El Ser como fundamento de la
política
¿Qué es la doctrina social
de la Iglesia?
¿Qué es el bien? Esa es la pregunta fundamental que debemos hacernos a la
hora de encarar cualquier discusión moral. Y aunque pueda parecer una pregunta
con una respuesta simple, puedo garantizarle al oyente que está lejos de serlo.
En efecto, los filósofos han desarrollado multitud de conceptos de lo que el
bien (y por extensión, el mal) es. En la era moderna, uno de los pensadores más
influyentes en este campo fue el judío Baruj Spinoza, famoso por haber
sostenido la posición de que el universo es Dios mismo o una manifestación de él,
pero del que puede decirse, sin temor a equivocarnos, que ésta es sólo una de
las numerosas e interesantes conclusiones a las que llegó.
Spinoza entendió el bien como sinónimo de “lo deseable”, una idea eje, que
une a diversas posiciones en el campo de la ética. Es una idea de sentido
común: lo que en cualquier campo de la vida se considera “bueno” es, por ello o
como consecuencia de ello, deseable para el hombre.
En la filosofía aristotélica, el bien supremo del hombre es la felicidad, a
la que todos aspiramos por naturaleza, y que es alcanzable a través de la
virtud. Para Platón, lo bueno es sinónimo de lo bello, que es deseable en
virtud de su propia belleza.
Sin embargo, lo verdaderamente llamativo de la visión espinosista es el haber
reducido esta “deseabilidad” a una cuestión meramente subjetiva, sin que nada
más que lo que el ser individual ve como “deseable” sea digno de llamarse un
bien.
Dicho de manera simple, las cosas son buenas porque las deseo, y no a la
inversa. Lo bueno, entonces, puede ser cualquier cosa que el individuo anhele,
por mucho que al sentido común pueda parecerle irrisoria, o incluso horrible.
Para un hombre que desee abusar de un niño, al igual que para uno que desee hacerle
un bonito regalo movido por su amor, ese será el bien. No hay parámetros
objetivos para la bondad, ni un criterio universal e inescapable, por ende,
para la moralidad.
La visión de Spinoza rompió con siglos de lo que en historia de la filosofía
se conocía como “ética de la virtud”. De repente, ya no había un fundamento para
un juicio moral que no fuera una mera convención, una ficción útil.
De esta comprensión amoral de la realidad, deriva la mayor parte de la ética
contemporánea. Ha habido quienes, como Kant, intentaron reconstruir el edificio
de la moral, pero sus esfuerzos han pasado a la historia del pensamiento como
meras anécdotas.
Otros, como Nietzsche, Stirner o Carl Schmitt, han llevado la idea de
Spinoza hasta sus últimas consecuencias, con la negación de toda ética del deber,
y la aspiración a una “subversión de todos los valores”, en que los principios
de justicia y equidad sean trascendidos en beneficio de los así denominados “valores
guerreros” de la fuerza y el poder.
Nietzsche, en particular, condenó al cristianismo por su exaltación de la
humildad, la mansedumbre y el servicio y protección de los débiles y
necesitados. Para él, esta cosmovisión tiende a minar el carácter de quien la
sostiene, que ya no está dispuesto a aplastar a sus enemigos, o a quien se
ponga en su camino, con tal de lograr la máxima exaltación de su propio yo.
Corrompidas y manipuladas por los hitleristas, las ideas de Nietzsche
sirvieron de justificación para la barbarie nazi, que veía en el guerrero ario
que aspiraba crear al Superhombre anunciado por Zaratustra.
El comunismo no se quedó atrás. Partiendo de la negación espinosista de la
moral, Marx concibió a la ética como una construcción de las clases dominantes,
que debe ser dejada a un lado por los revolucionarios en pro de la construcción
del mundo ideal.
Decenas, si es que no cientos de millones de muertos, nos ha costado aquella
lacra llamada “relativismo moral”, nacida de la negación de Dios como fuente de
toda razón y justicia, y Su reducción a un mero creador apático, tal vez
incluso involuntario, para el que no somos importantes en lo más mínimo.
Sí, en efecto, cara nos ha salido la renuncia a la moralidad basada en lo que
es bello y bueno por sí mismo, independientemente de los deseos y caprichos del
pueblo o del monarca.
Pero… ¿existe una alternativa? ¿Acaso hay, en la historia de la filosofía,
alguna idea que pueda servirnos para reconstruir nuestro sentido del deber ser,
y para revalorizar el amor como supremo bien?
Considero que, en efecto, lo hay. Algo que he aprendido en mis años de estudioso
amateur del pensamiento cristiano medieval es que, en realidad, hay muy
poco en lo que se pueda innovar.
Los antiguos han dicho, en el campo de la ética, ya casi todo, y es nuestro
deber atender y desarrollar lo que los más grandes pensadores de la tradición
occidental han concluido antes que nosotros.
En uno de ellos quisiera enfocarme. “El más sabio de los santos, y más santo
de los sabios”, Santo Tomás de Aquino, tal vez el más brillante pensador
cristiano que haya existido jamás, y por lejos el más influyente en la doctrina
y enseñanza de la Iglesia Católica desde su muerte en el siglo XII.
¿Qué es el bien para Santo Tomás? Dicho en una palabra, Dios, pero la idea
requiere de algo más de desarrollo.
En Aristóteles, en quien Aquino se basó para construir todo su pensamiento,
y según señalé, lo bueno es lo deseable. Sin embargo, a diferencia de Spinoza,
el Estagirita no redujo lo “deseable” a lo que la mera subjetividad individual
considerara como tal.
