martes, 25 de febrero de 2025

Estrellas en ruinas, cuento n° 8: Danza de traidores

VIII. Danza de traidores

Sí, definitivamente el orgullo es mal consejero. Y ahora, mientras veo ante mis ojos el terrible destino que el Imperio reserva a los traidores, me doy cuenta de la magnitud del error de creerse más listo de lo que uno es, o de, por el contrario, subestimar a los propios rivales.

Mi nombre es Krynn Valder, y fui una vez el pirata más temido en todo el territorio del Imperio de la Humanidad. Tras tomar por asalto mi querida nave, el Sepulcro de Hierro, y eliminar a los bastardos que atormentaban a mi tripulación, me dediqué durante décadas al pillaje y saqueo de las rutas comerciales imperiales, esclavizando a los niños ricos que las atravesaban, y traficando con la tecnología que lograba encontrar.

Hice una gran fortuna en el proceso, más grande de lo que podrías imaginar, misma que oculté en un planeta perdido de la mano de Dios, al que creo que difícilmente alguien llegue pronto.

La mentalidad de un pirata es curiosa. Tenemos una serie de códigos que un filósofo del siglo XIX referiría, acertadamente, como “conciencia de clase”. Cuando un pirata ataca una nave, lo primero que hace es eliminar o someter a todo tripulante que esté allí por propia voluntad, ya sea por amor al dinero o por esa devoción al poder que tienen algunos hombres, que se gozan con la idea de poder atormentar a unos pobres diablos de clase inferior, reclutados a la fuerza para un trabajo que nadie debería tener que hacer.

De entre las hijas de la familia de un mercader que había tenido la imprudencia de traerlas consigo, me hice con dos esclavas personales. De una he olvidado su nombre, pero la otra permanecerá en mi memoria mientras tenga vida, por la franca admiración que llegué a desarrollar por ella con el paso de los años.

Su nombre era Akim, y era la mayor de la prole de los Hedeon. Joven hermosa y de gran inteligencia, cuidaba de su hermana menor con la diligencia con que una madre lo haría. Así que cuando ella enfermó durante un viaje particularmente largo por el espacio, en que no teníamos acceso a medicamentos que pudiesen tratarla, fui testigo de sus lágrimas de desesperación e impotencia.

No voy a intentar preservar mi imagen: el dolor de la chica, lejos de enternecerme, nutría un deleite derivado no sé si del sadismo o del rencor hacia los que, como su padre, veían a los hombres caídos en desgracia, el tipo de hombre que era, como mera mano de obra barata.

Sea como sea, lo cierto es que, cuando ella finalmente se las ingenió para robar una cápsula y escapar de mi nave, mi reacción fue una risa incrédula. Definitivamente era lista, pero no sospechaba aún hasta qué punto.

Años más tarde, llegaron a mis oídos las noticias sobre una joven promesa de la Armada imperial, que habiendo escapado de un navío pirata siendo adolescente, se las había ingeniado para ascender en las jerarquías militares del Imperio.

Mi incredulidad mutó en la admiración que ya referí al ver una imagen suya, y constatar que se trataba de aquella chiquilla a la que, años atrás, había ofrecido la opción de transformarse en mi amante, a cambio de ciertos beneficios entre mi tripulación.

Confieso que, durante algún tiempo, temí las represalias que ella, aprovechando su nueva jerarquía, podría tomar contra los de mi tipo. Para mi suerte, mis temores nunca se materializaron, ya que jamás tuvo el Imperio la sensatez de cazar como ratas a los que nos dedicábamos a la piratería.

Muy por el contrario, cuando las hordas extranjeras presionaron sus fronteras, el emperador no tardó en buscar desesperado nuestra ayuda, a fin de preservar su trono.

Amaría poder decir que accedí por mi fervor patriótico, pero la verdad es que lo que me movió fue la lección que la vida me había enseñado en esos tiempos: que la guerra es un negocio, y uno de los más lucrativos. Especialmente cuando uno tiene la oportunidad de transformarse en señor de un mundo entero como pago por sus servicios.

Encantado, no me hice rogar, y pronto mi tripulación estaba al servicio de la Corona. Pero, como en toda gran historia, surgió un obstáculo.

El día en que el emperador me concedió aquellos honores militares que mi astucia me había ganado, finalmente tuve la oportunidad de reencontrarme con esa niña, ahora una mujer, que ciertamente no olvidaría la vez en que destruí su vida.

