Capítulo 2
La confrontación
Victoria llegaba a casa, tras lo que sin
duda había sido un muy satisfactorio triunfo contra la que consideraba una
encarnación de los vicios de un mal académico.
Apenas un año atrás, no tenía mayores
rencores contra Alma Sáez de los que tendría contra un idiota anónimo que
dijera estupideces por redes sociales. Pero ahora, las cosas eran diferentes.
Nunca iba a perdonarla, o al menos eso
creía, por todo el mal que ella y sus secuaces estaban trayendo sobre la
Tierra, y las terribles consecuencias que eso estaba teniendo. Se lo debía a su
querida Ana, y no estaba dispuesta a no saldar su deuda.
Victoria tenía veintidós años, y desde muy
temprano en su vida había sido una chica intelectualmente inquieta. Era una
niña rara, a la que sus compañeros de clase a menudo marginaban, y que tal vez
por eso mismo había desarrollado cierta empatía para con los demás. Había leído
la Biblia desde niña, aunque en realidad jamás había sido muy religiosa, y ya
de adolescente no había tardado en perder la fe, movida tanto por las
inquietudes de su razón lógica como por el silencio del Altísimo ante el
sufrimiento propio y ajeno.
Y sin embargo, pese a todo, siempre había
tenido una fascinación por ese Dios desconocido, que concretaba el imposible de
ser Tres en Uno, y que no se había olvidado de la raza humana enviándole ciento
veinticuatro mil mensajeros, destinados a iluminar los corazones de los hijos
de Adán.
De entre todos ellos destacaba, por
supuesto, Vasudeva, llamado el Ungido, un hombre sabio, del que muchos se
preguntaban si era lícito llamarlo así. Pues, decían sus seguidores, había sido
autor de hechos paradójicos, con los que se convirtió en maestro de hombres que
reciben la verdad con placer.
Él había enseñado que el hombre es hijo de
un Ser más grande aún que Asherah, Creadora del universo, al que se refería con
una palabra de una antigua lengua muerta: AlAlion, literalmente, el “Dios
Supremo”. En virtud de este sagrado nombre, denominó a sus seguidores como “alionistas”,
y cuando la autoridad imperial romana, siguiendo los cantos de sirena de los
principales de su pueblo, lo sentenciaron a morir en la cruz, su séquito no se
disolvió, sino que, por el contrario, difundió su palabra por toda la Tierra.
A éste siempre lo había admirado, por lo
que de él se decía en los textos sagrados que registraban su vida y obra.
Un hombre paciente y bondadoso, amigo de
pobres, enfermos y marginados, que no dudaba en denunciar los excesos del poder
terreno contra aquellos, y que murió por lo que creía, perdonando a quienes lo
atormentaban.
Era una verdadera lástima que sus
seguidores no emularan su ejemplo. Pues una de las principales razones de su abierto
rechazo por toda fe religiosa era, precisamente, la arrogante y a menudo cruel
actitud ante la debilidad ajena de sus predicadores.
Se recordaba de niña, discutiendo con su
familia por la actitud de los religiosos ante comunidades como la homosexual, cuyas
prohibiciones parecían, ante sus ojos, carecer de todo sentido.
-No veo por qué
un Dios estaría tan preocupado por lo que haga una persona en su cama. – decía ella.
Las respuestas nunca le resultaban
satisfactorias. Y para cuando tenía catorce años, había abandonado la creencia
en lo divino, y en cambio se enfocaba en lo que los científicos y pensadores
tenían para decir sobre el origen y propósito del mundo.
Por aquellos años, comenzó a interactuar
por primera vez con el pensamiento del movimiento progresista de su país, en aquél
momento en boga, y atravesando su mejor momento.
Primero a través de Internet, y luego de
manera más presencial, comenzó a vincularse con los activistas progresistas de
su ciudad. Se convirtió en una militante de la causa, y una que destacaba
especialmente por su inteligencia y conocimiento de los aspectos más técnicos de
su cosmovisión.
Dedicaba sus ratos libres a evaluar estudios
científicos relacionados con cuestiones como la etiología de la diversidad
sexogenérica, y luego compartía sus resultados a través de redes sociales,
donde sus amigos difundían sus aportes. Fue así que, poco a poco, comenzó a
ganar relevancia.
Para cuando tenía diecisiete años, ya había
ganado cierta relevancia tanto en la discusión política vía Internet como en las
sedes de los movimientos feministas de su ciudad. Y esta relevancia, tal vez
incluso más que la acumulación de conocimiento técnico, fue lo que la llevó a comprender
las vivencias de aquellos a quienes intentaba proteger.
Fue después de una de reunión partidaria que
conoció a Ana. Era dos años mayor que ella, y había comenzado su transición de
género escaso tiempo atrás.
Ana le presentó sus respetos, y le agradeció
por su trabajo en beneficio de su comunidad. La charla se volvió progresivamente
más dinámica, y no tardaron en intercambiar números de teléfono, con el propósito
de continuar la conversación más adelante. Victoria pronto descubrió las
considerables dificultades en la vida de su nueva amiga, a medida que se
volvieron más cercanas, y empezaron a compartir más tiempo juntas.
Salían a caminar y a tomar un café
ocasionalmente, e interactuaban a través de Internet casi a diario. Y así, inevitablemente,
Victoria supo que su familia la había expulsado de su casa, y que estaba
viviendo a base de prostitución y changas ocasionales.
El descubrimiento fue duro, y difícil de
asimilar. Pero, o tal vez a raíz de ello, contribuyó a que desarrollara una relación
mucho más profunda con esta chica, a la que hacía todo lo posible por ayudar a
ver un poco de color en su gris existencia.