En él, al contrario que para Spinoza, Nietzsche y Marx, las cosas son deseadas
porque son buenas, es decir, son conformes a lo que el ser humano, por sus
propias disposiciones naturales, aspira a poseer y realizar.
Todo ser humano aspira a ser feliz, cosa que no se reduce a la mera vida
placentera, sino que es entendido, en un todo, como la plena realización de
aquello que corresponde a su naturaleza.
Clave en esta visión es el concepto de “fin”. Cuando a día de hoy hablamos
de un “fin”, entendemos algo que la voluntad define como objetivo. No es esto a
lo que Aristóteles se refiere. En él, “fin” es la disposición natural de algo según
el tipo de cosa que es. El perro tiene por fin cazar porque está dispuesto a
ello, y la planta tiene por fin el mantenerse viva a través de la fotosíntesis,
ya que a eso se dirige todo su ser.
La plena concreción de los propios fines es clave en el pensamiento moral
aristotélico tomista, que sostiene que todo hombre desea, por naturaleza,
llegar a ser lo más perfecto y noble que puede llegar a ser.
Así, no puede ser bueno para un hombre el abusar de un infante, pues esto es
contrario a la plena realización de su sensibilidad y su capacidad de
aprehender y desear la justicia, pero siempre serán buenos la caridad y el amor
al prójimo, exactamente por lo contrario.
El bien es objetivo, connatural al ser humano, y se identifica, así, con el ser,
con la “cantidad” de existencia que una entidad posee. El que es sabio posee
más el ser del conocimiento y de la prudencia, es decir, existe más, y por
ende, es más bueno.
Dios, al ser Infinito e Ilimitado, al poseer el Ser en grado sumo, no
faltándole nada de lo que podría tener, es el Bien por excelencia, al que todo
tiende, y que crea por la mera efusividad de toda bondad, que siempre desea
comunicarse a sí misma.
“¿Y cómo se relaciona todo esto con el peronismo?”, podrá alguien preguntar.
La respuesta es muy simple: el peronismo se fundamenta en la doctrina social de
la Iglesia, que es la aplicación al campo de la política de la visión tomista
de la ética.
La política, para la Iglesia, tiene por justificación y fin último el lograr
la plena realización de todos y cada uno de los miembros de una sociedad, que se
denomina, genéricamente, como “bien común”. Nada fuera de esto es el propósito
de una comunidad organizada, que en caso de atender a cualquier otro anhelo, se
convierte en una ilegítima banda de delincuentes.
De la naturaleza humana se siguen una serie de principios que todo político
debe atender en vistas a la realización del bien común. Estos son, por
jerarquía ontológica, los siguientes:
• En
primer lugar, tenemos a la dignidad de la persona humana: cada ser humano es
creado a imagen y semejanza de Dios, cosa que le otorga un valor intrínseco e
inalienable. En virtud de este principio, se rechaza toda forma de
discriminación, explotación o cosificación del ser humano, y subraya la
necesidad de proteger sus derechos fundamentales.
• El
segundo es el bien común: el conjunto de condiciones que permiten a todas las
personas llegar a su pleno desarrollo, y que deben ser el objetivo de la
organización social y política, antecediendo (pero nunca excluyendo) los
intereses individuales.
• La
solidaridad, el tercero, nos dice que todos los seres humanos son
corresponsables con los otros, y especialmente con los más vulnerables. No es
sólo un sentimiento, sino una obligación moral de trabajar por un mundo más
justo
• Por
último, tenemos a la subsidiariedad: el menos entendido de los tres, consiste
en que las decisiones deben tomarse en el nivel más cercano posible a los
inmediatamente afectados, promoviendo la autonomía y participación de los
mismos, pero sin descuidar la ayuda de instancias superiores. Dicho de manera
simple, lo que puede hacer el barrio de manera eficaz, no debe hacerlo el
municipio. Lo que puede hacer el municipio sin mayores problemas, no le toca
hacerlo al gobernador. Lo que puede hacer el gobernador, no es debido que lo
haga el presidente.
Tanto el comunismo como el capitalismo liberal van radicalmente contra al
menos uno de estos mandatos. El primero, atenta contra la dignidad de la
persona humana y la subsidiariedad, al aspirar a un gobierno centralizado que
toma todas las decisiones e instrumentaliza a las personas, a veces hasta extremos
aterradores. El segundo, va contra la solidaridad y el bien común, al promover
el individualismo y la atomización de las personas.
El pensamiento justicialista, “profundamente cristiano y profundamente
humanista”, hace suyas estas ideas. No entiende, como a menudo lo hace el
progresismo, que el bien político es independiente del bien moral, o que la
justicia puede estar separada de la solidaridad, como lo considera el libertarianismo
actualmente en el poder.
A modo de conclusión, invito a los oyentes a buscar por internet y leer Rerum
Novarum, de Su Santidad León XIII, y Centesimus Anus, las principales
obras de los Pontífices sobre esta interesante y trascendental materia, que
puede, si Dios quiere, brindar a la Argentina el futuro que tanto merece.
A los que no sean católicos, los invito a estudiar la tradición política de
la Iglesia, que tanto tiene para aportar al pensamiento social de todos los
cristianos en general, por fundarse en las ideas que los Santos Padres
recibieron de los Apóstoles, en sagrado matrimonio con el pensamiento de los
más grandes sabios del mundo antiguo.
Y a los que sí lo sean, además de instarlos a profundizar en este aspecto de
su fe, los llamo a orar a Dios y todos los santos para que, iluminado por la
belleza del Amor de Cristo, el futuro pueda demostrar sobradamente que los
mejores días fueron, son y serán peronistas. Muchas gracias.
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