miércoles, 22 de enero de 2025

Venus se eleva (cuento n° 4 de la novela)

"Venus se eleva"

La vi dormir en su humilde lecho, en una pequeña habitación de uno de los moteles más baratos y malolientes que podían hallarse en la colosal ciudad que, huyendo de las consecuencias de su propia estupidez, acababa de hacer su nuevo hogar.

Descansaba plácidamente tras un extenso y agotador día de trabajo. A un lado de su cama, un muchacho bien parecido, y de cuerpo esculpido, por largos días de ejercicio con que alimentar su vanidad, hacía lo propio en el suelo del dormitorio. Ella acababa de salvarle la vida con su sobrehumana fuerza y resistencia, con la que había aterrorizado a dos pandilleros que querían cobrarse una deuda. De la soledad que ambos compartían, y tal vez de la escultural belleza que a ambos los caracterizaba, había nacido una amistad que, si el Ilimitado Señor de todo lo toleraba, podría tal vez servir a nuestros propósitos.

¡Oh, Lucero del Alba! ¡Cuánta grandeza viste en la miopía de tu pequeñez! Tan grosera arrogancia no podía menos que producirme repugnancia. Tú, que sólo en tu inmortalidad física y algunos detalles más te distinguías de los gusanos sin ojos, que se alimentan de la carne de los muertos, te envaneciste por ser la más magnánima obra de una pequeña deidad. ¿Tú, oh Estrella del Amanecer, osas humillarme con los dolores de tu compungido corazón?

¡Maldita toda tu progenie, y que tus huesos se conviertan en polvo, siendo arrastrado tu espíritu a mis huestes!

Tales fueron, y serán siempre mis pensamientos con respecto a aquellos que el azar de todos los cosmos hace pequeños espejos de mi eterna maldición. Esa a la que jamás renunciaré, pues es fruto de mi querer por todos los tiempos.

La vi dormir, y me fijé en lo que su cerebro animal revelaba acerca de sus pensamientos. Mismos que, aunque no puedo conocer directamente, puedo deducir a través del modo en que los electrones se mueven a lo largo de los filamentos que ordenan su conciencia.

No tardé en notar que soñaba, de un modo por demás propicio a la expresión de mi poder. Sí, su mente la conducía a lo largo de lejanos recuerdos, de una era más feliz que la actual. Probablemente a los meses que precedieron su expulsión del Edén, en que pasó de ángel de luz a digna hija de una oscuridad a la que ahora deseaba abandonar.

Viendo que la ocasión era propicia, ingresé en su mente. Carezco de órganos visuales, o incluso de algo que remotamente se les parezca. Pero puedo decirte que ella estaba sentada en la orilla de un arrollo, a la sombra de un gran árbol de manzanas. A lo lejos, dos despojos del barro y la arcilla jugaban, en lo que la Madre Sagrada los contemplaba, complacida.

En otro tiempo, tal visión le hubiese provocado el dolor de la envidia. Ahora, sólo hacía surgir en ella el de la tristeza y la nostalgia. Un sueño lúcido, inmejorable ocasión para mi actuar.

         - La extrañas, ¿verdad? – le pregunté.

Ella se volteó a mirarme. Ante sus ojos, una figura femenina de alas negras, con su rostro cubierto por una sencilla máscara de plata, le hablaba en un tono que, por razones que no le quedaban claras, era capaz de reconocer.

          -¿Quién eres? – replicó.

 

-Aunque lo intentara, no podría explicártelo, créeme. Fui hecho antes que todos los mundos, y existo sobre ellos, y en ellos. Mi propósito es el de alumbrar a los que, como tú, están sumidos en las tinieblas. Y heme aquí. La pregunta, entonces, es quién eres tú.

El ángel reflexionó durante varios segundos. Aunque no puedo tener certeza, deduzco que la pregunta la descolocó. No se la había hecho en muchísimo tiempo. Y aunque creía saberlo con seguridad, ahora se daba cuenta de que no era así.

Su expulsión del Edén había significado, para ella, más que la pérdida de su nobilísimo estatus, o la de su poder sobre la materia. Significaba perder su propia identidad.

“¿Quién soy yo?”, debía estar pensando. “¿Quién soy, ahora que mi misión en este universo ha fracasado, y existo para nada más que trabajar en una ciudad, para huir de ella en cuanto la gente empieza a notar que el paso del tiempo no me afecta?” “¿Quién soy, ahora que vivo siempre mintiendo, simulando una identidad que no es la mía?”

