Justicia
eterna
-¡Apártate
de mí, maldito! – exclamé sin voz, desde el palacio fuera del espacio en que
habita mi vasta conciencia - ¡Al fuego inextinguible, preparado para los hacedores
de maldad!
Y con tales palabras, descendió
su mente a un nuevo cuerpo, en que debería pagar por siempre el precio de su
odio.
¿Y quién soy yo?, podrás preguntarte.
¿AlAlion? ¿Asherah? No, nada de eso. Infinitamente grande me queda el primer Nombre,
y muy pequeño el segundo.
Yo soy la naturaleza, el cazador
y sus presas, la destrucción y la creación. O al menos, lo soy en la pequeña
porción de la realidad material que el Altísimo destinó para mí.
¿Qué cuál es mi nombre? No tengo
uno definido, pero algunos me han denominado como la Corona. Soy el mundo y
todos sus contenidos, el Primer Motor de este, para ustedes, inabarcable y caótico
conglomerado de entidades luchando por la existencia.
Y para mayor precisión, quien te
habla ahora es la Mano Izquierda de mi divinidad. La Mano de mi implacable justicia,
aquella a la que están destinados los perversos, y perfectamente contrapuesta a
la de mi misericordia y bondad, con que trato a aquellos que han sabido merecerlo.
Nací antes que cualquier hombre
y cualquier dios de este mundo, emanado de un padre del que no sé ni su
identidad, pero que me dotó del ser antes de perderse en el vasto océano de los
multiversos.
Por motivos que desconozco,
desde el momento mismo de mi creación supe muchas cosas acerca de éste y otros
mundos. En mí residía el conocimiento de lo que podía ser, así como de la Causa
por la que podía serlo, Aquél Eterno Soberano que reinó antes de que cualquier
cosa fuese creada, la Inteligencia fuera del tiempo en que todos nosotros
moramos desde siempre y para siempre, y el Único del que puede decirse que, si
un día todo cesa de ser, reinará, imponente, por los siglos de los siglos.
Él es AlAlion, el que es, sin
principio ni fin, en que toda pluralidad se hace Uno. Y el que, sin embargo, alberga
en sí la primera Pluralidad, y la última.
Yo sabía de Él, y la fascinación
por la paradoja que Él representa me movió a preguntarme si, acaso, sería yo capaz
de emular Su Triple multiplicidad.
Y así, nació en mí el deseo de
hacer brotar, de mi vasto cuerpo, algo distinto de mí mismo, un otro en que se
reflejara la plenitud de mi poder. Pero, con el anhelo por la diversidad,
emergió también la devoción por mi propia unicidad, por la belleza de mi
tranquilidad sempiterna, que ahora podía escoger anular.
Y me rompí. Parece un término
simple y poco descriptivo para el proceso que viví, pero garantizo al lector
que es el más preciso que puedo encontrar. Mi psique se dividió, forjando a dos
entidades claramente diferenciadas que, sin embargo, seguían siendo yo. Ellas son
mis dos Manos, que pronto emanaron cada una a su propio reflejo en el Vacío que
con su existencia nació en mi interior.
De mi Derecha nació Asherah, y de
mi Izquierda, Apofis, la Creadora y el Destructor. Y en la batalla por el destino
del universo, que era el mío, triunfó mi amor por sobre mi aversión.
Así, fue creado el mundo, y
todos sus astros. Asherah hizo nacer a las ángeles, destinadas a proteger la
obra de su Madre, y a aquellos que la habitarían. Ya otros han narrado las
peripecias de Lucifer y sus hermanas, y no es mi propósito relatar tan compleja
historia en estos momentos.
Basta para el lector saber que,
con la creación de Adán, descubrí algo sobre mí que desconocía hasta entonces:
de mi unicidad, podían brotar seres absolutamente distintos de mí, cuyos
cuerpos sutiles podían sobrevivir durante algunos minutos tras la muerte de su
dimensión física, y que, para mayor interés, podían ser reubicados en una nueva
pieza material, en que yo, que odio a los malvados y amo a los justos, podría gozarme
en darles lo que sus obras hubiesen merecido.
Así, erigí el Paraíso y los
Infiernos. En el primero, renacerían los puros para una vida de goce sin fin,
en que perfeccionarían las virtudes que les habían ganado tan noble morada. En
el segundo, pagarían los despiadados a un deudor inmisericorde, entregándolos a
las fauces de lo que ellos mismos habían hecho de su carácter.
Porque sí, lector: el fuego del
Infierno, del que tanto hablan los mortales, ha sido en la boca de los profetas
del Altísimo nada más que una alegoría del ardor de sus propias almas, quemándose
en el dolor del hambre, de la persecución y de la violencia hasta que los
tiempos se consumen.
