viernes, 21 de febrero de 2025

Estrellas en ruinas, cuento n° 5: Los perros del emperador

V. Los perros del emperador

-Sin duda, una oferta tentadora. – dijo el capitán Valder, leyendo el mensaje que, apenas minutos atrás, había llegado a la nave.

Toda la tripulación estaba expectante. Si AlAlion lo quería, ese podía ser el inicio de una nueva vida para nosotros, una en que no debiéramos ser fugitivos permanentes, con la horca siempre asomándose tras nuestras espaldas.

Tal vez soy un traidor a mi propia especie por haber razonado así, pero me alegré de que la desgracia del Imperio en Janidia estuviera trayendo tantos bienes a mi agitada vida. “Que Asherah bendiga a esos bastardos tentaculados”, recuerdo haber pensado.

Mi nombre no es importante. Es suficiente con saber que yo era un pirata, de esos que pueblan los libros de aventuras de todas las eras de la humanidad, con toda la crudeza de mi oficio. Y, como tal, tenía muchos pedidos de captura por detrás.

No puedo decir que esté orgulloso de la vida que escogí, pero en honor a la verdad, tampoco la lamento. Era, en realidad, mi única opción real para tener una vida más larga y cómoda que la del cosmonauta promedio.

Yo tenía dieciocho años cuando fui enrolado a la fuerza en una nave comercial. Como muchos adolescentes pobres y de orígenes humildes, me había pasado la vida huyendo del Servicio de Leva imperial, que cazaba a los menos afortunados para reclutarlos contra su voluntad.

No era para menos. Las condiciones en las naves eran de lo más lamentables que uno podía imaginar. Entre el hambre y las enfermedades, la mayoría no llegaban a cumplir su servicio de cinco años. Y por si fuera poco, la paga era escasa, cuando se tenía la decencia de pagarnos en primer lugar.

De modo que, como podrá imaginar el lector, cuando llegué por primera vez al HMS Charnel, ya me preparaba para abandonar este trágico mundo.

La nave era un cubo de unos 200 metros cuadrados, destinado a transportar productos alimenticios y de lujo a través del espacio. Pese a su gran tamaño, casi todo el espacio en su interior estaba destinado a albergar mercancías, y el sitio destinado a que los viajeros pasaran la noche y comieran no ocupaba ni un sexto del total.

El lugar estaba maltrecho, sobrepoblado y apestaba a sudor y heces. El primer día que permanecí a bordo, vi morir a un hombre de escorbuto. El pobre diablo era ligeramente menor que yo.

Los primeros meses de viaje fueron tan miserables como el lector puede suponer, y no tardaron en surgir las primeras revueltas, que los oficiales resolvían a punta de bala. Varios de mis compañeros fueron lanzados al espacio, donde seguramente murieron de hambre y sed, por delitos como robar comida de la cocina.

Yo odiaba a mis superiores, como lo habría hecho cualquier cosmonauta en nuestros días, y el marino promedio de siglos anteriores. Esos bastardos ganaban cada día varias veces mi salario de seis meses. Y, por supuesto, sus condiciones a bordo eran incomparablemente mejores.

La sala de la capitana Hudson parecía sacada de un palacio, y dormía en una cama de dos plazas, hecha de plumas de ganso, con un televisor y un reproductor de video frente a ella.

Pero, cuando uno es un idiota, debe asegurarse de no excederse. Por aquellos días, llegó a nuestro barco un hombre de unos treinta años, reclutado a la fuerza al igual que nosotros.

El tipo se llamaba Krynn. Krynn Valder, y a veces no me explicaba cómo un sujeto de su carácter había acabado en nuestra situación.

Incluso antes de ser cosmonauta, había viajado mucho por la Tierra y el espacio. Era culto, conocedor de la literatura clásica y moderna, y sabía tocar el violín.

Eventualmente me informó de que solía ser un hombre rico, que perdió toda su fortuna en un naufragio, y desde entonces se había visto obligado a delinquir para sobrevivir. Cuando lo atraparon, le dieron a elegir entre la horca y la lenta muerte de un viajero espacial, y él escogió lo segundo. Pronto quedó claro por qué.

Una noche (o algo así, considerando la falta de un amanecer o anochecer como referente), uno de los amigos que había hecho en el viaje se acercó a mí, con una data que no pudo llamar más mi atención. Aparentemente, Valder planeaba un motín. Y todos los tripulantes que no pertenecían a la élite del navío, estaban informados y de acuerdo.

Para resumir, esa misma noche, mientras los oficiales dormían, irrumpimos en sus habitaciones y los asesinamos con sus propias armas. La capitana Hudson se pegó un tiro en la sien, sabiendo que seguramente sería la que peor la pasaría en caso de ser atrapada con vida.

Acto seguido, retiramos la bandera imperial, y la reemplazamos por la ya tradicional Jolly Roger, en lo que el flamante capitán Krynn Valder asumía su cargo, en una ceremonia que resultó ser más solemne de lo que cabría esperar de un pirata.

Dediqué los siguientes años a este oficio. Junto a mis compañeros y mi capitán, asalté naves mercantes y liberé a los esclavos reptiles que iban a venderse en la Tierra. Busqué y a menudo hallé tesoros escondidos, y no tardamos en tomar un asteroide que orbitaba un mundo más allá de las fronteras del imperio como nuestra base de operaciones. En él se construyó un puerto espacial, Port Royal, que en unos pocos años se había transformado en refugio regular de piratas de todos los orígenes.

La fama del capitán Valder no tardó en expandirse. Leyendas se crearon en torno a él y a su tripulación, algunas exageradas, y otras que no hacían justicia a su verdadera genialidad. Pronto se transformó, tal vez, en el hombre más buscado de todo el Imperio.

Lo curioso, en cualquier caso, es que, pese a nuestra fraternidad natural con los oprimidos de todas las naciones, no éramos tan benévolos hacia los opresores, o sus familias. Hicimos cosas de las que me avergüenzo. En una ocasión, por ejemplo, asaltamos una nave comercial, y asesinamos a todos los adultos entre los mercaderes a bordo, esclavizando a sus hijos en el proceso.

Pese a todas sus glorias, la vida de un pirata siempre es una de cansancio y grandes dolores, en que la muerte siempre está al acecho. De modo que, cuando finalmente llegó a nuestras manos la carta que el propio emperador, de su puño y letra, había redactado, no pudimos estar más alegres.

El monarca nos ofrecía no sólo un indulto total a cambio de unirnos a sus fuerzas para luchar contra el invasor alienígena, sino el derecho a disponer libremente de las riquezas que hasta entonces habíamos acumulado. Una oferta inmejorable, sin duda, que con las debidas precauciones, el capitán Valder aceptó sin dudar.

Inmediatamente, fijamos curso a Solmira, un disco cubierto enteramente por un vasto océano, sobre y bajo el que se habían erigido colosales ciudades, con decenas de millones de habitantes. En él se había fijado el centro de operaciones de los nuevos aliados del Imperio. La aristocracia terrestre, evidentemente, estaba tan desesperada que accedieron a darnos bases propias, libres de cualquier presencia imperial, con tal de ganarse nuestra confianza.

Los meses pasaron, y la guerra no iba bien para la humanidad. La superioridad de los navíos orgánicos de nuestros agresores no tardó en hacerse evidente, pese a lo cual algunos de ellos acabaron siendo capturados por nuestros ejércitos. Vi uno durante el viaje hacia nuestro primer enfrentamiento en el espacio. Era una cosa horrible, una masa de carne grisácea de cuatro metros de altura, de una forma vagamente cónica. En su base, había multitud de tentáculos que seguramente le servirían como “manos” y para desplazarse por su medio acuático natural. Su torso y parte superior estaban llenos de ojos dispersos en todas partes, y en lo que parecía ser su cabeza, había una enorme boca de afilados dientes, capaz de engullir a un hombre con sólo un par de bocados. La criatura demostró ser inteligente, y no tardaron en sacarla de nuestra nave cuando empezó a aparecerse en los sueños de los marineros, con incitaciones a la rebelión que preocuparon a las autoridades.