Las cosas fueron incluso más incómodas de lo que esperaba. La mujer evidentemente se acordaba de mí tanto como yo de ella, y nuestra interacción estuvo marcada por lo que seguramente fue una gran afrenta a su dignidad: la de un monarca del todo incompetente que la forzó a rendirme pleitesía.

No tardé en darme cuenta de que esta joven sería un problema para mis planes a largo plazo. La tenía por enemiga a ella, a una de las militares más destacadas de toda la historia humana, que seguramente no perdería la oportunidad de hacerme pagar por todos mis crímenes.

Vaya precaria situación, debo confesar. Si me permitía bajar la guardia, aunque fuese brevemente, tendría graves problemas.

No tardé en darme cuenta de que la suerte no me sonreiría para siempre. La élite militar del Imperio miraba a los de mi tipo con recelo, e incluso en el seno de la familia imperial surgían voces que recriminaban al gran patriarca su proceder. Y, viendo que mis cartas no eran las mejores, empecé a buscar una manera de salir del juego airoso, y llevándome todas las riquezas posibles.

Comencé a servirme de mi nueva jerarquía para mis negocios. Aprovechando el caos de la guerra, me las ingenié para que uno de mis subordinados más cercanos nos obtuviera nuevas ganancias.

En las zonas en que el recuerdo del combate aún estaba tibio, el Imperio había impuesto un ineficiente sistema de racionamiento, destinado a mantener con vida a la población civil.

En una situación tan apocalíptica como en la que se encontraba esa pobre gente, el valor del dinero se relativiza, siendo que, en primer lugar, hay muy pocas personas en posición de vender algo en absoluto.

Así que las que alguna vez habían sido las familias ricas de aquellos mundos no tenían el menor problema a la hora de invertir sus ahorros en la compra de víveres a un alto precio, cortesía de mi tripulación y los corruptos oficiales del Imperio, a los que no había sido difícil sobornar.

Mi plan era acumular la máxima cantidad de oro que me fuese posible, y cuando la guerra acabara, huir con el tesoro. Pero, como podrá imaginar el lector, las cosas nunca son tan sencillas.

La general Akim Hedeon, curiosamente, hacía lo posible para mantenerme cerca en nuestras reuniones, y a menudo se encargaba personalmente de mantenerme bajo vigilancia, a fin de obstaculizar mis planes.

Era evidente que ella, que de tonta no tenía una célula, estaba al tanto de mi carácter, y de lo que sería capaz de hacer si se me daba la oportunidad. Así que debí invertir nuestros horarios de sueño, con todo el costo que eso tendría en términos de cansancio y salud mental, para dedicarme a tales labores.

Comencé a devolverle el favor. Hedeon era admirada, pero también muy odiada y despreciada por sus colegas. Ella, después de todo, no era una princesa o la hija de un gobernador, sino la plebeya hija de un mercader de segundo orden que, sólo a base de humillar con su talento a sus rivales, se las había ingeniado para llegar a lo más alto.

Aproveché eso para acercarme a tales rivales, que para este punto estaban más que conscientes de mi pasado con la joven. A algunos me costó persuadirlos, pero finalmente accedieron a trabajar para su caída. Otros, fueron más fáciles de convencer que un perro al que se le ofrece pan.

El plan era simple: sabotear las acciones militares comandadas por Hedeon, y luego recriminarle su presunta incompetencia con el emperador. Era ingenioso, sin duda, pero el juego, como todos, tenía sus reglas.

En una ocasión, durante una cena en uno de los palacios del emperador, ella finalmente se acercó a mí para confrontarme.

-No creas que no he notado tus tonterías. – me dijo – Y no creas que te lo dejaré pasar. Juega con cuidado. Porque cuando esta guerra acabe y el monarca muera, no habrá la menor excusa para que sigas con vida.

-Con algo de suerte, tampoco será tu caso. – fue mi réplica, ante la que ella ni siquiera reaccionó.

Para este punto, estábamos jugando una letal partida de ajedrez, en que el premio mayor era la cabeza del otro. Mis planes no tardaron en comenzar a rendir frutos.

Una semana después de nuestro encontronazo, la flota imperial fracasó en su intento de tomar Vhalkanis, uno de los centros industriales del Imperio, de sus enemigos. Esto, evidentemente, tuvo su costo para la responsable de organizar las operaciones. Fui testigo, en nuestro cuartel general, de las amenazantes reprimendas que el emperador en persona le dio, a través de un comunicador holográfico.

