III. Hierro y sangre
El campo tenía de sobrepoblado lo
que tenía de precario. A cada lado del estrecho camino que dejaban libre las
tiendas de campaña, decenas de miles de personas, de diversos orígenes e
incluso especies, pero unidas por la desgracia que les había sobrevenido, se
lamentaban hasta las lágrimas, conversaban entre sí, u observaban su entorno
con las miradas tristes y vacías de quien, de la noche a la mañana, ha perdido
todo lo que conocía y amaba.
Allí, con una postura erguida que
daba cuenta de su orgullo, una mujer completamente vestida de blanco caminaba
en silencio, mientras era informada de la situación por un hombre alto y
fornido que, sin embargo, demostraba en su presencia una gentileza que rozaba
la adulación.
Ella era la general Akim Hedeon, y
estaba en el sitio para evaluar el estado de ánimo de los posibles combatientes
que, ante la poderosa amenaza alienígena que ahora ponía en peligro al Imperio,
debían ser reclutados luchar por el emperador y por la patria.
Tan bella como temida, era una
joven de menos de 30 años, que sin embargo, gracias a su notable inteligencia,
su valentía en la guerra y su carácter fuerte, había sido capaz de ascender
rápidamente en la Armada imperial, llegando a tener bajo su mando a varias
tropas de élite, y a decenas de legiones de soldados rasos, adoctrinados para
dar la vida por su patria interestelar.
Recientemente, el Imperio había
ordenado el reclutamiento masivo de todos los hombres y mujeres físicamente
aptos que fuese posible. A la guerra contra los reticulianos se sumaba ahora un
enfrentamiento contra una misteriosa fuerza, de la que para este punto se sabía
a ciencia cierta que no estaba compuesta por mera vida salvaje.
Esto por el hecho de que, tras la
ocupación de Janidia por parte del enemigo, un nuevo grupo de bestias alienígenas
había descendido a la superficie para erigir enormes y complejos edificios hechos
de su propia cera, que servían de habitáculos para los sobrevivientes de la
masacre. El Imperio sospechaba que éstos estaban siendo empleados como fuente
de alimento, o algo peor, por parte de unas misteriosas criaturas que, tras la
batalla, habían salido del interior de los gusanos voladores que fungían como
naves nodriza.
A la distancia, eran difíciles de
distinguir incluso para los más potentes telescopios imperiales. Pero parecían
ser enormes masas de color grisáceo, repletas de tentáculos, y con una gran
boca de dientes afilados en la parte superior. Auténticos monstruos de
pesadilla, que inspiraban temor en la población civil.
Hedeon, aunque no quisiera
admitirlo, también se sentía un tanto inquieta. La verdad es que no tenía idea
de cómo, y si es que, el Imperio derrotaría a su nuevo enemigo, que había
demostrado ser muy superior en términos de biotecnología a las fuerzas humanas.
Y, contemplando a las personas a
su alrededor, tampoco veía inspiradas en ella muchas esperanzas. Como lo había
imaginado, los supervivientes estaban más agotados que enfadados. Sus almas
debían pasar por un estado más semejante al de quien acaba de vivir un desastre
natural que al de un hombre ansioso por vengarse defendiendo a su nación.
Sí, la situación era desesperada.
Niños vestidos con harapos caminaban de un lado a otro buscando algo que comer,
mientras sus madres intentaban calmar su hambre a base de galletas hechas de
barro. No dejaba de sorprenderle la capacidad de las autoridades imperiales
para ignorar las necesidades de estas pobres almas, a las que se tenía
encerradas en un enorme a la vez que estrecho cuadrilátero, sin atención médica
y recibiendo sólo pequeñas raciones de comida cada día.
Vaya, definitivamente podía
sentirse identificada con estas personas. Ella misma había vivido una
experiencia similar años atrás, cuando escapó de su cautiverio en la nave
pirata que la había tenido secuestrada y sirviendo como esclava durante tanto
tiempo. No lo hubiera admitido ante nadie, pero temía verse atrapada en la
misma situación en algún momento del futuro, o algo peor. Después de todo, como
responsable de la defensa del territorio imperial, tenía que volver a la Tierra
con la victoria o acabar con una soga alrededor del cuello, tras lo que seguramente
sería un castigo ejemplar.
Ya tenía, de hecho, un plan para
fingir su propio deceso y escapar en caso de que las cosas no salieran como lo deseaba.
Aunque, en realidad, tampoco era tan mala idea ir, si es que tal cosa era
posible, a encontrarse nuevamente con su familia.
