sábado, 19 de abril de 2025

Los juegos de los dioses, capítulo 2: El que vino de los sueños

Capítulo II

El que vino de los sueños

Si la nada tuviera, en un contraposible, existencia física, el número 8 estaría sutilmente asociado a ella. Basta con girarlo para obtener el símbolo del infinito. La nada es infinita, pues antes de la vida sólo hay una inconcebible legión de eones de vacío total, sin dolores ni alegrías. Pero es, asimismo, la paradoja de un infinito que posee un límite: el de la breve existencia humana, y la eternidad posterior a ella.

Nadie (y ni siquiera yo) sabe lo que ocurrirá cuando, por fin, nuestro universo se suma en las cavernas del tiempo, vencido por la entropía que caracteriza a todos los seres corpóreos. Algunos de entre mi pueblo han especulado con una vida sin fin para nuestras formas substanciales, que dotadas de razón, son por ella capaces de trascender la mera materialidad.

Pero, como bien dije, no pasa de ser una especulación muy bien construida. Una de la que estoy lejos de poseer cualquier certeza, y que tampoco se me hace de lo más interesante.

Por cierto, mi nombre es Aneu, y soy el octavo primarca de los Señores del Tiempo. O al menos, lo fui. A esos mediocres no les terminaba de agradar mi genial gusto artístico, por el que acabaron, finalmente, por arrebatarme mi puesto en el Supremo Consejo de mi pueblo, y desterrarme a las profundidades del Infierno. Podría decir que ellos se lo pierden… si no fuera por lo aburrido y cansado que resulta morar aquí.

Mi vasta consciencia transdimensional, capaz de morar en multitud de sitios a la vez… reducida a una fosa séptica en forma de dimensión, poblada por seres menos interesantes aún que los mortales, que en sus inagotables existencias repiten una y otra vez el mismo ciclo de perversión y violencia. Uno que es interesante en una primera instancia, pero que no tarda en volverse agotador.

Alguno podrá preguntarse por qué existe un lugar así. ¿Qué podría haber motivado a la naturaleza a forjar un escenario así de patético, en que la asombrosa psique de las ánimas racionales queda reducido a drogas, fiestas y permanentes guerras entre pandillas? Para entenderlo, hay que retroceder bastante.

En el principio, estaba Dios… o al menos, eso dice la Biblia. La verdad es que, al menos en nuestro universo, Asherah no pasa de ser un agente más, otra de las muchas expresiones de la mónada primera a la que ciertos místicos se refieren como la Corona. Un ser que brotó de una criatura semejante hace miles de años, y que desde el principio sufrió la contradicción entre su anhelo por la otredad, por tener un amigo a quien amar, y su odio hacia la multiplicidad que rompería con su paz sempiterna.

Y, para no hacer demasiado extensa la historia, su mente se rompió, de un modo en todo comparable a la de un ser humano cuyo cerebro es capaz de albergar más de una personalidad. Surgieron, así, sus dos Manos, la Derecha y la Izquierda, que pese a poseer cierta autonomía en relación a la otra, siguen siendo, en todos los aspectos relevantes, Ella misma.

Inmediatamente, la guerra comenzó. La Mano Derecha creó a Dios, y la Mano Izquierda al Caos Nuclear, y la Sombra de toda nobleza. Asherah era el nombre de Dios, y Apofis el de la Oscuridad.

La guerra fue larga, pero, por fin, el Desorden primordial fue contenido en una prisión de cristal a las afueras del Vacío primigenio, y Dios, ya reinante, forjó a quienes deberían proteger a los cielos y a la Tierra de las acechanzas de su enemigo: las ángeles, de entre las que destacaría una que sería la herramienta para que la Oscuridad hallara una rendija por la que colarse en el mundo, y cuya historia ha sido narrada ya tantas veces que es innecesario redundar en ella. Basta con citar su nombre: Lucifer.

