miércoles, 5 de febrero de 2025

La misericordia del olvido (cuento n° 6 de la novela)

No tuve una vida fácil. En ningún sentido.

Esto podría parecer un ejercicio de injustificada autocompasión, pero te doy mi palabra de que está muy lejos de serlo. Es, más bien, una introducción imprescindible para lo que sigue, sin la cual es imposible comprender plenamente el por qué de muchas de las acciones que, a continuación, voy a relatarle.

A la fecha, nací hace poco más de un par de décadas, en una casucha de chapas y cartones de un barrio en el que el hombre más valiente del mundo temería poner un pie.

Es curioso. Para un niño que empieza a vivir en tales circunstancias, a menudo es difícil comprender la magnitud de su mala fortuna.

Uno crece creyendo que todo el mundo escucha tiros por las noches en una cuadra cercana, o viendo a los vecinos ser apresados por la policía tras hallar unas misteriosas bolsas rectangulares de papel madera en el interior de sus hogares. Uno imagina que es natural que tu familia no quiera salir ni a comprar pan después de cierta hora, si es que en primer lugar hay dinero para hacerlo. O que regularmente tengas que ir a comer a una iglesia cercana, donde un grupo de personas con más buenas intenciones que medios para concretarlas, hace lo posible por evitar que los niños pasen hambre.

Mi padre era un desempleado crónico que en años anteriores había estado en la cárcel. Un hombre de unos 30 años, que de algún modo se las había ingeniado para seducir a una joven de 17, a la que había terminado por conceder el dudoso regalo de ser una madre adolescente.

Siempre lo detesté. Desde muy niño era incapaz de sentir cualquier afecto por él. Un alcohólico violento que me golpeaba cuando estaba de mal humor, o incluso a mi madre, si es que tenía la osadía de recriminarle sus excesos, o simplemente cocinaba algo que no le apeteciera lo suficiente.

La verdad, sin embargo, es que ella tampoco destacaba por su competencia. Puedo contar con los dedos de una mano las veces en que, sin demasiado entusiasmo, me abrazó o felicitó por algún minúsculo logro académico.

Cómo culparla. Desde su perspectiva, seguramente, yo era la causa de su miseria, y de hecho le agradezco no haber descargado toda esa frustración sobre mí. Al menos, no la mayor parte del tiempo.

Ahora, de adulto, sé que es normal que un niño en tales circunstancias desarrolle un vacío que algunos intentamos llenar con alcohol o narcóticos. Pero cuando era uno, me costaba comprender por qué, mientras otros pequeños jugaban a los soldados, yo me dedicaba a fantasear con un mundo en que el nada de hoy, que yo era, lo fuera todo.

Hice cosas de las que me arrepiento. Golpear a otros niños para imponer mi autoridad, por ejemplo. Pero el paso de los años me ha enseñado a perdonar mis propios pecados, aunque no necesariamente los del prójimo.

Mi padre murió de una cirrosis hepática antes de los 40 años, y mi madre, seguramente cansada de una vida tan miserable, me dejó un día en casa de mis abuelos, y nunca regresó.

Cuando cumplí los trece años, como muchos adolescentes, comencé a buscar un poco más de independencia. Mi abuela siempre me advirtió contra las malas compañías, y mi abuelo me inició desde muy joven en el arte de la albañilería, en un intento por ofrecerme un futuro honesto y que, al menos, me garantizara dos comidas diarias.

Pero yo era un chico rebelde y, sobre todo, ambicioso. Así que cuando conocí a La Chispa, no tardé en verme atraído por lo que ella, aún sin saberlo, tenía para ofrecerme.

Su nombre real era Carmen, y era una chica lista, tanto que a veces me asustaba. Pero también tenía una cierta resistencia, tal vez natural, a la adversidad. Era baja, muy baja, de cabello corto que cada mes tenía un color diferente.

Procedía de una familia de inmigrantes pobres, que con todo hicieron lo imposible para conseguirle un puesto en una escuela privada. Allí, destacó desde el primer minuto en la materia de Informática. Y como a menudo ocurre con los grandes, hombres, mujeres o imperios, murió de éxito.

Su habilidad llegó a ser lo suficientemente remarcable para, de una manera que nunca se molestó en explicar, hackear las computadoras de la escuela para cambiar las calificaciones de sus amigos.

