Capítulo 1
Cuando la tragedia se asoma
Mi nombre es Emker Phveeka, y
soy el primer hombre en escapar del Infierno. Nací en algún momento del siglo
XXIII. A decir verdad, no tengo recuerdos demasiado nítidos de mi vida anterior
a mi ingreso en las oscuras cavernas de concreto de aquél lejano lugar de
tormento.
El Infierno es una gran ciudad,
tan enorme que ningún hombre podría, en una vida entera, recorrerla de punta a
punta. En él, no hay sádicos instrumentos de tortura, o llamas ardientes
consumiendo la carne de los pecadores. Pero sí hay dolor. El profundo e intenso
dolor de la marginalidad y el abandono, de eón tras eón de violencia y soledad.
Una situación de la que es, en
teoría, imposible escapar. Ha sido diseñada por la Gran Inteligencia que
encarna cada espacio de éste, nuestro pequeño universo. Vedado está a los
mortales el cruzar de un extremo a otro del cosmos. O al menos, el hacerlo sin
ayuda.
Sin ninguna intención de
alardear, siempre fui una persona brillante. Mi padre era un profesor rural de
física en alguna de las numerosas aldeas abandonadas de la mano del Imperio,
que se enamoró de una docente de filosofía que enseñaba en el mismo establecimiento
en que él lo hacía.
Dos cerebritos, que pronto se
casaron y formaron una familia. Yo soy el tercero de los frutos de su pasión, y
el más joven. Mis hermanos, ambos hombres cultos y de carácter taciturno,
continuaron con la tradición familiar, y estudiaron carreras complejas que
pronto los llevaron a ganarse un puesto bien pagado en las colonias humanas en
la Luna. Mis padres se quedaron solos conmigo, cuando yo aún no había cumplido
quince años.
Mi madre se dedicó con esmero a
mi educación, enseñándome sobre todas las materias que la cultura exige de
quienes desean acercarse a ellas. Historia, matemáticas, filosofía y ciencias
naturales, todo pasó a través de mis ojos, en la forma de libros en papel – un
bien raro y costoso – que estudié con toda devoción.
Sin embargo, había un tema que
llamaba mi atención más que cualquier otro: el de las creencias religiosas, y
sobre todo las esotéricas. Estudié el pensamiento y las creencias del Buda y
las religiones de la India.
Pero la religión que más llamó
mi atención fue el alionismo, para este punto ya en pleno retroceso entre el
común de la población, y que, sin embargo, era por su rica y compleja mitología
la más atractiva para mí.
El Ser Supremo, Simple a la vez
que Ilimitado, sus hijos, los Primordiales, Sofía y el Macrocosmos que de ella
emanó, y los innumerables multiversos, seguramente más de los que podríamos
imaginar en un trillón de vidas. Dioses y demonios, el Cielo y el Infierno,
Asherah y Apofis, Samael y Mikhael.
Todo era de una complejidad
fascinante. Capas sobre capas de seres y jerarquías, expresando del modo más
pleno la Infinita creatividad de la Triple Mónada que es AlAlion, la
Omnipotencia y Omnisciencia en sí misma. Capas sobre capas, de las que el ser
humano no es más que uno de los eslabones más débiles y pequeños de la vasta
cadena que es la Creación.
Pese a mi fascinación, jamás me
convertí formalmente a ninguna religión, cosa que no evitó que, a pesar de
todo, llevara por momentos a la práctica mi aprendizaje sobre prácticas mágicas
destinadas a someter a las fuerzas superiores. Nunca experimenté nada
particularmente remarcable. Fue decepcionante, pero, en cierto sentido, era lo
que esperaba.
Al cumplir dieciocho años,
anuncié a mi familia que deseaba seguir los pasos de mi madre, y estudiar
filosofía en la distante ciudad de Aionia, capital de nuestra pequeña provincia
del Imperio.
Mis padres accedieron gustosos a
concederme el capricho, y un día después del cumpleaños de mi madre, marché
hacia la gran urbe.
