II.
Bajo un sol radiactivo
Recuperé la conciencia algún tiempo
después del destello, y no tardé en percatarme de mi buena fortuna. Por
milagro, pese a que el edificio en que me refugiaba había colapsado por causa
de la onda expansiva, sus ruinas, lejos de aplastarme como a una mosca, me
habían preservado de la muerte.
No fue hasta que intenté
levantarme que me di cuenta de los inconvenientes de mi situación. Uno de mis
brazos parecía haberse roto, y sentía un punzante dolor en mi tobillo izquierdo.
Me sentí tentado a permanecer allí con la esperanza de que alguien viniera a
por mí, pero no tardé en darme cuenta de que el tiempo jugaba en mi contra: la
radiación pronto empezaría a corromper mis células, y a más tiempo esperara,
más difícil iba a ser mi recuperación.
Así que, con mucho esfuerzo, me
puse de pie, pero no tardé en caer una vez más. El dolor en mi tobillo era
demasiado intenso, y en medio de las ruinas, iba a ser difícil hallar en qué
apoyarme. Mi equipo seguramente se había reunido en las alcantarillas a un par
de calles, que habíamos tomado como base de operaciones después de que nuestra
nave fue derribada, así que tenía la posibilidad de gatear en su dirección, con
la esperanza de llegar a tiempo para el rescate. Y así, comenzó mi lenta y
tortuosa travesía hacia nuestro lugar de reunión.
Yo era un soldado. Para ser más
concreto, el encargado de la artillería de mi unidad. Era nativo de Solaris, un
mundo cercano a la Tierra, y a la edad de 16 años había ingresado en la Armada en
el marco de la guerra contra los hombres serpiente. Reptiles humanoides,
híbridos de hombre y lagarto trisoliano, que se habían revelado tras siglos de
ser tratados como mano de obra barata en campos y minas, y que aspiraban a
fundar su propio reino.
Eran criaturas intimidantes. De
dos metros y veinte centímetros de altura, poseían una inteligencia ligeramente
inferior a la del humano promedio, que sin embargo compensaban con su
sorprendente fuerza física, y su numerosa prole.
La guerra fue una experiencia
dura, pese a todo lo que aprendí de ella. El entrenamiento era extremo, y la
desobediencia, la indisciplina o la equivocación eran gravemente castigadas.
Y pese a ello, yo, que en aquel
momento era todavía un niño, me veía motivado a seguir con este trabajo debido
a mi lealtad al Imperio, misma que me había sido transmitida por mis padres,
descendientes directos de humanos nativos de la Tierra.
Hice cosas de las que no estoy
orgulloso durante el conflicto. En una ocasión, participé de un ataque con
napalm sobre una aldea que el ejército rebelde empleaba como base de
operaciones. Hasta hoy recuerdo los gritos de dolor de las crías de estos
seres, con sus pieles siendo consumidas lentamente por las llamas.
Supe también de muchos episodios
cuestionables. Tales como el exterminio de poblaciones civiles a manos de
soldados imperiales, que tenían órdenes de reducir al mínimo su número, a fin
de evitar futuras rebeliones.
La guerra es así. Pero debo admitir
que, con todo, el Imperio fue particularmente brutal.
Quince largos años pasaron de estas
experiencias, y yo fui ganando experiencia y nuevas habilidades. Me convertí en
un soldado respetado en mi equipo y, como la mayoría de nosotros no teníamos
familia, y nos veíamos mutuamente como hermanos, terminé siendo destinado a Janidia,
donde, desde hacía varios meses, civiles y militares habían sido testigos de apariciones
de misteriosas y evasivas bestias, capaces de moverse a enormes velocidades, que
merodeaban alrededor de nuestros centros militares, a apenas la distancia
suficiente para no ser fácilmente detectables. Se rumoreaba, incluso, que el
Imperio había sido capaz de derribar a una de ellas, y que sus restos estaban
almacenados en los hangares de una base cercana.
Uno de mis compañeros fue uno de
esos testigos. Describió a la criatura como una especie de estrella de mar, de una
piel de tono grisáceo y verdoso, con grandes ojos alrededor de su boca. La cosa
aceleró de cero a lo que seguramente serían decenas de kilómetros por hora en
segundos, y no tardó en perderse a la distancia.