Hasta hoy no me explico su incapacidad para prever la facilidad con la que una treta semejante sería descubierta. Las autoridades iniciaron una investigación, la pillaron, y terminó expulsada. Su familia, decepcionada y enojada a partes iguales, no había tenido más opción que colocarla en un colegio de barrio, en medio de otros niños de similares orígenes, que con certeza no podrían darle los contactos que necesitaría para tener, en el futuro, una vida mejor.

Después de eso, se unió a la pequeña pandilla de Las Fieras. Cliché y pretencioso a partes iguales, lo sé. Pero éramos todos niños tratando de ganarnos un lugar en el mundo.

La única que tal vez sea una excepción era La Tora. Tenía unos dieciocho años recién cumplidos, y fungía como la líder no oficial del grupo.

Alta y robusta, parecía tener una fascinación tanto por el cabello rojo como por los tatuajes. Su piel albergaba varios de ellos, que no disimulaban su intención de intimidar. Calaveras en llamas, serpientes y algún que otro pájaro, que hubiese decidido hacerse colocar por mero placer estético.

Creció en un hogar violento. Su padre era un traficante de poca monta, tan estricto como agresivo, que desde muy joven la involucró en este mundillo, en el que aprendió a sobrevivir y negociar con sujetos que es mejor perder que encontrar. Tras morir el hombre en una redada policial, La Tora se convirtió en una figura a respetar y temer entre los jóvenes de su barrio.

Y no era para menos. Era astuta, de un carácter cínico, prepotente y sarcástico, que hacía que nadie se atreviera a llevarle la contraria. Y, pese a esto, ocultaba esa faceta más humana, que en ocasiones dejaba entrever al aconsejar a los miembros del grupo, a los que escuchaba con el interés de una hermana mayor.

Todo esto, de cualquier modo, no anula el hecho de que era estricta, y no toleraba las equivocaciones. El único que era capaz de enfrentarla cuando su carácter a veces impulsivo amenazaba con perjudicarnos en exceso, era El Perro.

Nunca me molesté en preguntar por su nombre. Él tenía dieciséis, casi diecisiete años cuando lo conocí. Era corpulento, más tatuado aún que La Tora, y con una extraña manía por llevar siempre un cigarrillo en la boca, que curiosamente era raro ver encendido. Tenía una gran cicatriz en la cara, que según La Chispa había obtenido en una pelea con su padre borracho.

Mismo que, desde que estaba en la pubertad, lo había introducido en el mundo del boxeo juvenil. Su sueño era dedicarse a este deporte, pero su excesiva ambición lo traicionó y, descubierto tras una prueba de dopaje, acabó expulsado del circuito.

En los pocos momentos en que, a menudo alcoholizado, abandonaba su pose intimidante, por silenciosa y directa, se hacía evidente su frustración por ese error. Tras su frialdad superficial, se escondía una rabia constante hacia su pasado, y la permanente nostalgia de lo que pudo ser.

El último miembro del grupo antes de que yo llegara, era El Mono. Trabajaba desde los nueve años en el taller mecánico de su padre, cosa que se hacía evidente en su cuerpo curtido, con cabello rizado y una evidente alergia al peine. Le encantaban las gafas de sol, y vestía siempre con la misma ropa desgastada llena de manchas de aceite.

Él era, tal vez, el más afortunado de nosotros, al tener una madre y abuela que lo amaban profundamente. Pero, como todas, su vida tenía una faceta oscura.

Tras el abandono de su padre a los 12 años, se vio obligado a empezar a hacer cosas de escasa legalidad para solventar las deudas de su familia. Al principio se dedicó a modificar autos para carreras ilegales, y pronto terminó dedicándose al contrabando.

Era de carácter jovial y relajado. Siempre había un comentario sarcástico de su parte en los momentos más (y menos) oportunos, que siempre sospeché que era un medio para lidiar con su propia ansiedad, así como el consumo de cocaína y otras drogas.

Con él podía pasar horas bromeando, y acabó siendo para mí como un hermano mayor. Tal vez fue eso lo que lo llevó, en alguna ocasión, a confesarme que me convenía buscar otro camino.