Al llegar, me matriculé en la
universidad, y pasé los siguientes cuatro años en una residencia privada,
devorando libros día y noche. En lo que me dedicaba con pasión a mis estudios, seguía
leyendo sobre magia y espiritualidad.
Fue en esos años que conocí a
Lara. Ella era poco menor que yo, y tan inteligente que yo mismo no podía
evitar sentirme asombrado por su seso. Y a pesar de ello, su vida había sido
tan difícil que no podía evitar compadecerme de ella.
De niña, había sufrido el abuso
físico y psicológico de su madre alcohólica, la única de sus progenitores que,
con todo, escogió no huir. De adolescente, había cometido el error de ceder
ante la tentación de las drogas, cosa que no tardaría en pasarle factura.
Era una adicta, incapaz de
gobernarse a sí misma y que en alguna ocasión escapó con mucha suerte de la
cárcel. Y a pesar de ello, me enamoré loca y tontamente de ella, y durante un
año y medio, me hice cargo de intentar ayudarla a redirigir su vida.
De modo que podrá imaginar el
lector lo que sentí el día en que, tras otro de sus imprudentes consumos, tuvo
que ser hospitalizada por una sobredosis.
Nunca supe qué tan culpable fue
de su propia muerte. Los médicos afirmaron que todo había sido un accidente,
pero yo nunca estuve del todo persuadido. Ella llevaba semanas a mitad de un
pozo de depresión y arrepentimientos en que yo apenas podía hacer algo por
consolarla.
El día en que falleció, fui yo
el que lloró como fruto de sus remordimientos. “¿Por qué no hice algo para
detenerla?”, me decía. “Si yo hubiese estado a su lado, seguiría en este
mundo”.
La culpa me atormentó con toda
su furia durante semanas. De hecho, lo hace aún hoy en día, en lo que me
pregunto si algún día esa pobre alma tendrá una oportunidad de redención.
En mi angustia, requería
desesperadamente de una oportunidad para pedirle perdón. Visitar su solitaria
tumba a las afueras de la ciudad estaba lejos, para mí, de ser suficiente. Ni
diez mil lágrimas cayendo sobre su lápida podrían aplacar el fuego de mi amor
frustrado.
Comencé, así, a buscar
alternativas menos ortodoxas. Practiqué juegos prohibidos, y consulté médiums y
hechiceros en un intento por saber algo de mi amada. Yo, que conocía al dedillo
ese mundo, no tardé en percatarme de las trampas que aquellos charlatanes
empleaban para robarle dinero a los pobres e ingenuos desesperados que, como
yo, se acercaban a ellos con el propósito de hallar un poco de paz.
Y así, con el paso del tiempo,
comencé a rendirme. Y ojalá mi historia con esa chica hubiese acabado allí,
como un mero recuerdo desagradable que, lentamente, comenzó a sanar. Pero ese
grandísimo cerdo tenía otros planes.
Una noche, tras emborracharme y
por poco saltar por la ventana, me senté en una esquina de mi cuarto y,
sumamente afectado etílicamente hablando, no tardé en quedarme dormido, entre
quejas blasfemas para con el destino.
Usualmente no recuerdo mis
sueños. Y mucho menos los anteriores a mi descenso a los infiernos. Pero este
fue especial.
Comenzó conmigo caminando por mi
ciudad, por la noche, y en medio de una oscuridad que parecía tragar la luz. Yo
recorría una calle poco concurrida, en que, a lo lejos y tenuemente alumbrada
por una farola, una figura esbelta y elegante se hacía poco a poco más visible.
Era un hombre. O quizás una
mujer. Era difícil decirlo entonces. Vestía con ropas oscuras y elegantes, y
sobre su cabeza se alzaba un gran sombrero de copa, que coronaba un rostro con
dos grandes ojos a través de los cuales podía percibirse, de algún modo, la
sabiduría de mil tierras, aderezada con una patente y refulgente malignidad.