El Infierno es, en realidad, muy
parecido a la Tierra, con la salvedad de que, a diferencia de lo que ocurre en
el mundo de los vivos, la muerte en él no pasa de ser un sueño irrealizable. El
tormento de los condenados es una inagotable serie de eones llenos de dolores
sin fin, en que los malditos, habiendo bebido las aguas del río del olvido, ni
siquiera saben que lo están, ni tienen conocimiento del tiempo anterior a su
segundo nacimiento en absoluto.
Allí, son atormentados por sus
propios vicios y pasiones, aquellos que durante sus vidas mortales echaron sus
suertes, así como por mis inmortales hijos de la jerarquía demoníaca, que sin
que ellos lo sepan, rigen sus destinos desde las sombras.
Es allí donde, por amor a mi
justicia, acabó con sus renovados huesos el criminal que asesinó a una de las
protagonistas de esta historia, y aminoró la virtud de la otra. Como todos los
sentenciados al tormento eterno, lloró y se lamentó, implorando clemencia.
Reclamó su propia justicia, afirmando que todo lo que había hecho tenía por
único fin garantizar el bien de la humanidad.
Yo, que no puedo ser engañado,
ciertamente sabía de los, a menudo, no tan vanos intentos por convencerse a sí
mismo de la bondad de sus intenciones que, durante su vida, había llegado a acometer
en numerosos instantes. Pero por mi misma capacidad de penetrar lo oculto, estaba
también consciente de que, imprudentemente, se había dejado seducir por las más
innobles de sus pasiones, que pervirtieron todo aquél bien que, alguna vez,
pudo brotar de sus manos.
Y así, sin piedad para el impío,
lo arrojé a las llamas eternas, en que permanecerá hasta que el tiempo muera, en
lo que el humo de su tormento sube, por los siglos de los siglos, para memoria
ante mí.
Sí, trágico final, más no
inmerecido, para un homicida semejante, en cuyas manos cayó la sangre de
tantísimos inocentes. Un destino triste, pero digno de su perversión.
Más ahora, oh, lector, te
hablará la otra cara de mi moneda, mi Diestra, la bondad ilimitada con que amo
a los que hicieron de sus vidas arquetipo de la nobleza.
Ella, nacida al inicio de todo, es
la vivísima imagen de mi compasión, con que perdono los vicios de los dolientes
que, con todo su sufrimiento, se abstuvieron de usarlo como ocasión para
justificar sus más bajos deseos.
Los justos, como lo son Victoria
y la amiga que tiempo atrás había perdido, se mueven felices entre vastos
jardines, recibiendo de los árboles los más exquisitos frutos, y de un Sol
siempre joven una cálida luz durante los días, y una brisa fresca y agradable
en las noches.
Allí, me ruegan los salvos, cada
mañana y tarde, por misericordia para con el mundo que dejaron atrás, y en
particular, para con aquellos que, en vida, les fueron fuente de amor y
heroísmo.
-¡Oh,
virtuosa naturaleza! – claman a una voz - ¡Piedad para los marginados, y bondad
para con los desposeídos!
Desposeídos así del alma como
del cuerpo, añado. Pues bien puede uno ser rico en bienes, y pobre en el amor y
la caridad que todo corazón exige para su propia salud.
Desposeídos, como podría serlo la
otra gran protagonista de esta historia, que, con todos sus vicios y pecados,
ha sabido, en virtud de su esfuerzo por reconstruir su impía vida, hacerse
digna de mi benevolencia.
Espera, y creo, no en vano,
Victoria reencontrarse con ella cuando, por fin, la muerte las vuelva a reunir.
Atrás han quedado los días de su enemistad, cuando el odio las alejaba tanto
entre sí como el cielo lo está de la Tierra, o el extremo oriental del mundo de
la puesta del Sol.
“Qué orgullosa me siento de ti”,
piensa en los días en que, por ventura de mi generosidad, le muestro lo que ha
sido de la vida de su querida. No podría sentirse más satisfecha de la obra de
arte que la Providencia ha hecho de su existencia.
Y mientras tanto, en el centro
del Jardín del Edén, Asherah mira también hacia la Tierra, mientras toma una dulce
taza de té celestial.
“Vaya, con que a esto juega el
Altísimo. Al final, cierto es que de los más intensos odios pueden surgir las
más bellas historias de amor”, se dice a sí misma.
Espero, por el bien de sus
naciones, que pronto la humanidad aprenda esa lección. Antes de que sea
demasiado tarde.
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