IX.
El juicio de las estrellas
-Es una orden, señor Zarthul. – se oyó decir, a
través del comunicador, a la general Akim Hedeon, poniéndome, más que nunca
antes en mi vida, entre la espada y la pared.
-Pero, señora… - intenté replicar.
-Guarde silencio, y haga lo que se le dice. A menos
que no aspire a llegar a viejo…
Sí,
ciertamente una decisión difícil. Una que creo que nadie debería tener que
tomar.
Yo
era el oficial al mando del HMS Rayo de Zeus, tal vez la nave más avanzada
de la flota imperial, así como la más letal. No era un navío común: se trataba de
un buque nuclear, dotado con decenas de misiles atómicos capaces de borrar una
ciudad de la faz de la Tierra. Y era yo quien tenía que apretar el botón que los
dispondría a ello.
La
guerra estaba a punto de terminar. Los últimos meses, en que el Imperio había
movido todos sus recursos para enfrentar a los invasores alienígenas, habían
sido realmente malos para el enemigo.
El
genio militar de la general Hedeon había brillado como nunca antes, transformándola,
de cara a los pueblos de todos los mundos controlados por la monarquía
terrestre, en una heroína sin igual, digna de todo honor. Estaba, definitivamente,
en el mejor momento de su carrera.
Yo
mismo la admiraba profundamente, y me sentía honrado de poder servir bajo su
mundo. O al menos, así había sido hasta que su lado más oscuro, ese que no se publicitaba
tanto, comenzó a manifestarse.
Con
la caída y ejecución del general Valder, el emperador había adquirido un
profundo respeto por Hedeon, a quien había integrado a su mismo círculo de
consejeros, otorgándole además una autonomía de la que nadie dentro del ejército,
incluida ella misma, había gozado antes.
No
era para menos. Después de todo, su astucia había salvado a la monarquía de un
masivo bochorno cuando los planes del viejo pirata se llevaran a la práctica, y
todos vieran la incompetencia del patriarca de los Abraxas a la hora de escoger
a sus favoritos.
El
problema comenzó cuando Hedeon empezó a dar uso a esta autonomía, en un
contexto bélico en que las decisiones difíciles eran cosa cotidiana.
A
medida que el Imperio iba recuperando zonas del espacio, fue haciéndose
evidente un hecho incómodo, que las autoridades hicieron lo posible por ocultar:
nada más y nada menos, que el que los invasores, lejos de alimentarse de la
carne de nuestros semejantes, parecían haber cuidado de ellos de un modo mucho
más humano de lo que su extraña apariencia sugería, o incluso de lo que los
propios hijos de Adán lo habrían hecho.
Las
criaturas, en general, se encerraban en sus palacios de cera, mientras dejaban
a la población nativa obrar conforme a sus costumbres, intentando alterar lo
menos posible la vida de sus colonizados.
Algunos
hombres y mujeres, incluso, veían a sus ocupantes casi como libertadores,
responsables de un orden social más tranquilo y estable.
Todo
nos estalló en la cara cuando, con una virulencia que no habríamos podido predecir,
en los mundos que “liberamos” empezaron a emerger numerosos grupos
guerrilleros, destinados a apoyar a los invasores. Y con la rebelión, vino la
represión.
En
dos meses, la general Hedeon había sido responsable de seis bombardeos atómicos
sobre mundos enteros, destinados no tanto a aniquilar a los insurgentes como a
arrancar de raíz la rebelión.
Esto
ciertamente me impactó, pero no era algo que el ejército imperial no
acostumbrara a hacer. Contrario a bajar a tierra, y cazar como cucarachas a los
supervivientes del ataque.
Los
rumores que circulaban eran terribles. Ni más, ni menos. Niños siendo quemados
con armas químicas, y mujeres embarazadas cuyos vientres eran abiertos a punta
de espada, eran sólo algunas de las atrocidades que se relataban.
Yo,
por fortuna, había tenido la suerte de no tener que participar directamente en
ninguno de estos crímenes, cosa que agradecía a AlAlion cada día. Hasta que,
finalmente, mi suerte se acabó.
-Señor Zarhtul, esta es su última oportunidad:
presione ese botón, o su familia deberá lamentar la prisión además de un
difunto. – insistió la mujer a través del comunicador.
Sí,
la fortuna me había abandonado, y era momento de tomar una decisión. Podía ser
causa de decenas de millones de muertes, o morir sabiendo que mi familia
debería sufrir las consecuencias de lo contrario.
Volteé
mi mirada hacia la fotografía enmarcada a un lado de mi escritorio. Allí, veía
las sonrisas de mi esposa e hijas, mismas que ahora, con bastante seguridad, no
tendría oportunidad de apreciar de nuevo.
Recordé
mi última conversación con mi esposa meses atrás.
-Estoy muy orgullosa de ti. – me decía – Por el
hombre en que te has convertido. Eres amable, paciente, honesto y amoroso. Lo
mejor que ha ocurrido en mi vida.
A
ella la había conocido en un culto alionista, fe en peligro de extinción pero
que, pese a todo, seguía siendo para mí fuente de mis principios e identidad.
“No
olviden nunca el ejemplo del Ungido del Señor: nunca hizo él más que cuando estaba
en la cruz”, decía uno de los que, tras su muerte, continuarían su legado. “Por
eso el Altísimo le dio el honor de secundar al Nombre por encima de todos los
nombres, ante el cual se doblará toda rodilla, y del que toda lengua confesará Su
Señorío”.
“Por
tanto, amados míos, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, pues es AlAlion
quien produce en vosotros así el querer, como el hacer. No es engañéis, de Él
nadie se burla: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará”.
Las
palabras del Apóstol impactaron en lo profundo de mi corazón, con toda la
potencia de una explosión nuclear. Sí, cierto era: todo lo que el hombre sembrare,
eso también segará, así en el Cielo como en el Pléroma, en el Infierno como en
las Tinieblas Exteriores.
Si
yo elegía mi bien por sobre la justicia, la historia y la eternidad me lo cobrarían.
Y sobre todo, sería por siempre incapaz de sentirme merecedor de los halagos de
mi amada, que ahora no podría sino avergonzarse de seguir con vida.
Sin
perder ni un minuto, activé el control manual de la nave, y la dirigí hacia el
norte. Directo a la nave desde la que Hedeon planeaba su horrible genocidio.
Y
así, entregué mi vida por lo que mi Dios veía como justo. Antes del impacto
final, miré al espacio a través de la ventanilla de la nave. Era hermoso, más
de lo que recordaba.
A
lo lejos, las enormes estrellas del Creador fueron testigos de mi hazaña. Su
juicio era suficiente recompensa para mí. Pronto las vería desde fuera del
tiempo, desde donde ayudaría a mi esposa e hijas a vencer al mal, tal y como yo
lo había hecho: siendo el motor del orgullo de los que las acompañaran en este
valle de lágrimas, a fin de que el tribunal sempiterno que AlAlion inspiró a
Asherah pudiese declarar su inocencia.
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