VI.
La última jugada
La
general Hedeon, con su orgullo y dignidad heridos, hacía en privado algo que jamás
hubiese tenido el atrevimiento de hacer en público: llorar. No era para menos.
En todos los años que llevaba sirviendo al Imperio, y pese a haber afrontado
incontables frustraciones fruto de la inoperancia de sus superiores, jamás se
le había presentado una prueba de tal magnitud.
El
día había comenzado con festejos. El Imperio, por primera vez, había hecho
retroceder a los invasores alienígenas. El emperador, complacido, había
decidido condecorar a sus más valientes generales, entre los que se contaba
ella misma. Pero, a esto, se había sumado una peculiaridad que nadie fuera del
entorno más inmediato del monarca esperaba: la de recompensar, también, al “ejército
no oficial” que había sido de tanta utilidad a la hora de enfrentar al enemigo.
La
idea había provocado escándalo entre las élites militares que dirigían la
operación. ¿Cómo podía Su Majestad conceder tales honores a una colección de
maleantes, ladrones y asesinos, que hasta hacía no mucho tiempo habían vivido
huyendo del patíbulo?
Era
incluso humillante. La mentalidad marcial de Hedeon y sus colegas no podía
asimilar con facilidad esta afrenta. Y sin embargo, hasta este punto, la
general había logrado mantener la compostura. Después de todo, seguía siendo
imprescindible mantener buenas relaciones con la Casa reinante. Lo contrario
podía costarle la horca, o un destino peor.
Cosa
que, de cualquier modo, no evitó que la mujer se sintiera profundamente
impactada, incluso a nivel personal, con tal despropósito. Ella misma, a fin de
cuentas, había sido víctima de exactamente el tipo de hombres que ahora iban a
recibir honores y rangos oficiales, estando casi a la par de los más
experimentados generales del ejército.
En
lo que viajaba a varias veces la velocidad del sonido en su nave privada,
camino a Palacio Estelar – uno de los más grandes y lujosos que la monarquía
humana había mandado erigir – se acordaba de su hermana. Aquella chiquilla de trece
años a la que tantísimo tiempo atrás había visto morir, y a la que sin embargo
extrañaba cada día como si se hubiese ido la noche anterior.
“Resiste,
por favor”, se recordaba suplicando frente a la niña de sus ojos, moribunda. “Quédate
conmigo”. “Eres lo único que tengo”.
Tales
fueron las últimas palabras que ella escuchó, antes de sufrir un colapso
cardíaco masivo, fruto de la hemorragia interna que había adquirido viajando
entre las estrellas.
Y,
como solía pasar, los recuerdos de su partida herían lo profundo de su corazón,
cosa que la forzaba a hacerse violencia con tal de no llorar.
Orel
y Loristol estaban en la parte trasera de la nave, y junto a ellas venía Kael,
a quien las dos habían rogado casi de rodillas el traer consigo. Allí, en el
suelo del vehículo, se encontraban jugando a las cartas, en lo que Akim observaba
con ojos humedecidos a la muchacha que, esperaba, pudiera traerle algo de
consuelo.
Le
había ganado cariño muy pronto, pero en lo profundo de su mente, sabía que su
relación con ella no era de lo más saludable. Sentía que estaba traicionando a
su difunta hermana con su intento por reemplazarla, y la culpa le había
incitado a tratarla con cierta dureza, como la ocasión en que la había hecho comer
con los soldados rasos. Pero no había tiempo para lamentaciones. En minutos
estaría en el Palacio para la ceremonia.
-General Hedeon – dijo, con su robótica voz, la
computadora de la nave – es momento de abordar la cámara de anulación de
inercia. Caso contrario, habrá un riesgo inminente de muerte cuando el vehículo
se detenga. Tiene dos minutos.
Poco
tiempo después, el piloto automático del pequeño navío lo hacía aterrizar en la
pista destinada para ello, en las afueras del Palacio. Desde el cielo, la gigantesca
estación espacial, del tamaño de una ciudad de extensión media, asombraba a todo
aquél que fuera capaz de percibirla.
Orel
miraba incrédula por una ventanilla, cosa que no tardó en atraer la tierna
atención de Akim.
-Desde aquí se administra todo el Imperio. – le
explicó - Cada uno de los edificios que ves se ocupa de un mundo entero. Millones
de personas trabajan aquí. La mayoría residen en la Tierra, que no se encuentra
muy lejos.
-¿Y no sería mejor descentralizar un poco el
gobierno imperial? – preguntó, acertadamente, la niña – Así no sería necesaria
tanta burocracia.