Todos estábamos inquietos con
estos avistamientos. Se especulaba con alguna plaga galáctica, que podía
potencialmente implicar un problema para el Imperio. Pero resultó ser más,
mucho más que eso.
Hacía poco menos de una hora, nuestros
radares habían detectado cuatro objetos colosales, aproximándose a una
velocidad sorprendente hacia nuestra posición en el espacio. Cuando dirigimos
nuestros telescopios a su ubicación, no podíamos creer lo que veíamos: grandes
criaturas animales, similares a un gusano, pero mucho más grandes que uno,
cuyos rugidos pronto fueron audibles en el espacio cercano al mundo que ahora
habitaba.
Inmediatamente, comenzaron los
preparativos para lo que probablemente sería un enfrentamiento hostil contra
unos seres que ni siquiera acabábamos de entender del todo.
Yo y mi equipo abordamos nuestro caza.
Un navío especial, por haber sido originalmente un disco volador reticuliano,
de una tecnología sorprendentemente avanzada, que la Armada imperial había
derribado, reparado y puesto a su propio servicio.
Una vez a bordo, nos ubicamos
cada uno en nuestras posiciones, y el vehículo despegó. Lo que siguió fue esperar
a que las bestias se acercaran lo suficiente para intentar matarlas. Pronto nos
daríamos cuenta de que, tras esa apariencia animal, se ocultaban una
inteligencia y un razonamiento estratégico que no tardarían en acabar con nuestras
presunciones.
De los lados de las criaturas, a
través de unas rendijas similares a branquias, comenzaron a salir, en
formación, docenas de animales que no tardé en reconocer, por su descripción,
como aquellos que tanta gente clamaba haber visto en el último año, que esta
vez, sin embargo, habían renunciado a su timidez, y se abalanzaban en grandes
bandadas sobre la flota imperial en órbita, aferrándose al casco de las naves,
y aparentemente rompiéndolo con la sola fuerza de sus dientes.
Vi como las criaturas devoraban a
los tripulantes, cuyos gritos eran audibles incluso a la distancia. Las naves
de la flota intentaban detener el ataque a punta de cañones de plasma, pero sus
esfuerzos parecían ser inútiles, con lo que no tardamos en acudir en su auxilio.
La batalla fue intensa. Pese a
que las criaturas eran fácilmente eliminadas por la artillería convencional, su
gran versatilidad en el espacio, sumada a su enorme número, volvía muy difícil el
hacerles frente.
Fue después de casi diez minutos
de infructuosa lucha aeroespacial que, finalmente, recibimos órdenes de
retirarnos. Para este punto, el enemigo se había acercado lo suficiente a la
superficie para, seguramente, ser visible desde tierra, y sólo podía imaginar
el pánico que la escena estaba provocando allí abajo.
En breves segundos, el piloto se
encontraba intentando sacarnos de ese infierno, cuando, tal vez por un
movimiento mal calculado, el casco de nuestra nave impactó contra uno de los tentáculos
de alguna de las bestias.
Confieso que no podía estar más sorprendido
al ver cómo, pese a su apariencia carnosa e incluso frágil, el impacto contra
el cuerpo de la criatura había logrado dañar el ala derecha del disco, que
pronto comenzó a caer a tierra, a una velocidad tal que pensé que mi destino
final se encontraba muy cerca.
Desperté algunos minutos después,
cuando uno de mis compañeros movió mi hombro. Habíamos caído en uno de los
parques de la capital janidiana, al igual que algunos de los tripulantes de las
otras naves.
El lugar tenía unos 40 kilómetros
cuadrados de extensión, y era uno de mis sitios favoritos para pasar el rato. Lleno
de árboles, animales y pequeñas plantas, era el lugar ideal para un día libre,
en que necesitara aislarme de las preocupaciones y presiones de mi día a día.
Tal vez fue por eso que me
impactó con una intensidad inesperada el percatarme de su estado cuando salí del
navío. Los árboles estaban destruidos, y pedazos de metal y carne alienígena
estaban dispersos por toda la superficie a mi alrededor. A la distancia, me
pareció ver incluso cuerpos, que no parecían ser los de un adulto.
Por primera vez en mucho tiempo,
volvía a experimentar de forma directa los horrores de la guerra. Y, por
primera vez en mucho tiempo, éstos volvían a afectar mi carácter.