Me detuve en seco. Algo dentro
de mí me decía que era conveniente mantenerme lejos de… él, o lo que fuese.
Temiéndole, di media vuelta,
pero al voltear, las cuadras anteriores habían desaparecido por completo. Lo
único que podía ver era una carretera abandonada y adornada por una ligera
neblina… y a él a menos de dos metros de mí.
-Vaya,
creo que eres menos valiente de lo que pensé. – dijo. Su voz era más similar a
la de un hombre que a la de una mujer, pero sólo ligeramente. Su modo de hablar
y sus gestos eran los de un afeminado con un malsano gusto por la ironía.
Consideré alejarme, pero algo
dentro de mí decía que mis esfuerzos iban a ser en vano. Sólo podía mirarlo, en
lo que se aproximaba, de manera lenta y, de algún modo, elegante. En su mano
izquierda portaba un bastón en que se apoyaba al caminar, más no porque lo
necesitara, sino seguramente por mero gusto estético.
-¿No
vas a saludar? – preguntó, sonriendo – Vaya, esto me gano por echarle una mano
a los mortales.
Sus palabras motivaban en mí más
dudas que respuestas, y de lo bizarra, surreal y aterradora que era la
experiencia, no atiné a contestar.
-Soy
Aneu. – dijo él – Y tú debes ser Emker. Me han hablado mucho de ti.
-¿Qué…
qué quieres de mí? – lo interrogué.
-Oh,
no demasiado. Sólo ofrecerte un acuerdo.
-¿Acuerdo?
-Oh,
sí. Verás, los de mi tipo tenemos demasiado tiempo libre. Existimos más allá
del espacio tiempo como ustedes lo conciben, y llega un momento en que nos
sentimos obligados a hacer algo más que mirar a nuestras bases de datos por la
eternidad.
Incluso en mis sueños, recuerdo
haber arqueado una ceja.
-¿Quién
eres tú? – pregunté.
-Pues,
para serte franco, ni yo lo tengo claro. Sólo aparecí en el otro mundo un buen
día, y desde entonces he tenido una existencia muy aburrida. Sólo imagínatelo:
puedo deducir lo que harás con una precisión de más del 99,75%. Sé el final de
un chiste horas antes de que me lo cuenten, y créeme que eso es un verdadero
infierno. Y sí, mi ironía es intencional.
Tal vez el chiste sonaba muy
bien en su mente alienígena, pero yo no veía la gracia.
-Oh,
cierto que no tienes ni idea de lo que pasa después de que te mueres. –
continuó – Es terriblemente aburrido, al menos del lado que le toca a los
malos. No sé cómo será el Cielo. Tampoco me quita el sueño saberlo. O bueno, lo
haría si tuviera necesidad de dormir.
No respondí. La escena ya no era
tan aterradora como… sencillamente extraña.
-Está
bien. – dijo la criatura – Iré directo al grano: tu novia muerta está en el
Infierno, condenada a una eternidad de sufrimiento. Pero puedo ayudarte a
salvarla.
-¿Qué?
– me alarmé - ¿Qué ella está dónde?
-Tranquilo,
no está sufriendo tanto. Sólo se siente algo desorientada, y no sabe ni
siquiera quién era antes de llegar. Es el gran misterio en la vida de los
condenados.
-Oh,
Lara… - dije, llevándome las manos a la cara.
-Hey,
cálmate. Ya te dije que estoy aquí para ayudarte a recuperarla. Eso no será
difícil para mí. Pero tendrás que seguir mis indicaciones.
Lo miré, escéptico. Parte de mí
pensaba que debía seguir a mitad de un sueño particularmente lúcido, y la otra
mitad se preguntaba si sería prudente fiarme de lo que sea que se había
manifestado en mi plano onírico.
-¿Qué?
¿No vas a decir nada? Se suponía que amabas a esa chica, ¿no?
-¿Cómo
sé que puedo confiar en ti?