-Tú aún puedes cambiar tu vida. – me dijo, mientras portaba una caja de vino en una mano, y un cigarrillo en la otra – No voy a obligarte a nada. Pero creo que eres inteligente, y tienes mucho futuro si te lo propones. Deja las drogas y vuelve a la escuela. No cometas el mismo error que yo. No hay marcha atrás.

Cuánto quisiera haberle hecho caso. Como buen adolescente bobo y conflictuado, no tardé en escapar de la angustia que me provocó la muerte de mi abuelo por medio del consumo de estupefacientes.

Al poco tiempo, mi abuela enfermó, y tuve que hacerme cargo de los gastos de la casa. Nunca le dije de dónde procedía realmente el dinero. Sin duda no hubiese aceptado que su nieto vendiera las mismas sustancias que consumía, de la mano de un grupo de amigos que se ganaban la vida trabajando como “camellos” para un cártel local.

Hasta el día de hoy me arrepiento de no haber escuchado a El Mono. Pronto me habitué a consumir esa basura, y cuando me di cuenta de que tenía un problema, ya era incapaz de volver atrás.

Los años pasaron. Mi abuela finalmente murió, y mi relación con estos chicos se hizo lo bastante fuerte para considerarlos mi “familia”. Con el paso de los años, habíamos multiplicado nuestros ingresos, y ahora vivíamos en un departamento cómodo y bonito a las afueras de la ciudad.

Para este punto, nuestro rol al interior del cártel se había vuelto progresivamente más importante. Ahora, La Tora era parte de la mesa dirigente local, y nosotros, como sus subordinados inmediatos, teníamos a nuestro servicio a numerosos traficantes menores, y a unos cuantos matones que, armados con humildes pero amenazantes pistolas, se encargaban de hacer cumplir nuestra ley en los territorios que administrábamos.

Como podrá usted imaginar, mi situación financiera o mi posición social ya no eran las que habían sido en un inicio. Tenía el dinero y las mujeres que tanto había anhelado, y sólo convivía con mis viejos amigos por una cuestión de afecto mutuo. Y a pesar de todo esto, a menudo me preguntaba si el precio ameritaba tan magros beneficios.

Cuando uno se dedica a estas cosas, le es muy difícil ignorar la fugacidad de la existencia, ubicada, probablemente, a medio camino entre dos oscuridades silenciosas e infinitas. Oscuridades que, por mucho que uno conviva con ellas en su día a día, permanecerán por siempre tan imponentes e intimidantes como les es natural.

Siempre había sido de la idea de que el concepto de un alma inmortal es un mero fruto de este temor. El resultado de ser hijos de una naturaleza que nos creó para la vida, y que, cínicamente, no tiene mayores problemas con traernos la muerte.

La idea de una vida después de ésta era, sin embargo, tan atrayente para mí como para cualquier mortal. “Tal vez”, fantaseaba, “un día volveré a ver a aquellos ancianos que me dieron sus corazones, tiempo y pertenencias sin más medida que la de su amor”. Y, pese a todo, tal posibilidad se transformaba en motivo de vergüenza cuando me percataba de lo poco satisfechos que estarían sus espíritus inmortales con lo que había sido de mi vida.

Yo era una decepción. El fracaso de toda esa bondad que, durante el tiempo que estuvieron conmigo, ellos me habían regalado con tantísima liberalidad.

Pero… ¿era acaso un fracaso irremediable, una estrella muerta cuya luz ya nunca podría volver a iluminar el cielo? Tal interrogante venía a mi mente en ocasiones, despertando aquellas esperanzas que, con cada raya de cocaína que inhalaba, quedaban más y más anuladas.

Ciertamente – pensaba yo – no merecía ese futuro que en otro tiempo podría haber sido mío. Había crecido para ser un delincuente que no temía herir a clientes y adversarios en su lucha por el capital. Uno que sospechaba fundadamente, incluso, haber sido causa de algún que otro deceso. Pero tales sentimientos estaban lejos de limitar la nostalgia de un porvenir imposible, que yo anhelaba más que nada poseer.

Al final, había sido traicionado por mi propia ambición. Tenía dinero y mujeres, sí, pero no tanto como había deseado, y al precio de tener a la Parca siempre en mi oído, susurrándome su siguiente movimiento en esta partida de ajedrez con el azar, y sobre todo, de vivir con el permanente remordimiento, siempre acallado pero nunca ausente, que acecha a quienes aún conservan algo de humanidad en estos círculos.

