Capítulo II
El que vino de los sueños
Si la nada tuviera, en un
contraposible, existencia física, el número 8 estaría sutilmente asociado a
ella. Basta con girarlo para obtener el símbolo del infinito. La nada es
infinita, pues antes de la vida sólo hay una inconcebible legión de eones de
vacío total, sin dolores ni alegrías. Pero es, asimismo, la paradoja de un
infinito que posee un límite: el de la breve existencia humana, y la eternidad
posterior a ella.
Nadie (y ni siquiera yo) sabe lo
que ocurrirá cuando, por fin, nuestro universo se suma en las cavernas del
tiempo, vencido por la entropía que caracteriza a todos los seres corpóreos.
Algunos de entre mi pueblo han especulado con una vida sin fin para nuestras
formas substanciales, que dotadas de razón, son por ella capaces de trascender
la mera materialidad.
Pero, como bien dije, no pasa de
ser una especulación muy bien construida. Una de la que estoy lejos de poseer
cualquier certeza, y que tampoco se me hace de lo más interesante.
Por cierto, mi nombre es Aneu, y
soy el octavo primarca de los Señores del Tiempo. O al menos, lo fui. A esos
mediocres no les terminaba de agradar mi genial gusto artístico, por el que
acabaron, finalmente, por arrebatarme mi puesto en el Supremo Consejo de mi
pueblo, y desterrarme a las profundidades del Infierno. Podría decir que ellos
se lo pierden… si no fuera por lo aburrido y cansado que resulta morar aquí.
Mi vasta consciencia
transdimensional, capaz de morar en multitud de sitios a la vez… reducida a una
fosa séptica en forma de dimensión, poblada por seres menos interesantes aún
que los mortales, que en sus inagotables existencias repiten una y otra vez el
mismo ciclo de perversión y violencia. Uno que es interesante en una primera
instancia, pero que no tarda en volverse agotador.
Alguno podrá preguntarse por qué
existe un lugar así. ¿Qué podría haber motivado a la naturaleza a forjar un
escenario así de patético, en que la asombrosa psique de las ánimas racionales
queda reducido a drogas, fiestas y permanentes guerras entre pandillas? Para
entenderlo, hay que retroceder bastante.
En el principio, estaba Dios… o
al menos, eso dice la Biblia. La verdad es que, al menos en nuestro universo,
Asherah no pasa de ser un agente más, otra de las muchas expresiones de la
mónada primera a la que ciertos místicos se refieren como la Corona. Un ser que
brotó de una criatura semejante hace miles de años, y que desde el principio
sufrió la contradicción entre su anhelo por la otredad, por tener un amigo a
quien amar, y su odio hacia la multiplicidad que rompería con su paz
sempiterna.
Y, para no hacer demasiado
extensa la historia, su mente se rompió, de un modo en todo comparable a la de
un ser humano cuyo cerebro es capaz de albergar más de una personalidad.
Surgieron, así, sus dos Manos, la Derecha y la Izquierda, que pese a poseer
cierta autonomía en relación a la otra, siguen siendo, en todos los aspectos
relevantes, Ella misma.
Inmediatamente, la guerra
comenzó. La Mano Derecha creó a Dios, y la Mano Izquierda al Caos Nuclear, y la
Sombra de toda nobleza. Asherah era el nombre de Dios, y Apofis el de la
Oscuridad.
La guerra fue larga, pero, por
fin, el Desorden primordial fue contenido en una prisión de cristal a las
afueras del Vacío primigenio, y Dios, ya reinante, forjó a quienes deberían
proteger a los cielos y a la Tierra de las acechanzas de su enemigo: las
ángeles, de entre las que destacaría una que sería la herramienta para que la
Oscuridad hallara una rendija por la que colarse en el mundo, y cuya historia
ha sido narrada ya tantas veces que es innecesario redundar en ella. Basta con
citar su nombre: Lucifer.
La Creación del universo empezó
poco después, y al resto de la historia probablemente ya te lo sepas. Lucifer
tienta a Adán, y es expulsada del paraíso junto a los humanos. Pero hay un
detalle menos conocido para las grandes masas, pese a ser mencionado extensamente
en el Evangelio que ella redactaría años después de su redención. Este detalle
es que, en los albores del tiempo, antes de que Asherah contuviera a Apofis en
las oscuras cavernas del espacio, él forjó su propio “ángel inverso”, al que
lanzó fuera de sí, para que se perdiera en la oscuridad, donde Dios y sus hijas
no pudieran ir a por él.