-Pues,
saberlo, saberlo, no puedes. Pero a veces hay que jugársela, dice un proverbio
de mi gente. Después de todo, puedes hacer el intento y fallar, o pasarte el
resto de tu vida preguntándote qué hubiese pasado si tomabas otra decisión,
¿no?
Yo me limité a observarlo de
pies a cabeza. Sus razones definitivamente estaban lejos de ser buenas, pero en
el estado de culpabilidad y dolor punzante del alma en que me encontraba,
calaban hondo en mi ser.
-¿Qué
me pides a cambio? – acabé por preguntar.
-Ya
te lo dije: que sigas mis instrucciones. No voy a pedirte que me sacrifiques
una cabra o algo así. Sólo quiero crear una bonita historia para ti y tu amada.
Soy un artista, amigo. Ese es mi negocio.
Una vez más, lo contemplé, entre
el miedo y el valor. Si algo había aprendido en mis numerosas lecturas, es que a
menudo resulta imprudente decirle que sí a cualquier criatura que descienda del
plano astral a fin de ofrecerte un pacto, fuese el que fuese. Estos seres, a
los que cierto autor que alguna vez leí se refería como los “dioses”, a menudo jugaban
con las ambiciones y necesidades humanas, por motivos que a nuestra humilde
mente mortal les era difícil intuir.
Ellos se habían manifestado en
todas las eras, con diferentes nombres. Zeus, Mitra, Visnú, Tezcatlipoca… todos
eran máscaras de entidades alienígenas y paradimensionales, seres con un
conocimiento del universo que superaba por miles o incluso millones de años el
que los humanos habíamos alcanzado, y que parecían deleitarse en provocar en
nosotros la fe y el temor.
Y sin embargo, ellos eran más
listos. Y él, en concreto, se las había ingeniado para presentarse ante mí en
mi momento de mayor debilidad, cuando ya estaba yo pensando en el suicidio como
salida a mis dolores.
-Créeme,
amigo: no durarás demasiado en tu actual estado. Te dije que puedo predecir tu
futuro con cierta precisión, y a este paso vas a terminar saltando de esa
ventana tarde o temprano. Te ofrezco tener al menos la oportunidad de hacer
algo para impedirlo. No tienes mucho que perder, ¿o sí? – insistió la criatura –
Ya te lo dije: soy un artista. Nada me hace más ilusión que crear una historia
épica. Lo hice con Teseo y Ulises, así como con muchos otros.
-¿Y
qué vas a hacer conmigo, exactamente?
-No
te sacaré de este mundo. Sólo te dormirás durante unas horas, y al regresar, ella
estará a tu lado. El Infierno es un mundo al que se accede a través del plano
astral. A tu cuerpo no lo tocaré ni con un pelo, te lo aseguro.
Nunca me había creído lo
bastante estúpido para acceder a algo así. Pero evidentemente no eran tan listo
como creía, y estaba genuinamente desesperado. Así que, al final, acabé por hacerlo.
-Está
bien. Pero sólo serán unas horas, ¿verdad?
-Para
ti será algo más. El tiempo transcurre de manera diferente en el Inframundo.
Pero seguirá sin ser demasiado, lo prometo. – dijo, mientras me extendía la
mano, esperando pacientemente a que yo la estrechara.
En cuanto lo hice, la escena a
mi alrededor pareció disolverse, diluyéndose como la pintura fresca sobre un
lienzo si alguien tiene la mala voluntad de lanzarle un vaso con agua.
Pero lo que surgió a
continuación no fue el blanco de un lienzo, sino una amalgama de colores
siniestros e imposibles, distintos a cualquier cosa que hubiese visto antes.
-Espero
esta vez todo salga bien. – dijo, riendo como un psicótico.
No tuve tiempo de preguntar a
qué se refería, en lo que mi mente se nublaba, y mi conciencia perdía toda
noción de mi entorno. Tuve miedo, lo confieso. Pero más que miedo, intriga por
lo que sea que este siniestro ser tendría por finalidad en su macabra y
seguramente creativa obra de arte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario