lunes, 24 de febrero de 2025

Estrellas en ruinas, cuento n° 7: El mundo que sangra

VII. El mundo que sangra

Cuatro meses habían pasado desde que la conocí. En ese tiempo, la general Akim Hedeon, pese a su carácter estricto y su tendencia a tratar con frialdad a casi todos a su alrededor, se había transformado para mí en más que una amiga, en una figura a la que admiraba, y en la que ponía toda mi devoción.

En el tiempo que permanecimos juntas, me enseñó muchas, muchas cosas. De ella aprendí sobre historia militar, estrategias y rutinas para cuidar mi estado físico. Me contó sobre sus experiencias en la guerra, y sobre cómo tales vivencias pueden afectar el modo en que una persona percibe la vida, y la manera en que interactúa con sus semejantes.

-Las cosas nunca son iguales tras la primera batalla. Muchos hombres llegan al ejército esperando una vida de aventuras y gloria sin fin. La verdad es que, a menudo, lo único que encuentran es una trinchera en que los cuerpos de sus compañeros se descomponen a escasos metros de su ubicación.

Sí, sin duda el combate era duro, y no todos estaban capacitados para soportarlo. Y, pese a ello, yo lentamente me iba enamorando de este arte, a medida que mi admiración por la general, ahora mi hermana mayor, crecía día tras día.

Y sin embargo, pese a ello, su proceder tenía ciertos detalles que, aunque me intrigaban, no eran para mí motivo de mayor preocupación.

Para este punto, residíamos en el buque espacial Leviatán, un gran cubo de unos 2 kilómetros cúbicos de extensión. Prácticamente un pequeño barrio flotante, destinado a garantizar un espacio seguro y relativamente tranquilo desde el cual organizar las acciones del resto de la flota en el campo de batalla.

Junto a nosotras, además de Loristol y su amigo Kael, residían decenas de altos cargos militares, servidos por robots de última generación que se encargaban de las tareas cotidianas.

-¿Por qué las máquinas no se encargan también de las estrategias en la guerra, o son empleadas más a menudo como soldados? – le pregunté a Akim en una ocasión.

-Los robots carecen de una importante característica que la mayoría de humanos sí poseemos: sentido común. De modo que, si algo falla en sus circuitos internos o se las pone a analizar una situación para la que no han sido preparadas con anterioridad, es probable que acaben cometiendo errores fatales, que podrían costarnos muchas vidas y derrotas. En el pasado, la humanidad cometió el error de ponerlas a cargo de sus economías. El experimento terminó en tragedia cuando una computadora con un circuito mal ensamblado acabó vendiendo tal cantidad y variedad de acciones que la Bolsa de valores quebró. – me explicó ella.

A veces, Akim salía de nuestro camarote a altas horas de la noche, supuestamente para tomar algo de aire en las zonas de recreación de la nave, y tardaba algo más de una hora en regresar. Se me hacía curioso, pero al principio elegí confiar en que ella simplemente estaba cumpliendo con su deber, y eligiendo por mi propio bien el no darme un panorama completo. Pero las cosas no tardaron en desviarse de tal percepción.

En una ocasión, salí con ella en lo que se dirigía a una de sus reuniones en el centro de mando de la nave. La idea era que la esperara durante algunos minutos fueran del centro de mando del navío, para luego ir a pasar un rato en el parque emplazado en uno de los extremos del mismo.

En el camino, ella se encontró con un general de edad avanzada, que la saludó amistosamente, para luego preguntarse si estaría en la reunión de aquella noche. Akim lo miró a los ojos, y puso sutilmente su dedo índice sobre sus labios, para luego negar estar al tanto de lo que sea que ese hombre estaba refiriendo.

Un par de días después, mientras estábamos todos sentados para la cena, la periodista en el televisor a un extremo de la sala comenzó a hablar sobre los últimos y lujosos viajes del emperador.

-Definitivamente ese hombre se sacó la lotería con su linaje. – dijo Loristol.

-Sí, pero nosotros no con su régimen. – intervino Akim, con una mirada que reflejaba su cansancio ante los numerosos fallos de la gestión monárquica.

Los días pasaron, y comencé a atar los cabos sueltos en mi cerebro. Durante mis lecciones de historia,       Akim me hablaba con admiración sobre los regímenes políticos de otros tiempos. En particular, hizo referencia al gobierno militar de un antiguo Estado de ideología socialista, que había sido capaz de hacer pasar a su pueblo del arado a las primeras naves espaciales.

-Hubo que hacer muchos sacrificios para obtener esos resultados. Mucha gente falleció en conflictos internos y purgas, pero eventualmente el sistema demostró su valía… al menos durante unas décadas.

