martes, 25 de marzo de 2025

La Corte de AlAlion, capítulo 11: La semilla de la Iglesia

 La semilla de la Iglesia

“La chica miraba a su verdugo con rostro cansado y ojos tristes, a la vez que extrañamente reconfortantes. Yo llevaba tiempo fijándome en ella. Como un soldado más en una prisión militar, mi colaboración con lo que cada día percibía más como un negro episodio de la historia de mi patria era relativamente menor. Sólo me hacía cargo de vigilar a los prisioneros, y pese a las presiones, me había abstenido de participar en las torturas en su contra.

Eso, de algún modo, calmaba ligeramente mi conciencia. En realidad, yo no quería estar ahí, y hacía lo posible por mantenerme apartado de las crueldades del régimen.

Pero ella tenía algo especial. A diferencia de muchos de los reclusos, se caracterizaba por una sincera gentileza hacia sus captores, que volvía intolerable para mí el trato que se le estaba brindando. El primer día, cuando uno de mis compañeros estaba entrando a su celda para alimentarla, ella pisó accidentalmente su pie, para luego disculparse con él.

Esto no era raro considerando el hecho de que dependía de su buena voluntad, pero como bien mencioné, su caso era distinto. Su rostro era el de una efigie religiosa, mirando con genuina compasión, y no con miedo, a los que la estábamos haciendo miserable.

Había llegado allí después de que el gobierno anunciara el cierre del Congreso, y al poco tiempo comenzaran las detenciones masivas. Álzaga quería asegurarse de que no quedara ninguna autoridad en que sus opositores pudieran poner su fidelidad, con lo que el primer paso del golpe de estado era descabezarlos, acabando con sus referentes intelectuales y políticos.

Y ella había tenido la mala suerte de contarse en ese grupo. Pese a su juventud, su vasto intelecto la había transformado en una conocida activista del mundo progresista. Pese a que recientemente, por lo que se me había contado, había intentado ella sola tender un puente para con la vereda opuesta, sus esfuerzos no habían sido valorados de manera ecuánime.

Cada noche, cuando era mi turno para vigilar a los presos, pasaba al frente de su celda con el propósito expreso de saber qué estaba haciendo. Habitualmente la encontraba consolando a alguno de sus compañeros, y en ocasiones, haciendo algo que no hubiese esperado de alguien de sus orígenes: orar.

Como todo occidental promedio, ella conocía las oraciones propias de nuestra tierra, y las repetía en bucle hasta quedarse dormida. Tal vez habría tenido algo que ver la influencia del sacerdote que, por azares del destino, había acabado siendo su compañero de reclusión, y que había muerto recientemente por falta de medicamentos.

Era fascinante, para mí, cómo la comprensiva influencia de un hombre que seguramente pasaría a la historia como un anónimo podía ser capaz de impactar a un alma, en beneficio, tal vez, de otra.

“Alma” era una palabra que ella repetía habitualmente en sus plegarias al Señor de los mundos. Nunca tuve claro a quién se refería exactamente. Pero en cada guardia, ella pedía que ese pobre espíritu pudiera hallar en el Altísimo la compasión que sin duda no se tendría a sí mismo.

El día en que la situación explotó, yo acababa de empezar mi turno. Eran ya las diez de la noche, y tras mi cena, se me mandó a llamar para lo que pronto descubrí como una ejecución sumaria, como las que habían estado realizándose de manera regular en los últimos días. Como bien dije, el objetivo era descabezar a la oposición, con lo que este proceder era de esperarse.

Pero mi corazón pareció caer de mi pecho cuando supe que uno de los objetivos de la noche era precisamente aquella chica que tantas pasiones había levantado, y que ese día, pese a su lamentable estado físico y apariencia, parecía brillar con una cándida luz que no tardó en iluminar las negruras de mi corazón.

No, no debía morir. Era demasiado joven, y tenía derecho al futuro que cualquier muchacha de su edad puede tener. Especialmente ella…

Pero la decisión estaba tomada, y no había nada que yo pudiera hacer. La hicieron caminar afuera del recinto, junto a otros prisioneros en una situación tan triste como la suya. Y una vez frente al paredón, sin siquiera permitirles una última despedida, los soldados apuntaron sus rifles contra ellos.

