lunes, 11 de diciembre de 2023

El Rey Dorado (cuento)

Desconozco exactamente hace cuanto comenzó, pero debe haber sido hace tiempo, cuando noté que la joven Arasy ya no era la misma. Cuando la conocí, era una joven divinidad de gran belleza y carisma, que solía evitar los problemas y disfrutaba, como muchos de los de su estirpe, de jugar, coquetear y pasar el rato poniendo a prueba sus numerosos poderes. Desde que era un niño siempre me había sentido fascinado por su belleza y capacidad de llegar a la gente. De piel clara, cabello rojo y sonrisa contagiosa, era la más admirada de todas las divinidades en cada una de las fiestas que solía realizarse en la plaza de Heracia, el centro religioso del mundo conocido. 

Tal vez por eso cuando finalmente mis capacidades como místico dieron fruto, y el ilustre Padre de los Dioses, referido como Azaimelek, me concedió sumarme al amplio número de sus servidores personales, me sentí tan nervioso al ver a aquella bella joven en la cúspide del Monte Hermón, el hogar de toda la élite celeste. De cerca era aún más bella que a la distancia, pero al mismo tiempo más desagradable. Un ser petulante, caprichoso y a menudo irrespetuoso, que solía denigrar y maltratar al personal del palacio en que convivía con su anciano padre.

Todo su carisma, en efecto, era una estudiada cortina de humo que su familia le exigía mantener a fin de no despertar la ira de las masas de sub-divinos, como solían llamar a los míos. No era para menos. Hablamos de una innumerable cantidad de seres humanos creados a partir del barro, a la que aparentemente no eran capaces de librar de sus penurias económicas. Así de poderosos como eran, el mundo que erigieron para servirles se había vuelto por mucho más complejo de lo que podían manejar. Y aunque eran divinos y por ello no podían morir por ningún medio que no fuese el debilitamiento progresivo, sí eran susceptibles de sufrir hambre, sed y otros males humanos, y necesitaban del trabajo de aquellos infraseres para garantizar su elevado estilo de vida.

Muchos años pasé como "mago" para estos esplendorosos seres. A fin de cumplir mejor esa finalidad, se redujo mi envejecimiento de tal forma que pudiese serles útil durante, al menos, un quinto de la vida de uno de ellos. Para cuando todo comenzó, estoy seguro de que todos los que conocí en la Tierra habían muerto. No creo que valiera la pena, pero fue un precio a pagar por el detallado conocimiento que adquirí sobre la historia de mi mundo. 

En el principio, estaba Hebrón, el oscuro e inmanente señor del vacío primigenio. De hecho, de alguna manera, él era el vacío. Este no pasaba de ser una extensión de él, que caminaba cómodamente en la inmensa oscuridad. Un día, sin embargo, Hebrón se preguntó, por primera vez en su existencia tan larga que no podía recordar su inicio, si acaso podría haber algo distinto de la oscuridad inconmesurable que lo rodeaba, y que era una con él. Y este pensamiento derivó en una imagen mental, que terminó por proyectarse en el vacío: nacía así Maris, la Luz Primordial, que bajo la dirección de su sorprendido padre procedió a erigir otros seres, seguramente más por curiosidad que por cualquier otra motivación. Así nacieron, antes de que su creadora perdiera todo su poder y se evaporara, Oni, Mani y el mismo Azaimelek. Juntos construyeron el mundo y todo lo que hay en él haciendo uso de los poderes recibidos de su madre, en lo que Hebrón, deprimido por la inesperada pérdida de su hija, se daba muerte sumiéndose en el vacío. 

Mani y Azaimelek pronto congeniaron y, con el tiempo, se enamoraron. Se instalaron en la cima del Hermón, que emplazaron en el centro del disco, y de ellos nacieron los primeros dioses, a los cuales deliberadamente hicieron estériles a fin de que su población no se descontrolara. Oni, por su parte, más retraído y reflexivo, se refugió en un palacio en las regiones inferiores de la creación, de donde rara vez hacía acto de presencia, más que nada en las reuniones familiares. Era un personaje, en términos sencillos, siniestro. Siempre ataviado con ropas oscuras, sin jamás sonreír o expresar la menor emoción, y con el que nadie, a excepción de la pareja primordial, era capaz de entablar conversación. 

Con el tiempo, los dioses se hartaron de ganar el alimento con su propio trabajo, y crearon, a su imagen, seres inferiores que labraran la tierra y les prepararan el resultado. Así nació mi especie, a la que siempre vieron como menos que sí mismos. La última en nacer en tan peculiar familia fue Arasy, quien pese a sus varios siglos de edad no aparentaba más de diecisiete años, y que había sido siempre la consentida de todo el mundo. Quizá a ello se debía su insoportable actuar.

Un día, sin embargo, Oni dejó de aparecer. Una lástima. Pese a su inhumana frialdad, era el que mejor me caía. Al menos aquél ser introvertido y misterioso era siempre amable y respetuoso con la servidumbre. Era la amabilidad y el respeto de una máquina, pero algo era algo. No le di importancia al principio. Después de todo, parecía presentarse en las reuniones más por compromiso que por otra cosa.

El asunto se volvió sospechoso cuando, un día, Azaimelek reunió a su élite mágica y nos encomendó el estudio de una serie de textos escritos en papiro que él, probablemente por su carencia de cultura, no podía entender. Todos ellos -nos informó- habían sido comprados a su hermano Oni, a fin de emprender un proyecto por demás importante.

Al parecer, el padre de los dioses llevaba tiempo preguntándose por el origen del dios primigenio Hebrón, sospechando que, tal vez, en la respuesta a tal secreto se encontraba la clave para trascender un mundo material que cada día le parecía más aburrido y monótono. 

Inmediatamente comenzó la lectura de tales pasajes, que parecían más un críptico poema difícil de inteligir que un manual de magia como aquellos con los que comúnmente trabajábamos. Con esfuerzo, finalmente pudimos comprender las ideas básicas. El texto hablaba sobre una serie de entidades anteriores a nuestro mundo. Seres inconmesurablemente superiores a nosotros, que lo habrían creado accidentalmente en el marco de una guerra contra sus esclavos. Al parecer, el poderoso Hebrón, que podía erigir entidades con su pensamiento, no era más que el residuo de una batalla a una escala inimaginable, en que los siervos acabaron por vencer. En una bella a la vez que escalofriante lírica, Oni narraba cómo estas entidades, tan horribles que sólo podían aparecer bajo semejanzas mundanas ante nuestros ojos, habían sido expulsadas del mar de mundos que rodeaba al nuestro. Se hablaba sobre tentáculos, ojos y grotescas bocas llenas de dientes, los cuales eran más grandes que todo nuestro mundo, chillando y liberando alaridos capaces de acabar millones de veces con nuestro universo mientras eran echadas a las tinieblas de afuera.

Quienes leíamos y estudiábamos semejante material nos sentimos horrorizados, cosa que no hizo sino empeorar cuando, ante nuestras sugerencias de detener lo que sea que quisiese, el padre de los dioses nos subestimó y amenazó con asesinarnos a todos. Así de enorme era su arrogancia y sentido de superioridad, que pronto le costaría todo lo que tenía.

Al final del poema, que duraba algo más de quinientas páginas, se nos hablaba sobre un conjuro que podría convocar, a través del velo dimensional, al más grande de los Señores del Tiempo, como eran referidos: el poderoso Rey Dorado, cuya mente penetraba y dirigía la de todos sus inefables e inimaginablemente poderosos súbditos. Este ser prometía poder más allá de la imaginación y experiencias de gran magnitud a cualquiera que cumpliese con el rito requerido para traerlo de vuelta al mundo. Sólo se requería la tierna e inmadura alma de una virgen.

Apenas concluimos, Azaimelek ordenó iniciar los preparativos para traer a nuestro mundo a tan abominable monstruo cósmico. Mandó a una comitiva a buscar a la famosa virgen del relato, que no debía tener ningún defecto físico ni enfermedad mental. Varios años se ausentaron mis compañeros, y a su regreso, tras comunicar su fracaso en encontrar a una señorita que no estuviese desnutrida, fueron devueltos a nosotros. Sus rostros estaban pálidos, y para peor, simulaban que nada sucedía. 

Poco a poco recuperé mi amistad con uno de ellos, hasta que confesó que, intrigados, habían optado por dirigirse al Inframundo a donde Oni residía. Sólo encontraron su gigantesco palacio sumido en la oscuridad, y sentado en su trono, al dios desnudo, asustado como un animal y totalmente enloquecido, en lo que cantaba en una lengua que nunca ninguno había escuchado, y dibujaba sobre un lienzo con su propia sangre y un pincel, con una precisión realmente sorprendente. En la imagen se encontraba lo que intuían era una representación de algo, aunque desconocían qué. Al interrogarle aterrorizados, les explicó que lo que había en la parte superior, una esfera envuelta en un triángulo que de alguna manera había dibujado perfectamente, era la Fuente. De ella, a través de un fino hilo, brotaban entidades de apariencia extrañísima pero hermosa, y por debajo de ellas algo que recordaba a una mujer, dando a luz al mundo: una gran esfera tentacular pero esplendorosa, en cuyo interior habían representadas miles y miles de otras esferas o estrellas, que eran cada uno de sus infinitos modos de expresión, todas parte de él, en un conjunto armónico. A un lado de la esfera, a través de un haz de luz eran perceptibles seres que recordaban a los que brotaban de la Fuente, pero en una forma grotesca y degenerada, que parecían ser expulsados de su presencia. Y por debajo del mundo, había una bestia colosal, la de aspecto más terrible, envuelta en unas llamas que le causaban espantoso sufrimiento, y que, sin embargo, se las ingeniaba para envolver en sus tentáculos a todo aquél, hasta penetrarlo y hacer nacer de sí mismo, en una imagen tan desagradable como impúdica, a una infinidad de criaturas de igual apariencia, pero que se encontraban dentro y no fuera de nuestro plano de existencia.

