IV
El hijo del polvo
Lo conocí
durante un almuerzo en que, fruto de su enfado, la general Hedeon decidió que
yo y Orel, las dos niñas a las que había decidido adoptar, comiéramos con el
resto de los jóvenes reclutas.
Mi amiga me
había contado lo que sucedía la noche del día en que la conocimos. Confieso
que, en una primera instancia, me costaba creer la magnitud del golpe de suerte
que el destino nos había dado.
Por él,
ahora no tendríamos que depender de las migajas que el Imperio regalaba al
resto de refugiados, y en lugar de eso podríamos gozar de una vida al menos tan
lujosa como la que acabábamos de perder. Y aunque extrañaba a mis padres como
nadie podría imaginar, estaba feliz de tener esta posibilidad.
Mi padre me
había enseñado a distraerme de mis penas a fin de evitarme un sufrimiento
excesivo. Él era un hombre de intereses filosóficos, que se había tomado el
tiempo de estudiar a algunos de los primeros pensadores de la humanidad, y sus
recomendaciones para lidiar con la tristeza.
Ahora, no
podía evitar sentirme culpable de emplear sus propias estrategias para
distraerme de mi duelo. Pero, en realidad, no había muchas opciones.
En
cualquier caso, el tamaño de mi buena fortuna no hizo que la adaptación fuese
sencilla. Hedeon, de carácter distante y estricto, sólo mostraba su faceta más
humana al interactuar con Orel. A mí, me trataba con amabilidad, pero también
con cierta frialdad, cosa natural considerando que había decidido recibirme en
su residencia a petición de Orel, quien me veía para este punto como la hermana
que nunca tuvo.
El día en
que finalmente conocí a Kael, Orel había tenido el atrevimiento de recriminarle
a Hedeon su actitud hacia mí. Esa fue la primera vez que las vi discutir.
-Akim, me
gustaría que fueras menos dura con Lori. Yo también olvidé lavar los trastos,
no deberías meterte únicamente con ella. – dijo Orel, en un, a primera vista,
vano intento por ganarme algo más de liberalidad.
-Tú no te
metas. – replicó la general – Estás a mi cargo, y se seguirán mis reglas.
La
discusión escaló hasta que, fruto de su carácter intransigente, la dama decidió
que no quería tenernos cerca durante un rato, así que, como bien señalé, nos
envió a pasar el almuerzo en el comedor de la base.
Al llegar,
el lugar ya estaba casi lleno, y había una gran fila de personas esperando
recibir su ración diaria de una comida que seguramente estaría lejos de ser un
manjar.
Eran de
distintas edades, y sólo los unía el uniforme del ejército imperial que
llevaban puesto. Estábamos al tanto, además, de que muchos de ellos procedían
del campo de refugiados que hacía algo menos de una semana habíamos abandonado.
Hasta este
punto, lo reconozco, no había pensado demasiado en el hecho de que personas que
acababan de perder lo poco que tenían fueran reclutadas a la fuerza por un
Imperio que apenas destinaba recursos para alimentarlas a todas. Tal vez se
deba al hecho de que, en una sociedad entre lo feudal y lo capitalista como lo
era la imperial, uno tiende a naturalizar los vicios del sistema.
Y hubiese
seguido así de no ser por el joven Kael, apenas un año y medio mayor que yo,
pero con una historia personal que no podía ser más diferente.
Apenas nos
sirvieron nuestra comida, nos dirigimos a una mesa maltrecha y sucia al final
de la sala, el único lugar en que todavía había espacio disponible.
No llegamos
siquiera a sentarnos, cuando nos percatamos de las miradas, y luego de las
palabras licenciosas de un grupo de jóvenes en sus veintes, sentados en la mesa
de al lado. Por caridad y buen gusto, no repetiré sus indecencias, que puede el
lector imaginar cómo habrán impactado en una adolescente que era todavía casi
una niña.
Fue
entonces que, de un momento a otro, irrumpió en escena un muchacho alto y de
complexión delgada, que se levantó de su asiento para acudir en nuestra
defensa.
-Busquen
una manera más elegante de decir que su madre no era una mujer casta. – les
dijo, provocando en mí una ligera y nerviosa risa.
Los tipos
lo miraron con rabia, y pronto dos de ellos se pusieron de pie, con la evidente
intención de darle una paliza.
-¿Tan
difícil es venir de a uno, como lo hace un hombre? – volvió a desafiarlos el
joven.
En ese
preciso momento, dos de los sujetos lo agarraron por los brazos, en lo que un
tercero se disponía a darle un puñetazo en la cara. Justo antes de que, al otro
lado de la sala, la profunda voz del señor Dakella interfiriera con la escena.
-Espero que
tengan una buena explicación para esto. – habló, sereno y con mirada altiva, el
hombre.
-Estos
idiotas estaban diciéndole barbaridades a las chicas. – se quejó el chico,
mientras los idiotas en cuestión lo miraban con rabia.