Tal vez no debería quejarme tanto. Después de todo, fue este trabajo el que me llevó a conocer a Luci.

La trajeron hasta mí una mañana, con historias fascinantes acerca de su sorprendente habilidad física, y su aparente invulnerabilidad ante el miedo. Había intervenido sin previo aviso en un ataque de mis subordinados a lo que aparentemente era un cargamento de drogas de una banda rival. La manera en que se las había ingeniado para noquear a dos de sus hombres, a fin de robar una pequeña caja de madera con extraños símbolos gravados en su superficie, era razón de más para que se la llevara ante mi presencia.

No tardé en descubrir que, en realidad, era una chica de complexión delgada y cabello rubio, cuya apariencia poco tenía que ver con la de un mercenario o un matón a sueldo, o incluso con la de una mujer promedio. Era más hermosa que cualquier mujer que hubiese visto antes, y caminaba con la gracia de una princesa.

Estaba nerviosa cuando la trajeron a mi “oficina” (más bien, un cuarto oscuro y no muy acogedor, de paredes despintadas y que no merecía tal título más que por haber allí un escritorio y un par de sillas).

         -Buenos días. – la saludé - ¿Cuál es tu nombre?

Ella me miró con un rostro que, sutilmente, expresaba su disgusto por algo. Probablemente, pensé, sería por verse orillada a este tipo de labores, tan poco honrosas y de nula moralidad.

         -Lucero. – respondió, finalmente – Lucero Kochav Boker.

         -¿Judía? – insistí, reconociendo los orígenes de tal expresión.

-Digamos… - dijo ella – Mire: voy a ser directa. Necesito trabajo, y sus hombres me dijeron que tal vez mis habilidades les serían útiles.

         -Comprendo…

Hablaba de manera firme, pero temerosa a la vez. Como alguien que está a punto de acometer algo que sabe que es una mala idea, y sin embargo está resuelto a ello. Algo que yo también había experimentado en su momento.

-Y… dime, Lucero, ¿de qué habilidades exactamente me estás hablando?

Lo que me dijo después es de escasa relevancia. Ahora estoy consciente de que no me dijo la verdad, ni mucho menos aquello que hacía posible tales dotes.

Al principio, la destiné a cuidar los cargamentos de la mercancía en las ocasiones en que era necesario. No tardó en ganarse el respeto de sus compañeros, a raíz primero de su sorprendente fuerza física, y más tarde de aquella cualidad tan angélica, y tal vez por eso mismo, tan extraña en círculos como este: su capacidad de empatizar con las necesidades ajenas.

En pocos meses, forjó amistad no sólo con varios de los hombres y mujeres que trabajaban a su lado, sino también con otros personajes del barrio. Prostitutas, ladrones y adictos visitaban de vez en cuando su residencia, donde ella les aconsejaba con respecto a sus dificultades, y a menudo fungía como un hombro en qué llorar para ellos.

Con el paso del tiempo, fui desarrollando, como muchos a mi alrededor, cierta atracción hacia esta joven tan hermosa y a la vez tan temible, que me llevó a, poco a poco, buscar la manera de pasar más tiempo a su lado.

Una noche, la invité a cenar. Bebimos en exceso, y en poco tiempo estábamos lamentándonos de nuestras desgracias en un profundo y notorio estado de ebriedad. Fue entonces cuando tuve mi primer momento de intimidad con Luci.

Yo le hablé sobre mi pasado, y la forma en que me sentía con respecto a lo que mis abuelos podrían pensar de mí si, acaso, eran capaces de verme desde algún otro lugar. Ella me explicó su historia con su madre y hermanas, a las que llevaba “millones de días” sin ver. Ambos lloramos y nos abrazamos frente al fuego.

En retrospectiva, creo que eso fue lo que nos acercó. Pronto nos hicimos buenos amigos, aunque mis sentimientos hacia ella seguían vivos. Por alguna razón, no experimentaba la misma valentía ni atrevimiento con esta hermosa joven, que la que había sentido ante otras chicas. Tal vez tiene que ver con el hecho de que genuinamente había logrado tocar mi corazón.

