viernes, 28 de febrero de 2025

El Ser como fundamento de la política Principios y Valores

El Ser como fundamento de la política

¿Qué es la doctrina social de la Iglesia?

¿Qué es el bien? Esa es la pregunta fundamental que debemos hacernos a la hora de encarar cualquier discusión moral. Y aunque pueda parecer una pregunta con una respuesta simple, puedo garantizarle al oyente que está lejos de serlo.

En efecto, los filósofos han desarrollado multitud de conceptos de lo que el bien (y por extensión, el mal) es. En la era moderna, uno de los pensadores más influyentes en este campo fue el judío Baruj Spinoza, famoso por haber sostenido la posición de que el universo es Dios mismo o una manifestación de él, pero del que puede decirse, sin temor a equivocarnos, que ésta es sólo una de las numerosas e interesantes conclusiones a las que llegó.

Spinoza entendió el bien como sinónimo de “lo deseable”, una idea eje, que une a diversas posiciones en el campo de la ética. Es una idea de sentido común: lo que en cualquier campo de la vida se considera “bueno” es, por ello o como consecuencia de ello, deseable para el hombre.

En la filosofía aristotélica, el bien supremo del hombre es la felicidad, a la que todos aspiramos por naturaleza, y que es alcanzable a través de la virtud. Para Platón, lo bueno es sinónimo de lo bello, que es deseable en virtud de su propia belleza.

Sin embargo, lo verdaderamente llamativo de la visión espinosista es el haber reducido esta “deseabilidad” a una cuestión meramente subjetiva, sin que nada más que lo que el ser individual ve como “deseable” sea digno de llamarse un bien.

Dicho de manera simple, las cosas son buenas porque las deseo, y no a la inversa. Lo bueno, entonces, puede ser cualquier cosa que el individuo anhele, por mucho que al sentido común pueda parecerle irrisoria, o incluso horrible.

Para un hombre que desee abusar de un niño, al igual que para uno que desee hacerle un bonito regalo movido por su amor, ese será el bien. No hay parámetros objetivos para la bondad, ni un criterio universal e inescapable, por ende, para la moralidad.

La visión de Spinoza rompió con siglos de lo que en historia de la filosofía se conocía como “ética de la virtud”. De repente, ya no había un fundamento para un juicio moral que no fuera una mera convención, una ficción útil.

De esta comprensión amoral de la realidad, deriva la mayor parte de la ética contemporánea. Ha habido quienes, como Kant, intentaron reconstruir el edificio de la moral, pero sus esfuerzos han pasado a la historia del pensamiento como meras anécdotas.

Otros, como Nietzsche, Stirner o Carl Schmitt, han llevado la idea de Spinoza hasta sus últimas consecuencias, con la negación de toda ética del deber, y la aspiración a una “subversión de todos los valores”, en que los principios de justicia y equidad sean trascendidos en beneficio de los así denominados “valores guerreros” de la fuerza y el poder.

Nietzsche, en particular, condenó al cristianismo por su exaltación de la humildad, la mansedumbre y el servicio y protección de los débiles y necesitados. Para él, esta cosmovisión tiende a minar el carácter de quien la sostiene, que ya no está dispuesto a aplastar a sus enemigos, o a quien se ponga en su camino, con tal de lograr la máxima exaltación de su propio yo.

Corrompidas y manipuladas por los hitleristas, las ideas de Nietzsche sirvieron de justificación para la barbarie nazi, que veía en el guerrero ario que aspiraba crear al Superhombre anunciado por Zaratustra.

El comunismo no se quedó atrás. Partiendo de la negación espinosista de la moral, Marx concibió a la ética como una construcción de las clases dominantes, que debe ser dejada a un lado por los revolucionarios en pro de la construcción del mundo ideal.

Decenas, si es que no cientos de millones de muertos, nos ha costado aquella lacra llamada “relativismo moral”, nacida de la negación de Dios como fuente de toda razón y justicia, y Su reducción a un mero creador apático, tal vez incluso involuntario, para el que no somos importantes en lo más mínimo.

Sí, en efecto, cara nos ha salido la renuncia a la moralidad basada en lo que es bello y bueno por sí mismo, independientemente de los deseos y caprichos del pueblo o del monarca.

Pero… ¿existe una alternativa? ¿Acaso hay, en la historia de la filosofía, alguna idea que pueda servirnos para reconstruir nuestro sentido del deber ser, y para revalorizar el amor como supremo bien?

Considero que, en efecto, lo hay. Algo que he aprendido en mis años de estudioso amateur del pensamiento cristiano medieval es que, en realidad, hay muy poco en lo que se pueda innovar.

Los antiguos han dicho, en el campo de la ética, ya casi todo, y es nuestro deber atender y desarrollar lo que los más grandes pensadores de la tradición occidental han concluido antes que nosotros.

En uno de ellos quisiera enfocarme. “El más sabio de los santos, y más santo de los sabios”, Santo Tomás de Aquino, tal vez el más brillante pensador cristiano que haya existido jamás, y por lejos el más influyente en la doctrina y enseñanza de la Iglesia Católica desde su muerte en el siglo XII.

¿Qué es el bien para Santo Tomás? Dicho en una palabra, Dios, pero la idea requiere de algo más de desarrollo.

En Aristóteles, en quien Aquino se basó para construir todo su pensamiento, y según señalé, lo bueno es lo deseable. Sin embargo, a diferencia de Spinoza, el Estagirita no redujo lo “deseable” a lo que la mera subjetividad individual considerara como tal.