Los extrañaba, más de lo que cualquiera
hubiera podido imaginar al percibir su cáscara dura como el hierro. Esa en la
que escondía su corazón, que sólo había dejado entrever, al menos un poco, con alguno
de los jóvenes que, años atrás, había tenido por parejas románticas.
La caminata no iba a durar
demasiado. La idea era revisar un poco el estado físico y anímico de los
refugiados, antes de volver a su base a redactar un informe al respecto. Pero
este día iba a sorprender a la general Hedeon con un curioso regalo de Asherah.
Cuando ya se preparaba para dar
media vuelta y volver por donde había venido, algo llamó su atención. A un par
de tiendas de distancia, dos chicas adolescentes lloraban como muchas otras,
mientras se abrazaban mutuamente.
Una era alta, de complexión
delgada y cabello castaño. La otra, la que llamó su atención, era un poco más
rellena, con una larga cabellera negra que contrastaba con sus ojos color miel.
La contempló durante varios segundos.
Y supo que no podía dejarla ir.
-¡Niñas!
– las llamó, en lo que el oficial a su servicio ya se dirigía de regreso a la
entrada. El hombre volteó sorprendido, en lo que las chicas la miraban,
confundidas - ¿Necesitan ayuda?
Las niñas parecieron dudar de que
se estuviera dirigiendo a ellas, lo cual Hedeon confirmó caminando en su dirección.
-¿Cuáles
son sus nombres? – les preguntó cuando ya estaba lo bastante cerca.
-Yo soy
Loristol – dijo una de ellas – y ella es mi amiga Orel. ¿Qué quiere de
nosotras?
-Orel…
- murmuró la mujer – que lindo nombre. Vengan conmigo, les conseguiré algo de
comer, y un mejor lugar para dormir.
Las señoritas dudaron una vez
más, pero movidas seguramente por la necesidad, acabaron accediendo a
acompañarla.
-Con
todo respeto, general, no esperaba que usted tuviera este tipo de sensibilidades.
– dijo su acompañante.
Akim lo observó con una mirada
pétrea, que no tardó en hacerlo callar, en lo que las dos adolescentes la
siguieron.
Caminaron hacia las puertas del
campo. Al llegar, dos guardias intentaron impedir que las niñas lo abandonaran.
Era política del Imperio evitar que los refugiados de guerra circularan libremente,
a fin de evitar que su necesidad derivara en un incremento de la delincuencia.
-Vienen
conmigo. – dijo la dama. Nadie se atrevió a llevarle la contraria.
Acto seguido, hizo que las niñas
abordaran dos de los asientos traseros del vehículo militar en que había
llegado, que no tardó en despegar, y encaminarse a la base.
En el camino, Hedeon no paraba de
observar a Orel. La niña se daba cuenta, y en realidad se sentía un poco
incómoda. Todo esto era demasiado extraño, especialmente por la manera en que
la mirada de la mujer se transformaba al verla. Sus ojos pasaban de expresar su
habitual seriedad y dominancia, a manifestar dulzura y una curiosidad casi
infantil.
Al llegar a la instalación
militar, todos descendieron del vehículo, y tras una breve conversación con su
acompañante, la general se dirigió a las niñas una vez más.
-Se
quedarán con el señor Dakella en lo que hago mi trabajo. En cuanto salga, quiero
conversar a solas contigo, Orel.
Sí, definitivamente esto era
inquietante. Orel sabía de los rumores acerca de élites políticas que se
servían de niños para sus extraños ritos, y ahora mismo parte de ella se
lamentaba de haber ido tras la mujer. Pero ya era tarde para echarse atrás.
Ambas niñas se sentaron en una
banca bajo la atenta mirada de Dakella, en lo que se preguntaban la una a la
otra qué pensaban que les depararía el futuro al lado de la dama que las había
rescatado.
-Es
una mujer importante en la Armada imperial. Sirvió en la Guerra de Orión contra
los hombres serpiente, y desde entonces su carrera ha ido en ascenso. –
intervino, de un momento a otro, el oficial en su conversación.
-¿Por qué cree que nos está llevando con ella? –
preguntó Loristol.
-Pues, no lo sé. Está por entrar en la
treintena. A esa edad las mujeres suelen tener nuevas prioridades. Pero tendrán
que preguntárselo personalmente.
La oportunidad no tardaría en
llegar. Una hora y media más tarde, la general Hedeon reapareció doblando una
esquina. Su rostro era de piedra, y llevaba en su mano una carpeta con papeles
que le entregó al señor Dakella apenas llegó.