Esa noche ocurrió algo más. Cuando ya ella se había dormido, yo no tuve mejor idea que darme una probada de mi propia mercancía. Pero esta vez, no experimenté sólo la euforia que es habitual en este tipo de consumos.

Más bien, comencé a tener una suerte de experiencia onírica, como si de repente hubiese caído en un sueño apenas comprensible. Imágenes geométricas, personas con rostros extraños y animales que nunca había visto danzaban ante mis ojos. Hasta que de repente, me vi a mitad de una oscuridad absoluta, sólo desafiada por una lejana luz que, poco a poco, se hacía más grande. Y entonces, lo vi.

Una extraña figura, de rostro y complexión vagamente humanas, que sin embargo, era obvio que no pertenecían a un homo sapiens. Era como si una sustancia líquida se hubiese aglomerado para conformar su cuerpo, sustancia que goteaba de todas partes del mismo. Su rostro era bien proporcionado y, de una manera difícil de explicar, se sentía a la vez aterrador y agradable a la vista, bello, pero corrompido.

Él me habló, pero no con palabras. Me mostró imágenes de poder y grandeza como nunca había soñado. Vi a las naciones temblando ante mi presencia, y a los reinos cayendo uno a uno ante mí.

Me dijo que todo eso podía ser mío si yo obedecía sus órdenes. Que todo lo que deseaba a cambio era que le hiciera un favor cuando llegara el momento.

No llegué a preguntarle en qué consistía ese favor, pues desperté, sudoroso y confundido, a la mañana siguiente. Luci había tenido la amabilidad de prepararnos el desayuno.

Durante algún tiempo, creí que todo esto no pasaba de ser una alucinación, probablemente por ingerir drogas en un estado cuestionable. Pero las palabras de esa cosa se quedaron conmigo.

Me sentía avergonzado por ello, pero algo dentro de mí me decía que todo esto era más que una divertida anécdota. Sentía que, tal vez, tenía la oportunidad de, por fin, alcanzar las cuotas de grandeza y poder con las que siempre había soñado.

En alguna que otra ocasión, seducido por tales ideas, me dirigí mentalmente a este ser, cuyo nombre, me dijo, significaba en mi lengua “Medicina de Dios”, pidiéndole que regresara para confirmar su existencia.

Me pregunté durante este período si, acaso, esta criatura podría ser el Diablo del que hablaban las mitologías, ofreciéndome lo que tanto anhelaba a cambio de mi alma. Me sentía tonto por tal proceder, pero la esperanza en mí no moría. Una esperanza que, con todo, no me hacía lo bastante estúpido para estar dispuesto a exponerme a una eternidad de torturas por meros caprichos terrenales… o eso quería creer.

Una semana pasó para que mis dudas se despejaran. Era un día soleado, y varios de los muchachos, de distintas jerarquías en la organización, estábamos reunidos en la sede, bebiendo algo, charlando y jugando a las cartas.

Y de un momento a otro, fue como si de la nada el mundo saltara sobre nosotros. Empezamos a escuchar montones de disparos a escasos metros, y para cuando nos dimos cuenta estábamos bajo el fuego de lo que seguramente sería una banda rival.

Me escondí bajo la mesa en un intento por salvar mi vida. A mi alrededor, hombres caían muertos. Y fue entonces que vi, bajo la mesa más cercana, a Luci escondida de los atacantes.

Pensé que ese sería nuestro último día. Ya todos nuestros compañeros estaban muertos, y no había manera de que el resto llegara a tiempo para salvarnos. Y entonces, ocurrió lo inesperado.

Viendo que yo era el siguiente en morir, Lucero se levantó de debajo de la mesa, y se aproximó a los sicarios armados, como si nada tuviera que temer de ellos o de sus rifles.

La vi agarrar las armas por sus cañones, quitárselas a sujetos musculados y varios centímetros más altos que ella, y romperlas como si estuvieran hechas de papel mojado frente a sus ojos.

Los tipos, al igual que yo, la miraron con la boca abierta, hasta que otro de ellos entró, y contemplando la escena, no tuvo mejor idea que dispararle a la chica de la que me había enamorado en la cara.

Mi alarma se transformó en una creciente incredulidad cuando me percaté de que el impacto apenas le había provocado una pequeña raspadura cerca del ojo.