En él, al contrario que para Spinoza, Nietzsche y Marx, las cosas son deseadas porque son buenas, es decir, son conformes a lo que el ser humano, por sus propias disposiciones naturales, aspira a poseer y realizar.

Todo ser humano aspira a ser feliz, cosa que no se reduce a la mera vida placentera, sino que es entendido, en un todo, como la plena realización de aquello que corresponde a su naturaleza.

Clave en esta visión es el concepto de “fin”. Cuando a día de hoy hablamos de un “fin”, entendemos algo que la voluntad define como objetivo. No es esto a lo que Aristóteles se refiere. En él, “fin” es la disposición natural de algo según el tipo de cosa que es. El perro tiene por fin cazar porque está dispuesto a ello, y la planta tiene por fin el mantenerse viva a través de la fotosíntesis, ya que a eso se dirige todo su ser.

La plena concreción de los propios fines es clave en el pensamiento moral aristotélico tomista, que sostiene que todo hombre desea, por naturaleza, llegar a ser lo más perfecto y noble que puede llegar a ser.

Así, no puede ser bueno para un hombre el abusar de un infante, pues esto es contrario a la plena realización de su sensibilidad y su capacidad de aprehender y desear la justicia, pero siempre serán buenos la caridad y el amor al prójimo, exactamente por lo contrario.

El bien es objetivo, connatural al ser humano, y se identifica, así, con el ser, con la “cantidad” de existencia que una entidad posee. El que es sabio posee más el ser del conocimiento y de la prudencia, es decir, existe más, y por ende, es más bueno.

Dios, al ser Infinito e Ilimitado, al poseer el Ser en grado sumo, no faltándole nada de lo que podría tener, es el Bien por excelencia, al que todo tiende, y que crea por la mera efusividad de toda bondad, que siempre desea comunicarse a sí misma.

“¿Y cómo se relaciona todo esto con el peronismo?”, podrá alguien preguntar. La respuesta es muy simple: el peronismo se fundamenta en la doctrina social de la Iglesia, que es la aplicación al campo de la política de la visión tomista de la ética.

La política, para la Iglesia, tiene por justificación y fin último el lograr la plena realización de todos y cada uno de los miembros de una sociedad, que se denomina, genéricamente, como “bien común”. Nada fuera de esto es el propósito de una comunidad organizada, que en caso de atender a cualquier otro anhelo, se convierte en una ilegítima banda de delincuentes.

De la naturaleza humana se siguen una serie de principios que todo político debe atender en vistas a la realización del bien común. Estos son, por jerarquía ontológica, los siguientes:

      En primer lugar, tenemos a la dignidad de la persona humana: cada ser humano es creado a imagen y semejanza de Dios, cosa que le otorga un valor intrínseco e inalienable. En virtud de este principio, se rechaza toda forma de discriminación, explotación o cosificación del ser humano, y subraya la necesidad de proteger sus derechos fundamentales.

      El segundo es el bien común: el conjunto de condiciones que permiten a todas las personas llegar a su pleno desarrollo, y que deben ser el objetivo de la organización social y política, antecediendo (pero nunca excluyendo) los intereses individuales.

      La solidaridad, el tercero, nos dice que todos los seres humanos son corresponsables con los otros, y especialmente con los más vulnerables. No es sólo un sentimiento, sino una obligación moral de trabajar por un mundo más justo

      Por último, tenemos a la subsidiariedad: el menos entendido de los tres, consiste en que las decisiones deben tomarse en el nivel más cercano posible a los inmediatamente afectados, promoviendo la autonomía y participación de los mismos, pero sin descuidar la ayuda de instancias superiores. Dicho de manera simple, lo que puede hacer el barrio de manera eficaz, no debe hacerlo el municipio. Lo que puede hacer el municipio sin mayores problemas, no le toca hacerlo al gobernador. Lo que puede hacer el gobernador, no es debido que lo haga el presidente.

Tanto el comunismo como el capitalismo liberal van radicalmente contra al menos uno de estos mandatos. El primero, atenta contra la dignidad de la persona humana y la subsidiariedad, al aspirar a un gobierno centralizado que toma todas las decisiones e instrumentaliza a las personas, a veces hasta extremos aterradores. El segundo, va contra la solidaridad y el bien común, al promover el individualismo y la atomización de las personas.

El pensamiento justicialista, “profundamente cristiano y profundamente humanista”, hace suyas estas ideas. No entiende, como a menudo lo hace el progresismo, que el bien político es independiente del bien moral, o que la justicia puede estar separada de la solidaridad, como lo considera el libertarianismo actualmente en el poder.

A modo de conclusión, invito a los oyentes a buscar por internet y leer Rerum Novarum, de Su Santidad León XIII, y Centesimus Anus, las principales obras de los Pontífices sobre esta interesante y trascendental materia, que puede, si Dios quiere, brindar a la Argentina el futuro que tanto merece.

A los que no sean católicos, los invito a estudiar la tradición política de la Iglesia, que tanto tiene para aportar al pensamiento social de todos los cristianos en general, por fundarse en las ideas que los Santos Padres recibieron de los Apóstoles, en sagrado matrimonio con el pensamiento de los más grandes sabios del mundo antiguo.

Y a los que sí lo sean, además de instarlos a profundizar en este aspecto de su fe, los llamo a orar a Dios y todos los santos para que, iluminado por la belleza del Amor de Cristo, el futuro pueda demostrar sobradamente que los mejores días fueron, son y serán peronistas. Muchas gracias.

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