-Estas
son las instrucciones que redacté para el reclutamiento de los habitantes del
campo. Ya están aprobadas. Deben ser bien alimentados y proveídos de uniformes.
No se les darán armas hasta que llegue el momento de combatir. No queremos que
acaben asaltando ancianas en la vía pública. Hágase cargo.
-Sí,
general. – respondió él, realizando un saludo militar.
La mujer indicó con un gesto a
las niñas que la siguieran. Caminaron en silencio hasta lo que debía ser su
oficina, mientras a su alrededor iban, de un lado a otro, soldados armados, patrullando
la zona.
Al llegar al lugar, Hedeon se
dirigió a Loristol, con voz autoritaria:
-Quédate
aquí, quiero hablar con tu amiga.
Orel la miró inquieta, en lo que
Hedeon abría la puerta, y la invitaba a pasar. La oficina era pequeña pero
acogedora. Frente al escritorio de la general, había un par de sillas, que la
niña no tardó en ocupar, en lo que la mujer cerraba la puerta tras de sí.
Luego, caminó hacia su propio
asiento, viéndola otra vez con esa extraña mirada de absoluta devoción. Orel,
finalmente, no soportó la presión.
-Le
agradezco lo que está haciendo, en serio, pero, ¿por qué lo hace?
Hedeon se detuvo en seco, y bajó
la vista. Varios segundos pasaron antes de que volviera a hablar.
-Lamento
haberte asustado, querida. – respondió, finalmente – Te aseguro que no fue mi
intención… tu nombre era Orel, ¿cierto?
-Sí,
Orel Shersoi. – dijo la chiquilla.
-¿Eres
de Janidia? ¿Dónde están tus padres?
Esta vez, fue Orel quien bajó la
mirada, en lo que sus ojos se humedecían.
-No…
no lo sé. – contestó – Probablemente muertos.
-Oh… -
dijo la dama, en un tono reflejaba una empatía que no hubiera esperado – Si te
sirve de algo, yo también soy huérfana.
-¿Ah
sí?
-Sí. –
insistió Akim, con voz entrecortada. Parecía que no sólo Orel estaba a punto de
llorar. – Se llamaban Palkor y Zodva. Y se dedicaban al comercio. En uno de sus
viajes, mi padre decidió llevar a la familia. Era una ruta corta, y no había
razón alguna para temer. Pero durante el trayecto, estalló la Guerra de Orión,
y los criminales aprovecharon el caos para hacerse con algo de botín.
La
nave de mi familia fue asaltada por piratas. Mataron a los adultos, y
secuestraron a los niños. Yo y mi hermana, entre ellos.
-¿Y
qué pasó con ella? – preguntó Orel. Hedeon volvió a agachar la vista. Para este
punto, sus ojos estaban inyectados en lágrimas, que comenzaron a rodar por sus
mejillas.
-Enfermó.
Y no pudo contarlo.
Orel sintió lástima por la mujer.
Ahora, empezaba a sospechar por qué la había traído consigo. Tal vez ella
quería una familia, y había aprovechado la ocasión.
-Yo
escapé de la nave, y me uní a la Armada. He pasado los últimos trece años en
servicio. Y todo este tiempo la he extrañado como si se hubiera ido ayer…
Hedeon se llevó una mano a la
cara, en un intento por secarse las lágrimas. Se limpió la nariz con un pañuelo, antes
de continuar.
-Quiero
mostrarte algo. – le dijo, sacando su teléfono.
Lo encendió, y le mostró su fondo
de pantalla. Era una foto familiar. En el centro los dos padres. A la
izquierda, una versión más joven de la general. Y a la derecha… una niña un
poco más rellena, con una larga cabellera negra que contrastaba con sus ojos
color miel.
Era idéntica a ella. De un modo
que resultaba incluso espeluznante. Hedeon no pudo contenerse más, y lloró amargamente.
-Te
prometo – habló, entre lágrimas – que en adelante no te faltará de nada. Te
daré todo aquello que yo no pude tener.
Orel reflexionó sobre lo que
pasaba. Había tenido un espectacular golpe de suerte, que al mismo tiempo la
inquietaba. ¿Acaso podría construir una relación de afecto con una mujer a la
que acababa de conocer por pura casualidad?
Entonces, la miró de vuelta. Tal
vez no la conocía bien, pero no tenía por qué rechazar la oportunidad de hacerlo.
Especialmente siendo que su empático corazón se sentía cercano a su sufrimiento.
Había perdido una familia, pero, posiblemente,
acababa de encontrar otra. Al menos así tendría un hogar al que llegar cada
día, tras lo que seguramente serían varios años de hierro y sangre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario