XI
La soga del Imperio
Sola y
traicionada por una de las criaturas a las que más había llegado a amar, la
general Akim Hedeon reflexionaba en su celda, experimentando por primera vez en
mucho tiempo una emoción que llevaba largos años sin dominar su mente: el
miedo.
De sólo
pensar en lo que el Imperio le haría ahora que había sido descubierta, un
escalofrío recorría su espina dorsal. No era para menos. En comparación con su
destino, la horrible muerte del capitán Valder sería una suave y refrescante
brisa veraniega.
Y pese a
ello, la más profunda raíz de su dolor no era tanto su propio destino, como el
saber que su niña no había dudado en entregarla… por temor a lo que ella misma
podría hacer.
Cuando
descubrió que su cápsula había caído sobre la superficie de Janidia,
inmediatamente envió a algunos robots en su búsqueda. Robots que, para su
preocupación, encontraron sólo la pequeña nave estrellada, y ni rastros de su
hermana menor.
Furiosa,
estuvo a punto de decretar la aniquilación total de las bases alienígenas en la
superficie, cuando, sin entender demasiado, fue esposada por una soldado que
hasta hacía minutos había estado bajo su mando.
-Akim
Hedeon, está usted arrestada por traición a la Corona. – le dijo, con tono
autoritario.
Ella se
tomó el hecho de haber sido descubierta, en un principio, con cierta
tranquilidad. Conocía los riesgos, y los había asumido desde un principio. Pero
cuando supo que su delatora era nada menos que la niña a la que había adoptado
meses atrás, esa que era la viva imagen de la que había perdido tantísimo
tiempo antes, su mirada pétrea y decidida se deformó en una mueca de terror,
sorpresa y, sobre todo, decepción. Ella, de algún modo, se las había ingeniado
para obtener otra cápsula, y trasladarse hacia otra de las naves, desde la que miembros
del Consejo del emperador vigilaban la operación.
La traición
de Orel le dolía más que su destino, y ahora, preparándose para su final,
sentía una particular combinación de emociones. Por un lado, la odiaba más de
lo que nunca hubiese podido odiar a Valder. Por el otro, su amor por ella
seguía vivo, y el que se pareciera tanto a la hermana que había perdido en la
adolescencia contribuía a su miseria. Era como si la niña a la que vio morir se
hubiese levantado de la tumba para burlarse de su corazón. Ese corazón tan
maltratado… y tan endurecido por su larga y difícil vida.
Hizo,
entonces, un último repaso de su existencia. Se recordó de niña, como la hija
mayor de una familia feliz y acomodada, de la que estaba, ante todo, orgullosa.
Se vio a sí misma siendo capturada por Valder, y esclavizada en la nave que
sería su prisión durante los siguientes años.
A su
memoria vinieron entonces sus tiempos en el ejército, y las difíciles
decisiones que se había visto obligada a tomar para garantizar su
supervivencia, y el ascenso en la jerarquía que tanto la había enorgullecido.
En ellos,
fue autora y testigo pasiva de numerosos hechos que un hombre común vería como
infames. Fue duro, y su conciencia le recriminó sus crímenes durante algún
tiempo, pero gracias a tales experiencias aprendió que el poder nace de la boca
del fusil, y que la guerra es raíz de todo orden.
Y por
último, se vio rescatando a Orel, y las lágrimas de arrepentimiento por ello
pronto empezaron a brotar de sus ojos. Y entonces… se detuvo.
¿Lloraba
ella por una niña? ¿Una niña, como las que alguna vez había eliminado a punta
de bala, o de detonaciones a gran escala?
En un
principio, no supo procesar la sorpresa al percatarse de que había pasado todo
ese tiempo sin apenas reflexionar sobre lo que implicaba su trabajo. Con todas
las vidas que había arrebatado, ¿acaso no era justo o, como mínimo, esperable
que su destino fuera perderla también?
Tal vez, y
esa posibilidad hería profundamente su orgullo, por lo que intentó, en vano,
reprimirla durante varias horas. Y pese a todo, al final, fue incapaz de seguir
sosteniendo la enorme y cada vez más evidente farsa que la protegía de la
verdad: ella se merecía exactamente lo que estaba por ocurrirle. Y después de
eso, merecía como pocas personas el juicio y el castigo de la Corona de la que
emanó la Dios que creó el mundo, que de existir seguramente la mantendría
purgando sus innumerables pecados hasta el fin de los tiempos. O para siempre,
si la creencia de los alionistas en un Juicio Final por parte del Ser Supremo
no eran más que fantasía.
“No sé si
estés ahí”, dijo en voz baja, sumida en la oscuridad. “Y no merezco Tu
clemencia. Pero si me estás escuchando, te pido que tengas con los que maté la
piedad que yo no tuve”.
No se
atrevía a rogar por sí misma, aunque sabía que un miembro de esa fe diría que
AlAlion sin duda iba a escucharla. Pero no era realmente un problema. Iba a
tener miles, si es que no millones de años para pagar sus culpas.
Cuando ya
sólo quedaban minutos para partir al juicio terrible de la Mente cósmica, una
visita inesperada la sorprendió como el golpe de un martillo.
Allí, tras
los barrotes, pudo distinguir la silueta de Orel, quien había pedido
específicamente conversar con la amiga a la que tanto había amado.
-¿Por qué
viniste? – le preguntó, mirándola con una rabia que la protegía de asumir sus
propios pecados de cara a su niña.
-Porque quería verte una última vez.
Akim volteó
a verla, sin decir nada. Por primera vez en demasiado tiempo, no tenía control
sobre la situación, ni deseaba tenerlo.
-¿Por qué
hiciste esto, después de todo lo que he hecho por ti? – le recriminó,
finalmente.
-No quería
que fueras recordada como el monstruo en que te estabas convirtiendo. –
contestó la niña.
Hedeon se
quedó sin palabras por unos segundos, antes de continuar.
-¿Crees que fue lo correcto?
Los ojos de
la chica se humedecieron, sin atreverse a decir nada. Su mirada, compasiva,
expresaba todo lo que ella necesitaba saber. Finalmente, Akim le sonrió, con
una extraña sensación en su corazón. Una combinación de la tristeza más
absoluta, con el sentimiento de orgullo por su hermana que no había podido
sentir desde su deceso, hacía ya más de diez años.
-Quizá tengas razón. – fue su respuesta.
Y así, el
guardia abrió la puerta de la celda, indicando que había llegado el final.
-Perdóname
por obligarte a esto. – le dijo a la niña, en un vano intento por consolarla –
No merezco tus lágrimas. Y ya es hora de que yo… me vaya al Infierno.
Y con estas
palabras, se alejó, con las manos atadas, camino al otro mundo. No lloró. No
suplicó. Caminó con la mirada alta y orgullosa con que había vivido.
Orel la vio
por última vez cuando el corredor de la muerte se cerró tras ella. Las antiguas
supersticiones de los hombres que vivieron antes de la era espacial, sostenían
que los que debían encontrarse, a fin de enseñarse a ser mejores seres humanos,
estaban unidos por una soga invisible de color rojo.
Su soga
había sido la del Imperio, y con todos sus crímenes, jamás la desataría de su
alma. De esa mujer brillante había aprendido muchas cosas que se quedarían con
ella hasta su último día. Disciplina, orgullo, sabiduría.
No sabía si
Él existía, pero rogaría a AlAlion para que su encuentro con el Infierno que
había sabido merecer fuera lo más clemente posible. Y para que, cuando la
historia terminara, su alma, liberada… descansara en paz.
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