sábado, 1 de marzo de 2025

La Corte de AlAlion, capítulo n° 2 : La confrontación

Capítulo 2

La confrontación

Victoria llegaba a casa, tras lo que sin duda había sido un muy satisfactorio triunfo contra la que consideraba una encarnación de los vicios de un mal académico.

Apenas un año atrás, no tenía mayores rencores contra Alma Sáez de los que tendría contra un idiota anónimo que dijera estupideces por redes sociales. Pero ahora, las cosas eran diferentes.

Nunca iba a perdonarla, o al menos eso creía, por todo el mal que ella y sus secuaces estaban trayendo sobre la Tierra, y las terribles consecuencias que eso estaba teniendo. Se lo debía a su querida Ana, y no estaba dispuesta a no saldar su deuda.

Victoria tenía veintidós años, y desde muy temprano en su vida había sido una chica intelectualmente inquieta. Era una niña rara, a la que sus compañeros de clase a menudo marginaban, y que tal vez por eso mismo había desarrollado cierta empatía para con los demás. Había leído la Biblia desde niña, aunque en realidad jamás había sido muy religiosa, y ya de adolescente no había tardado en perder la fe, movida tanto por las inquietudes de su razón lógica como por el silencio del Altísimo ante el sufrimiento propio y ajeno.

Y sin embargo, pese a todo, siempre había tenido una fascinación por ese Dios desconocido, que concretaba el imposible de ser Tres en Uno, y que no se había olvidado de la raza humana enviándole ciento veinticuatro mil mensajeros, destinados a iluminar los corazones de los hijos de Adán.

De entre todos ellos destacaba, por supuesto, Vasudeva, llamado el Ungido, un hombre sabio, del que muchos se preguntaban si era lícito llamarlo así. Pues, decían sus seguidores, había sido autor de hechos paradójicos, con los que se convirtió en maestro de hombres que reciben la verdad con placer.

Él había enseñado que el hombre es hijo de un Ser más grande aún que Asherah, Creadora del universo, al que se refería con una palabra de una antigua lengua muerta: AlAlion, literalmente, el “Dios Supremo”. En virtud de este sagrado nombre, denominó a sus seguidores como “alionistas”, y cuando la autoridad imperial romana, siguiendo los cantos de sirena de los principales de su pueblo, lo sentenciaron a morir en la cruz, su séquito no se disolvió, sino que, por el contrario, difundió su palabra por toda la Tierra.

A éste siempre lo había admirado, por lo que de él se decía en los textos sagrados que registraban su vida y obra.

Un hombre paciente y bondadoso, amigo de pobres, enfermos y marginados, que no dudaba en denunciar los excesos del poder terreno contra aquellos, y que murió por lo que creía, perdonando a quienes lo atormentaban.

Era una verdadera lástima que sus seguidores no emularan su ejemplo. Pues una de las principales razones de su abierto rechazo por toda fe religiosa era, precisamente, la arrogante y a menudo cruel actitud ante la debilidad ajena de sus predicadores.

Se recordaba de niña, discutiendo con su familia por la actitud de los religiosos ante comunidades como la homosexual, cuyas prohibiciones parecían, ante sus ojos, carecer de todo sentido.

-No veo por qué un Dios estaría tan preocupado por lo que haga una persona en su cama. – decía ella.

Las respuestas nunca le resultaban satisfactorias. Y para cuando tenía catorce años, había abandonado la creencia en lo divino, y en cambio se enfocaba en lo que los científicos y pensadores tenían para decir sobre el origen y propósito del mundo.

Por aquellos años, comenzó a interactuar por primera vez con el pensamiento del movimiento progresista de su país, en aquél momento en boga, y atravesando su mejor momento.

Primero a través de Internet, y luego de manera más presencial, comenzó a vincularse con los activistas progresistas de su ciudad. Se convirtió en una militante de la causa, y una que destacaba especialmente por su inteligencia y conocimiento de los aspectos más técnicos de su cosmovisión.

Dedicaba sus ratos libres a evaluar estudios científicos relacionados con cuestiones como la etiología de la diversidad sexogenérica, y luego compartía sus resultados a través de redes sociales, donde sus amigos difundían sus aportes. Fue así que, poco a poco, comenzó a ganar relevancia.

Para cuando tenía diecisiete años, ya había ganado cierta relevancia tanto en la discusión política vía Internet como en las sedes de los movimientos feministas de su ciudad. Y esta relevancia, tal vez incluso más que la acumulación de conocimiento técnico, fue lo que la llevó a comprender las vivencias de aquellos a quienes intentaba proteger.

Fue después de una de reunión partidaria que conoció a Ana. Era dos años mayor que ella, y había comenzado su transición de género escaso tiempo atrás.

Ana le presentó sus respetos, y le agradeció por su trabajo en beneficio de su comunidad. La charla se volvió progresivamente más dinámica, y no tardaron en intercambiar números de teléfono, con el propósito de continuar la conversación más adelante. Victoria pronto descubrió las considerables dificultades en la vida de su nueva amiga, a medida que se volvieron más cercanas, y empezaron a compartir más tiempo juntas.

Salían a caminar y a tomar un café ocasionalmente, e interactuaban a través de Internet casi a diario. Y así, inevitablemente, Victoria supo que su familia la había expulsado de su casa, y que estaba viviendo a base de prostitución y changas ocasionales.

El descubrimiento fue duro, y difícil de asimilar. Pero, o tal vez a raíz de ello, contribuyó a que desarrollara una relación mucho más profunda con esta chica, a la que hacía todo lo posible por ayudar a ver un poco de color en su gris existencia.

