VIII.
Danza de traidores
Sí, definitivamente
el orgullo es mal consejero. Y ahora, mientras veo ante mis ojos el terrible
destino que el Imperio reserva a los traidores, me doy cuenta de la magnitud del
error de creerse más listo de lo que uno es, o de, por el contrario, subestimar
a los propios rivales.
Mi nombre
es Krynn Valder, y fui una vez el pirata más temido en todo el territorio del Imperio
de la Humanidad. Tras tomar por asalto mi querida nave, el Sepulcro de
Hierro, y eliminar a los bastardos que atormentaban a mi tripulación, me dediqué
durante décadas al pillaje y saqueo de las rutas comerciales imperiales,
esclavizando a los niños ricos que las atravesaban, y traficando con la
tecnología que lograba encontrar.
Hice una gran
fortuna en el proceso, más grande de lo que podrías imaginar, misma que oculté en
un planeta perdido de la mano de Dios, al que creo que difícilmente alguien
llegue pronto.
La mentalidad
de un pirata es curiosa. Tenemos una serie de códigos que un filósofo del siglo
XIX referiría, acertadamente, como “conciencia de clase”. Cuando un pirata
ataca una nave, lo primero que hace es eliminar o someter a todo tripulante que
esté allí por propia voluntad, ya sea por amor al dinero o por esa devoción al
poder que tienen algunos hombres, que se gozan con la idea de poder atormentar
a unos pobres diablos de clase inferior, reclutados a la fuerza para un trabajo
que nadie debería tener que hacer.
De entre
las hijas de la familia de un mercader que había tenido la imprudencia de
traerlas consigo, me hice con dos esclavas personales. De una he olvidado su
nombre, pero la otra permanecerá en mi memoria mientras tenga vida, por la
franca admiración que llegué a desarrollar por ella con el paso de los años.
Su nombre
era Akim, y era la mayor de la prole de los Hedeon. Joven hermosa y de gran
inteligencia, cuidaba de su hermana menor con la diligencia con que una madre
lo haría. Así que cuando ella enfermó durante un viaje particularmente largo
por el espacio, en que no teníamos acceso a medicamentos que pudiesen tratarla,
fui testigo de sus lágrimas de desesperación e impotencia.
No voy a
intentar preservar mi imagen: el dolor de la chica, lejos de enternecerme, nutría
un deleite derivado no sé si del sadismo o del rencor hacia los que, como su
padre, veían a los hombres caídos en desgracia, el tipo de hombre que era, como
mera mano de obra barata.
Sea como
sea, lo cierto es que, cuando ella finalmente se las ingenió para robar una cápsula
y escapar de mi nave, mi reacción fue una risa incrédula. Definitivamente era
lista, pero no sospechaba aún hasta qué punto.
Años más
tarde, llegaron a mis oídos las noticias sobre una joven promesa de la Armada
imperial, que habiendo escapado de un navío pirata siendo adolescente, se las
había ingeniado para ascender en las jerarquías militares del Imperio.
Mi
incredulidad mutó en la admiración que ya referí al ver una imagen suya, y
constatar que se trataba de aquella chiquilla a la que, años atrás, había
ofrecido la opción de transformarse en mi amante, a cambio de ciertos
beneficios entre mi tripulación.
Confieso
que, durante algún tiempo, temí las represalias que ella, aprovechando su nueva
jerarquía, podría tomar contra los de mi tipo. Para mi suerte, mis temores
nunca se materializaron, ya que jamás tuvo el Imperio la sensatez de cazar como
ratas a los que nos dedicábamos a la piratería.
Muy por el
contrario, cuando las hordas extranjeras presionaron sus fronteras, el
emperador no tardó en buscar desesperado nuestra ayuda, a fin de preservar su
trono.
Amaría poder
decir que accedí por mi fervor patriótico, pero la verdad es que lo que me
movió fue la lección que la vida me había enseñado en esos tiempos: que la
guerra es un negocio, y uno de los más lucrativos. Especialmente cuando uno tiene
la oportunidad de transformarse en señor de un mundo entero como pago por sus
servicios.
Encantado,
no me hice rogar, y pronto mi tripulación estaba al servicio de la Corona. Pero,
como en toda gran historia, surgió un obstáculo.
El día en
que el emperador me concedió aquellos honores militares que mi astucia me había
ganado, finalmente tuve la oportunidad de reencontrarme con esa niña, ahora una
mujer, que ciertamente no olvidaría la vez en que destruí su vida.
