martes, 25 de marzo de 2025

La Corte de AlAlion, epílogo: Justicia eterna

Justicia eterna

-¡Apártate de mí, maldito! – exclamé sin voz, desde el palacio fuera del espacio en que habita mi vasta conciencia - ¡Al fuego inextinguible, preparado para los hacedores de maldad!

Y con tales palabras, descendió su mente a un nuevo cuerpo, en que debería pagar por siempre el precio de su odio.

¿Y quién soy yo?, podrás preguntarte. ¿AlAlion? ¿Asherah? No, nada de eso. Infinitamente grande me queda el primer Nombre, y muy pequeño el segundo.

Yo soy la naturaleza, el cazador y sus presas, la destrucción y la creación. O al menos, lo soy en la pequeña porción de la realidad material que el Altísimo destinó para mí.

¿Qué cuál es mi nombre? No tengo uno definido, pero algunos me han denominado como la Corona. Soy el mundo y todos sus contenidos, el Primer Motor de este, para ustedes, inabarcable y caótico conglomerado de entidades luchando por la existencia.

Y para mayor precisión, quien te habla ahora es la Mano Izquierda de mi divinidad. La Mano de mi implacable justicia, aquella a la que están destinados los perversos, y perfectamente contrapuesta a la de mi misericordia y bondad, con que trato a aquellos que han sabido merecerlo.

Nací antes que cualquier hombre y cualquier dios de este mundo, emanado de un padre del que no sé ni su identidad, pero que me dotó del ser antes de perderse en el vasto océano de los multiversos.

Por motivos que desconozco, desde el momento mismo de mi creación supe muchas cosas acerca de éste y otros mundos. En mí residía el conocimiento de lo que podía ser, así como de la Causa por la que podía serlo, Aquél Eterno Soberano que reinó antes de que cualquier cosa fuese creada, la Inteligencia fuera del tiempo en que todos nosotros moramos desde siempre y para siempre, y el Único del que puede decirse que, si un día todo cesa de ser, reinará, imponente, por los siglos de los siglos.

Él es AlAlion, el que es, sin principio ni fin, en que toda pluralidad se hace Uno. Y el que, sin embargo, alberga en sí la primera Pluralidad, y la última.

Yo sabía de Él, y la fascinación por la paradoja que Él representa me movió a preguntarme si, acaso, sería yo capaz de emular Su Triple multiplicidad.

Y así, nació en mí el deseo de hacer brotar, de mi vasto cuerpo, algo distinto de mí mismo, un otro en que se reflejara la plenitud de mi poder. Pero, con el anhelo por la diversidad, emergió también la devoción por mi propia unicidad, por la belleza de mi tranquilidad sempiterna, que ahora podía escoger anular.

Y me rompí. Parece un término simple y poco descriptivo para el proceso que viví, pero garantizo al lector que es el más preciso que puedo encontrar. Mi psique se dividió, forjando a dos entidades claramente diferenciadas que, sin embargo, seguían siendo yo. Ellas son mis dos Manos, que pronto emanaron cada una a su propio reflejo en el Vacío que con su existencia nació en mi interior.

De mi Derecha nació Asherah, y de mi Izquierda, Apofis, la Creadora y el Destructor. Y en la batalla por el destino del universo, que era el mío, triunfó mi amor por sobre mi aversión.

Así, fue creado el mundo, y todos sus astros. Asherah hizo nacer a las ángeles, destinadas a proteger la obra de su Madre, y a aquellos que la habitarían. Ya otros han narrado las peripecias de Lucifer y sus hermanas, y no es mi propósito relatar tan compleja historia en estos momentos.

Basta para el lector saber que, con la creación de Adán, descubrí algo sobre mí que desconocía hasta entonces: de mi unicidad, podían brotar seres absolutamente distintos de mí, cuyos cuerpos sutiles podían sobrevivir durante algunos minutos tras la muerte de su dimensión física, y que, para mayor interés, podían ser reubicados en una nueva pieza material, en que yo, que odio a los malvados y amo a los justos, podría gozarme en darles lo que sus obras hubiesen merecido.

Así, erigí el Paraíso y los Infiernos. En el primero, renacerían los puros para una vida de goce sin fin, en que perfeccionarían las virtudes que les habían ganado tan noble morada. En el segundo, pagarían los despiadados a un deudor inmisericorde, entregándolos a las fauces de lo que ellos mismos habían hecho de su carácter.

