martes, 25 de febrero de 2025

Estrellas en ruinas, cuento n° 9: El juicio de las estrellas

IX. El juicio de las estrellas

-Es una orden, señor Zarthul. – se oyó decir, a través del comunicador, a la general Akim Hedeon, poniéndome, más que nunca antes en mi vida, entre la espada y la pared.

-Pero, señora… - intenté replicar.

-Guarde silencio, y haga lo que se le dice. A menos que no aspire a llegar a viejo…

Sí, ciertamente una decisión difícil. Una que creo que nadie debería tener que tomar.

Yo era el oficial al mando del HMS Rayo de Zeus, tal vez la nave más avanzada de la flota imperial, así como la más letal. No era un navío común: se trataba de un buque nuclear, dotado con decenas de misiles atómicos capaces de borrar una ciudad de la faz de la Tierra. Y era yo quien tenía que apretar el botón que los dispondría a ello.

La guerra estaba a punto de terminar. Los últimos meses, en que el Imperio había movido todos sus recursos para enfrentar a los invasores alienígenas, habían sido realmente malos para el enemigo.

El genio militar de la general Hedeon había brillado como nunca antes, transformándola, de cara a los pueblos de todos los mundos controlados por la monarquía terrestre, en una heroína sin igual, digna de todo honor. Estaba, definitivamente, en el mejor momento de su carrera.

Yo mismo la admiraba profundamente, y me sentía honrado de poder servir bajo su mundo. O al menos, así había sido hasta que su lado más oscuro, ese que no se publicitaba tanto, comenzó a manifestarse.

Con la caída y ejecución del general Valder, el emperador había adquirido un profundo respeto por Hedeon, a quien había integrado a su mismo círculo de consejeros, otorgándole además una autonomía de la que nadie dentro del ejército, incluida ella misma, había gozado antes.

No era para menos. Después de todo, su astucia había salvado a la monarquía de un masivo bochorno cuando los planes del viejo pirata se llevaran a la práctica, y todos vieran la incompetencia del patriarca de los Abraxas a la hora de escoger a sus favoritos.

El problema comenzó cuando Hedeon empezó a dar uso a esta autonomía, en un contexto bélico en que las decisiones difíciles eran cosa cotidiana.

A medida que el Imperio iba recuperando zonas del espacio, fue haciéndose evidente un hecho incómodo, que las autoridades hicieron lo posible por ocultar: nada más y nada menos, que el que los invasores, lejos de alimentarse de la carne de nuestros semejantes, parecían haber cuidado de ellos de un modo mucho más humano de lo que su extraña apariencia sugería, o incluso de lo que los propios hijos de Adán lo habrían hecho.

Las criaturas, en general, se encerraban en sus palacios de cera, mientras dejaban a la población nativa obrar conforme a sus costumbres, intentando alterar lo menos posible la vida de sus colonizados.

Algunos hombres y mujeres, incluso, veían a sus ocupantes casi como libertadores, responsables de un orden social más tranquilo y estable.

Todo nos estalló en la cara cuando, con una virulencia que no habríamos podido predecir, en los mundos que “liberamos” empezaron a emerger numerosos grupos guerrilleros, destinados a apoyar a los invasores. Y con la rebelión, vino la represión.

En dos meses, la general Hedeon había sido responsable de seis bombardeos atómicos sobre mundos enteros, destinados no tanto a aniquilar a los insurgentes como a arrancar de raíz la rebelión.

Esto ciertamente me impactó, pero no era algo que el ejército imperial no acostumbrara a hacer. Contrario a bajar a tierra, y cazar como cucarachas a los supervivientes del ataque.

Los rumores que circulaban eran terribles. Ni más, ni menos. Niños siendo quemados con armas químicas, y mujeres embarazadas cuyos vientres eran abiertos a punta de espada, eran sólo algunas de las atrocidades que se relataban.

Yo, por fortuna, había tenido la suerte de no tener que participar directamente en ninguno de estos crímenes, cosa que agradecía a AlAlion cada día. Hasta que, finalmente, mi suerte se acabó.

-Señor Zarhtul, esta es su última oportunidad: presione ese botón, o su familia deberá lamentar la prisión además de un difunto. – insistió la mujer a través del comunicador.

Sí, la fortuna me había abandonado, y era momento de tomar una decisión. Podía ser causa de decenas de millones de muertes, o morir sabiendo que mi familia debería sufrir las consecuencias de lo contrario.

Volteé mi mirada hacia la fotografía enmarcada a un lado de mi escritorio. Allí, veía las sonrisas de mi esposa e hijas, mismas que ahora, con bastante seguridad, no tendría oportunidad de apreciar de nuevo.

Recordé mi última conversación con mi esposa meses atrás.

-Estoy muy orgullosa de ti. – me decía – Por el hombre en que te has convertido. Eres amable, paciente, honesto y amoroso. Lo mejor que ha ocurrido en mi vida.

A ella la había conocido en un culto alionista, fe en peligro de extinción pero que, pese a todo, seguía siendo para mí fuente de mis principios e identidad.

“No olviden nunca el ejemplo del Ungido del Señor: nunca hizo él más que cuando estaba en la cruz”, decía uno de los que, tras su muerte, continuarían su legado. “Por eso el Altísimo le dio el honor de secundar al Nombre por encima de todos los nombres, ante el cual se doblará toda rodilla, y del que toda lengua confesará Su Señorío”.

“Por tanto, amados míos, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, pues es AlAlion quien produce en vosotros así el querer, como el hacer. No es engañéis, de Él nadie se burla: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará”.

Las palabras del Apóstol impactaron en lo profundo de mi corazón, con toda la potencia de una explosión nuclear. Sí, cierto era: todo lo que el hombre sembrare, eso también segará, así en el Cielo como en el Pléroma, en el Infierno como en las Tinieblas Exteriores.

Si yo elegía mi bien por sobre la justicia, la historia y la eternidad me lo cobrarían. Y sobre todo, sería por siempre incapaz de sentirme merecedor de los halagos de mi amada, que ahora no podría sino avergonzarse de seguir con vida.

Sin perder ni un minuto, activé el control manual de la nave, y la dirigí hacia el norte. Directo a la nave desde la que Hedeon planeaba su horrible genocidio.

Y así, entregué mi vida por lo que mi Dios veía como justo. Antes del impacto final, miré al espacio a través de la ventanilla de la nave. Era hermoso, más de lo que recordaba.

A lo lejos, las enormes estrellas del Creador fueron testigos de mi hazaña. Su juicio era suficiente recompensa para mí. Pronto las vería desde fuera del tiempo, desde donde ayudaría a mi esposa e hijas a vencer al mal, tal y como yo lo había hecho: siendo el motor del orgullo de los que las acompañaran en este valle de lágrimas, a fin de que el tribunal sempiterno que AlAlion inspiró a Asherah pudiese declarar su inocencia.

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