Asustados, los hombres huyeron de su presencia, y pronto el lugar quedó en silencio. Un silencio del que yo mismo, partícipe, no sabía cómo escapar.

Unas horas más tarde, me encontraba sentado en una habitación de otra de las sedes barriales del cártel. Allí me habían trasladado, junto a Lucero, para garantizar, al menos momentáneamente, nuestra seguridad.

Una guerra de bandas acababa de estallar. El objetivo del ataque era Don Lino, nuestro jefe inmediato, quien había caído muerto en el ataque. Afortunadamente, ningún miembro de mi “familia” se encontraba en el lugar cuando todo ocurrió, así que tuve la alegría de ver cómo llegaban a mi nueva ubicación a fin de cerciorarse de que yo estuviera bien.

Una alegría que, de cualquier forma, apenas conseguía sacarme de mi ensimismamiento. No paraba de pensar en la sobrenatural fuerza de Lucero, y al mismo tiempo no me atrevía a hablar de ello con nadie, temeroso de ser tomado como un psicótico.

Ella se encontraba sentada en un extremo de la habitación, con un rostro que expresaba preocupación y miedo, aunque no era claro el por qué. Por momentos me miraba, antes de volver a sus demonios internos.

Finalmente, cuando estuvimos solos, tuve el atrevimiento de hacer notar al elefante en la habitación, haciéndole esa pregunta tan incómoda, cuya respuesta, sin embargo, necesitaba desesperadamente conocer.

         -¿Qué eres? – la interrogué.

Ella guardó silencio durante varios segundos, antes de voltear la mirada. Se la veía inquieta, temerosa de revelar ese secreto que, seguramente, llevaba un largo tiempo guardando.

-Gracias por salvarme. – insistí – Y puedes estar tranquila: tu secreto está a salvo conmigo. Pero realmente necesito saber. Me agradas. Mucho. Y si voy a tener tu amistad, deseo que sea sobre la verdad.

Lucero volteó, y me miró a los ojos. Luego, volvió a apartar la mirada. Pensé que eso sería todo lo que haría, pero para mi fortuna, me equivoqué.

-Tú también me agradas. – me dijo - ¿Sabes? Llevo mucho tiempo escapando de este tipo de preguntas. Realmente no quiero involucrarte en mi vida más de lo requerido.

Bajé la mirada, y reflexioné. A decir verdad, yo tampoco quería hacerlo. Pero necesitaba una respuesta. Una respuesta que, en realidad, no fue necesario solicitar.

-¿Recuerdas la caja de madera que sostenía el día en que nos conocimos? – me preguntó – No era cocaína, ni nada por el estilo. Era un artefacto muy, muy antiguo, que el cártel rival había acordado vender a un grupo de dementes que desean acabar con el mundo. Yo quería tenerlo para destruirlo, y eso fue lo que hice cuando me fui a casa esa noche. Así va a serles más difícil liberar a las fuerzas que adoran.

La escuché, tan impresionado como confundido. Para mis adentros, especulé con que se tratara de una hechicera, o algo por el estilo. Pero ella no había terminado su explicación.

-Esa cosa fue creada por una criatura que existió antes que los propios humanos. Un ser poderoso, cuyo único anhelo es acabar con el universo en que vivimos…

Como tal vez sospeches ya, no soy exactamente una chica común. Empezando por el hecho de que tengo casi seis mil años, y fui responsable de que todo este desastre comenzara, cuando le dije a esa boba que se comiera la famosa fruta.

“Lucero”, recuerdo haber pensado. Ya para este instante, podía suponer a dónde se dirigía su relato.

-Yo era una de las responsables de que este desastre no ocurriera. Lo arruiné todo, y ahora el mundo podría acabar pronto. Llevo meses yendo tras los pasos de un grupo sectario llamado la Orden Esotérica de Apofis. Intentan liberar a esas cosas, con el propósito de devolver todo al estado de paz primordial que, creen ellos, nunca debió cesar.

Ella suspiró una vez más, antes de llevar su narración a su punto culminante.

-Soy la culpable de que estén a punto de lograrlo. Yo tenté a Eva, y ahora el pecado que hice entrar en el mundo está a punto de consumirlo. Y mi nombre no es Lucero, sino una variante algo más antigua de él: Lucifer.