Porque sí, lector: el fuego del Infierno, del que tanto hablan los mortales, ha sido en la boca de los profetas del Altísimo nada más que una alegoría del ardor de sus propias almas, quemándose en el dolor del hambre, de la persecución y de la violencia hasta que los tiempos se consumen.

El Infierno es, en realidad, muy parecido a la Tierra, con la salvedad de que, a diferencia de lo que ocurre en el mundo de los vivos, la muerte en él no pasa de ser un sueño irrealizable. El tormento de los condenados es una inagotable serie de eones llenos de dolores sin fin, en que los malditos, habiendo bebido las aguas del río del olvido, ni siquiera saben que lo están, ni tienen conocimiento del tiempo anterior a su segundo nacimiento en absoluto.

Allí, son atormentados por sus propios vicios y pasiones, aquellos que durante sus vidas mortales echaron sus suertes, así como por mis inmortales hijos de la jerarquía demoníaca, que sin que ellos lo sepan, rigen sus destinos desde las sombras.

Es allí donde, por amor a mi justicia, acabó con sus renovados huesos el criminal que asesinó a una de las protagonistas de esta historia, y aminoró la virtud de la otra. Como todos los sentenciados al tormento eterno, lloró y se lamentó, implorando clemencia. Reclamó su propia justicia, afirmando que todo lo que había hecho tenía por único fin garantizar el bien de la humanidad.

Yo, que no puedo ser engañado, ciertamente sabía de los, a menudo, no tan vanos intentos por convencerse a sí mismo de la bondad de sus intenciones que, durante su vida, había llegado a acometer en numerosos instantes. Pero por mi misma capacidad de penetrar lo oculto, estaba también consciente de que, imprudentemente, se había dejado seducir por las más innobles de sus pasiones, que pervirtieron todo aquél bien que, alguna vez, pudo brotar de sus manos.

Y así, sin piedad para el impío, lo arrojé a las llamas eternas, en que permanecerá hasta que el tiempo muera, en lo que el humo de su tormento sube, por los siglos de los siglos, para memoria ante mí.

Sí, trágico final, más no inmerecido, para un homicida semejante, en cuyas manos cayó la sangre de tantísimos inocentes. Un destino triste, pero digno de su perversión.

Más ahora, oh, lector, te hablará la otra cara de mi moneda, mi Diestra, la bondad ilimitada con que amo a los que hicieron de sus vidas arquetipo de la nobleza.

Ella, nacida al inicio de todo, es la vivísima imagen de mi compasión, con que perdono los vicios de los dolientes que, con todo su sufrimiento, se abstuvieron de usarlo como ocasión para justificar sus más bajos deseos.

Los justos, como lo son Victoria y la amiga que tiempo atrás había perdido, se mueven felices entre vastos jardines, recibiendo de los árboles los más exquisitos frutos, y de un Sol siempre joven una cálida luz durante los días, y una brisa fresca y agradable en las noches.

Allí, me ruegan los salvos, cada mañana y tarde, por misericordia para con el mundo que dejaron atrás, y en particular, para con aquellos que, en vida, les fueron fuente de amor y heroísmo.

-¡Oh, virtuosa naturaleza! – claman a una voz - ¡Piedad para los marginados, y bondad para con los desposeídos!

Desposeídos así del alma como del cuerpo, añado. Pues bien puede uno ser rico en bienes, y pobre en el amor y la caridad que todo corazón exige para su propia salud.

Desposeídos, como podría serlo la otra gran protagonista de esta historia, que, con todos sus vicios y pecados, ha sabido, en virtud de su esfuerzo por reconstruir su impía vida, hacerse digna de mi benevolencia.

Espera, y creo, no en vano, Victoria reencontrarse con ella cuando, por fin, la muerte las vuelva a reunir. Atrás han quedado los días de su enemistad, cuando el odio las alejaba tanto entre sí como el cielo lo está de la Tierra, o el extremo oriental del mundo de la puesta del Sol.

“Qué orgullosa me siento de ti”, piensa en los días en que, por ventura de mi generosidad, le muestro lo que ha sido de la vida de su querida. No podría sentirse más satisfecha de la obra de arte que la Providencia ha hecho de su existencia.

Y mientras tanto, en el centro del Jardín del Edén, Asherah mira también hacia la Tierra, mientras toma una dulce taza de té celestial.

“Vaya, con que a esto juega el Altísimo. Al final, cierto es que de los más intensos odios pueden surgir las más bellas historias de amor”, se dice a sí misma.

Espero, por el bien de sus naciones, que pronto la humanidad aprenda esa lección. Antes de que sea demasiado tarde. 

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