Astucias
de Samael
Alma, como tantas otras veces,
caminaba en dirección a la pequeña plaza, ubicada a las afueras de la ciudad,
donde solía reunirse con Victoria.
Cruzó la calle en una esquina y,
como siempre, vio a su amiga sentada en un banco, que pronto se percató de su
presencia, y la saludó con la mano.
Era un lugar poco concurrido,
pero aún así valía la pena mantener sus precauciones. Ambas llevaban anteojos
oscuros, y Alma había cubierto su cabello con una capucha. Estaban conscientes
de que el sectarismo y la polarización de su sociedad podía tener consecuencias
trágicas para ambas, si es que a algún listillo se le daba por tomar alguna
imagen de su encuentro.
Ambas se saludaron, y pronto
comenzaron a conversar sobre el tema que, por teléfono, habían acordado tratar
en esa ocasión.
-Tenemos
que hacer algo. – le decía Victoria por mensaje de texto – Esto va a salirse de
control.
Y vaya que todo apuntaba a que
así iba a ser. En las más recientes manifestaciones callejeras, había habido
personas heridas de gravedad, e incluso un fallecido. La oposición hablaba abiertamente
de apartar de sus funciones al presidente, y el gobierno recrudecía su discurso
contra todo aquél que criticara las ineficacias más recientes de su política
económica.
-Así
que bueno, ¿cuál es tu plan? – preguntó Alma.
-Estaba
por preguntarte lo mismo – contestó su amiga - Pero creo que deberíamos empezar
a plantear de cara a la gente la necesidad de superar el odio entre hermanos. Se
me ocurre que podríamos, lentamente, ir teniendo acercamientos en público. Sería
una gran oportunidad para que los seguidores de ambas vayan, poco a poco, aprendiendo
a entenderse.
-¿Qué
tipo de acercamientos?
-Pues,
debates o conversaciones en que ambas podamos exponer nuestras preocupaciones. Con
la intención de entendernos, en lugar de derrotarnos mutuamente.
Alma hizo un gesto que
evidenciaba su desaprobación.
-Hummmm…
no sé si sea una buena idea. A muchos no va a gustarles eso….
-¿Y
qué? Tenemos que intentarlo. Es posible que aún podamos hacer la diferencia.
Alma volvió a manifestar su
incredulidad.
-En
verdad no me parece una buena idea. – insistió.
-Alma:
tenemos que detener esta locura. Sé que te asusta, y a mí también, pero es nuestra
única chance. – replicó Victoria, mirándola a los ojos.
Esos enormes ojos marrones, tan
cargados de aquella nobleza que, con el paso del tiempo, había sido capaz de
captar en ella, tocaron su corazón con toda la potencia con que podían hacerlo.
Le aterraba la idea de acabar condenada
al ostracismo que otras figuras relevantes de su partido habían tenido que
sufrir. Pero, al mismo tiempo, estaba consciente del peligro que esa chica a la
que tanto apreciaba correría si la olla a presión acababa por estallar. Debía
tomar una decisión. Y, pronto, escogió de qué lado quería estar.
-Oh,
está bien. – dijo, encogiéndose de hombros. Y con esas palabras, su suerte
quedó echada.
Acordaron organizar, para ese mismo
fin de semana, un debate informal, en que ambas intentarían presentar sus
respectivos puntos de vista sobre las dificultades que su sociedad enfrentaba. Les
interesaba, de modo especial, enfocarse en el conflicto entre su gobierno y los
colectivos LGBT y feministas, con que Victoria tenía tanta cercanía.
Cuando ya estaban por
despedirse, el Sol volvió a brillar desde arriba de las nubes que, esa mañana,
habían llorado sobre la capital de su patria. Y, no soportando el calor, Alma
tomó la decisión de quitarse el abrigo, dejando su cabellera dorada al
descubierto.
-Hasta
luego. – dijo Victoria – En verdad aprecio lo que haces. Eres muy valiente, y respeto
eso.