-¿Y no crees que tanta muerte y destrucción fue un costo excesivo para un régimen que no tardó en derrumbarse?

-Puede que sí. Pero a veces, vale la pena jugársela.

Este aspecto de la mentalidad de Akim me inquietaba. Yo había estudiado, años atrás, la historia de los varios intentos por parte de miembros del ejército por derrocar a las autoridades imperiales, y cómo tales esfuerzos, además de ser infructuosos, habían terminado en grandes masacres.

Comencé a sospechar que algo se tramaba mi querida general Hedeon. Para ser sincera, en un principio intenté dejar a un lado mis temores, y continuar apaciblemente con mi nueva vida. Pero mi conciencia me lo recriminaba.

¿Acaso no sería prudente, si ella intentaba hacer algo que pondría en peligro a tantas personas, el intentar disuadirla? Pero, por otro lado, tampoco tenía pruebas de nada, sino tan sólo conjeturas que, aunque podían parecer fundadas, no pasaban de ser eso.

Tenía que saber más. Así que el día en que la general se dirigió a otra de sus reuniones privadas, decidí hacerle una pequeña jugarreta.

Apenas se hubo ido, fui discretamente tras ella, buscando la manera de que no se percatara de mi presencia. Hedeon caminó por un pasillo cercano, hasta llegar a una de las bodegas de la nave, donde pude reconocer a varios generales reunidos, discutiendo entre sí en voz baja.

-Los planes están avanzando. Ya he ganado la lealtad de un cuarto de los dirigentes militares de la Armada y el ejército. – dijo uno de ellos.

-No creo que eso sea suficiente. – replicó otro – El emperador cuenta con el 70% de las Fuerzas Armadas para combatirnos, y ahora también tiene la lealtad de los piratas recién incorporados. Además, la mayoría de la población siente devoción hacia él.

-No tenemos por qué eliminarlo. Basta con imponerle ciertas restricciones.  – habló un tercero.

-No. – intervino, finalmente, Akim – Ese viejo decadente es demasiado estúpido para darse cuenta de lo que le conviene.

-¿Y cuál es su plan? Un gobierno enemistado con la mayor parte de la población no puede prosperar.

-De hecho, puede, e históricamente hay numerosos ejemplos. En política, todo es posible. Sólo se necesita no prestar atención a las consecuencias.

-¿Qué está insinuando, general?

-Que, si tenemos que disparar contra un montón de campesinos analfabetas con el cerebro lavado, pues habrá que hacerlo.

Yo, escondida tras la pared de uno de los giros del pasillo, no podía creer lo que estaba oyendo. No simplemente porque me asombrara el grado de crueldad de un plan semejante, sino, sobre todo, por ser su artífice una mujer a la que, hasta hacía apenas segundos, había visto como mi modelo a seguir.

-Puede que tenga razón, señora Hedeon. – dijo el militar – Pero es importante advertir que el número de fallecimientos podría ser mayor de lo que cualquiera de nosotros sea capaz de calcular.

-Tal vez. Pero tenemos que superar este desastre en algún momento. – insistió Akim.

Impactada y temiendo que la general notara mi presencia, di media vuelta y me dirigí de regreso a nuestro camarote, preguntándome para mis adentros cuáles deberían ser los pasos a continuación.

Loristol y Kael estaban durmiendo cuando regresé a mi habitación y, en un intento por disimular, me acosté en la cama, mientras reflexionaba acerca de qué era lo que debía hacer.

A decir verdad, me encontraba ante un dilema que no esperaba ni deseaba enfrentar. Las palabras difícilmente disuadirían a alguien con el carácter y los antecedentes de Akim de continuar con sus operaciones, y si descubría que yo estaba al tanto de sus planes, podría verme como una amenaza digna de eliminarse. Ella me amaba, sí, pero yo estaba más que consciente de que su sentido del deber parecía trascender por mucho sus aspiraciones personales, y prefería asegurar mi propia supervivencia, y la de mi amiga.

Así que estaba entre la espada y la pared. Podía callar, y permitir lo que seguramente sería una masacre a gran escala que ni siquiera tenía la victoria asegurada. Pero, si elegía hablar, las consecuencias para Akim seguramente consistirían en torturas y una dolorosa ejecución.

Sí, una decisión difícil. Una que en realidad no quería tomar, pero que debería enfrentar más tarde o más temprano.

Me acosté y cerré los ojos, fingiendo dormir, cuando Hedeon abrió la puerta del camarote. Sin que ella lo notara, la contemplé quitarse los zapatos, y disponerse a descansar el resto de la noche.

“Oh, hermana”, pensaba para mis adentros. Le había ganado mucho afecto, y no sabía aún que hacer. Pero algo tenía claro. No deseaba que la sangre de mil mundos cayera sobre mis manos.

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