La escena me sensibilizó. Tanto,
que fueron mis compañeros quienes debieron sacarme de mi ensimismamiento, arrastrándome
para salir del sitio en busca de refugio.
Afortunadamente, estábamos en uno
de los bordes del parque, y no tardamos en llegar a la zona urbana de la
ciudad.
-División
731 a Comando central. – dijo, en dos ocasiones, uno de mis compañeros a la
radio del equipo – Nos derribaron, infórmennos del punto de reunión.
No hubo respuesta. Pensamos que
el aparato estaría dañado, y decidimos refugiarnos en un desagüe cercano, con
la esperanza de recibir instrucciones antes de que el bombardeo masivo
comenzara.
Estábamos perdiendo. Era evidente
con sólo ver hacia arriba, donde el cielo estaba cada vez más dominado por las fuerzas
enemigas.
Nos debatimos qué hacer. En calles
cercanas, habían caído más cazas imperiales, y no tardamos en darnos cuenta de
que debía de haber heridos a bordo, que necesitaban de nuestra ayuda.
Finalmente, decidimos ir a por ellos, y acordando encontrarnos en este mismo
punto, nos separamos para ir a auxiliar a los posibles supervivientes.
En el camino hacia la nave más
cercana, me encontré con numerosos civiles huyendo hacia los refugios
subterráneos de la ciudad, que también fungían como espacio-puertos para huir
del mundo cuando era necesario.
Pocos minutos más tarde, las numerosas
cápsulas cúbicas, pobladas por los pocos que habían llegado a tiempo,
comenzaron a salir disparadas hacia el cielo.
Llegué, finalmente, a destino. La
nave estaba muy dañada, y en cuanto me acerqué a ella, me percaté de que los
cuerpos sin vida de todos sus tripulantes estaban dispuestos, con las miradas
perdidas y los rostros pálidos, en torno a sus restos.
Y entonces, ocurrió lo que tal
vez, si hubiese tenido tiempo de pensar con más cuidado, debería haber temido.
A lo lejos, dirigiéndose a gran velocidad hacia las bestias espaciales, y
dejando una estela blanca a su paso, un objeto cilíndrico surcaba el cielo.
Inmediatamente, corrí a esconderme
en el edificio más cercano. Tiré la puerta de una patada y me oculté en la primera
habitación que encontré. Y entonces… la luz. Y el ruido. Y el golpe de la onda
expansiva, lanzándome como si fuera un muñeco de trapo, en lo que la casa se
caía a pedazos a mi alrededor.
Sí, sin duda era un milagro el
seguir vivo después de eso. Pero el milagro no se consumó.
Cuando, tras un largo y doloroso esfuerzo,
llegué de regreso a la entrada de las alcantarillas que habíamos escogido como
refugio, sólo vi a dos de los muchachos allí. Uno de ellos, inconsciente. Tal
vez ya muerto, y con la mitad del rostro con la piel destrozada. El otro, mi
capitán, luchando por comunicarse con la base, cada vez más desesperado.
Fue en ese momento que,
finalmente, vimos, a la distancia en el cielo, grandes naves que, habiendo salido
del horizonte, se alejaban del disco en que hasta entonces, habíamos habitado.
No tardamos en darnos cuenta de
lo que ocurría, para nuestro estupor. El Imperio, sencillamente, no tenía
interés en salvar nuestras vidas. Los restos de las gigantescas bestias que nos
habían atacado fueron invisibles en el firmamento hasta que aparecieron una vez
más, sin previo aviso. No tardó en estar claro que su capacidad de vuelo, que
les permitía alcanzar velocidades sin igual, había hecho que decenas de
millones de muertes fueran en vano.
El Imperio había perdido, y no
tendría mayores problemas en dejarnos a nuestra suerte. Ese Imperio por el que yo
había luchado, ahora me dejaría morir.
Empecé a sentir náuseas en ese
momento, y no tardé en vomitar sangre mezclada con bilis.
El sol de Janidia nos iluminaba
todavía. Pero ahora, su presencia sólo servía para mostrarnos los frutos de la
crueldad humana hacia sus semejantes.
Me percaté entonces de los
gemidos de los civiles supervivientes, que pronto cesarían de respirar.
Irónico, pero tal vez predecible.
Había matado por el Imperio, y ahora moriría por él. Un destino cruel… pero
justo.
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