Este ser, polimorfo a la vez que
repelente, es el creador de mi pueblo, entre muchos otros, en diferentes discos
terráqueos, levitantes a lo largo y ancho del Vacío. Mundos en todo similares a
la Tierra que, sin embargo, nunca tuvo Dios a bien el utilizar como algo más
que fuentes de recursos para la naciente civilización humana.
Muchos nombres se le han dado,
en cada uno de los mundos en que se ha manifestado, incluida la Tierra.
Yog-Sothoth, Set, Tifón… pero nosotros nos referimos a él por el nombre con que
se nos reveló: Azaimelek, el Hijo del Caos.
Cuando nos creó, en una remota
galaxia perdida (y nunca mejor dicho) de la mano de Dios, éramos criaturas
semejantes a un pez tentaculado, que era por eso mismo capaz de manipular
objetos, y desarrollar tecnologías.
Como muchas de las especies
creadas por él, nuestro propósito era ayudarlo a recuperar control sobre el
universo cuando, por razones que nunca quedaron claras, él sencillamente
desapareció. Nunca supimos por qué nos había abandonado, y a estas alturas,
tampoco es que eso haya sido una desgracia.
Su partida nos dio la
oportunidad de gobernarnos a nosotros mismos, y emplear la vasta inteligencia
con que él nos dotó para crearnos un destino.
Nuestro pueblo pronto se apoderó
de los mundos que orbitaban estrellas cercanas, y en unos pocos milenios, la
galaxia entera estaba bajo nuestro dominio. Pero no estábamos satisfechos.
Con el transcurso de los siglos,
la ciencia nos enseñó lo diminuta que era nuestra porción de la realidad. Supimos que nuestro universo
era nada más que una insignificante
fracción de la Creación material, y que nuestro tiempo no pasaba de ser un
cuadro más en una infinita película, extendiéndose a lo largo de una eternidad
sin segundos ante la atenta mirada del Ilimitado Señor de todo, el Ser Subsistente
en que pasado, presente y futuro son una sola cosa.
Incluso si llegáramos a
apoderarnos de un número de universos con millones de trillones de ceros
después de su primera cifra, sólo habríamos accedido a una infinitesimal
porción de uno de los casi infinitos multiversos existentes, cuyo número excede
con muchísimo al de universos en cada uno de ellos.
Sí, era frustrante nuestra
insignificancia que, sin embargo, nos movió a no rendirnos, y luchar por
eternizar nuestra estirpe a lo largo de los eones.
Así, nacimos los primarcas.
Genios sin igual en nuestra especie y en casi cualquier otra en este universo,
que tendríamos por misión el guiar a nuestra gente hacia una trascendencia
siempre inacabada, por los siglos de los siglos.
Nueve llegó a haber de nosotros,
que fueron venerados en multitud de tierras, en que se les consideró
protectores de las naciones, y honorables servidores del Señor de los mundos.
Porque de cierto le digo a quien me lee, que no hay ateos entre los nuestros,
más no tanto por propensión a la fe, como por el hecho de que nuestro saber nos
ha enseñado de Él más que cualquiera de las grandes religiones de su mundo.
Nuestro régimen no tardó en
conseguirle al último de los Señores del Tiempo la habilidad de trascender los
límites del espacio en que sus cuerpos mortales habitaban, y con menor éxito,
también los de la propia sucesión de eventos que nos da nombre.
Estábamos en el culmen de
nuestro desarrollo, convencidos de que nos esperaba una eternidad de expansión
sin límites cuando, por fin, él se manifestó.
Lo hizo como una enorme esfera
de luz ajena al espacio, manifestándose en nuestros intelectos apenas
materiales, con el fin de darle a nuestro pueblo una cura de humildad. Él, la
Corona de la que todo en este mundo emanó, se burló de los anhelos que nos habían
llevado a eliminar a multitud de especies en nuestro camino hacia la dominación
cósmica, y nos hizo saber que no llegaríamos más allá de lo que ella
permitiera.