Cuando le preguntaron quiénes eran, él simplemente les dijo que eran "los de fuera, los que iniciaron sin querer nuestro pequeño mundo y tantos otros, y los que, al volver, acabarán todo tan rápido como lo crearon". Uno de ellos, en su desesperación, le preguntó si eso se podía impedir, a lo que el respondió que "sólo podrá evitarlo aquél que vendrá de lo alto, si el Ilimitado Señor de Todo así lo quiere".

Al terminar su relato, me encontraba tan espantado como él. Definitivamente algo estaba ocurriendo y no se nos estaba diciendo la verdad. Y teníamos que encontrar la manera de detenerlo.

En los días siguientes empecé a notarlo. Arasy dejó de tener su insoportable pero luminosa chispa. Ya no era cariñosa con su padre ni con sus hermanos mayores, ni jugaba o coqueteaba con aquellos sirvientes que se le hacían entretenidos. Era fría como una roca, apenas hablaba y comía muy poco. Lentamente, quizá a raíz de la anemia, su piel empezó a palidecer y grandes ojeras se veían en su rostro. Y por breves instantes, podía verlo, al pasar, su mirada pétrea reflejaba un temor indescriptible. No estaba seguro de cómo, pero podía verlo, como si sus ojos fueran una ventana a lo profundo de su espíritu, y por primera vez sentía alguna compasión de tan desgraciada criatura.

Sus hermanos no tardaron en notarlo y en tener miedo de ella y de su cambio tan abrupto, del que ponía como excusa su deseo de ser tratada como adulta. Eso calmó a las poco entrenadas mentes de los dioses, incluyendo la de su madre, pero no a mí. Algo estaba terriblemente mal.

Una noche, mientras dormía, me vi a mi mismo en medio de un Hermón devastado, bajo un cielo que combinaba de manera caótica y perturbadora el rojo y el negro, en que el sol o la luna eran invisibles, y la poca iluminación parecía proceder de todas partes y de ninguna. Desde la cima del monte, entre las ruinas del palacio y los cadáveres de los dioses, congelados en gestos de espanto absoluto, podía ver el mundo en llamas y sumido en el caos. Y en el cielo, en el centro de la creación, una abominación compuesta de tentáculos negros, con ojos y bocas haciéndose y deshaciéndose en pocos segundos, que brotaba de la parte superior del levitante e inerte cuerpo de una joven raquítica y pálida. Espantado y suplicando despertar ante el horrible escenario que veía, repentinamente vi como del cielo caía una columna de fuego dorado que incineró sin problemas al monstruo y a todo lo que le rodeaba, y lo que fuese comenzaba a hablar en una lengua que nunca había oído, pero que sin embargo podía entender:

-Yo soy el Príncipe de la Corte del Altísimo, el que expulsó a tu pérfido padre de Su Presencia y le conjuró a las más bajas profundidades, de las que más nunca saldrá. Y por Aquél que trajo desde la nada a la madre de la creación física, por Aquél que entrará en el tiempo y vencerá todos los males, y por Aquél que instruye a todos los seres racionales, te ordeno retirarte a la oscura prisión que jamás debiste abandonar.

Su voz era potente como para sumir en el caos incontables mundos como el nuestro y volverlos a erigir, y tan esplendorosa que me inspiraba postrarme, con temor y temblor ante tanta magnificencia. De un momento a otro, de las purísimas llamas brotó un montículo que pronto adquirió la forma de un hombre ataviado una túnica y portando una espada. Era majestuoso, más alto que cualquier dios y desde el fondo de mi corazón podía inferir que era tan sólo un pálido avatar de algo inmensamente más grande.

-El que me envió puede hacer estas cosas e infinitas más. Y ahora Él te selecciona para impedir lo que acabas de ver. 