-Entiendo.
Caballeros, no me obliguen a hacerlos pasar la noche en los calabozos de la
base. Les aseguro que la decencia de sus madres será lo que menos les preocupe
ahí abajo. – dijo Dakella, poniendo fin al altercado.
Los hombres
se vieron obligados a dejar ir al muchacho, que pronto se alejó, caminando, en
dirección al patio del establecimiento.
Miré a
Orel, y ella estaba pensando lo mismo que yo. Inmediatamente, comenzamos a
caminar tras él, y lo alcanzamos cuando ya había salido. Él pareció sorprendido
de vernos, puesto que ni siquiera nos saludó, y fuimos nosotras quienes debimos
hacerle los honores.
-Hola. Sólo
queríamos agradecerte por lo que hiciste. Fuiste muy valiente. – dije, sin
perder tiempo en formalismos.
-No hay de
qué. Alguien debía hacer algo, ¿no? – contestó él.
Fue
entonces que tuve tiempo de mirarlo con algo más de atención. Era de piel
pálida y un cabello rubio salvaje y revuelto. Su estatura era, como bien
señalé, varios centímetros mayor que la mía, y en su rostro había cicatrices
que revelaban un pasado no muy acogedor.
-¿Cómo se llaman? – preguntó.
-Yo soy Loristol, y ella es mi amiga Orel. – respondí - ¿Y tú?
-Soy Kael. Kael Damaris.
Su apellido
reflejaba sus orígenes. “Damaris” era el tipo de apelativo que, por su raíz
terrestre, evidenciaba una categoría social no muy privilegiada. Imaginé que él
sería hijo de padres migrantes, que llegaron a esta región del Imperio en busca
de una mejor vida. El tiempo demostraría que yo había acertado.
Ese día,
decidimos sentarnos en el suelo y comer juntos. Él era inteligente, y de una
sorprendente habilidad para el humor. Me provocó risa tras risa, y me habló de
sus anécdotas en las calles de la capital janidiana, de la que yo también
procedía.
-Mi padre
era minero. Viajó desde la Tierra hasta Janidia para trabajar en las
explotaciones de litio, pero para cuando llegó, el mineral ya estaba casi
agotado. Así que tuvo que vivir de limpiar vidrios o hacer malabares en las
calles. Allí conoció a mi madre. Ella no pudo pagar un hospital, así que me
parió en plena calle, y no la contó.
“Vaya”,
recuerdo haber pensado, “eso debió ser duro”. Me costaba ver cómo una persona
podía verse obligada a dar a luz como una burra. Era algo que, tal vez debido a
la burbuja en que había crecido, nunca se me había cruzado por la cabeza.
-Después de
eso, mi padre me crio durante unos años, hasta que decidí escapar. Cayó en el
alcoholismo por la tristeza, y cada vez que se emborrachaba era yo el que
pagaba los platos rotos. Y bueno. Pasé el resto de mi vida mendigando y
haciendo pequeñas changas a cambio de comida.
Me hice
miembro de una pequeña banda de chicos con historias similares, que de vez en
cuando tenían peleas con pandillas rivales. Así obtuve esto. - me
explicó, mostrándome una gran cicatriz en su mejilla. - Así que bueno, ¿qué hay
de ti, Lori?
Con
semejantes antecedentes, me sentí avergonzada de confesar mis orígenes
privilegiados. Mismos que, en realidad, siempre había dado por sentado. Cuando
le dije a Kael que mis padres eran abogados, se rio.
-¡Ja! Tu padre debió ser un tipo duro.
-¿Por qué lo dices? – pregunté, confundida.
-Conocí
varios abogados por los problemas de mis amigos con la policía. Todos ellos
eran corruptos capaces de vender a su madre por unos cuantos shekels. No digo
que tu padre lo fuera, obviamente. Pero hay que tener mucho carácter para
enfrentarse a ese tipo de gente.
Ahora que
lo mencionaba, de hecho, era así. Mi padre continuamente se quejaba de lo
incompetentes, o incluso malvados, que eran sus colegas. Hombres que no temían
sobornar a un juez para encarcelar a un inocente o liberar a un culpable. En
realidad, él mismo se había visto obligado a hacer cosas no muy decorosas para
ganar un caso.
En una
ocasión, me habló de un adolescente sin casa al que se acusaba de haber
asaltado una tienda. El pobre diablo iba camino al paredón, cuando mi padre
decidió ofrecerle una buena suma de dinero al juez a cambio de una pena menor.
En su
momento, me había alegrado de ser hija de un buen hombre. Pero ahora, por
primera vez reflexionaba acerca del elefante en la habitación: ¿por qué esto
era así? ¿Por qué algunas madres vivían con sus hijos en las calles, mientras
yo había asistido a una escuela privada, y tenía cada noche un colchón de
plumas en qué dormir?
