El hombre medieval, como el antiguo, jamás se proyectó más allá de su mundo conocido, desarrollado en torno al Mar Mediterráneo, aquél al que los romanos denominaron orgullosamente el "Mare Nostrum". Una visión que el poeta florentino Dante Alighieri explicitó en su Divina Comedia, al señalar que Ulises debió pagar en el Infierno el haber navegado más allá de las Columnas de Hércules, conocidas por nosotros como el Estrecho de Gibraltar.
Esta perspectiva, desarrollada sobre un escenario geográfico concreto, contrasta fuertemente con la visión del hombre renacentista, con su irresistible atracción por lo desconocido.
Con el descubrimiento de América y el ensanchamiento de su pequeño mundo, el hombre moderno se lanza a la exploración de nuevas e ignotas tierras, a fin de convertirse en su amo y señor.
El Mediterráneo, que había sido el mar en torno al cual se desarrollaron y vincularon las civilizaciones centrales de la historia (a saber, minoica, micénica, egipcia, persa, griega, fenicia, romana y cristiana), era hasta entonces el gran espacio de vinculación cultural y comercial de Europa para con el resto del mundo.
Desde 1492, sin embargo, empieza a ser visible el corrimiento del meridiano de la historia hacia el Norte y el Oeste. España se consolida como un Estado Nación emergente, y Portugal se afianza como potencia marítima. Las naciones peninsulares, con una cara puesta en el Mediterráneo y otra en el Atlántico, enfocan sus esfuerzos hacia este último.
En 1495, de la mano del Papa Alejandro VI, se reparten las tierras descubiertas, entre España y Portugal, mediante el famosísimo Tratado de Tordesillas.
En 1497, llegaba a Indias el navegante Vasco Da Gama, y Cabral desembarcaba en Brasil al poco tiempo.
Para 1519, Magallanes emprende la primera vuelta al mundo, concluida por Sebastián el Cano, confirmando así de manera empírica y por primera vez la esfericidad de la Tierra.
Y cómo olvidar las hazañas (a veces morales y a veces no) de los españoles en América. Entre 1519 y 1521, Hernán Cortés conquistó México en un epopeya digna de los poemas de Homero, y Pizarro arrebató, tan sólo una década después, el trono a los Incas. El oro de América comenzó pronto a fluir a Europa, ocasionando profundísimos cambios, siendo el más importante en términos de relación causal el ascenso de la clase comerciante, con el subsecuente aumento del prestigio de la fortuna mobiliaria y el redoble del impulso industrial. Sería este hecho el que permitiría acentuar la centralización al dar a los reyes los medios para vencer lo que quedaba del orden feudal.
Con la abundancia del metal precioso vino la inflación, que a la vez que arruinó a los terratenientes y demás mercaderes de las rentas fijas, favoreció a los productores y comerciantes. El imperioso deseo de riqueza, condenado por la Iglesia y los valores medievales, pasó a ser la divisa de los burgueses.
Es en este marco histórico-económico que se estableció el sistema de privilegios reales y monopolios, por ser este el medio más adecuado para los nacientes Estados nacionales, que luchaban por crearse una mayor fuente de ingresos. Este esquema permaneció inalterado hasta el siglo XVIII, cuando el capital industrial, pujante y organizado sobre nuevos medios de producción, presionó por la instauración del mercado libre. Pero mientras se mantuvo en boga permitió extender el poder estatal hasta lejanas colonias, que por medio de las grandes compañías comerciaban exclusivamente con ellos.
El monopolio como sistema, pues, corresponde al ideario mercantilista, en que el Estado procura atesorar metales preciosos mediante el desarrollo de las exportaciones y la restricción de las importaciones, apoyando empresas capaces de explotar los territorios coloniales en beneficio de las metrópolis, y que pueden volcar a favor del país la balanza comercial.
En el plano político, se caracterizó por la centralización del Estado y su afianzamiento tanto interno como internacional, y en el plano sociológico, significó la extinción definitiva del orden feudal.
Los teóricos del mercantilismo coincidían, pues, en cinco premisas fundamentales. En principio, tenían en alta estima al dinero, identificado con el capital. Esto les llevó a fomentar las exportaciones como medio para obtener oro y plata, y el restringir las importaciones para retenerlos. Además, creían que la densidad de población permitía un mayor bienestar de la población, y que el comercio y la industria tienen mayor importancia que la agricultura en cuanto a prosperidad nacional se refiere. Por último, pero no menos importante, sostenían que el Estado tiene como misión el promover el bienestar general, impulsando la economía mediante una política de poder.