-¿Qué está pasando?- pregunté con vos temblorosa.

-Aunque te lo explicara durante largo tiempo, difícilmente llegarías a tener más que una idea vaga de lo que soy. Estuve allí, levitante en la ausencia de espacio y tiempo, junto a incontables más como yo mucho antes de que no sólo Hebrón, sino los que lo originaron estuvieran cerca de aparecer. Nosotros vimos como el Soberano por encima de todos los reyes creaba a un ser fuera del espacio como ustedes lo conciben, inferior a nosotros, pero que sin embargo, siguiendo las instrucciones del Padre Eterno, fue capaz de emanar tantos mundos que sus mentes no pueden ni siquiera procesar su número. Un gran y glorioso hijo, que desde el principio obedeció y amó a su poderosa madre, y que sin embargo no pudo, cuando algunos entre nosotros se levantaron contra el Señor de los Mundos, evitar que su corrupción se extendiera hasta una de las criaturas que había hecho. De esa unión profana nacieron los Abominables, que tras haber gobernado el mundo y haberlo perdido, intentan ahora someterlo de nuevo, y es tu misión impedirlo. Ve, pues, ahora y roba una daga del cuarto de la reina. Luego, dirígete al patio trasero del palacio, y con ella confronta al rey y a sus acólitos. A la princesa, sin embargo, le dejarás vivir, que mi Señor la ha perdonado, y hoy vengo a recogerla para conducirla a donde yo estoy. Despierta, y no esperes más, que antes de que el sol salga lo que has visto se hará realidad, y no sólo tu pequeño disco, sino una inimaginable cantidad de criaturas caerán en la peor desgracia que el mundo material puede ofrecer.

Y entonces, desperté. Podía escucharse a lo lejos, un cántico siniestro e incomprensible, apenas escondido bajo los ronquidos de mis colegas. Sin pensarlo dos veces, me levanté y fui hacia el cuarto de la emperatriz, donde, en una mesita al lado de su cama, se encontraba una vieja punta afilada hecha de una piedra púrpura, que hasta entonces siempre había creído que era un simple adorno.

La tomé y cautelosamente, tomando un camino que sabía no era tan concurrido, comencé a caminar hacia el sitio indicado. Era todo tan irreal, y al mismo tiempo tan creíble a la luz de lo que había sucedido.

Cuando llegué a la puerta que comunicaba al exterior, miré por la cerradura. En medio de un altar improvisado, rodeado por velas negras, se encontraba la diosa Arasy, ahora con un aspecto terrible e inhumano, y sólo reconocible por su característica cabellera. Ojos en blanco, apariencia esquelética y su rostro congelado en lo que parecía un grito de horror. Y en el fondo, un anciano delgado y alto, al que pronto reconocí como el dios Azaimelek. En su mano un libro viejo y desgastado, del que recitaba palabras que rimaban profanamente y que helaban el alma por motivos que no estaban claros. Hasta que, de repente, los cánticos de los sacerdotes divinos, ocultos bajo túnicas blancas, se elevaron mientras las nubes en el cielo se deformaban tan rápido que me sorprendió, danzando macabra y caóticamente. Y entonces, sucedió.

La niña se contorsionó elevando su rostro al cielo, mientras de su boca brotaban manos oscuras como el carbón, y pronto, también, sombras tentaculares llenas de dientes y ojos al azar. Espantado, me planteé dar la vuelta y esconderme, pero una voz en mi interior me gritó que tenía que hacer lo que se me había ordenado. Pateé la puerta con tanta fuerza que la rompí, de tal modo que, por un instante, los cánticos y la recitación cesaron, mientras sus monstruosos efectos en la joven y el mundo a su alrededor se interrumpían.

-¿Qué diantres han hecho? ¡Es tu hija, viejo perverso!- le grité al padre de los dioses, que me miraba sorprendido, seguramente preguntándose cómo había llegado allí.

-Mátenlo- dijo finalmente, ocasionando que varios dioses atentaran contra mí atacándome con fuego y sustancias corrosivas-.

Temí por un momento, pensando que hasta aquí llegaría mi aventura, sólo para notar a los pocos segundos como nada parecía dañarme, ante la atónita y temerosa mirada de todos los que rodeaban al emperador, que cobardemente se hicieron a un lado, en lo que yo, impulsado por una fuerza más allá de lo divino, caminaba hacia aquél nefasto líder que no había escatimado a su propia hija con tal de lograr lo que sea que quisiera, y que ahora se alejaba de mí mientras, en tono suplicante, intentaba explicarlo todo.