Las cosas
fueron incluso más incómodas de lo que esperaba. La mujer evidentemente se
acordaba de mí tanto como yo de ella, y nuestra interacción estuvo marcada por
lo que seguramente fue una gran afrenta a su dignidad: la de un monarca del
todo incompetente que la forzó a rendirme pleitesía.
No tardé en
darme cuenta de que esta joven sería un problema para mis planes a largo plazo.
La tenía por enemiga a ella, a una de las militares más destacadas de toda la
historia humana, que seguramente no perdería la oportunidad de hacerme pagar por
todos mis crímenes.
Vaya precaria
situación, debo confesar. Si me permitía bajar la guardia, aunque fuese
brevemente, tendría graves problemas.
No tardé en
darme cuenta de que la suerte no me sonreiría para siempre. La élite militar
del Imperio miraba a los de mi tipo con recelo, e incluso en el seno de la
familia imperial surgían voces que recriminaban al gran patriarca su proceder.
Y, viendo que mis cartas no eran las mejores, empecé a buscar una manera de
salir del juego airoso, y llevándome todas las riquezas posibles.
Comencé a servirme
de mi nueva jerarquía para mis negocios. Aprovechando el caos de la guerra, me
las ingenié para que uno de mis subordinados más cercanos nos obtuviera nuevas
ganancias.
En las
zonas en que el recuerdo del combate aún estaba tibio, el Imperio había impuesto
un ineficiente sistema de racionamiento, destinado a mantener con vida a la
población civil.
En una
situación tan apocalíptica como en la que se encontraba esa pobre gente, el
valor del dinero se relativiza, siendo que, en primer lugar, hay muy pocas personas
en posición de vender algo en absoluto.
Así que las
que alguna vez habían sido las familias ricas de aquellos mundos no tenían el menor
problema a la hora de invertir sus ahorros en la compra de víveres a un alto
precio, cortesía de mi tripulación y los corruptos oficiales del Imperio, a los
que no había sido difícil sobornar.
Mi plan era
acumular la máxima cantidad de oro que me fuese posible, y cuando la guerra
acabara, huir con el tesoro. Pero, como podrá imaginar el lector, las cosas
nunca son tan sencillas.
La general
Akim Hedeon, curiosamente, hacía lo posible para mantenerme cerca en nuestras
reuniones, y a menudo se encargaba personalmente de mantenerme bajo vigilancia,
a fin de obstaculizar mis planes.
Era
evidente que ella, que de tonta no tenía una célula, estaba al tanto de mi
carácter, y de lo que sería capaz de hacer si se me daba la oportunidad. Así
que debí invertir nuestros horarios de sueño, con todo el costo que eso tendría
en términos de cansancio y salud mental, para dedicarme a tales labores.
Comencé a
devolverle el favor. Hedeon era admirada, pero también muy odiada y despreciada
por sus colegas. Ella, después de todo, no era una princesa o la hija de un
gobernador, sino la plebeya hija de un mercader de segundo orden que, sólo a
base de humillar con su talento a sus rivales, se las había ingeniado para
llegar a lo más alto.
Aproveché
eso para acercarme a tales rivales, que para este punto estaban más que
conscientes de mi pasado con la joven. A algunos me costó persuadirlos, pero
finalmente accedieron a trabajar para su caída. Otros, fueron más fáciles de
convencer que un perro al que se le ofrece pan.
El plan era
simple: sabotear las acciones militares comandadas por Hedeon, y luego
recriminarle su presunta incompetencia con el emperador. Era ingenioso, sin duda,
pero el juego, como todos, tenía sus reglas.
En una
ocasión, durante una cena en uno de los palacios del emperador, ella finalmente
se acercó a mí para confrontarme.
-No creas que no he notado tus tonterías. – me dijo
– Y no creas que te lo dejaré pasar. Juega con cuidado. Porque cuando esta
guerra acabe y el monarca muera, no habrá la menor excusa para que sigas con
vida.
-Con algo de suerte, tampoco será tu caso. – fue mi
réplica, ante la que ella ni siquiera reaccionó.
Para este
punto, estábamos jugando una letal partida de ajedrez, en que el premio mayor
era la cabeza del otro. Mis planes no tardaron en comenzar a rendir frutos.
Una semana
después de nuestro encontronazo, la flota imperial fracasó en su intento de
tomar Vhalkanis, uno de los centros industriales del Imperio, de sus enemigos. Esto,
evidentemente, tuvo su costo para la responsable de organizar las operaciones. Fui
testigo, en nuestro cuartel general, de las amenazantes reprimendas que el
emperador en persona le dio, a través de un comunicador holográfico.