Esta política centralizada de promoción del comercio exterior obligó a los monarcas a instaurar un sistema de controles aduaneros permanentes, asegurando las fronteras y aplicando un sistema de seguridad jurídica que pudiera exigir la centralización y estabilidad de las leyes, todo lo cual tendió a afianzar al Estado y crear una burocracia altamente tecnificada, como no se había visto desde el antiguo Imperio Romano.
Este proceso económico no se realizó, sin embargo, sin provocar algunas crisis, como la Revolución de los Comuneros españoles entre 1520 y 1521, que procuró preservar los tradicionales fueros que el rey Carlo I aspiraba a suprimir.
Esta rebelión arquetípica se verificó en otros países, como lógica resistencia ante el avance del poder central, y en defensa de las libertades de las ciudades, comunas y señoríos. No obstante, todos ellos fueron sofocados y no pudieron (ni hubieran podido) detener el avance del absolutismo monárquico.
El absolutismo como corriente ideológica se vio favorecido por la obra de los juristas y publicistas de los siglos XV y XVI, y su terreno en el plano cultural fue preparado (aunque no directamente) por la Iglesia, que predicó desde sus inicios la obediencia a los gobernantes (en el marco de la ley natural) como un deber del buen cristiano.
Estas formulaciones están emparentadas con la teoría del derecho divino de los reyes. Es en estas líneas de pensamiento que el inglés William Tindale justificó que "el rey no está sometido a la ley de este mundo, y puede a su gusto hacer el bien o el mal, y sólo dará cuenta de sus actos ante Dios".
Stephen Gardines, por su parte, y en su opúsculo "De Vera Obedientia", expresó que el rey es la imagen de Dios sobre la Tierra.
En Francia, la Universidad de Tolouse generó una legión de juristas que, bebiendo del Derecho Romano y Canónico, exaltaron al absolutismo real y la dinastía de los Valois.
Ferraut, Grassaille y de Chasseneuz señalaron, como Gardines, que el monarca francés es la imagen encarnada de Dios, y que por ende emana de él un poder absoluto por encima de la ley positiva.
En Italia, por su parte, Maquiavelo la vio como un instrumento al servicio de la unificación del país y la expulsión de los extranjeros que la habían hecho un campo de batalla. Desarrolló la idea de que el Estado tiene una tendencia natural a la expansión, tanto hacia el exterior como hacia el interior de sus fronteras. "El Estado, republicano o principesco, ejerce su coacción sobre el individuo por encima del bien y del mal", llegó a afirmar.
De entre todos estos, con excepción de Maquiavelo, el más célebre y profundo teórico del absolutismo fue Jean Bodin, que exploró a profundidad el concepto de "soberanía". Esta es ni más ni menos que el poder ilimitado y perpetuo inherente al soberano, que se expresa especialmente al dictar este las leyes. El príncipe está por encima de la ley positiva, pero está limitado por el derecho fundamentado en la ley eterna y natural, así como en los principios que surgen de la naturaleza humana.
La Soberanía se legitima, según él, por ser un imperativo de la existencia y unidad del Estado, razón por la que es indivisible y absoluta. Sin embargo, cuando el soberano ordena lo contranatura e inmoral, la desobediencia es lícita, más nunca la rebelión, porque es mejor -decía- "la más fuerte tiranía a la anarquía".
Pese a reconocer las formas de gobierno aristotélicas, se inclinó por la monarquía como aquella que se ajusta más claramente al orden natural.
Es de resalta que, pese a ser absolutista, Bodin intentó paradójicamente limitar el poder, distinguiendo entre tres especies de monarquía: la tiránica (aquella en que no se respeta las leyes naturales), la señorial (en que el rey es propietario de los bienes y las personas, sin ajustarse a derecho), y la legítima (en la que los súbditos obedecen al monarca y este a las leyes naturales).
En estas comunidades, la libertad, propiedad y salud de los ciudadanos están protegidos por el poder absoluto.
"República es un derecho justo de varios hogares y de lo que les es común, con poder soberano. La República sin poder soberano [...] no es una República".
Según Bodin, el Estado se funda en la naturaleza social del hombre y no, como creían los medievales, en un pacto libre de los individuos.
Su pensamiento va indudablemente dirigido a afianzar el poder como manera de evitar la anarquía y las guerras religiosas que desgarraron Francia entre 1562 y 1593, y que tuvieron como protagonistas al partido católico y a los hugonotes calvinistas. En el aspecto religioso, Bodin se inclinó por la tolerancia, a fin de evitar tales conflictos.
Jean Bodin fue también un teórico del mercantilismo que era, como vimos, la doctrina económica más congruente con el absolutismo y la unificación nacional de Francia. Sobre las bases teóricas por él establecidas, en España, bajo Carlos I y Felipe II, en Francia bajo Francisco I y en Inglaterra bajo los Tudor, el poder real absoluto alcanzó su cénit.
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