"El Árbol de la Vida"
La Corona me hizo a partir de su
propia sustancia, antes de que todos los astros existieran. En realidad, decir
que ella “me forjó” es cosa más análoga que unívoca, puesto que no soy, a diferencia
de mis hijas, una entidad separada del Vacío al cual pertenezco, y que se funde
con mi carne, piel y huesos, desde el inicio de nuestro pequeño universo.
Ella no me hizo, sino que soy. Yo
soy la luz, el orden, la vida y el amor por la alteridad, la más pura expresión
del deseo de aquél Vacío de tener amigos, seres en los que proyectar toda su
benevolencia.
Pero también soy la oscuridad, el
caos, la muerte y el odio por “lo otro”. Tal es la paradoja de mi existencia: soy
la dualidad bifurcada hace ya miles de años, y que permanecerá así hasta el
final de los tiempos.
Yo soy Asherah, la Madre Sagrada,
pero también Apofis, el Caos Nuclear. Yo soy la que da la vida, y aquél que la
quita. Soy, en un todo, la Corona expresándose a sí misma, la Emanación Derecha
de la gran mente cósmica.
Ella nos precedió a ambos, y a su
vez nunca hemos sido otra cosa más que ella. Pero… ¿cómo explicar tal rareza
del mundo natural, a un ser que jamás la ha experimentado?
Con el paso de los siglos, me he
percatado de que algunos humanos parecen albergar en sus espíritus inmortales más
de un foco de conciencia. En los días que corren, se le llama “trastorno de
personalidad múltiple”, y quienes viven con él son capaces de experimentar el
mundo desde más de un ángulo, albergando en sí mentes separadas, con sus
propios recuerdos y deseos, que son incluso capaces de interactuar entre ellas.
A esto es semejante mi relación
con el Caos. Eternos adversarios en cuerpos separados que, sin embargo, son una
única realidad, destinada en algún momento a unirse nuevamente.
Me costó aceptar que esto era así
cuando el profeta crucificado me lo hizo saber. Tal cosa me parecía locura, y a
su vez me provocaba una profunda incomodidad.
¿Cómo podía yo ser también la entidad
que aspira a eliminar a mis hijos? ¿Cómo podía yo, que siempre me había visto
como la encarnación del amor de aquella sustancia presente en cada porción de nuestro
espacio, no ser diferente de todo aquello que le es antitético?
-En
el principio – me explicó él – la Corona de este mundo, de la que Asherah, no es
más que una humilde representación, debió escoger entre un apacible y
sempiterno silencio, y la ruidosa belleza que es la música de la vida.
Más,
como fruto de la corrupción a la que las fuerzas oscuras han sometido a todos
los cosmos, no era ella la criatura perfecta en mente y cuerpo que debió haber
sido, y la tensión interna terminó por hacer colapsar su cerebro omnipresente.
Su
psique se quebró, y de la ruptura entre un anhelo y su contraparte emergieron,
uno frente al otro, Dios y su adversario, destinados a la guerra sin cuartel
hasta que uno de los dos sea capaz de vencer y asimilar a su contraparte. Sólo
entonces la divinidad primordial habrá sido restaurada, y habrá tomado su decisión
final de cara a la eternidad.
-¿Y
qué somos los ángeles y los mortales? – pregunté, entonces, sospechando desde
ya hacía tiempo que él sabía más sobre mí de lo que se atrevía a manifestar.
Me preguntaba sí, acaso, siendo
yo una mera manifestación de una mente más elevada, eran mis hijas y mis amados
adamitas sólo títeres del conflicto subconsciente de este enorme ser. Tal idea se
me hacía chocante, y en cierto sentido, decepcionante.
-Los
ángeles y mortales somos, oh discípula mía, los hijos del Vacío. A diferencia
de las dos entidades primigenias, no somos meras expresiones de su ser, sino
entidades de espíritu independiente, que pese a esto habitamos su vientre. Somos
eso que la Corona anheló, y a su vez rechazó con tantísima pasión: los otros,
sus compañeros de viaje en la inconmensurable vastedad de la naturaleza.
Sus palabras fueron, curiosamente,
un consuelo para mí. No se equivocaba este hombre al afirmar que Dios era una
expresión del amoroso deseo de una progenie. Yo necesitaba a otros, mi
existencia los demandaba, con lo que no podía serme menos perturbadora la idea
de que ellos fueran, simplemente, una cara más del dado al que yo pertenecía.
Porque, de entre todas las que me
hacen ser lo que soy, ésta es la característica que más resalta: la del amor. Amo
a los ángeles, a los hombres, e incluso a las bestias. Y el amor a menudo va acompañado
de padecimientos, que muchas veces una madre esconde de la mirada de sus hijos.
Pasé largos milenios sin
atreverme a exteriorizar mis dolores de cara a mis dos hijas fieles. Gabriela y
Micaela no hubiesen sido capaces de soportar el desorden y la perversión de la
Creación si la propia Dios no lo hacía.