-Espero que este desastre no se repita, Hedeon.
Caso contrario, vas a ser castigada como corresponde a una incompetente de tu
tipo. – dijo el viejo, mientras la mujer evidenciaba en su mirada el estar luchando
por no contraatacar.
-Así será, Su Majestad. Que Asherah bendiga su
reinado. – le contestó, como era debido de acuerdo al protocolo.
Las cosas
no podían ser mejores para mí. Un fracaso más por parte de mi adversaria, y tal
vez recibiría literalmente su cabeza en bandeja de plata.
Esa misma
noche, me reuní una vez más con mis colaboradores en esta operación. Aparte de
algunos miembros clave de mi tripulación, había, según señalé, varios oficiales
imperiales, dispuestos a ver la caída de la temida militar.
De entre
ellos, destacaba nada menos que el segundo al mando del emperador, de nombre Helz
Zhalem, quien había accedido a mi oferta tan pronto como se la presenté.
El hombre
me vio llegar, y me saludó calurosamente, antes de proceder a informarme de cuáles
serían nuestros movimientos en la siguiente batalla.
-He hablado ya con los responsables de los cazas
que debían ayudar a romper las líneas del enemigo. Han acordado conmigo un
retraso de quince minutos en su despegue, que será suficiente para que las
fuerzas imperiales se vean sobrepasadas.
Me relamí
los labios, ya saboreando mi victoria. Los peones de mi adversaria se habían
acabado, y mi reina estaba a punto de concretar el jaque mate.
“Una
lástima”, pensé para mis adentros. “Pudimos llevarnos bien, Akim”, dije en mi
corazón, en lo que una sonrisa malévola se dibujaba en mi rostro.
-Entonces, general Valder, ¿qué planes tiene para
después de la guerra? – me interrogó el hombre.
-Aún no lo he pensado. Posiblemente me retire con
lo que hemos ganado, o me haga de un feudo en alguno de los mundos bajo control
imperial.
-¿“Hemos ganado”, general?
-Soy un pirata, amigo. Lo mío es el sacar ventaja
de la incompetencia de las autoridades.
-Qué arrogancia, Valder. A veces, conviene ser más
humilde. – respondió él.
Y con esas
palabras, las compuertas traseras de la habitación se abrieron de par en par,
revelando la presencia de alrededor de una veintena de soldados armados, que
inmediatamente se lanzaron sobre nosotros.
Intenté
escapar, pero por muy pirata que fuera, el entrenamiento de cualquiera de esos
hombres era difícil de igualar. Y así, acabé siendo reducido y con mi cara
golpeando bruscamente el suelo, en lo que uno de ellos me esposaba.
Y entonces,
al levantar la mirada… jaque mate. Allí, de pie y sonriendo maléficamente, Akim
Hedeon se acercaba lentamente en mi dirección. Ese desgraciado se las había
ingeniado para humillar mi astucia. Definitivamente debería haber desconfiado
más de mi propia habilidad para leer a las personas.
Hedeon me
visitó en mi celda. Y como podrá imaginar el lector, su intención no era otra que
la de burlarse de mí, mientras yo la miraba con sonrisa amarga.
-Eres más lista de lo que pensé. – le dije.
-No. Sólo eres demasiado estúpido. –
contestó ella.
-¿Cuánto tardaste en averiguar lo que
estaba haciendo? – le pregunté.
-Menos de una semana. – fue su
respuesta.
-¿Y por qué tardaste tanto?
Ella volvió
a sonreír, antes de contestar:
-Porque caso contrario no habría podido disfrutar
tu monumental cara de vaca boba cuando te atrapé. – me dijo, antes de retirarse
de vuelta a sus aposentos.
Escribo
esta última entrada de mi diario personal, esencialmente, porque soy un buen perdedor,
y la señorita merece su reconocimiento.
Me
encuentro en el corredor de la muerte, a punto de ser hervido en aceite como
pena por mis crímenes. Destino horrible como pocos, sí, pero no puedo decir que
no me lo busqué.
En fin. Este
tipo de juegos es como el baile: una serie de pasos predefinidos en que, sin
embargo, tu tacón siempre puede hacerte caer. Con la diferencia de que, en esta
danza de traición y rencores, tu compañero siempre está buscando la manera de
que sea tu cabeza, y no la suya, la que acabe por rodar.
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