sábado, 22 de febrero de 2025

Estrellas en ruinas, cuento n° 6: La última jugada

VI. La última jugada

La general Hedeon, con su orgullo y dignidad heridos, hacía en privado algo que jamás hubiese tenido el atrevimiento de hacer en público: llorar. No era para menos. En todos los años que llevaba sirviendo al Imperio, y pese a haber afrontado incontables frustraciones fruto de la inoperancia de sus superiores, jamás se le había presentado una prueba de tal magnitud.

El día había comenzado con festejos. El Imperio, por primera vez, había hecho retroceder a los invasores alienígenas. El emperador, complacido, había decidido condecorar a sus más valientes generales, entre los que se contaba ella misma. Pero, a esto, se había sumado una peculiaridad que nadie fuera del entorno más inmediato del monarca esperaba: la de recompensar, también, al “ejército no oficial” que había sido de tanta utilidad a la hora de enfrentar al enemigo.

La idea había provocado escándalo entre las élites militares que dirigían la operación. ¿Cómo podía Su Majestad conceder tales honores a una colección de maleantes, ladrones y asesinos, que hasta hacía no mucho tiempo habían vivido huyendo del patíbulo?

Era incluso humillante. La mentalidad marcial de Hedeon y sus colegas no podía asimilar con facilidad esta afrenta. Y sin embargo, hasta este punto, la general había logrado mantener la compostura. Después de todo, seguía siendo imprescindible mantener buenas relaciones con la Casa reinante. Lo contrario podía costarle la horca, o un destino peor.

Cosa que, de cualquier modo, no evitó que la mujer se sintiera profundamente impactada, incluso a nivel personal, con tal despropósito. Ella misma, a fin de cuentas, había sido víctima de exactamente el tipo de hombres que ahora iban a recibir honores y rangos oficiales, estando casi a la par de los más experimentados generales del ejército.

En lo que viajaba a varias veces la velocidad del sonido en su nave privada, camino a Palacio Estelar – uno de los más grandes y lujosos que la monarquía humana había mandado erigir – se acordaba de su hermana. Aquella chiquilla de trece años a la que tantísimo tiempo atrás había visto morir, y a la que sin embargo extrañaba cada día como si se hubiese ido la noche anterior.

“Resiste, por favor”, se recordaba suplicando frente a la niña de sus ojos, moribunda. “Quédate conmigo”. “Eres lo único que tengo”.

Tales fueron las últimas palabras que ella escuchó, antes de sufrir un colapso cardíaco masivo, fruto de la hemorragia interna que había adquirido viajando entre las estrellas.

Y, como solía pasar, los recuerdos de su partida herían lo profundo de su corazón, cosa que la forzaba a hacerse violencia con tal de no llorar.

Orel y Loristol estaban en la parte trasera de la nave, y junto a ellas venía Kael, a quien las dos habían rogado casi de rodillas el traer consigo. Allí, en el suelo del vehículo, se encontraban jugando a las cartas, en lo que Akim observaba con ojos humedecidos a la muchacha que, esperaba, pudiera traerle algo de consuelo.

Le había ganado cariño muy pronto, pero en lo profundo de su mente, sabía que su relación con ella no era de lo más saludable. Sentía que estaba traicionando a su difunta hermana con su intento por reemplazarla, y la culpa le había incitado a tratarla con cierta dureza, como la ocasión en que la había hecho comer con los soldados rasos. Pero no había tiempo para lamentaciones. En minutos estaría en el Palacio para la ceremonia.

-General Hedeon – dijo, con su robótica voz, la computadora de la nave – es momento de abordar la cámara de anulación de inercia. Caso contrario, habrá un riesgo inminente de muerte cuando el vehículo se detenga. Tiene dos minutos.

Poco tiempo después, el piloto automático del pequeño navío lo hacía aterrizar en la pista destinada para ello, en las afueras del Palacio. Desde el cielo, la gigantesca estación espacial, del tamaño de una ciudad de extensión media, asombraba a todo aquél que fuera capaz de percibirla.

Orel miraba incrédula por una ventanilla, cosa que no tardó en atraer la tierna atención de Akim.

-Desde aquí se administra todo el Imperio. – le explicó - Cada uno de los edificios que ves se ocupa de un mundo entero. Millones de personas trabajan aquí. La mayoría residen en la Tierra, que no se encuentra muy lejos.

-¿Y no sería mejor descentralizar un poco el gobierno imperial? – preguntó, acertadamente, la niña – Así no sería necesaria tanta burocracia.