Nuestras miradas se cruzaron en esos breves instantes. En sus ojos, no se veía rencor ninguno, ni la menor animadversión contra nosotros. Sólo tristeza, y un extremo y más que justificado agotamiento.

Me quebré. No pude evitarlo. Todo esto era excesivo incluso para un hombre de armas, como yo lo era. Pero, evidentemente, no era el único.

Un par de horas después, tras haberme refugiado en un baño para llorar mis culpas sin que nadie pudiera verme, se me hizo llamar de inmediato. Al aparecer frente a mis superiores, me dieron un arma y, junto a otros hombres, nos hicieron subir a un camión camino a la cercana capital. No tardé en descubrir qué pasaba.

De algún modo, alguien había obtenido un video de la ejecución de la muchacha, y de una manera aún más misteriosa, había sido capaz de subirlo a redes sociales.

El material se había viralizado en cuestión de minutos. Y pronto, la ira acumulada de un país entero venció al miedo, y cientos de miles de personas salieron a la calle en busca de la cabeza de sus dirigentes.

Lo que sigue ocurrió tan rápido, que dudo poder narrarlo con exactitud. Hubo muertos. Muchos, y yo seguramente fui responsable de algunos, por los que hoy, su señoría, estoy pagando mi condena. Cecilio Álzaga, en un intento por escapar del país, fue atrapado y linchado por una multitud furiosa, que por lo visto no había aprendido las lecciones que esa chica intentó enseñarle.

Ahora, más de diez años después de lo sucedido, todavía me pregunto cuáles habrán sido los últimos pensamientos que cruzaron por su mente. Seguramente hubo fe. Y, sospecho fuertemente, también compasión.

Aquí nadie fue inocente. Bien por promover el odio, bien por pagarlo con la misma moneda. Y una de las pocas personas que intentó detenernos lo pagó con su vida.

De modo que, honorable jurado, y sin interés en menoscabar mi responsabilidad, suplico que se haga justicia sin olvidar la clemencia. Es momento de perdonarnos unos a otros, de superar las heridas del pasado, y así construir un futuro en que estos horrores no se repitan.

Que el Dios Supremo me perdone, y que tenga compasión de nuestra gran y noble patria. Y, sobre todo, que aquella chica que hace tanto nos dejó, interceda, donde quiera que esté, para que ese espíritu que ella tuvo se contagie a cada uno de nuestros corazones. Muchas gracias”.

Alma escuchaba, entre lágrimas, el discurso del soldado, uno de los últimos en ver a su querida Victoria con vida, desde la sala de su casa. Allí residía, sola, con un gato de nombre Torquemada, permitiéndose sólo ocasionalmente ser feliz.

Había pasado los últimos doce años llena de culpa. Desde lo sucedido aquella noche, había pasado cada día preguntándose si, acaso, hubiera podido hacer la diferencia.

“Perdóname, por favor”, le decía a su amiga, sin estar segura de si ella podía escucharla. Pero, al mismo tiempo, sentía una extraña alegría.

En sus últimos días, ella no se había olvidado de la única persona que, tal vez, podría haber hecho algo para prevenir la tragedia. Y, tal vez como fruto de su oración sincera, el Altísimo le había concedido una segunda oportunidad.

Tras huir de Ariadne, había intentado rehacer su vida en el norte de América, sin éxito. Los fantasmas de su pasado la perseguían aún, tanto al interior de su espíritu como fuera de él. Muchos la acusaban de ser responsable de la muerte de numerosos inocentes, y la verdad era que no estaban equivocados.

Pero ella, por una vez, decidió ser valiente, y dar un paso al frente sin huir de lo que tenía detrás. Escribió una novela narrando sus experiencias con Victoria, y dedicó su vida a intentar que su legado no muriese con ella.

Ahora, más de una década después, era la reconocida dirigente de una fundación destinada a combatir la desinformación y, sobre todo, el odio en forma de palabras, así como de acciones. Ella finalmente había tenido el valor de asumir quién era, y a pesar de que su convicción religiosa la había prevenido de llevar sus deseos a la práctica, sentía una libertad que habría olvidado por siempre sin esa chica.

Aquella muchacha, al final, había logrado lo que merecía: ser la semilla de nuevos hombres justos. Y ella, sin menoscabo de su pasado, también. 

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