Unos días después, estábamos ya cerca de la órbita de Zefiron, uno de los mundos que el enemigo había ocupado, y tal vez el menos agradable que he visto. Una enorme tierra desértica hecha de piedra negra, azotada por una tormenta constante, en que apenas había alguna presencia humana en el subsuelo, dedicándose principalmente a la extracción de carbón.

Ese día, el Imperio había concentrado una gran porción de sus fuerzas en esta operación, en un intento por detener el avance enemigo hacia Ofirion, una de las capitales provinciales del vasto Estado humano, que también fungía como un centro comercial de primer nivel.

Las esperanzas de vencer eran pocas, pero aún así estábamos motivados. Puede que esto se debiera al hecho de que, con todo, éramos humanos, y no deseábamos caer bajo el dominio de unas bestias que, se decía, se alimentaban de la carne de nuestros semejantes.

Recuerdo el momento en que todo explotó. De un momento a otro, varios buques imperiales y un enorme portacazas, aparecieron en nuestro horizonte. Eran mucho más grandes que las naves piratas en que viajábamos, pero también más lentos y menos maniobrables.

Cuando el enemigo se percató de nuestra presencia, una gran flota de sus bionaves se dirigió en nuestra dirección, con el fin de hacernos frente.

La batalla fue larga, y difícil. Fui testigo de cómo una de esas estrellas de mar de las que tanto se hablaba devoraba como si fueran caramelos a cinco de mis compañeros, que habían cometido el error de acercarse demasiado al casco de la nave. Pero, contra todo pronóstico, los alienígenas habían subestimado nuestro número, y no tardaron en verse lo bastante abrumados para tener que retroceder, y abandonar el sistema.

Como podrá imaginar el lector, nuestro júbilo era tan grande como nuestra consternación. Pero la verdadera sorpresa no ocurrió entonces. Tampoco ocurrió cuando yo y otros hombres fuimos enviados a tierra, en un intento por comprobar el estado de los habitantes de una de estas ciudades subterráneas.

No nos impactó demasiado el colosal tamaño de las colmenas que las bionaves habían erigido para sus amos, ni el hecho de encontrar en ellas a miles de sus huevos.

Lo que realmente nos sorprendió fue la manera en que, cuando ya estábamos a punto de aterrizar, varios hombres salieran del interior de la ciudad… para dispararnos.

La artillería logró derribar una de las naves de exploración, y el resto tuvo que huir. Todos nos sentimos profundamente impactados. Se especuló con que los invasores hubiesen, de alguna manera, tomado control de las mentes de esos pobres hombres y mujeres, que rechazaban fervorosamente nuestra presencia en el lugar. Pero no llegamos a conocer la respuesta.

Unas horas más tarde, el mundo fue bombardeado con armas nucleares. Nunca sabré qué fue lo que movió a esta gente a luchar contra su propia estirpe. Pero a veces, cuando voy a dormir, me pregunto si acaso estaremos peleando en el bando equivocado.

Los soldados nativos que vi no estaban malnutridos, ni excesivamente gordos. Se veían saludables, y estaban vestidos con uniformes de la policía local en perfecto estado.

Me cuestiono también el por qué el Imperio no se molestó en averiguar en profundidad qué sucedía, o si lo hizo, por qué no lo informó.

Tal vez, es un error ser los perros del emperador. Después de todo, los perros siempre acaban limitándose a comer de las migajas que caen de la mesa de sus amos.

 

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