VII.
El mundo que sangra
Cuatro meses habían pasado desde
que la conocí. En ese tiempo, la general Akim Hedeon, pese a su carácter
estricto y su tendencia a tratar con frialdad a casi todos a su alrededor, se
había transformado para mí en más que una amiga, en una figura a la que
admiraba, y en la que ponía toda mi devoción.
En el tiempo que permanecimos
juntas, me enseñó muchas, muchas cosas. De ella aprendí sobre historia militar,
estrategias y rutinas para cuidar mi estado físico. Me contó sobre sus
experiencias en la guerra, y sobre cómo tales vivencias pueden afectar el modo
en que una persona percibe la vida, y la manera en que interactúa con sus semejantes.
-Las
cosas nunca son iguales tras la primera batalla. Muchos hombres llegan al
ejército esperando una vida de aventuras y gloria sin fin. La verdad es que, a
menudo, lo único que encuentran es una trinchera en que los cuerpos de sus compañeros
se descomponen a escasos metros de su ubicación.
Sí, sin duda el combate era
duro, y no todos estaban capacitados para soportarlo. Y, pese a ello, yo
lentamente me iba enamorando de este arte, a medida que mi admiración por la
general, ahora mi hermana mayor, crecía día tras día.
Y sin embargo, pese a ello, su
proceder tenía ciertos detalles que, aunque me intrigaban, no eran para mí
motivo de mayor preocupación.
Para este punto, residíamos en el
buque espacial Leviatán, un gran cubo de unos 2 kilómetros cúbicos de extensión.
Prácticamente un pequeño barrio flotante, destinado a garantizar un espacio seguro
y relativamente tranquilo desde el cual organizar las acciones del resto de la
flota en el campo de batalla.
Junto a nosotras, además de
Loristol y su amigo Kael, residían decenas de altos cargos militares, servidos
por robots de última generación que se encargaban de las tareas cotidianas.
-¿Por
qué las máquinas no se encargan también de las estrategias en la guerra, o son
empleadas más a menudo como soldados? – le pregunté a Akim en una ocasión.
-Los
robots carecen de una importante característica que la mayoría de humanos sí
poseemos: sentido común. De modo que, si algo falla en sus circuitos internos o
se las pone a analizar una situación para la que no han sido preparadas con
anterioridad, es probable que acaben cometiendo errores fatales, que podrían
costarnos muchas vidas y derrotas. En el pasado, la humanidad cometió el error
de ponerlas a cargo de sus economías. El experimento terminó en tragedia cuando
una computadora con un circuito mal ensamblado acabó vendiendo tal cantidad y variedad
de acciones que la Bolsa de valores quebró. – me explicó ella.
A veces, Akim salía de nuestro
camarote a altas horas de la noche, supuestamente para tomar algo de aire en
las zonas de recreación de la nave, y tardaba algo más de una hora en regresar.
Se me hacía curioso, pero al principio elegí confiar en que ella simplemente
estaba cumpliendo con su deber, y eligiendo por mi propio bien el no darme un
panorama completo. Pero las cosas no tardaron en desviarse de tal percepción.
En una ocasión, salí con ella en
lo que se dirigía a una de sus reuniones en el centro de mando de la nave. La
idea era que la esperara durante algunos minutos fueran del centro de mando del
navío, para luego ir a pasar un rato en el parque emplazado en uno de los
extremos del mismo.
En el camino, ella se encontró
con un general de edad avanzada, que la saludó amistosamente, para luego
preguntarse si estaría en la reunión de aquella noche. Akim lo miró a los ojos,
y puso sutilmente su dedo índice sobre sus labios, para luego negar estar al
tanto de lo que sea que ese hombre estaba refiriendo.
Un par de días después, mientras
estábamos todos sentados para la cena, la periodista en el televisor a un
extremo de la sala comenzó a hablar sobre los últimos y lujosos viajes del
emperador.
-Definitivamente
ese hombre se sacó la lotería con su linaje. – dijo Loristol.
-Sí,
pero nosotros no con su régimen. – intervino Akim, con una mirada que reflejaba
su cansancio ante los numerosos fallos de la gestión monárquica.
Los días pasaron, y comencé a
atar los cabos sueltos en mi cerebro. Durante mis lecciones de historia, Akim me hablaba con admiración sobre los
regímenes políticos de otros tiempos. En particular, hizo referencia al gobierno
militar de un antiguo Estado de ideología socialista, que había sido capaz de
hacer pasar a su pueblo del arado a las primeras naves espaciales.
-Hubo
que hacer muchos sacrificios para obtener esos resultados. Mucha gente falleció
en conflictos internos y purgas, pero eventualmente el sistema demostró su
valía… al menos durante unas décadas.
-¿Y
no crees que tanta muerte y destrucción fue un costo excesivo para un régimen
que no tardó en derrumbarse?