Definitivamente era brillante. Aunque, a decir verdad, sólo lo era por su edad. En realidad, su reflexión era casi de sentido común. El Imperio tenía numerosos problemas por su indebida insistencia en controlar con puño de hierro cada uno de los mundos que dominaba.

Las decisiones se tomaban en un sitio a millones de kilómetros de los que deberían aplicarlas y sufrirlas, y las órdenes podían tardar semanas en llegar a las regiones más lejanas. No es difícil imaginar la magnitud de las ineficiencias que todo esto propiciaba. Y eso en los casos en que, en primer lugar, los burócratas imperiales tenían interés por resolver las dificultades de la población, en lugar de simplemente llenar de oro y plata las arcas del Estado.

Los chicos y Akim bajaron de la nave poco después. Los recibió un grupo de androides, de los más avanzados que podía encontrarse en su tiempo.

-Saludos, general Hedeon. Espero que su viaje haya sido un deleite. – dijo una de las máquinas – Lamento informarle que no habrá mucho tiempo para el descanso. La ceremonia comenzará en quince minutos, horario terrestre.

-Entendido. Llévanos a destino, por favor.

Caminaron durante lo que sería el equivalente a unas dos cuadras. En el camino, los adolescentes se maravillaban del tamaño y la belleza de cada una de las torres del Palacio, así como de los lujosos trajes de los funcionarios que iban de un lado a otro, y de las exóticas aves (o seres similares) que sobrevolaban el sitio.

         -¿Cuánto costó construir este lugar? – preguntó Loristol.

-Aproximadamente un 15,2% del PIB anual del Imperio en su período. – respondió el robot.

Era realmente asombroso el contraste entre la miseria de tantísimos súbditos del emperador y el lujo de las élites gobernantes. Y Loristol, que poco a poco iba tomando consciencia de ello, no hizo más que mirar incrédula a su alrededor, una vez más.

Llegaron, por fin, a las puertas de la Sala de los Héroes, una enorme estructura de la que sólo su entrada, con forma de arco, superaba los cincuenta metros de alto, con casi 30 de ancho.

En el lugar, había reunidas varias decenas de personas, todos responsables de la más reciente y exitosa ofensiva imperial hasta el momento, buscando sus asientos en el enorme complejo.

La general Hedeon caminó a paso tranquilo hacia la primera fila, no sin antes pedir a su asistente robot que se hiciera cargo de los niños, y que los llevara a su encuentro en la entrada cuando la ceremonia terminara.

Una vez llegó, no perdió tiempo, y se sentó al lado del general Zhalem, el segundo al mando del emperador, con el que ya había tenido sus roces en el pasado.

Zhalem era, en su opinión, un completo idiota arrogante. Pero las cosas habían tomado otro rumbo desde que le informó acerca de los planes para su “operación especial”.

         -¿Alguna noticia? – le preguntó.

-No por ahora. Pero tengo el atrevimiento de decirte que dudo que te guste lo que verás hoy.

Hedeon arqueó una ceja.

-¿De qué habla? – volvió a interrogarlo. No hubo tiempo para responder.

En ese preciso momento, un sonido como de trompetas, acompañado de tambores, comenzó a sonar en toda la sala, y pronto todos los presentes se pusieron de pie.

Con toda la pomposa etiqueta que requería su cargo, desde el otro lado del edificio comenzó a extenderse una sombra, cuyos pasos resonaban en toda la sala.

Lenta, pero inexorablemente, el anciano emperador caminó hacia el escenario. Incluso para los estándares de una élite susceptible de retrasar grandemente el envejecimiento, se trataba de un hombre mayor, con ya casi dos milenios de historia a sus espaldas.

El hombre vestía una gran túnica amarilla, que hacía juego con su tiara de oro puro, que recordaba vagamente a las que alguna vez emplearon los jerarcas eclesiásticos de siglos anteriores.

Cuando finalmente llegó a su destino, se paró frente al micrófono y, tras aclararse la voz, se dirigió a todos los presentes.

-Estimados generales, así como futuros jerarcas de la Armada del honorable Imperio de la Humanidad. Yo, regente de la Tierra, jerarca supremo del Este y del Oeste, amo y señor de…

Akim giró despectivamente los ojos ante la inagotable colección de pomposos títulos que su rey se había concedido a sí mismo. Todo esto le había parecido ridículo incluso siendo una niña, y con más razón ahora que conocía la inoperancia de este intento de monarca.

Lo despreciaba. Mucho más de lo que jamás se había atrevido a expresar. Y la única razón por la que le rendía pleitesía era por su comprensible deseo de mantener su cabeza sobre sus hombros.