La Creación del universo empezó poco después, y al resto de la historia probablemente ya te lo sepas. Lucifer tienta a Adán, y es expulsada del paraíso junto a los humanos. Pero hay un detalle menos conocido para las grandes masas, pese a ser mencionado extensamente en el Evangelio que ella redactaría años después de su redención. Este detalle es que, en los albores del tiempo, antes de que Asherah contuviera a Apofis en las oscuras cavernas del espacio, él forjó su propio “ángel inverso”, al que lanzó fuera de sí, para que se perdiera en la oscuridad, donde Dios y sus hijas no pudieran ir a por él.

Este ser, polimorfo a la vez que repelente, es el creador de mi pueblo, entre muchos otros, en diferentes discos terráqueos, levitantes a lo largo y ancho del Vacío. Mundos en todo similares a la Tierra que, sin embargo, nunca tuvo Dios a bien el utilizar como algo más que fuentes de recursos para la naciente civilización humana.

Muchos nombres se le han dado, en cada uno de los mundos en que se ha manifestado, incluida la Tierra. Yog-Sothoth, Set, Tifón… pero nosotros nos referimos a él por el nombre con que se nos reveló: Azaimelek, el Hijo del Caos.

Cuando nos creó, en una remota galaxia perdida (y nunca mejor dicho) de la mano de Dios, éramos criaturas semejantes a un pez tentaculado, que era por eso mismo capaz de manipular objetos, y desarrollar tecnologías.

Como muchas de las especies creadas por él, nuestro propósito era ayudarlo a recuperar control sobre el universo cuando, por razones que nunca quedaron claras, él sencillamente desapareció. Nunca supimos por qué nos había abandonado, y a estas alturas, tampoco es que eso haya sido una desgracia.

Su partida nos dio la oportunidad de gobernarnos a nosotros mismos, y emplear la vasta inteligencia con que él nos dotó para crearnos un destino.

Nuestro pueblo pronto se apoderó de los mundos que orbitaban estrellas cercanas, y en unos pocos milenios, la galaxia entera estaba bajo nuestro dominio. Pero no estábamos satisfechos.

Con el transcurso de los siglos, la ciencia nos enseñó lo diminuta que era nuestra porción de la realidad. Supimos que nuestro universo era nada más que una insignificante fracción de la Creación material, y que nuestro tiempo no pasaba de ser un cuadro más en una infinita película, extendiéndose a lo largo de una eternidad sin segundos ante la atenta mirada del Ilimitado Señor de todo, el Ser Subsistente en que pasado, presente y futuro son una sola cosa.

Incluso si llegáramos a apoderarnos de un número de universos con millones de trillones de ceros después de su primera cifra, sólo habríamos accedido a una infinitesimal porción de uno de los casi infinitos multiversos existentes, cuyo número excede con muchísimo al de universos en cada uno de ellos.

Sí, era frustrante nuestra insignificancia que, sin embargo, nos movió a no rendirnos, y luchar por eternizar nuestra estirpe a lo largo de los eones.

Así, nacimos los primarcas. Genios sin igual en nuestra especie y en casi cualquier otra en este universo, que tendríamos por misión el guiar a nuestra gente hacia una trascendencia siempre inacabada, por los siglos de los siglos.

Nueve llegó a haber de nosotros, que fueron venerados en multitud de tierras, en que se les consideró protectores de las naciones, y honorables servidores del Señor de los mundos. Porque de cierto le digo a quien me lee, que no hay ateos entre los nuestros, más no tanto por propensión a la fe, como por el hecho de que nuestro saber nos ha enseñado de Él más que cualquiera de las grandes religiones de su mundo.

Nuestro régimen no tardó en conseguirle al último de los Señores del Tiempo la habilidad de trascender los límites del espacio en que sus cuerpos mortales habitaban, y con menor éxito, también los de la propia sucesión de eventos que nos da nombre.

Estábamos en el culmen de nuestro desarrollo, convencidos de que nos esperaba una eternidad de expansión sin límites cuando, por fin, él se manifestó.

Lo hizo como una enorme esfera de luz ajena al espacio, manifestándose en nuestros intelectos apenas materiales, con el fin de darle a nuestro pueblo una cura de humildad. Él, la Corona de la que todo en este mundo emanó, se burló de los anhelos que nos habían llevado a eliminar a multitud de especies en nuestro camino hacia la dominación cósmica, y nos hizo saber que no llegaríamos más allá de lo que ella permitiera.

