Confiteor
Estos, definitivamente, no
habían sido los mejores días en la vida de Alma Sáez. Llevaba la última semana
con sus diversas cuentas en redes sociales en privado, en un vano intento por
huir del continuo acoso de sus adversarios políticos, que ahora festejaban la
humillación que Victoria, su nueva enemiga, le había propinado.
Su familia y amigos estaban preocupados
por ella, y no era para menos. La parte más desagradable de la fama es, sin
duda, el estar uno continuamente sometido al escrutinio público, así como al
odio de vastas multitudes que, por una razón o por otra, acaban viéndote como enemigo,
y no pierden ocasión de provocar, o cuanto menos, celebrar tus derrotas.
Era doloroso, y más doloroso era
que Iván, su novio, le recriminara su falta de autocontrol en lugar de
preocuparse por consolar su herido corazón. Con el paso de los años le había
ganado cierto cariño, pero por momentos también detestaba su modo de ser, tan
prepotente como dominante.
-No
puedes ponerte así por las estupideces de una progre aleatoria. – se quejaba – De
cualquier modo están perdiendo la guerra, y lo sabes bien.
Sí, ciertamente lo sabía. Y eso
contribuía a su angustia.
En los anteriores días, Cecilio
en persona se había comunicado con ella con motivo de su derrota. Se mostró
comprensivo, pero aún así firme, de un modo que resultaba casi amenazante.
-Has
sido un elemento muy valioso en nuestra lucha, Alma. Pero por Asherah, ese
error tuyo, con perdón, fue sencillamente tonto. Sé que tu pasado te afecta, y
no poco. Pero en este tipo de entornos, no puedes permitirte demostrar
debilidad. Te aprecio, y quiero que puedas seguir aportando a nuestra causa.
Así que mantente firme. – le dijo.
Algo más había estado aconteciendo
desde su encontronazo con Victoria, y ésta era tal vez, para ella, la parte más
incómoda de toda la situación: no dejaba de pensar en la chica.
No es que su entorno le
favoreciera demasiado. Sus acosadores a través de Internet le recordaban
permanentemente su existencia, pero por algún motivo, llevaba los últimos tres
días aprendiendo todo lo que podía sobre ella, admirada, al verla interactuar
con las cámaras de los diversos influencers que la entrevistaban, de su
dicción y enciclopédico conocimiento de los temas que tocaba.
Esto alimentaba en ella, en realidad,
un cierto sentimiento de inferioridad en términos intelectuales, que sólo
volvía aún más difícil toda la situación.
Esta creciente obsesión la
intrigaba. Ciertamente era atractiva, y esto podía contribuir hasta cierto
punto, pero, ¿por qué su confrontación le había afectado tanto, hasta el punto
de no poder sacarla de su cabeza? ¿Era acaso la rabia por su propia derrota, o
una pecaminosa envidia de la que no podía escapar? ¿Tal vez era una admiración
mal encaminada, que traducía el respeto en ira? ¿O, quizá, había algo más? ¿Algo
que había estado ahí, oculto en su interior, durante tantísimo tiempo, sin que
nunca se atreviese a hacerlo aflorar?
Esta última posibilidad la
angustiaba, a la vez que avergonzaba más que cualquiera de las otras. No,
definitivamente no podía ser eso. No debía. Se suponía que tales emociones
habían quedado en el pasado, y era mejor que permanecieran allí.
Y sin embargo, ahí estaba ahora,
sentada en su cama, mientras escuchaba las campanas de la iglesia más cercana a
la distancia. Había asistido al culto el día anterior, a fin de cumplir con sus
obligaciones religiosas, y no deseaba salir de su cuarto una vez más, cosa que
no impedía que el repicar de las campanas le hiciera sentir, sobre su espalda,
todo el peso de la mirada de lo Divino.
-Yo
confieso ante el Omnipotente… – decía el Padre Francisco frente al altar de su templo,
en el cercano barrio popular que tanto contrastaba con la elegante residencia
de Alma, no muy lejos de aquél.
-¿Por
qué me hiciste así? – le preguntó al Altísimo, por fin.
Y, como tantas otras veces,
pareció no haber respuesta a sus sollozos.
-Y
ante ustedes, hermanos, que he pecado mucho…
-¿Qué
hice yo para merecer esto? Me he pasado la vida queriendo ser una buena hija
Tuya. Y sin embargo, me abandonas de este modo. ¿Por qué me traicionas, Señor
mío? ¿Dónde quedó Tu promesa de estar cerca de quienes te invocaran?
-De
pensamiento…
-Estoy
cansada de fantasear con un amor que es no sólo imposible, sino totalmente impúdico.
-Palabra…
-¿¡Vas
a responder por una vez, Dios ciego e indiferente!?
-Obra
y omisión…
-Escúchame
ahora, o te prometo que haré lo que deba hacer para destruirla, y no moveré un
dedo para impedir que Cecilio se haga cargo de ella y los de su maldita inclinación.