-Puede
que sí. Pero a veces, vale la pena jugársela.
Este aspecto de la mentalidad de
Akim me inquietaba. Yo había estudiado, años atrás, la historia de los varios
intentos por parte de miembros del ejército por derrocar a las autoridades
imperiales, y cómo tales esfuerzos, además de ser infructuosos, habían
terminado en grandes masacres.
Comencé a sospechar que algo se
tramaba mi querida general Hedeon. Para ser sincera, en un principio intenté
dejar a un lado mis temores, y continuar apaciblemente con mi nueva vida. Pero
mi conciencia me lo recriminaba.
¿Acaso no sería prudente, si
ella intentaba hacer algo que pondría en peligro a tantas personas, el intentar
disuadirla? Pero, por otro lado, tampoco tenía pruebas de nada, sino tan sólo
conjeturas que, aunque podían parecer fundadas, no pasaban de ser eso.
Tenía que saber más. Así que el
día en que la general se dirigió a otra de sus reuniones privadas, decidí hacerle
una pequeña jugarreta.
Apenas se hubo ido, fui
discretamente tras ella, buscando la manera de que no se percatara de mi presencia.
Hedeon caminó por un pasillo cercano, hasta llegar a una de las bodegas de la
nave, donde pude reconocer a varios generales reunidos, discutiendo entre sí en
voz baja.
-Los
planes están avanzando. Ya he ganado la lealtad de un cuarto de los dirigentes
militares de la Armada y el ejército. – dijo uno de ellos.
-No
creo que eso sea suficiente. – replicó otro – El emperador cuenta con el 70% de
las Fuerzas Armadas para combatirnos, y ahora también tiene la lealtad de los piratas
recién incorporados. Además, la mayoría de la población siente devoción hacia
él.
-No
tenemos por qué eliminarlo. Basta con imponerle ciertas restricciones. – habló un tercero.
-No.
– intervino, finalmente, Akim – Ese viejo decadente es demasiado estúpido para
darse cuenta de lo que le conviene.
-¿Y
cuál es su plan? Un gobierno enemistado con la mayor parte de la población no
puede prosperar.
-De
hecho, puede, e históricamente hay numerosos ejemplos. En política, todo es
posible. Sólo se necesita no prestar atención a las consecuencias.
-¿Qué
está insinuando, general?
-Que,
si tenemos que disparar contra un montón de campesinos analfabetas con el
cerebro lavado, pues habrá que hacerlo.
Yo, escondida tras la pared de
uno de los giros del pasillo, no podía creer lo que estaba oyendo. No
simplemente porque me asombrara el grado de crueldad de un plan semejante, sino,
sobre todo, por ser su artífice una mujer a la que, hasta hacía apenas
segundos, había visto como mi modelo a seguir.
-Puede
que tenga razón, señora Hedeon. – dijo el militar – Pero es importante advertir
que el número de fallecimientos podría ser mayor de lo que cualquiera de
nosotros sea capaz de calcular.
-Tal
vez. Pero tenemos que superar este desastre en algún momento. – insistió Akim.
Impactada y temiendo que la
general notara mi presencia, di media vuelta y me dirigí de regreso a nuestro
camarote, preguntándome para mis adentros cuáles deberían ser los pasos a
continuación.
Loristol y Kael estaban
durmiendo cuando regresé a mi habitación y, en un intento por disimular, me
acosté en la cama, mientras reflexionaba acerca de qué era lo que debía hacer.
A decir verdad, me encontraba
ante un dilema que no esperaba ni deseaba enfrentar. Las palabras difícilmente
disuadirían a alguien con el carácter y los antecedentes de Akim de continuar
con sus operaciones, y si descubría que yo estaba al tanto de sus planes,
podría verme como una amenaza digna de eliminarse. Ella me amaba, sí, pero yo
estaba más que consciente de que su sentido del deber parecía trascender por
mucho sus aspiraciones personales, y prefería asegurar mi propia supervivencia,
y la de mi amiga.
Así que estaba entre la espada y
la pared. Podía callar, y permitir lo que seguramente sería una masacre a gran
escala que ni siquiera tenía la victoria asegurada. Pero, si elegía hablar, las
consecuencias para Akim seguramente consistirían en torturas y una dolorosa
ejecución.
Sí, una decisión difícil. Una que
en realidad no quería tomar, pero que debería enfrentar más tarde o más
temprano.
Me acosté y cerré los ojos,
fingiendo dormir, cuando Hedeon abrió la puerta del camarote. Sin que ella lo
notara, la contemplé quitarse los zapatos, y disponerse a descansar el resto de
la noche.
“Oh, hermana”, pensaba para mis
adentros. Le había ganado mucho afecto, y no sabía aún que hacer. Pero algo
tenía claro. No deseaba que la sangre de mil mundos cayera sobre mis manos.
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