Definitivamente
era brillante. Aunque, a decir verdad, sólo lo era por su edad. En realidad, su
reflexión era casi de sentido común. El Imperio tenía numerosos problemas por
su indebida insistencia en controlar con puño de hierro cada uno de los mundos
que dominaba.
Las
decisiones se tomaban en un sitio a millones de kilómetros de los que deberían
aplicarlas y sufrirlas, y las órdenes podían tardar semanas en llegar a las
regiones más lejanas. No es difícil imaginar la magnitud de las ineficiencias
que todo esto propiciaba. Y eso en los casos en que, en primer lugar, los
burócratas imperiales tenían interés por resolver las dificultades de la población,
en lugar de simplemente llenar de oro y plata las arcas del Estado.
Los
chicos y Akim bajaron de la nave poco después. Los recibió un grupo de
androides, de los más avanzados que podía encontrarse en su tiempo.
-Saludos, general Hedeon. Espero que su viaje haya
sido un deleite. – dijo una de las máquinas – Lamento informarle que no habrá
mucho tiempo para el descanso. La ceremonia comenzará en quince minutos,
horario terrestre.
-Entendido. Llévanos a destino, por favor.
Caminaron
durante lo que sería el equivalente a unas dos cuadras. En el camino, los adolescentes
se maravillaban del tamaño y la belleza de cada una de las torres del Palacio,
así como de los lujosos trajes de los funcionarios que iban de un lado a otro,
y de las exóticas aves (o seres similares) que sobrevolaban el sitio.
-¿Cuánto costó construir este lugar? –
preguntó Loristol.
-Aproximadamente un 15,2% del PIB anual del Imperio
en su período. – respondió el robot.
Era
realmente asombroso el contraste entre la miseria de tantísimos súbditos del
emperador y el lujo de las élites gobernantes. Y Loristol, que poco a poco iba
tomando consciencia de ello, no hizo más que mirar incrédula a su alrededor,
una vez más.
Llegaron,
por fin, a las puertas de la Sala de los Héroes, una enorme estructura de la
que sólo su entrada, con forma de arco, superaba los cincuenta metros de alto,
con casi 30 de ancho.
En
el lugar, había reunidas varias decenas de personas, todos responsables de la más
reciente y exitosa ofensiva imperial hasta el momento, buscando sus asientos en
el enorme complejo.
La
general Hedeon caminó a paso tranquilo hacia la primera fila, no sin antes
pedir a su asistente robot que se hiciera cargo de los niños, y que los llevara
a su encuentro en la entrada cuando la ceremonia terminara.
Una
vez llegó, no perdió tiempo, y se sentó al lado del general Zhalem, el segundo
al mando del emperador, con el que ya había tenido sus roces en el pasado.
Zhalem
era, en su opinión, un completo idiota arrogante. Pero las cosas habían tomado
otro rumbo desde que le informó acerca de los planes para su “operación
especial”.
-¿Alguna noticia? – le preguntó.
-No por ahora. Pero tengo el atrevimiento de decirte
que dudo que te guste lo que verás hoy.
Hedeon
arqueó una ceja.
-¿De qué habla? – volvió a interrogarlo. No hubo tiempo
para responder.
En
ese preciso momento, un sonido como de trompetas, acompañado de tambores,
comenzó a sonar en toda la sala, y pronto todos los presentes se pusieron de
pie.
Con
toda la pomposa etiqueta que requería su cargo, desde el otro lado del edificio
comenzó a extenderse una sombra, cuyos pasos resonaban en toda la sala.
Lenta,
pero inexorablemente, el anciano emperador caminó hacia el escenario. Incluso
para los estándares de una élite susceptible de retrasar grandemente el
envejecimiento, se trataba de un hombre mayor, con ya casi dos milenios de historia
a sus espaldas.
El
hombre vestía una gran túnica amarilla, que hacía juego con su tiara de oro
puro, que recordaba vagamente a las que alguna vez emplearon los jerarcas eclesiásticos
de siglos anteriores.
Cuando
finalmente llegó a su destino, se paró frente al micrófono y, tras aclararse la
voz, se dirigió a todos los presentes.
-Estimados generales, así como futuros jerarcas de
la Armada del honorable Imperio de la Humanidad. Yo, regente de la Tierra,
jerarca supremo del Este y del Oeste, amo y señor de…
Akim
giró despectivamente los ojos ante la inagotable colección de pomposos títulos
que su rey se había concedido a sí mismo. Todo esto le había parecido ridículo
incluso siendo una niña, y con más razón ahora que conocía la inoperancia de
este intento de monarca.
Lo
despreciaba. Mucho más de lo que jamás se había atrevido a expresar. Y la única
razón por la que le rendía pleitesía era por su comprensible deseo de mantener su
cabeza sobre sus hombros.