Instintivamente, se llevó las
manos a la cara, en lo que comenzaba a llorar.
-Por
eso ruego a Yaldabaoth, alma de todos los mundos…
-Tantísimas
estrellas, y no pareces capaz de ayudarme con algo que, para Tu Ilimitado
Poder, seguramente es sencillo para Ti…
-A
Sofía, madre del Macrocosmos y madre nuestra…
-Por
favor, si en algo Te importo, muéstrame un poco de esa vastísima Sabiduría Tuya.
-Y
al Beato Archiprimordial Mikhael…
-Por
favor, envía a mí a uno de esos servidores de los que tanto te jactas. Quiero
sentir, por una vez, que estás a mi lado.
-Que
intercedan por mí, ante AlAlion, Nuestro Uno y Trino Señor.
-Amén…
Y en ese momento, escuchó en su
teléfono una notificación. Sin demasiadas expectativas, la abrió, y se encontró
con que alguien había subido a Internet un fragmento de la entrevista que,
recientemente, cierto conocido programa de televisión izquierdista le había
realizado.
“La transfobia mata”, era el
título, para nada sutil, por supuesto.
No tenía ganas en ese momento, y
esto era cosa rara, de saber más de la chica que tantos conflictos internos le estaba
provocando. Pero la conexión cronológica entre su oración inmediatamente
anterior, y el que este material apareciera en su radar, no tardó en llevarla a
pensar que, tal vez, era una buena idea escuchar a su corazonada.
-En
algún momento dijiste que tenías una amiga que pertenecía a estas comunidades,
y que su… recuerdo te motiva a luchar como estás haciéndolo. – le preguntó el
entrevistador.
Victoria pareció entristecerse
ligeramente antes de responder. Era un gesto de su mirar, apenas perceptible,
pero que a ella, por algún motivo, le había provocado una notable atención.
-Sí…
- dijo, finalmente – su nombre era Ana, y era una de las personas más amables
que he conocido. Ella era transgénero. Sus padres, al saberlo, intentaron “curarla”
a base de terapias en que la privaban de contacto humano, y la humillaban
continuamente. Cuando finalmente decidió que había tenido suficiente, su
familia la echó de casa, y acabó viviendo de prostitución y limosnas… fui su
amiga durante algo más de un año. Pero nunca voy a olvidarla, y no sé si alguna
vez pueda perdonar a los que la orillaron a acabar con su vida.
Alma, al escuchar sus palabras,
se sintió como arrollada por un tren a toda velocidad. Esta faceta de su
adversaria definitivamente le era más cercana que sus crueles mofas en Internet.
“Vaya, esto explica mucho”,
pensó, en lo que, por primera vez en mucho tiempo, se replanteaba su proceder. Tal
vez, no era ella misma la heroína de este cuento. Una sensación que se vio
acentuada cuando los ojos de la que hasta ahora había visto como enemiga
empezaron a humedecerse.
-La
recuerdo cada día. Muchas personas que pasan por estas cosas no tienen la
valentía de reconocerse como son, y prefieren caer en una negación que sólo las
destruye, a ellas y a quienes las rodean. A esos los perdono, porque mis
experiencias con su gente me han enseñado lo difícil que es enfrentarse a un
entorno hostil, sin tener un lugar seguro al que recurrir. Pero espero que, un
día, vivamos en un mundo en que, más allá de las creencias morales de cada
quien, sepamos vernos con más compasión unos a otros. Esa era la esperanza de
Ana, y la de muchos otros que no la contaron.
Y entonces, en su corazón
emergió un sentimiento al que conocía bien, pero que, por primera vez en
muchísimo tiempo, se dirigía hacia algo que no era su propia sexualidad: la
culpa.
¿Y si no estaba del lado
correcto de la historia? ¿Qué males podría haber estado provocando sobre tanta
gente, personas como ella, que simplemente querían vivir y dejar vivir?
¿Acaso no era, en realidad, una
cobarde que se escondía tras una máscara de ideal pureza religiosa, en un
intento por ocultarse de la luz del mundo, como un pecador obstinado lo hace de
la Luz Divina? Sí, lo era, pero había sido capaz de reprimir las implicaciones
de tal verdad de cara a su conciencia durante muchos y largos años.
Tal vez, Victoria estaba lejos
de ser una encarnación de Samael, como la toxicidad del mundo del activismo le
había hecho pensar que eran los izquierdistas en general. Podía ser que, en
realidad, mereciera un juicio menos parcial que el suyo, que valorara el oro de
su corazón, oculto tras el barro de su prepotente arrogancia intelectual.
Se preguntó, por un momento, si
no le debería una disculpa. Después de todo, había contribuido a que sufriera,
en una medida tal vez mayor al mal que ella le había provocado.
Miró su reloj. Las tres de la
mañana. Tal vez al día siguiente podría analizar las cosas con más claridad.
Apagó la pantalla de su teléfono,
y se acostó a dormir. Podría ser, quizá, que le tocara confesar sus pecados
ante alguien que no fuera su Deidad.
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