La semilla
de la Iglesia
“La chica miraba a su verdugo
con rostro cansado y ojos tristes, a la vez que extrañamente reconfortantes. Yo
llevaba tiempo fijándome en ella. Como un soldado más en una prisión militar, mi
colaboración con lo que cada día percibía más como un negro episodio de la
historia de mi patria era relativamente menor. Sólo me hacía cargo de vigilar a
los prisioneros, y pese a las presiones, me había abstenido de participar en
las torturas en su contra.
Eso, de algún modo, calmaba
ligeramente mi conciencia. En realidad, yo no quería estar ahí, y hacía lo
posible por mantenerme apartado de las crueldades del régimen.
Pero ella tenía algo especial. A
diferencia de muchos de los reclusos, se caracterizaba por una sincera gentileza
hacia sus captores, que volvía intolerable para mí el trato que se le estaba brindando.
El primer día, cuando uno de mis compañeros estaba entrando a su celda para
alimentarla, ella pisó accidentalmente su pie, para luego disculparse con él.
Esto no era raro considerando el
hecho de que dependía de su buena voluntad, pero como bien mencioné, su caso
era distinto. Su rostro era el de una efigie religiosa, mirando con genuina
compasión, y no con miedo, a los que la estábamos haciendo miserable.
Había llegado allí después de
que el gobierno anunciara el cierre del Congreso, y al poco tiempo comenzaran
las detenciones masivas. Álzaga quería asegurarse de que no quedara ninguna
autoridad en que sus opositores pudieran poner su fidelidad, con lo que el
primer paso del golpe de estado era descabezarlos, acabando con sus referentes
intelectuales y políticos.
Y ella había tenido la mala
suerte de contarse en ese grupo. Pese a su juventud, su vasto intelecto la
había transformado en una conocida activista del mundo progresista. Pese a que
recientemente, por lo que se me había contado, había intentado ella sola tender
un puente para con la vereda opuesta, sus esfuerzos no habían sido valorados de
manera ecuánime.
Cada noche, cuando era mi turno
para vigilar a los presos, pasaba al frente de su celda con el propósito
expreso de saber qué estaba haciendo. Habitualmente la encontraba consolando a alguno
de sus compañeros, y en ocasiones, haciendo algo que no hubiese esperado de alguien
de sus orígenes: orar.
Como todo occidental promedio,
ella conocía las oraciones propias de nuestra tierra, y las repetía en bucle hasta
quedarse dormida. Tal vez habría tenido algo que ver la influencia del
sacerdote que, por azares del destino, había acabado siendo su compañero de
reclusión, y que había muerto recientemente por falta de medicamentos.
Era fascinante, para mí, cómo la
comprensiva influencia de un hombre que seguramente pasaría a la historia como
un anónimo podía ser capaz de impactar a un alma, en beneficio, tal vez, de
otra.
“Alma” era una palabra que ella
repetía habitualmente en sus plegarias al Señor de los mundos. Nunca tuve claro
a quién se refería exactamente. Pero en cada guardia, ella pedía que ese pobre
espíritu pudiera hallar en el Altísimo la compasión que sin duda no se tendría
a sí mismo.
El día en que la situación
explotó, yo acababa de empezar mi turno. Eran ya las diez de la noche, y tras
mi cena, se me mandó a llamar para lo que pronto descubrí como una ejecución sumaria,
como las que habían estado realizándose de manera regular en los últimos días. Como
bien dije, el objetivo era descabezar a la oposición, con lo que este proceder
era de esperarse.
Pero mi corazón pareció caer de
mi pecho cuando supe que uno de los objetivos de la noche era precisamente
aquella chica que tantas pasiones había levantado, y que ese día, pese a su
lamentable estado físico y apariencia, parecía brillar con una cándida luz que
no tardó en iluminar las negruras de mi corazón.
No, no debía morir. Era
demasiado joven, y tenía derecho al futuro que cualquier muchacha de su edad
puede tener. Especialmente ella…
Pero la decisión estaba tomada,
y no había nada que yo pudiera hacer. La hicieron caminar afuera del recinto, junto
a otros prisioneros en una situación tan triste como la suya. Y una vez frente
al paredón, sin siquiera permitirles una última despedida, los soldados apuntaron
sus rifles contra ellos.