En un principio, experimenté aquella resistencia, combinación de asombro, incredulidad y miedo, que cualquiera sentiría ante una revelación semejante. Saber que había compartido las debilidades de mi corazón con Satanás en persona era inquietante. Pero, al mismo tiempo, parecía evidente que esta Satanás no era el monstruo imaginado por las mitologías.

Dudé, pero finalmente decidí que, si había algo a lo que temer, probablemente no era Lucifer, sino aquello que intentaba dejar fuera del mundo.

Decidí quedarme a su lado. No tanto por el hecho de que, para este punto, me había enamorado profundamente de ella, como por interés en ayudarla a evitar lo que fuese que pasaría si el Caos primordial era liberado de su prisión.

Esa noche, temerosos de que nuestros rivales estuvieran tras los supervivientes de la masacre, nuestros superiores en el cártel nos ordenaron dormir los dos solos en un motel de mala muerte, custodiados por matones armados. A través de mi celular, tuve acceso a las noticias sobre una auténtica batalla en las calles, en qué los dos grupos criminales rivales se enfrentaban por el dominio de las tierras en disputa.

Me quedé hasta la madrugada conversando con Lucifer acerca de todo lo que estaba ocurriendo. Ella me explicó lo que, en estos meses, había logrado aprender, por medio de contactos cuya identidad no se molestó en revelar, acerca de sus adversarios.

Eran una organización muy antigua, surgida, probablemente, en el antiguo Medio Oriente, de las prédicas de un árabe loco que adoraba a entidades alienígenas de saber y poderío sólo comparable a los de Dios y sus ángeles.

Con el paso de los siglos, se las habían ingeniado para acercarse a círculos de poder, y aparentemente, a través de ellos, al lucrativo mundo del crimen. Entre los miembros de este culto había políticos, empresarios e incluso científicos reconocidos, todos dispuestos a vender sus almas a cambio de un poco más de poder.

Adoraban, en concreto, a dos seres, de los cuales sólo tenían acceso más o menos directo a uno: Azaimelek, “el Señor de los Juncos y las Serpientes”, como era referido. Lo más cercano a un ángel que su infame padre, el Caos nuclear del que todo emanó, había traído a la existencia.

Una criatura sumamente inteligente, conocedora de los más ocultos secretos del universo, y aparentemente, capaz de manifestarse bajo mil máscaras diferentes, sean estas humanas, animales, o de algo mucho más allá de lo que podemos imaginar.

Su padre, por su parte, estaba tan vinculado a la esencia de nuestro universo como Dios misma, pudiendo contemplar a voluntad cualquier punto del espacio. Era, por así decirlo, la Sombra de lo divino, su contracara exacta y el único adversario digno para Ella.

También me habló un poco acerca de su vida en las distintas eras de los hombres, y cómo fue testigo de los más trascendentes acontecimientos de la historia humana. Me contó sobre su viaje a la América española pocos años después de la llegada de Colón al continente, y cómo había sido una de las pocas mujeres en participar de una expedición de conquista.

Me habló, además, de la ocasión en que fue testigo del lanzamiento de la primera misión tripulada a la Luna, y de cuando vio a los soldados rusos entrar en la capital de la Alemania derrotada, al final de la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, el episodio que más atrajo mi atención fue la vez en que se encontró, viajando por el Medio Oriente, con las prédicas de un hombre culto y de habla griega, habitante de un antiguo imperio, que afirmaba hablar en nombre de un maestro espiritual ejecutado por las autoridades bajo acusaciones de sedición.

Se interesó sobremanera por su prédica, hasta el punto de escoger, sólo por curiosidad, acompañarle en su siguiente viaje. Él le habló de una Deidad por encima de la Creadora de este mundo, de incomparable Sabiduría y Poder, que había enviado a Sus servidores a un joven que, a la edad de 30 años, comenzó a predicar la salvación del alma inmortal para aquellos que hicieran de la caridad su estilo de vida.

Un individuo peculiar y carismático a partes iguales, a quien ella nunca conoció, pero que debía haber sido extraordinario. Tanto así que la religión dominante en todo el disco terráqueo había derivado de sus prédicas.