Alma le respondió con una
sonrisa, y la saludó con la mano. Definitivamente había tomado una buena
decisión al acercarse a ella. Era una chica extraordinaria a la que, sin duda,
se gozaba de poder llamar “amiga”. Y, con algo de apoyo de su Divinidad, pronto
muchos de los que la seguían serían capaces de percatarse de que no sólo el Diablo
mora en lo oculto.
Alma llegó a casa una media hora
después, y se dio una ducha. Estaba aún en la bañera cuando tras la puerta del
baño sonaron tres golpes. Era su madre.
-Hija,
Iván ha venido a verte. – le decía.
“¿Iván?”, pensó la muchacha. “No
se suponía que nos reuniéramos hoy”.
Rápidamente, apagó el agua
caliente, salió de la tina y, tras haber secado de modo apresurado su cuerpo,
se vistió. Cuando salió del baño, Iván la esperaba en la sala de la casa, con rostro
pétreo y mirada aún menos amistosa.
-Hola,
amor. – le dijo - ¿Qué pasa? No esperaba tu visita.
-Cecilio
quiere hablar contigo, y pidió que te lleve hasta Casa de Gobierno. – fue su
respuesta – Hay un asunto importante que quiere discutir con nosotros.
-¿De
qué se trata? – preguntó ella.
-Lo
sabrás cuando hayamos llegado. Pero es realmente importante que estemos ahí en una
hora.
A continuación, el chico la tomó
de la mano, y casi arrastrándola, la llevó hacia su auto, estacionado fuera de
la casa. La hizo subir en el asiento del acompañante, en lo que él se disponía
a conducir hacia el gran edificio en el centro de la ciudad.
La urbe era lo bastante grande
para que el trayecto tomara poco menos de cuarenta minutos. Y en ese tiempo, Iván
apenas habló con ella, negándose a contestar sus repetidas preguntas sobre lo
que estaba sucediendo.
Cuando llegaron, se dirigieron a
la parte trasera del lugar. Los guardias los conocían sobradamente, siendo que
su presencia estaba lejos de ser rara, con lo que no tardaron demasiado en
dejarlos entrar. Iván aparcó el automóvil en la playa de estacionamiento del
edificio, y sólo entonces se dirigió a ella.
-Estamos
preocupados por ti, amor. – le explicó.
-¿Preocupados?
¿De qué estás hablando? – lo interrogó ella, esperando ya lo peor.
-Alma:
sé a dónde fuiste hoy. Y la verdad, eso no me gusta nada.
Ella no pudo hacer más que
fingir demencia, en lo que abría la puerta del automóvil, y junto a su novio se
dirigía hacia el interior del enorme centro administrativo de su patria.
Una vez adentro, subieron un par
de escaleras, en lo que discutían la incómoda situación en que ella se
encontraba.
-No
entiendo por qué hacen esto conmigo. – se quejó.
-¿Ya
olvidaste cómo le hablaste a Cecilio la vez pasada? No sólo es el presidente, y
lo contradijiste en público en frente de sus propios seguidores, sino que es el
hombre que nos dio todo. Él nos puso donde estamos. Creo que no debería
olvidársete a la hora de humillarlo de ese modo.
-Yo
no quise humillar a nadie. Sólo no estoy de acuerdo con su enfoque en este
caso, eso es todo.
-Vaya,
y parece que sí lo estás con la progre que arruinó tu propia conferencia hace
no mucho, ¿verdad?
Alma se detuvo en seco, mirándolo
a los ojos, sin saber qué decir.
-¿Ya
olvidaste lo que tuvimos que pasar por esa gente? A ti, en la escuela
secundaria, te golpeaban tus propias compañeras de clase, por disentir con las
ideas que ella representa. Y tus profesores lo validaban.
-Sí, y debemos cambiar eso. – replicó ella – Iván:
no quiero que terminemos matándonos por esa clase de rencores. Eso ya ha pasado
antes, y lo sabes. Muchos han muerto por este odio que…
-Alma… - se escuchó decir, de repente, a un lado de
ellos.
Allí, con
rostro solemne, Cecilio Álzaga los contemplaba, enfocándose de modo especial en
su muy querida discípula.
-Veo que Iván se me adelantó. – continuó – Como tal
vez ya te dijo, nos preocupa mucho tu deriva ideológica, y te he mandado a
llamar para… invitarte a cambiar tu actitud. Lamento haber recurrido a estos métodos.