Cuando el rey ya parecía concluir su extenso y tedioso discurso, hizo algo que ninguno de los presentes esperaba.

-Y ahora, por el poder que me ha conferido la Dios creadora de todos los mundos, convoco a mis queridos amigos, mis generales, para hacerme el honor de coronar a los más recientes líderes del vasto ejército de soldados bajo mi honorable mando, sin los que la reciente victoria hubiese sido del todo inviable.

Los generales en cuestión, y Akim Hedeon entre ellos, se pusieron inmediatamente de pie, y obedeciendo los ademanes de su señor, subieron al escenario uno a uno. Akim estaba exhausta de los histriónicos gestos que nacían de la vanidad del anciano, y no veía la hora de verlo, por fin, dos metros bajo tierra.

Pero, una vez más, obedeció. El emperador, entonces, comenzó a nombrar a los diferentes líderes piratas que, recientemente, habían sido tan buenos perros para la Corona. A medida que los hacía pasar, les concedía el honor que les era debido, y ordenaba, con un gesto, a sus generales el hacerles una discreta pero visible reverencia.

Hedeon se sentía entre incómoda y humillada debiendo honrar a hombres tan despreciables como los que en el pasado habían destrozado su vida. Pero no estaba preparada para lo que vendría.

-Y finalmente – habló el monarca – un especial honor a uno de los hombres más brillantes que he tenido, recientemente, el placer de conocer. El astuto e ingenioso, nuevo general Krynn Valder.

“No es posible”, pensó Hedeon cuando, en una de las filas más apartadas del escenario, un hombre vestido elegantemente, y de una larga barba blanca, se levantaba de su asiento, y caminaba entre forzosos aplausos hacia la presencia de Su Alteza.

La realidad forzó a la general a ver que, efectivamente, lo imposible estaba ocurriendo. Allí, frente a sus ojos, el hombre responsable de la muerte de toda su familia se arrodillaba ante el emperador, y recibía de él un título que a ella le había tomado años del más valeroso esfuerzo obtener.

Y entonces, el destino se burló una vez más de su pobre corazón, cuando se percató de cómo, con sonrisas hipócritas, sus colegas se inclinaban ante ese pirata asesino al que correspondía la horca en esta vida, y la más oscura mazmorra del Infierno en la otra.

No salió de su ensimismamiento e incredulidad hasta que el propio emperador la forzó a ello, tosiendo mientras la miraba impaciente.

-General Hedeon – insistió, ante su resistencia – por favor, concédale a nuestro amigo los honores que le son propios.

Ella se paralizó una vez más. Ciertamente podía, pero no quería. No deseaba humillarse a sí misma cayendo en este ridículo juego, frente al monstruo al que ahora la vida recompensaba.

-General – volvió a hablar el viejo – no sé cuál es su problema, pero le ordeno que lo haga a un lado, y obedezca mis órdenes. De no hacerlo, usted conoce las consecuencias.

Akim dudó una vez más. Ciertamente habría preferido morir antes que ser causa de orgullo para este perro infeliz. Pero entonces, miró hacia la entrada del edificio, donde Orel la contemplaba, seguramente preocupada. No podía dejarla sola. Sabía lo que tenía que hacer. Y, renunciando a la poca dignidad que le quedaba, finalmente agachó la cabeza ante el asesino de sus seres más queridos.

La ceremonia terminó poco después, pero Hedeon no fue inmediatamente a encontrarse con Orel y los chicos, como lo había acordado. En lugar de eso, se dirigió a los baños del establecimiento, donde lloró amargamente, maldiciendo a ese viejo miserable, estúpido y sin sentido común al que se veía obligada a obedecer… al menos por ahora.

Ya tendría su oportunidad de ponerle un tiro en la frente a este imbécil, y a cada miembro de su estúpida familia. El día en que, por fin, los planes de Zhalem se ejecutaran, y un nuevo régimen pusiera fin a la tiranía de los Abraxas.

En la sala, compartiendo un brindis, los presentes se preguntaban qué habría ocurrido a la admirada general, que se había retirado llorando del lugar apenas tuvo oportunidad de hacerlo.

El general Valder, no. Definitivamente no podía olvidar a la más bella de sus esclavas, a la que aspiraba a hacer su amante cuando tuvo la suerte de poder escapar.

Estaba perfectamente consciente de las razones del proceder de Hedeon… y lo disfrutaba.

“Oh, Akim, que ironía que el Imperio nos reúna otra vez”, pensaba, sin sospechar que acercarse a la Corte imperial sería pronto su última jugada… y su último error.  

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