Todo esto nos llevó a conversar sobre este presunto hálito de vida capaz de trascender a la muerte. Según lo que Luci había aprendido, siglos antes, de los filósofos más ilustres, la capacidad del hombre de aprehender conceptos, que trascienden el mundo material, era, para algunos, prueba suficiente de que había “algo” en nosotros que podía sobrevivir a la muerte.

-Sólo piénsalo: si algo trasciende la materia, no puede estar sujeto a ella. – me explicó.

Nunca había analizado tal argumento, y a decir verdad poseía cierto sentido. Cosa que no tardó en despertar, en mí, las mismas angustias a las que ya estaba habituado, que sólo eran compensadas por la esperanza de, un día, poder disculparme con aquellos a los que había decepcionado.

La charla se extendió lo suficiente para que, por fin, termináramos derrotados por el cansancio, y forzados a intentar dormir.

Esa noche, finalmente mi preternatural mecenas decidió hacer, una vez más, acto de presencia. Su aspecto era igual al de la ocasión anterior, con el detalle de que, esta vez, se encontraba sentado tras un escritorio, ubicado a mitad de una habitación de aspecto cálido y elegante. Me invitó a sentarme, y comenzó a hablar, con una voz profunda y hermosa, cuyo tono denotaba su soberbia posición en la escala del ser.

No recuerdo toda la conversación. Sólo albergo en mi memoria la parte final, en que tras explicarme multitud de cosas que, y a esto sí que lo recuerdo, hubiese preferido no saber, presentó su oferta.

-Quiero que me concedas el unirme a ti como no lo he hecho con ningún habitante de tu mundo en toda su historia. Los reinos de toda la Tierra y de las estrellas te pertenecerán, y serás portador de una fuerza que ni siquiera Dios podrá contener.

Mientras hablaba, yo veía aparecer en mi mente aquellas imágenes que ya me habían sido mostradas, más con una ligera variación: en todas ellas, a mi lado y coronada como emperatriz y señora del mundo, mi amada Lucero estaba presente, llenos sus ojos de la maliciosa alegría que sólo una Satanás triunfante podría manifestar.

La tentación era grande, pero algo me sugería que convenía mantener distancia de los anhelos de mi corazón.

         -¿Qué me pides a cambio?  - le pregunté, finalmente.

-Que me ayudes a persuadirla, y que ambos, postrados, me adoren y cumplan mis mandatos. Si así lo hicieres, todo en los cielos y la Tierra te daré. Y ascenderás por encima de las estrellas que Dios forjó.

No estoy seguro de si se debía a mi estado onírico o al asentimiento de mi corazón, pero en aquél instante me sentía dispuesto a obrar conforme a lo que él me ofrecía. Pero entonces, aconteció lo inesperado.

Como si otro ser de su mismo tipo estuviera interfiriendo con sus misteriosos planes, vi mi mente inundada, con la misma intensidad que la de aquellos delirios de grandeza en forma de especies inteligibles que él me había inspirado, con el recuerdo de mis abuelos.

Vi a mi abuela preparar la cena, y a ese hombre al que tanto admiraba abrazando y besando a su esposa tras un largo día de trabajo. Recordé las charlas con esos dos viejecitos, y cómo me consolaban en días lejanos, en aquellas ocasiones en que lloraba preguntándome por qué mi madre no me quería.

Y entonces, la inevitable pregunta surgió:

         -¿Qué pasará con los humanos si ellos cumplen su propósito?

-Serán sometidos, o morirán – dijo, con una franqueza tan pasmosa que llegué incluso a sospechar que debía haberla tenido a la fuerza.

Eso fue suficiente para mí. A pesar de la dureza de mi corazón, de ningún modo estaba dispuesto a acabar con la alegría de aquellos que, en toda la Tierra, gozaban de lo que yo había perdido en otro tiempo. Maleante era, pero no un genocida.

Cortésmente, rechacé su propuesta, y me dispuse a salir de la habitación.

-No podrás huir de mí para siempre. – me dijo él – En algún momento mis servidores obtendrán lo que quieren, y tú caerás en el eterno olvido con todos los demás adamitas.

-Tal vez. – repliqué antes de despertar, y sin saber de dónde procedían mis palabras, lo desafié aún más – Pero tú nunca serás olvidado. Y esa es tu condena. 

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