Tal fue el principio del fin de
nuestros sueños. Pronto, comprendimos que el universo era una prisión cerrada
por dentro, que temía con absoluta xenofobia a los que podrían utilizar sus
puertas para ingresar en él.
Y así, nuestros anhelos de
expansión sin límites quedaron prematuramente abortados. Este universo había
sido nuestra cuna, y era, ahora, perfectamente posible que se transformara en
nuestra tumba. Pero de la Corona, cuya existencia hasta ese momento no había
sido más que una especulación, aprendimos más de lo que podríamos haber
averiguado por nuestra propia cuenta.
El hecho de contemplarla nos
enseñó todo lo que ya les he relatado, así como el por qué del Infierno. Un por
qué que es tan sencillo como aterrador: ella, en su Mano Izquierda, odia con
absoluta devoción a todos los habitantes de nuestro pequeño cosmos, y no duda
en atormentar a aquellos que, con su mal proceder, han sabido merecer su eterna
compañía.
Sí, temible deidad nos había
creado. Pero nosotros éramos viejos y poderosos, y la Corona lo sabía.
Decepcionados por la práctica
imposibilidad de abandonar nuestro mundo al menos en los próximos millones de
años, por saber que, posiblemente, nunca conoceríamos toda esa inmensidad de
universos con sus propias leyes naturales, en que cualquier construcción de las
mitologías y la ciencia ficción halla su paralelo, nos sumimos en una suerte de
depresión colectiva, en que, como muchos depresivos, caímos en el más
lamentable de los hedonismos.
Mi pueblo comenzó a manifestarse
a los seres inferiores en todas las galaxias, dando origen a religiones y
mitologías. Desde Thor hasta Zeus, los dioses de todas las culturas de la
Tierra eran miembros de mi estirpe, bromistas cósmicos deseosos de alimentarse
del humo de los holocaustos, y de los corazones aún tibios de los prisioneros
de guerra.
No tardaron en surgir, sin
embargo, aquellos que conservaban algo de la sensibilidad y el respeto por las
limitadas mentes de los mortales que alguna vez nos caracterizó. Sus voces se
hicieron oír a lo largo y ancho de nuestros evos, hasta que, por fin, los
elaborados engaños con que sometíamos a los hombres se transformaron en
delitos, y pocos se atrevieron a desafiar a las leyes permaneciendo en contacto
con sus adoradores.
Yo fui uno de esos pocos. Era un
artista sin igual, capaz de forjar obras maravillosas, que pese a ello no
fueron del agrado de los demás hijos de mi raza. Podrá imaginar el lector el
escándalo que significó para mí el ser descubierto, y tal vez pueda inferir,
remotamente, mis sentimientos cuando, como castigo por mi temeridad, fui
depuesto de mi cargo como dirigente de mi especie, y expulsado a las
profundidades de una dimensión alterna recientemente descubierta, parte de
nuestro universo y que sin embargo no participaba de su belleza y bondad.
Nexhazar se convirtió, así, en
mi casa. Los pequeños dramas bajo los cielos negros de la urbe, y las miserias
de quienes moran en su alcantarillado, pasaron a ser mi único entretenimiento.
Con el tiempo, de cualquier modo, descubrí la manera de romper al menos por un
breve periodo de tiempo mis cadenas, e interactuar con el mundo de los vivos.
Fue así que, desde más allá del
plano físico, fui capaz de atender a las invocaciones de un erudito de lo
paranormal, desesperado por reencontrarse con su amada. E inmediatamente me di
cuenta de lo útil que podría serme.
¿Y útil para qué? Vaya, lector,
parece que no ha entendido aún la lógica de mi arte. Soy un devoto de la
belleza en los procesos vitales, un escritor que ingresa en sus propios poemas,
siendo un personaje más de las historias que, en su aburrimiento, se encarga de
forjar.
Bienvenido usted, pues, a esta,
mi obra. Espero que, si el Altísimo así lo tolera, sea testigo junto a mí de la
aventura de un Dante de la modernidad, cuya Beatriz lo espera en las
profundidades de la desventura eterna. Y que, si Asherah así lo quiere, pueda
gozarse en la profundidad del alma humana. Una profundidad que nosotros, que
hace mucho hemos perdido todo lo que nos aproximaba ustedes… no podemos hacer
más que envidiar.
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