Nuestras miradas se cruzaron en
esos breves instantes. En sus ojos, no se veía rencor ninguno, ni la menor animadversión
contra nosotros. Sólo tristeza, y un extremo y más que justificado agotamiento.
Me quebré. No pude evitarlo.
Todo esto era excesivo incluso para un hombre de armas, como yo lo era. Pero,
evidentemente, no era el único.
Un par de horas después, tras
haberme refugiado en un baño para llorar mis culpas sin que nadie pudiera verme,
se me hizo llamar de inmediato. Al aparecer frente a mis superiores, me dieron
un arma y, junto a otros hombres, nos hicieron subir a un camión camino a la cercana
capital. No tardé en descubrir qué pasaba.
De algún modo, alguien había
obtenido un video de la ejecución de la muchacha, y de una manera aún más
misteriosa, había sido capaz de subirlo a redes sociales.
El material se había viralizado
en cuestión de minutos. Y pronto, la ira acumulada de un país entero venció al
miedo, y cientos de miles de personas salieron a la calle en busca de la cabeza
de sus dirigentes.
Lo que sigue ocurrió tan rápido,
que dudo poder narrarlo con exactitud. Hubo muertos. Muchos, y yo seguramente
fui responsable de algunos, por los que hoy, su señoría, estoy pagando mi condena.
Cecilio Álzaga, en un intento por escapar del país, fue atrapado y linchado por
una multitud furiosa, que por lo visto no había aprendido las lecciones que esa
chica intentó enseñarle.
Ahora, más de diez años después
de lo sucedido, todavía me pregunto cuáles habrán sido los últimos pensamientos
que cruzaron por su mente. Seguramente hubo fe. Y, sospecho fuertemente,
también compasión.
Aquí nadie fue inocente. Bien
por promover el odio, bien por pagarlo con la misma moneda. Y una de las pocas
personas que intentó detenernos lo pagó con su vida.
De modo que, honorable jurado, y
sin interés en menoscabar mi responsabilidad, suplico que se haga justicia sin olvidar
la clemencia. Es momento de perdonarnos unos a otros, de superar las heridas
del pasado, y así construir un futuro en que estos horrores no se repitan.
Que el Dios Supremo me perdone,
y que tenga compasión de nuestra gran y noble patria. Y, sobre todo, que aquella
chica que hace tanto nos dejó, interceda, donde quiera que esté, para que ese
espíritu que ella tuvo se contagie a cada uno de nuestros corazones. Muchas
gracias”.
Alma escuchaba, entre lágrimas,
el discurso del soldado, uno de los últimos en ver a su querida Victoria con
vida, desde la sala de su casa. Allí residía, sola, con un gato de nombre Torquemada,
permitiéndose sólo ocasionalmente ser feliz.
Había pasado los últimos doce
años llena de culpa. Desde lo sucedido aquella noche, había pasado cada día
preguntándose si, acaso, hubiera podido hacer la diferencia.
“Perdóname, por favor”, le decía
a su amiga, sin estar segura de si ella podía escucharla. Pero, al mismo
tiempo, sentía una extraña alegría.
En sus últimos días, ella no se
había olvidado de la única persona que, tal vez, podría haber hecho algo para
prevenir la tragedia. Y, tal vez como fruto de su oración sincera, el Altísimo
le había concedido una segunda oportunidad.
Tras huir de Ariadne, había
intentado rehacer su vida en el norte de América, sin éxito. Los fantasmas de
su pasado la perseguían aún, tanto al interior de su espíritu como fuera de él.
Muchos la acusaban de ser responsable de la muerte de numerosos inocentes, y la
verdad era que no estaban equivocados.
Pero ella, por una vez, decidió
ser valiente, y dar un paso al frente sin huir de lo que tenía detrás. Escribió
una novela narrando sus experiencias con Victoria, y dedicó su vida a intentar
que su legado no muriese con ella.
Ahora, más de una década
después, era la reconocida dirigente de una fundación destinada a combatir la
desinformación y, sobre todo, el odio en forma de palabras, así como de
acciones. Ella finalmente había tenido el valor de asumir quién era, y a pesar
de que su convicción religiosa la había prevenido de llevar sus deseos a la
práctica, sentía una libertad que habría olvidado por siempre sin esa chica.
Aquella muchacha, al final, había
logrado lo que merecía: ser la semilla de nuevos hombres justos. Y ella, sin
menoscabo de su pasado, también.
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