A menudo me abstenía de acceder a
la vasta red de información que es el espacio tiempo, temerosa de lo que podría
encontrarme si así lo hacía. Pero, eventualmente, mi maternal amor me forzaba a
ello, y mi corazón parecía quebrarse ante la brutalidad en que la otrora noble
especie humana había degenerado.
Y a pesar de esto, siempre me
mantuve fiel a la Voluntad del Altísimo, revelada a mí en sueños y visiones,
durante mis largas meditaciones. La de ese Ser Absoluto, que mi amado mesías me
había mostrado.
En secreto, también, seguí
durante toda la historia los pasos de mi hija amada, aquella a la que había
optado por desterrar de mi presencia, y que lentamente fue perdiendo aquella
vanidad que la volvía un peligro para todos los habitantes del cosmos.
Fue doloroso tenerla lejos de mí,
pero era necesario que su corazón de piedra se hiciera de carne, en lo que poco
a poco se llenaba de eso que tanto había despreciado en un inicio: humanidad.
La vi abandonar las tierras en
que había residido durante mucho tiempo, cuando cometió el error de estafar al
jefe de una poderosa mafia, y trasladarse al sur, a una patria generosa,
poblada por multitud de razas y naciones, en que, sabía yo, ella encontraría el
sentido que tanto buscaba.
Fue obra mía que mi hija, ya purificada,
se encontrara en una ocasión, navegando por internet, con un grupo de personas
vinculadas al esoterismo, que le enseñarían muchas cosas acerca de este y otros
mundos. Una sugerencia a su cerebro por allí, una coincidencia orquestada por
allá, y ella pronto estaba, sin saberlo, exactamente donde yo la quería.
De entre ellos, destacaba uno de
esos hombres extraordinarios que, con su bondad y sabiduría, derraman sus
bendiciones sobre la Tierra. Una de esas personas a las que los habitantes del
Pléroma no temen revelar sus secretos, pero que en raras ocasiones hacen
público el misterio que se les ha enseñado.
Él le explicó lo que necesitaba
saber sobre diversos grupos sectarios, y cómo algunos operaban, “casualmente”,
en la ciudad en que había ido a parar. La informó incluso de la ubicación de
uno de sus ocultos templos, al que ella no tardó en acercarse, primero con el
fin de saber un poco más acerca de estos locos y sus locuras, y luego
auténticamente alarmada al ser testigo de cosas que sólo un ser divino, o
alguien por encima, era capaz de realizar.
No tardó en percatarse de que
estos hombres dementes y odiadores de toda vida, adoradores del Caos y de su
hijo, tenían por propósito devolverle a su “Padre” la primacía que alguna vez
le había pertenecido.
Alarmada, se apartó de estos
círculos, y en breve empezó a trabajar para frustrar sus planes. Sirviéndose de
las amistades que había forjado en la red, pronto obtuvo la información
necesaria para interferir con la venta de uno de los preternaturales objetos que
Azaimelek, el Hijo del Caos, había creado en tiempos remotos, y que facilitaría
grandemente el abrupto final de toda vida.
La vi enfrentar a los ingenuos
traficantes de artilugios mágicos que iban a ganar un buen dinero con esa, para
ellos, misteriosa antigüedad, y fui testigo de cómo ella se vinculaba con
pandilleros locales, en un intento por tener acceso a información privilegiada
sobre los movimientos de las mafias del lugar.
Vi cómo se enamoraba lentamente
de su jefe, un joven de mala vida y acciones pero, curiosamente, también buenos
deseos, y cómo, finalmente, se veía obligada a emplear su poder para salvar la
vida de su amado, en el preciso momento en que una gran guerra de bandas estallaba
en su ciudad.
Y entonces, viendo cómo todo se
realizaba conforme a mis planes… me detuve.
Llamé a Micaela, aquella que
había expulsado a la Serpiente del Jardín, y le dije que debía bajar a Tierra en
el sitio y momento preciso, para echarle una mano a una muy amada sierva mía.
No le di los detalles que cabría
esperar, esencialmente porque estaba consciente de la dureza con que tan extraña
petición sería recibida por su parte.
Guardaba mucho rencor a su
hermana por su traición, pero también por todo el mal que había originado sobre
la Tierra. Y sabía muy bien que no sería fácil para ella asimilar la idea de
que Satanás alcanzara ese perdón del que, sin merecerlo por sus propios méritos, era deudora en virtud de mi afecto.
Pero todo saldría bien. Estaba
completamente segura. Después de todo, por eso había decidido expulsarla hacía
ya seis milenios, cuando su crimen me hizo percatarme de que su única esperanza
de auténtica redención residía en las humillaciones de la vida mortal.
El ángel se había hecho demonio,
sí. Pero era ya momento de que Venus, una vez más, brillara en el cielo.
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