Necesitaba saber quién te estaba llevando por ese camino.
-¿Qué? ¿De qué hablan?
-Él me hizo el favor de averiguar lo que necesitaba
saber. – se explicó el presidente – Como te dije, lo siento, pero no tenía
muchas opciones.
-¿Tú me
espiaste? – preguntó Alma a su pareja, visiblemente molesta.
-Deberías
alegrarte por eso. – replicó Cecilio – Podría haber sido un periodista. Y en
ese caso, habrías tenido más problemas aún.
El tono de Cecilio era gentil, a
la vez que amenazante. Alma, que lo amaba como a su mentor y su amigo, no podía
evitar sentirse anonadada por su elegante imponencia.
-Alma,
puede que sea una imprudencia de mi parte recordártelo, pero nuestro gobierno
no tiene la menor intención de ceder en nada ante los representantes del
Maligno. Y si tenemos que quitarte de en medio para garantizar que así sea,
estaremos más que dispuestos.
-Pero,
Cecilio, esa chica…
-Esa
chica sirve al enemigo. No podemos tenerle la menor consideración. Como dirían
ellos mismos, “al enemigo, ni justicia”. – sentenció – Así que es momento de
que tomes una decisión. O vuelves al redil, o te apartamos de nuestro espacio. Tú
elige de qué lado quieres estar.
Esa tarde, Alma le escribió a
Victoria un mensaje más, en un intento por apartarse de su muy querida amiga
sin causarle el dolor de la consternación.
En él, le mintió. Le dijo que no
se sentía preparada para una responsabilidad como la que su amistad con ella le
exigía, y que quería distanciarse por un tiempo, a fin de, en sus palabras, “pensar
las cosas con más cuidado”. Y acto seguido, por presión de Iván, bloqueó su
número.
Escasas horas más tarde, ya por
la noche, ambos se encontraban en un mitin del partido, en que, como referente,
su presencia era obligatoria. Nunca supo si fue una mera imprudencia del
organizador o un deliberado y tal vez cruel intento por ponerla a prueba, pero,
para cerrar la noche, fue invitada al escenario, a fin de que dedicara unas
palabras al público.
Ella subió al estrado, miró a la
muchedumbre, y dudó durante varios segundos antes de hablar. Pero, al final,
inhaló, exhaló y, tragándose su propia dignidad, dijo a la multitud:
-Como
bien dijo mi estimado amigo Cecilio, estamos enfrentando al mal, a un movimiento
que representa la obra de Samael en este mundo. Muchos se sirven de la mentira
para sus propios fines, pues ésta los favorece. Pero la verdad va a ser más fuerte,
con ayuda de las fuerzas del Altísimo.
Sus palabras le trajeron las
ovaciones de la multitud, y los aplausos de sus colaboradores más cercanos. A
un lado de la sala, Cecilio la miraba, sonriente.
Pero ella se sentía vacía. Era
un completo fraude que, sin embargo, no tenía demasiadas opciones.
Desde la pantalla de su
televisor, a varios kilómetros del lugar, Victoria veía la mirada de su amiga,
completamente ajena al júbilo de aquellos que la rodeaban.
Estaba enojada, sí, pero, sobre
todo, triste. La chica a la que tanto quería la había traicionado. Y a pesar de
eso, la perdonaba. No estaba segura de qué le había ocurrido, pero sin duda
tenía sus motivos para obrar como lo hacía.
A la distancia, las campanas de
un templo alionista resonaban con toda su furia, en lo que el coro cantaba un
cántico tan antiguo y tan nuevo como el tiempo mismo.
-Señor,
ten piedad. – repetía ella para sus adentros, por su país, a fin de que pronto
hallara la paz.
-Señor,
ten piedad. – insistía con el coro, por esos adversarios que, con certeza, harían
mucho daño si el Altísimo no intervenía.
-Señor,
ten piedad. – exclamó una última vez, casi llorando, por su amiga, esa chica a
la que tanto amaba y admiraba, y que ahora, más que nunca, necesitaba ser
protegida de la astucia del Satán.
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