Cuando
el rey ya parecía concluir su extenso y tedioso discurso, hizo algo que ninguno
de los presentes esperaba.
-Y ahora, por el poder que me ha conferido la Dios
creadora de todos los mundos, convoco a mis queridos amigos, mis generales,
para hacerme el honor de coronar a los más recientes líderes del vasto ejército
de soldados bajo mi honorable mando, sin los que la reciente victoria hubiese
sido del todo inviable.
Los
generales en cuestión, y Akim Hedeon entre ellos, se pusieron inmediatamente de
pie, y obedeciendo los ademanes de su señor, subieron al escenario uno a uno. Akim
estaba exhausta de los histriónicos gestos que nacían de la vanidad del
anciano, y no veía la hora de verlo, por fin, dos metros bajo tierra.
Pero,
una vez más, obedeció. El emperador, entonces, comenzó a nombrar a los
diferentes líderes piratas que, recientemente, habían sido tan buenos perros
para la Corona. A medida que los hacía pasar, les concedía el honor que les era
debido, y ordenaba, con un gesto, a sus generales el hacerles una discreta pero
visible reverencia.
Hedeon
se sentía entre incómoda y humillada debiendo honrar a hombres tan despreciables
como los que en el pasado habían destrozado su vida. Pero no estaba preparada
para lo que vendría.
-Y finalmente – habló el monarca – un especial
honor a uno de los hombres más brillantes que he tenido, recientemente, el placer
de conocer. El astuto e ingenioso, nuevo general Krynn Valder.
“No
es posible”, pensó Hedeon cuando, en una de las filas más apartadas del
escenario, un hombre vestido elegantemente, y de una larga barba blanca, se
levantaba de su asiento, y caminaba entre forzosos aplausos hacia la presencia
de Su Alteza.
La
realidad forzó a la general a ver que, efectivamente, lo imposible estaba
ocurriendo. Allí, frente a sus ojos, el hombre responsable de la muerte de toda
su familia se arrodillaba ante el emperador, y recibía de él un título que a
ella le había tomado años del más valeroso esfuerzo obtener.
Y
entonces, el destino se burló una vez más de su pobre corazón, cuando se
percató de cómo, con sonrisas hipócritas, sus colegas se inclinaban ante ese
pirata asesino al que correspondía la horca en esta vida, y la más oscura
mazmorra del Infierno en la otra.
No
salió de su ensimismamiento e incredulidad hasta que el propio emperador la
forzó a ello, tosiendo mientras la miraba impaciente.
-General Hedeon – insistió, ante su resistencia – por
favor, concédale a nuestro amigo los honores que le son propios.
Ella
se paralizó una vez más. Ciertamente podía, pero no quería. No deseaba
humillarse a sí misma cayendo en este ridículo juego, frente al monstruo al que
ahora la vida recompensaba.
-General – volvió a hablar el viejo – no sé cuál es
su problema, pero le ordeno que lo haga a un lado, y obedezca mis órdenes. De
no hacerlo, usted conoce las consecuencias.
Akim
dudó una vez más. Ciertamente habría preferido morir antes que ser causa de
orgullo para este perro infeliz. Pero entonces, miró hacia la entrada del
edificio, donde Orel la contemplaba, seguramente preocupada. No podía dejarla sola.
Sabía lo que tenía que hacer. Y, renunciando a la poca dignidad que le quedaba,
finalmente agachó la cabeza ante el asesino de sus seres más queridos.
La
ceremonia terminó poco después, pero Hedeon no fue inmediatamente a encontrarse
con Orel y los chicos, como lo había acordado. En lugar de eso, se dirigió a
los baños del establecimiento, donde lloró amargamente, maldiciendo a ese viejo
miserable, estúpido y sin sentido común al que se veía obligada a obedecer… al
menos por ahora.
Ya
tendría su oportunidad de ponerle un tiro en la frente a este imbécil, y a cada
miembro de su estúpida familia. El día en que, por fin, los planes de Zhalem se
ejecutaran, y un nuevo régimen pusiera fin a la tiranía de los Abraxas.
En
la sala, compartiendo un brindis, los presentes se preguntaban qué habría
ocurrido a la admirada general, que se había retirado llorando del lugar apenas
tuvo oportunidad de hacerlo.
El
general Valder, no. Definitivamente no podía olvidar a la más bella de sus
esclavas, a la que aspiraba a hacer su amante cuando tuvo la suerte de poder
escapar.
Estaba
perfectamente consciente de las razones del proceder de Hedeon… y lo
disfrutaba.
“Oh,
Akim, que ironía que el Imperio nos reúna otra vez”, pensaba, sin sospechar que
acercarse a la Corte imperial sería pronto su última jugada… y su último error.
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