vamos a tener el alcance suficiente para logros a largo plazo. Especialmente en el terreno electoral, ya que esto nos permitiría aglutinar, en posibles elecciones nacionales, a los votantes de muchos sitios del país, con resultados que seguramente superarían las expectativas. He especulado, además (y seguramente sea mucho especular por ahora) que si un día algo así se concretase y tuviésemos alcance nacional, semejante institución podría "exportarse" fuera del país, permitiendo una estrategia continental y del Tercer Mundo frente a la hegemonía liberal de nuestros días, que tantísimo daño ha hecho a todas las naciones. Una idea por ahora utópica pero tal vez realizable en un futuro.

Sea como sea, suponiendo que alcanzáramos algún tipo de relevancia nacional, la forma concreta en que deberíamos aplicar el desarrollismo a la argentina es realmente sencilla y tiene una cifra concreta: el 3,9%[4] del gasto nacional, que es lo que se invierte actualmente en el Ministerio de Desarrollo Social, y que corresponde a 304.553 millones de pesos anuales. Parece no ser demasiado para un Estado, pero para ponerlo en perspectiva, supongamos que dividimos esa cifra en tres gastos diferentes: un tercio para la promoción de la industrialización a gran escala, otro para la promoción de las pequeñas y medianas empresas y un tercero para colaborar en las necesidades que puedan ir surgiendo para los proyectos anteriores.

Suponiendo que queremos garantizar un mercado competitivo y apoyamos a cien corporaciones diferentes en todo el país para que mejoren su producción en cualquiera sea su ámbito, a cada una le tocarían unos  1015 millones de pesos cada año, lo cual, como es obvio, es una salvajada con la que se pueden hacer muchísimas cosas. 

Hablé, además, sobre otro tercio destinado a PyMEs, que son la mayor fuente de empleo del país. En cifras del 2021, se necesitan uno 200.000 pesos para abrir un kiosco bien abastecido[5], uno de los negocios más rentables y comunes en nuestro país. Como la inflación ha depreciado nuestro dinero, supongamos que la cifra actual es de uno 500.000 pesos. Con esos datos en mente, si hoy comenzara a hacerse algo así, al final del año tendríamos 203.305 kioscos medianos con muy buenas producción encima. Claro que, en la realidad, no basta con darle el dinero a la gente y mandarla a abrir un kiosco: necesitamos, además, que el destinatario sepa manejar un negocio (no olvidemos que el 90% de las empresas fracasan por este motivo[6]), y existen formas más eficaces de combatir la miseria por este medio. Se me ocurre que una manera muy efectiva de resolver este problema, y consiste en congregar a numerosos productores pequeños de rubros similares en una sola empresa autogestionada, bajo la dirección técnica de economistas y licenciados en administración de empresas. 

Por último, si por casualidad algún proyecto importante no saliera como se esperaba, todavía contamos con otro tercio del monto inicial, que puede destinarse, por ejemplo, a ayudar a las empresas a pagar a sus trabajadores hasta que tal proyecto pase a ser realmente rentable. Suponiendo un salario de 750.000 pesos anuales para un obrero, podríamos contratar a unas 135.000 personas para cualquier propósito.

En conclusión, podemos decir que Argentina tiene recursos de sobra para promover su propio desarrollo, pero para esto, desde luego, hacen falta instituciones específicas que, como en Corea del Sur, monitoreen y regulen cada uno de los proyectos a ejecutarse, corrigiéndolos o abandonándolos en función de los resultados. Necesitamos un Ministerio de Planificación o un comité análogo que se encargue de esto, o todos nuestros esfuerzos van a ser caóticos y completamente ineficientes.

Sorteada esta dificultad, no veo ningún motivo por el que nuestro país no podría salir de la crisis actual. Una vez reducidas al mínimo la pobreza y el desempleo, una reducción del Estado y una liberalización del mercado de trabajo no tendría por qué ser problemática en ningún sentido, ya que las dificultades que originaron la burocracia y las leyes asfixiantes para el empleador ya no existirían. 

Bibliografía

[1]https://blogs.publico.es/econonuestra/2016/01/01/7237/

[2]https://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/1449/4/S1800642_es.pdf

[3]https://www.bbc.com/mundo/noticias-47032379

[4]https://www.economia.gob.ar/onp/presupuesto_ciudadano/seccion2.php#:~:text=El%20pago%20de%20jubilaciones%2C%20los,parte%20del%20Presupuesto%20Nacional%202021.

[5]https://www.america-retail.com/argentina/argentina-que-necesitas-para-invertir-en-un-kiosco/

[6]https://negociosdigitalesmovistar.com/es-ar/economia/8-factores-fracasan-90-pyme/


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