Cada noche, la escuchaba llorar por
llamada, mientras le hablaba de lo mucho que extrañaba a sus padres, así como
de lo frustrada y enfadada que estaba con ellos. Había pasado años ignorando su
disforia de género, tratando de sobrellevarla, hasta que, finalmente, se cansó de
pretender que el problema no existía.
Cuando confesó a su familia sus
sentimientos, esperando cierto grado de comprensión, se encontró, en lugar de
eso, con una violenta reprimenda de su parte, en que se negaron a siquiera
escuchar lo que tenía para decir. Su padre, gritando, le llamó “depravado”, y le
dijo que no iba a ayudarla a acabar en el Infierno por su caprichosa confusión,
en lo que su madre lloraba amargamente.
La llevaron a un psicólogo que prometía reparar
su condición, para lo cual se encargó de aislarla de familiares y amigos,
quitarle el acceso a Internet y televisión, y someterla a humillantes sesiones
de terapia, en que se dedicaba a recriminarle, violentamente, su condición de hombre
biológico.
En ese tiempo, consideró quitarse la vida
en repetidas ocasiones, y estuvo cerca de intentarlo en algunas. Al cumplir los
dieciocho años, finalmente decidió irse de su casa y, por fin, comenzar su
proceso de transición, con ayuda de los servicios de un hospital público.
Las cosas, evidentemente, habían estado
lejos de resolverse tras este episodio. Le costaba conseguir empleo, y cuando
lo conseguía no duraba demasiado en él.
Y así, sin demasiadas opciones, había
acabado de lleno en el mundo del comercio sexual, donde cumplía las más
depravadas fantasías de hombres varias décadas mayores que ella a cambio de un
ingreso que le permitía pagarse una habitación de mala muerte en un barrio en que
el hombre más valiente del mundo temería poner un pie.
Pese a todo, con su transición habían
venido ciertos bienes. Especialmente aquél tan bello sentimiento de hermandad
que unía a todas las que sufrían de la misma marginalidad que ella vivía.
Regularmente se juntaba con las demás
prostitutas transgénero para beber y charlar, y no era raro que pasara la noche
en casa de alguna de ellas. Cuando una enfermaba, el resto se organizaba para cuidarla,
y para pagar sus medicamentos.
Había sido por una de las chicas que supo
por primera vez de Victoria. Se contaba sobre una niña prodigio que, haciendo uso de su vasto cociente
intelectual, intentaba informar a los miembros de su maltrecha sociedad de lo
que los menos estimados sufrían, y así proporcionar alivio a su dolor.
Una cosa llevó a la otra, y acabó por
convertirse en una fervorosa seguidora suya, que ahora, finalmente, tenía la
oportunidad de conocerla, y ser su amiga cercana.
La había amado mucho. Más que a ninguna
otra amiga en su vida. Y cuando finalmente, un viernes por la noche, recibió su
último mensaje a través de redes sociales, ese en el que anunciaba su decisión
de abandonar este mundo, tomó inmediatamente su bicicleta para dirigirse hacia
su residencia.
Recientemente, se la había diagnosticado
con VIH. Ella no tenía la posibilidad de conseguir otro trabajo, y no estaba
dispuesta a poner en peligro a sus clientes, con lo que, no teniendo por agradable
la idea de morir de hambre, había decidido tomar tan trágica decisión.
Habían pasado ya dos meses desde aquél
terrible evento. En este tiempo, Victoria la había llorado casi a diario. No
pasaba un día sin que la extrañara, y se preguntara si acaso no podría haber
hecho más, si no podría haberle insistido más en buscar una alternativa a su oficio.
Pero, en el fondo, sabía que esa opción
era una mera fantasía. Desde que Cecilio Álzaga era presidente, se habían
eliminado numerosas protecciones para su comunidad, entre ellas las ayudas
laborales de las que dependía tantísima gente.
En estos dos meses, las burlas de ciertos
militantes del Partido Liberal hacia el colectivo trans le habían resultado
exponencialmente más dolorosas. Ya no se trataba de un mero asunto político que
a ella le interpelara, sino que se había vuelto personal.
Y en días recientes, había sabido de la próxima
conferencia de Alma Sáez en un barrio cercano. Por curiosidad, buscó sus redes
sociales, y al entrar en una de ellas, lo primero que vio fue una burla hacia la
caricatura del activismo trans, que ellos llamaban “ideología de género”.
Con eso, había tenido suficiente. Sus
estupideces no podían quedar impunes, mucho menos siendo que, con seguridad, Ana
no había sido la única víctima de su intolerancia disfrazada de rebeldía.
Ahora, mientras llegaba a casa y saludaba
a su madre, revisaba sus propios perfiles, y se sorprendía del alcance que su intervención
en la conferencia de la pequeña perra había tenido.
En pocas horas, cuadruplicó su número de
seguidores, cosa que no tardó en celebrar en los grupos que tenía en común con
varios amigos.
-Creo que
deberías aprovechar la ola. – le dijo una de ellas – Yo, en tu lugar, buscaría
difundir más mis escritos, o mis ideas.
-Sí. –
insistió otro – Es momento de que alguien actúe contra este tipo de lacras.
Sí, razón no les faltaba. Tal vez debería buscar
la manera de servirse de sus quince minutos de fama en beneficio de su causa.
Fue entonces que, como por obra de la
Providencia o el destino, se percató de que un nuevo mensaje privado le había
llegado. Al revisarlo, su agrado no podría haber sido mayor: era una invitación
a participar de un conocido programa de televisión de ideas izquierdistas, que
deseaba contar con su perspectiva acerca de la situación actual de su patria
bajo el gobierno de Álzaga.
“Vaya”, recordó haber pensado, en lo que redactaba
su respuesta. “Parece que sí existías después de todo”.
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