Cada noche, la escuchaba llorar por llamada, mientras le hablaba de lo mucho que extrañaba a sus padres, así como de lo frustrada y enfadada que estaba con ellos. Había pasado años ignorando su disforia de género, tratando de sobrellevarla, hasta que, finalmente, se cansó de pretender que el problema no existía.

Cuando confesó a su familia sus sentimientos, esperando cierto grado de comprensión, se encontró, en lugar de eso, con una violenta reprimenda de su parte, en que se negaron a siquiera escuchar lo que tenía para decir. Su padre, gritando, le llamó “depravado”, y le dijo que no iba a ayudarla a acabar en el Infierno por su caprichosa confusión, en lo que su madre lloraba amargamente.

La llevaron a un psicólogo que prometía reparar su condición, para lo cual se encargó de aislarla de familiares y amigos, quitarle el acceso a Internet y televisión, y someterla a humillantes sesiones de terapia, en que se dedicaba a recriminarle, violentamente, su condición de hombre biológico.

En ese tiempo, consideró quitarse la vida en repetidas ocasiones, y estuvo cerca de intentarlo en algunas. Al cumplir los dieciocho años, finalmente decidió irse de su casa y, por fin, comenzar su proceso de transición, con ayuda de los servicios de un hospital público.

Las cosas, evidentemente, habían estado lejos de resolverse tras este episodio. Le costaba conseguir empleo, y cuando lo conseguía no duraba demasiado en él.

Y así, sin demasiadas opciones, había acabado de lleno en el mundo del comercio sexual, donde cumplía las más depravadas fantasías de hombres varias décadas mayores que ella a cambio de un ingreso que le permitía pagarse una habitación de mala muerte en un barrio en que el hombre más valiente del mundo temería poner un pie.

Pese a todo, con su transición habían venido ciertos bienes. Especialmente aquél tan bello sentimiento de hermandad que unía a todas las que sufrían de la misma marginalidad que ella vivía.

Regularmente se juntaba con las demás prostitutas transgénero para beber y charlar, y no era raro que pasara la noche en casa de alguna de ellas. Cuando una enfermaba, el resto se organizaba para cuidarla, y para pagar sus medicamentos.

Había sido por una de las chicas que supo por primera vez de Victoria. Se contaba sobre una niña prodigio       que, haciendo uso de su vasto cociente intelectual, intentaba informar a los miembros de su maltrecha sociedad de lo que los menos estimados sufrían, y así proporcionar alivio a su dolor.

Una cosa llevó a la otra, y acabó por convertirse en una fervorosa seguidora suya, que ahora, finalmente, tenía la oportunidad de conocerla, y ser su amiga cercana.

La había amado mucho. Más que a ninguna otra amiga en su vida. Y cuando finalmente, un viernes por la noche, recibió su último mensaje a través de redes sociales, ese en el que anunciaba su decisión de abandonar este mundo, tomó inmediatamente su bicicleta para dirigirse hacia su residencia.

Recientemente, se la había diagnosticado con VIH. Ella no tenía la posibilidad de conseguir otro trabajo, y no estaba dispuesta a poner en peligro a sus clientes, con lo que, no teniendo por agradable la idea de morir de hambre, había decidido tomar tan trágica decisión.

Habían pasado ya dos meses desde aquél terrible evento. En este tiempo, Victoria la había llorado casi a diario. No pasaba un día sin que la extrañara, y se preguntara si acaso no podría haber hecho más, si no podría haberle insistido más en buscar una alternativa a su oficio.

Pero, en el fondo, sabía que esa opción era una mera fantasía. Desde que Cecilio Álzaga era presidente, se habían eliminado numerosas protecciones para su comunidad, entre ellas las ayudas laborales de las que dependía tantísima gente.

En estos dos meses, las burlas de ciertos militantes del Partido Liberal hacia el colectivo trans le habían resultado exponencialmente más dolorosas. Ya no se trataba de un mero asunto político que a ella le interpelara, sino que se había vuelto personal.

Y en días recientes, había sabido de la próxima conferencia de Alma Sáez en un barrio cercano. Por curiosidad, buscó sus redes sociales, y al entrar en una de ellas, lo primero que vio fue una burla hacia la caricatura del activismo trans, que ellos llamaban “ideología de género”.

Con eso, había tenido suficiente. Sus estupideces no podían quedar impunes, mucho menos siendo que, con seguridad, Ana no había sido la única víctima de su intolerancia disfrazada de rebeldía.

Ahora, mientras llegaba a casa y saludaba a su madre, revisaba sus propios perfiles, y se sorprendía del alcance que su intervención en la conferencia de la pequeña perra había tenido.

En pocas horas, cuadruplicó su número de seguidores, cosa que no tardó en celebrar en los grupos que tenía en común con varios amigos.

-Creo que deberías aprovechar la ola. – le dijo una de ellas – Yo, en tu lugar, buscaría difundir más mis escritos, o mis ideas.

-Sí. – insistió otro – Es momento de que alguien actúe contra este tipo de lacras.

Sí, razón no les faltaba. Tal vez debería buscar la manera de servirse de sus quince minutos de fama en beneficio de su causa.

Fue entonces que, como por obra de la Providencia o el destino, se percató de que un nuevo mensaje privado le había llegado. Al revisarlo, su agrado no podría haber sido mayor: era una invitación a participar de un conocido programa de televisión de ideas izquierdistas, que deseaba contar con su perspectiva acerca de la situación actual de su patria bajo el gobierno de Álzaga.

“Vaya”, recordó haber pensado, en lo que redactaba su respuesta. “Parece que sí existías después de todo”. 

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