-Escúchame, por favor, ellos me prometieron darme...darnos, darnos a todos un poder y una felicidad inimaginable. No...no sabes lo que haces. Se ve mal, pero no le va a hacer daño. O al menos no para siempre.

-A otro idiota con ese cuento- fue lo último que escuchó, mientras le apuñalaba en el cuello con la hermosa gema. 

Inmediatamente cayó balbuceando y mirándome con espanto. Pero no sólo ante su inminente muerte, sino ante...algo más. Del suelo, a su alrededor, brotaron grandes extremidades de distinto tipo, que le sujetaron con fuerza dolorosa mientras le arrastraban hacia el agujero más negro que la noche que habían creado, entre gritos y lo que parecían ser súplicas desesperadas. Pronto los celebrantes que le acompañaban sufrieron el mismo destino, en lo que yo, ahora en el suelo, volteaba a ver a la niña, que parecía lentamente volver en sí, mientras el color de su piel retornaba.

Tan rápido como aparecieron, las extremidades se hundieron en la oscuridad junto a sus víctimas, al mismo tiempo que la tierra parecía cubrirlas hasta apenas dejar rastro de semejante evento. Asustado y recuperándome de la tensión del momento anterior, escuché a mis espaldas la toz de Arasy, que ahora se encontraba recostada en el suelo. No tardé en recordar las palabras de mi visitante nocturno: "hoy vengo a recogerla".

Me acerqué intuitivamente a ella a fin de acompañarle en sus últimos momentos en el mundo material, y no tardé en arrodillarme y colocar suavemente su cabeza sobre mis rodillas, en lo que su mirada se encontraba con la mía.

-Lo siento- me dijo, con voz débil y esforzándose por respirar-. Dile a todos que lo siento. Fui una tonta. Hice sus vidas más difíciles y solitarias de lo que ya eran. Por favor, perdóname. Fuiste el único de entre todos los que maltraté que se preocupó por mí, y te lo agradezco.

La miré con ojos tan compasivos como espantados, mientras me percataba del miedo a lo desconocido en su mirada.

-¿Qué va a pasar conmigo ahora? Él no me lo dijo.

-No lo sé- le respondí-. Pero va a ser maravilloso.

-Te prometo que, a donde vaya, no voy a olvidarte. Nunca te lo dije, pero me pareces simpático. Y lindo.- me dijo sonriendo, mientras la vida escapaba de sus ojos, y estos se cerraban lentamente, dejándome con un cadáver y una confusión que nunca antes había experimentado.

Una vez ella me dejó, por la entrada aparecieron multitud de dioses y servidores mortales, que habían escuchado mis gritos, y se apresuraron a ir en mi auxilio. Pronto estaba rodeado de dioses iracundos que creían que había matado a su hermana. Probablemente me hubiesen atacado en el acto si su madre, que venía con ellos, no los hubiese detenido al notar el libro en el suelo.

-¿Qué hace eso ahí?- me preguntó con los ojos abiertos como platos- Oni nos prohibió usarlo bajo cualquier concepto, y mi esposo lo guardaba bajo llave.

Aprovechando la ocasión, me apresuré a explicar lo sucedido. Cómo el dios supremo iba a matar a su hija a fin de convocar quien sabe qué al mundo. Sorprendida, ella ordenó que se me encarcelara indefinidamente, más a los pocos días, tras descubrir, por boca de mis compañeros, todo lo que su esposo le había ocultado, me liberó personalmente, y me ordenó volver discretamente a la Tierra, a donde pertenecía, a fin de escapar a las conspiraciones de aquellas deidades que no aceptaron de buena gana su resolución. Conmigo traje algo de dinero con el que compré un terreno y empecé a dedicarme a la agricultura.

Hoy en día apenas parezco de cincuenta, pero ya tengo más de diez mil años. El mundo ha cambiado, especialmente desde que los dioses, ante las sucesivas rebeliones instigadas por cultos místicos, se vieron obligados a hacer concesiones. Pero ninguna cantidad de turbulencias políticas va a quitar de mi mente la pregunta sobre lo que sucedió ese día. ¿Quién era aquél Príncipe de una Corte? ¿Quién era el Altísimo, el Señor de los Mundos al que hacía referencia? Quizá nunca lo sepa. Pero algo me dice que no estoy sólo.

La semana pasada, tras un baño caliente, me miraba al espejo, contemplando lo mucho que he cambiado, mientras me preguntaba qué sería de la joven bonita y, en cierta forma, simpática a la que había salvado de un destino terrible. Dónde estaría, si es que acaso se encontraría en algún lugar.

"Yo estoy en todas partes", empezó a escribir un dedo invisible sobre el empañado espejo del baño.

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