Nuestra
charla se extendió durante algo más de una hora, en que él me contó numerosas
anécdotas, como la vez en que casi había sido secuestrado por un grupo de
drogadictos, y tuvo que utilizar su ingenio para convencerlos de que el líder
quería que fueran a la plaza principal.
En el
tiempo en que hablamos, pude notar que, en realidad y pese a sus miserables
orígenes, no era un tipo precisamente feo. Y siendo tan interesante como era,
no tardó en llamar mi atención de una manera considerablemente más profunda de
lo que cualquier otra persona lo habría hecho.
Seguimos
charlando, hasta que un soldado llegó de parte de la general Hedeon, con
órdenes de llevarnos de vuelta ante su presencia. La mujer se disculpó con Orel
por su rudeza, y conmigo por sus malos modos, y se comprometió a darme un mejor
trato en adelante.
Sin
embargo, por propia voluntad, decidí ir a almorzar al comedor en los siguientes
días, con el fin de profundizar mi relación con mi nuevo amigo.
Pronto
sospeché que él también se sentía atraído hacia mí, y seguramente a petición de
Orel, emocionada como cualquier chica lo estaría ante los romances de su amiga,
Hedeon accedió a conseguirle a Kael un dormitorio más cercano al nuestro.
Una noche,
escapé mientras ella y Orel dormían, para encontrarme con el chico en un
pasillo de la base que daba directamente al patio. Mi propósito era,
finalmente, confesarle mis sentimientos, y quedarme junto a él charlando hasta
el amanecer, en lo que mirábamos las estrellas.
Al llegar,
él me esperaba en el sitio acordado. Lo saludé, y me senté a su lado, nerviosa
como pocas veces en mi vida lo había estado. Tanto que, de hecho, no me atreví
a hablarle sobre el asunto hasta ya pasada la medianoche.
-Lori, yo…
- dijo él, cuando finalmente me atreví a decirle la verdad - … no creo que sea
un buen partido para ti.
-¿De qué
hablas? – le pregunté, decepcionada.
-Soy un
tipo complicado. No te lo he dicho hasta ahora, pero soy el tipo de hombre que
en un momento de frustración es capaz de romper a patadas un contenedor de
basura. Te conté que escapé de mi padre cuando era niño. Él era un tipo
agresivo. Y creo que heredé algo de eso.
La única
novia que he tenido me dejó después de que, en una discusión, casi la golpeo.
Te he ganado mucho afecto, y quiero ser tu amigo. No quisiera arruinar las
cosas de la manera en que lo hice la última vez.
Sí, un
momento triste. Pero tenía ya la edad suficiente para entender algunas cosas,
así que acabé accediendo a ser su amiga. Después de todo, soy de la idea de que
pocos amores hay más puros que ese.
Continuamos
conversando durante un par de horas, antes de que el sueño comenzara a
aquejarnos a ambos. Y, queriendo ya despedirme, decidí, por fin, hacerle una
pregunta que había rondado por mi cabeza desde que lo conocí.
-Oye… ¿por
qué decidiste defendernos de esos tipos? Realmente lo aprecio, pero estuviste a
punto de ganarte una paliza. – lo interrogué, de un modo más bien inocente.
-Mi novia
era prostituta. – me contestó él, para mi consternación – Siempre tenía que
lidiar con un imbécil que la viera sólo como un pedazo de carne. Una vez, llegó
con un ojo morado porque intentó defenderse de un cretino que iba a quitarle
más de lo que había pagado.
-Oh… -
dije, bajando la mirada, como fruto de la lástima que sentía por aquella pobre
alma, que ojalá estuviera en una mejor posición ahora – realmente lo siento.
Una vez
más, pude percatarme del contraste entre las comodidades de mi día a día, y las
crueldades del de tantos otros humanos.
Los
antiguos mitos terrestres decían que Dios había creado al hombre de arcilla.
Somos hijos del polvo, y a él hemos de retornar cuando nuestros corazones dejen
de latir.
Pero
algunos nunca dejan de ser polvo, pisoteado por los caballos de los ricos, y
las sandalias de los que son menos miserables que ellos, pero no se contentan
con eso.
Y esta
pieza de polvo, en concreto, me había hecho preguntarme qué tanto había de
natural en su paupérrima existencia. ¿Acaso no podía el Imperio, que dotaba a
sus élites de palacios del tamaño de ciudades medianas, ofrecer a los
miserables más que monedas de cobre que apenas podían llenar un estómago?
Sí,
definitivamente había mucho en esta sociedad que estaba mal. Y, tal vez, podría
utilizar mi cercanía con alguien como Hedeon en beneficio de los más
insignificantes. Después de todo, incluso el polvo, humedecido con el divino
regalo de las lluvias, podía ser capaz de hacer brotar la vida, y alimentar a
los caballos, que en otro tiempo lo habían despreciado.
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