Tal fue el principio del fin de nuestros sueños. Pronto, comprendimos que el universo era una prisión cerrada por dentro, que temía con absoluta xenofobia a los que podrían utilizar sus puertas para ingresar en él.

Y así, nuestros anhelos de expansión sin límites quedaron prematuramente abortados. Este universo había sido nuestra cuna, y era, ahora, perfectamente posible que se transformara en nuestra tumba. Pero de la Corona, cuya existencia hasta ese momento no había sido más que una especulación, aprendimos más de lo que podríamos haber averiguado por nuestra propia cuenta.

El hecho de contemplarla nos enseñó todo lo que ya les he relatado, así como el por qué del Infierno. Un por qué que es tan sencillo como aterrador: ella, en su Mano Izquierda, odia con absoluta devoción a todos los habitantes de nuestro pequeño cosmos, y no duda en atormentar a aquellos que, con su mal proceder, han sabido merecer su eterna compañía.

Sí, temible deidad nos había creado. Pero nosotros éramos viejos y poderosos, y la Corona lo sabía.

Decepcionados por la práctica imposibilidad de abandonar nuestro mundo al menos en los próximos millones de años, por saber que, posiblemente, nunca conoceríamos toda esa inmensidad de universos con sus propias leyes naturales, en que cualquier construcción de las mitologías y la ciencia ficción halla su paralelo, nos sumimos en una suerte de depresión colectiva, en que, como muchos depresivos, caímos en el más lamentable de los hedonismos.

Mi pueblo comenzó a manifestarse a los seres inferiores en todas las galaxias, dando origen a religiones y mitologías. Desde Thor hasta Zeus, los dioses de todas las culturas de la Tierra eran miembros de mi estirpe, bromistas cósmicos deseosos de alimentarse del humo de los holocaustos, y de los corazones aún tibios de los prisioneros de guerra.

No tardaron en surgir, sin embargo, aquellos que conservaban algo de la sensibilidad y el respeto por las limitadas mentes de los mortales que alguna vez nos caracterizó. Sus voces se hicieron oír a lo largo y ancho de nuestros evos, hasta que, por fin, los elaborados engaños con que sometíamos a los hombres se transformaron en delitos, y pocos se atrevieron a desafiar a las leyes permaneciendo en contacto con sus adoradores.

Yo fui uno de esos pocos. Era un artista sin igual, capaz de forjar obras maravillosas, que pese a ello no fueron del agrado de los demás hijos de mi raza. Podrá imaginar el lector el escándalo que significó para mí el ser descubierto, y tal vez pueda inferir, remotamente, mis sentimientos cuando, como castigo por mi temeridad, fui depuesto de mi cargo como dirigente de mi especie, y expulsado a las profundidades de una dimensión alterna recientemente descubierta, parte de nuestro universo y que sin embargo no participaba de su belleza y bondad.

Nexhazar se convirtió, así, en mi casa. Los pequeños dramas bajo los cielos negros de la urbe, y las miserias de quienes moran en su alcantarillado, pasaron a ser mi único entretenimiento. Con el tiempo, de cualquier modo, descubrí la manera de romper al menos por un breve periodo de tiempo mis cadenas, e interactuar con el mundo de los vivos.

Fue así que, desde más allá del plano físico, fui capaz de atender a las invocaciones de un erudito de lo paranormal, desesperado por reencontrarse con su amada. E inmediatamente me di cuenta de lo útil que podría serme.

¿Y útil para qué? Vaya, lector, parece que no ha entendido aún la lógica de mi arte. Soy un devoto de la belleza en los procesos vitales, un escritor que ingresa en sus propios poemas, siendo un personaje más de las historias que, en su aburrimiento, se encarga de forjar.

Bienvenido usted, pues, a esta, mi obra. Espero que, si el Altísimo así lo tolera, sea testigo junto a mí de la aventura de un Dante de la modernidad, cuya Beatriz lo espera en las profundidades de la desventura eterna. Y que, si Asherah así lo quiere, pueda gozarse en la profundidad del alma humana. Una profundidad que nosotros, que hace mucho hemos perdido todo lo que nos aproximaba ustedes… no podemos hacer más que envidiar.  


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