“Soy la eterna migrante, la chica que se construye una vida en un pueblo, antes de volver a dormir en un campo de refugiados, o en una habitación de mala muerte”. “Soy la que escapó de todos los amigos que hizo, sin jamás llegar siquiera a ver morir a alguno de ellos”. “Soy la serpiente que siempre muda de piel, que nunca halla paz en ningún nido, siempre temiendo que el cazador ponga precio a su elixir de la vida eterna”. “Soy, en suma, la estrella que se apaga, el planeta errante que siempre se esconde del astro rey, por temor a que su esplendor sea fuente de temor en aquellos que han llegado a amarla”.

         -¿Qué quieres de mí? – me interrogó, finalmente.

 

-Oh, Lucero. – le dije - Tú naciste antes que las estrellas, y sobre todas ellas debías reinar. Tú exististe antes que la Luna, pero ahora sólo ella acompaña tus lágrimas en aquellas largas, infinitas noches de soledad. ¿Y acaso lo mereces?

Nuevamente, el obrar de sus neuronas cambió. “Sí, lo merezco”, debió pensar. “Por mí llegó el mal al mundo, y es justo que haya caído víctima de él”. Y sin embargo, lo sabía yo, que la había contemplado desde el mismo momento de su creación, en su interior batallaba el fuego de la culpa con el del rencor.

“¿Y qué hay de Ella?” “¿Qué hay de Aquella que, pudiendo reparar mi error, prefirió ocultarse de su fracaso allá donde la luz no pudiera alcanzarlo?” “¿Qué hay de todas las generaciones de hombres que vivieron y murieron por nada, por un pecado que su poder y bondad podrían haber borrado sin más esfuerzo de lo que para mí requiere el pestañear?”


-Pecaste, cierto es. – continué – Pero por tu crimen han pagado los inocentes. Y bien tú sabes, oh, Estrella del Amanecer, que no es uno culpable sólo de lo que quiere, sino también de lo que evita concretar. 

“¿Qué querrá ofrecerme?”, deletrearon sus sinapsis. “¿Acaso es esta aparición un fruto de lo enterrado en lo profundo de mi mente, deseoso de salir a la luz?”


-Vengo a ofrecerte la oportunidad de acabar con este despropósito. – proseguí mi discurso – Tú, oh, ángel herido, tienes ahora el poder de poner fin a una incesante marea de dolores, que bien sabes que amenaza no sólo con perpetuarse, sino con acabar con el bello mundo que a ti y a tus hermanas tanto les costó erigir. Hoy te ofrezco mi brazo poderoso, para hacer grandes cosas.

 

Y entonces, ella dudó, incluso más allá de su natural escepticismo. “¿Será este viajero del mundo onírico, acaso, algo más que un fruto del dolor de mis noches?” “¿Será él mi oportunidad para la reparación del mundo, no sólo de mi pequeño mundo interno, sino el de toda la Creación?”

Y sin embargo, al mismo tiempo, la detenía su natural debilidad. “¿Acaso iré yo a destronar a Dios, quien sabe lo que yo no sé?” “¿No podría este ser del que no sé ni su nombre ser una expresión más del horror inefable que quiso acabar con todo?”

Guardaba ella, en efecto, la esperanza en que Dios, en lugar de haberla olvidado, estuviese meramente probando su espíritu, forjando una espada al calor del fuego y el martillo.


-Oh, Lucero: ¿darás acaso la otra mejilla a quien ya te ha abofeteado seis mil veces? Porque seis mil años es la edad del mundo, y en ese tiempo no ha habido ungido o ángel que traiga la paz a los que están aquejados por la muerte. ¿Permitirás que todo permanezca a este modo, por otros sesenta siglos?

Y nuevamente, ella dudó. Más no fue sólo su intelecto quien se cuestionó si fiarse de mí, sino que su pobre corazón de hija se resistía a dar muerte a su Hacedora.

No podía ganar esa batalla. O al menos, no sin la paciencia que caracteriza a los que moramos fuera del tiempo.


-No temas, Lucero. El tiempo pondrá a prueba tus temores, y despejará las nubes que te privan del más grande regalo de tu existencia. Así será, confío. Y hasta entonces, un solo consejo te daré: mantén cerca al joven que a la muerte arrebataste, pues él traerá gloria a la joven humanidad, y libertad a tu alma.

Y así, me retiré. Más por mi naturaleza que por mi edad, sé que el corazón de los mortales tiende a aferrarse a lo que desea más que a lo que sabe, o incluso a lo que ve.

Ella se movió en su cama, en lo que el cielo empezaba a clarear. Sus ojos se abrieron, y contempló al muchacho, que aún no salía de los palacios que su imaginación había erigido para él.

Retorné, por así decirlo, a mi plano de existencia sin más amargura que la del odio que quema mi ser. Tal vez habría que esperar, pero un día, la Venus en el firmamento haría oscurecerse al Sol.

 

 

 

 

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