-Espero que este desastre no se repita, Hedeon. Caso contrario, vas a ser castigada como corresponde a una incompetente de tu tipo. – dijo el viejo, mientras la mujer evidenciaba en su mirada el estar luchando por no contraatacar.

-Así será, Su Majestad. Que Asherah bendiga su reinado. – le contestó, como era debido de acuerdo al protocolo.

Las cosas no podían ser mejores para mí. Un fracaso más por parte de mi adversaria, y tal vez recibiría literalmente su cabeza en bandeja de plata.

Esa misma noche, me reuní una vez más con mis colaboradores en esta operación. Aparte de algunos miembros clave de mi tripulación, había, según señalé, varios oficiales imperiales, dispuestos a ver la caída de la temida militar.

De entre ellos, destacaba nada menos que el segundo al mando del emperador, de nombre Helz Zhalem, quien había accedido a mi oferta tan pronto como se la presenté.

El hombre me vio llegar, y me saludó calurosamente, antes de proceder a informarme de cuáles serían nuestros movimientos en la siguiente batalla.

-He hablado ya con los responsables de los cazas que debían ayudar a romper las líneas del enemigo. Han acordado conmigo un retraso de quince minutos en su despegue, que será suficiente para que las fuerzas imperiales se vean sobrepasadas.

Me relamí los labios, ya saboreando mi victoria. Los peones de mi adversaria se habían acabado, y mi reina estaba a punto de concretar el jaque mate.

“Una lástima”, pensé para mis adentros. “Pudimos llevarnos bien, Akim”, dije en mi corazón, en lo que una sonrisa malévola se dibujaba en mi rostro.

-Entonces, general Valder, ¿qué planes tiene para después de la guerra? – me interrogó el hombre.

-Aún no lo he pensado. Posiblemente me retire con lo que hemos ganado, o me haga de un feudo en alguno de los mundos bajo control imperial.

-¿“Hemos ganado”, general?

-Soy un pirata, amigo. Lo mío es el sacar ventaja de la incompetencia de las autoridades.

-Qué arrogancia, Valder. A veces, conviene ser más humilde. – respondió él.

Y con esas palabras, las compuertas traseras de la habitación se abrieron de par en par, revelando la presencia de alrededor de una veintena de soldados armados, que inmediatamente se lanzaron sobre nosotros.

Intenté escapar, pero por muy pirata que fuera, el entrenamiento de cualquiera de esos hombres era difícil de igualar. Y así, acabé siendo reducido y con mi cara golpeando bruscamente el suelo, en lo que uno de ellos me esposaba.

Y entonces, al levantar la mirada… jaque mate. Allí, de pie y sonriendo maléficamente, Akim Hedeon se acercaba lentamente en mi dirección. Ese desgraciado se las había ingeniado para humillar mi astucia. Definitivamente debería haber desconfiado más de mi propia habilidad para leer a las personas.

Hedeon me visitó en mi celda. Y como podrá imaginar el lector, su intención no era otra que la de burlarse de mí, mientras yo la miraba con sonrisa amarga.

         -Eres más lista de lo que pensé. – le dije.

         -No. Sólo eres demasiado estúpido. – contestó ella.

         -¿Cuánto tardaste en averiguar lo que estaba haciendo? – le pregunté.

         -Menos de una semana. – fue su respuesta.

         -¿Y por qué tardaste tanto?

Ella volvió a sonreír, antes de contestar:

-Porque caso contrario no habría podido disfrutar tu monumental cara de vaca boba cuando te atrapé. – me dijo, antes de retirarse de vuelta a sus aposentos.

Escribo esta última entrada de mi diario personal, esencialmente, porque soy un buen perdedor, y la señorita merece su reconocimiento.

Me encuentro en el corredor de la muerte, a punto de ser hervido en aceite como pena por mis crímenes. Destino horrible como pocos, sí, pero no puedo decir que no me lo busqué.

En fin. Este tipo de juegos es como el baile: una serie de pasos predefinidos en que, sin embargo, tu tacón siempre puede hacerte caer. Con la diferencia de que, en esta danza de traición y rencores, tu compañero siempre está buscando la manera de que sea tu cabeza, y no la suya, la que acabe por rodar. 

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