La jaula dorada
-Entonces,
¿cree que sea una buena idea tenerla vigilada? – preguntó al flamante
presidente uno de los presentes.
Él no respondió de inmediato.
Era una pregunta cuya respuesta, sin duda, debería meditar.
Allí, en medio de su despacho,
Cecilio Álzaga discutía con algunos de sus más cercanos colaboradores qué hacer
con los recientes reveses de la política local. La economía lentamente se
recuperaba, pero las finanzas nacionales estaban a mitad de un complicado
equilibrio de fuerzas que, en cualquier momento, podía desaparecer.
La sala era amplia, y él la
había personalizado con multitud de símbolos de poder. Desde retratos de
antiguos líderes, hasta emblemas militares que coronaban la elegancia y
solemnidad que siempre le había caracterizado.
Junto a él estaban su secretario
de relaciones públicas, su ministro de seguridad y un personaje más que, sin
poseer un cargo definido, tenía su relevancia en el partido.
Fuera del ámbito económico, las
noticias no podían ser mejores. Su partido ascendía en las encuestas, y sus
estrategias para acumular mayor influencia estaban saliendo según lo planeado,
en lo que él, complacido, fumaba con calma un cigarrillo de la más alta
calidad.
Pero, a pesar de tan grandes
éxitos, había algo que le inquietaba. Una preocupación, curiosamente, más
paternal que egoísta, que le había provocado gran interés en las últimas
semanas. Un asunto que, ahora mismo, quería tratar.
-Así
que dime, Iván: ¿Cómo ves a Alma? De los aquí presentes, tú eres el más cercano
a ella.
-Sí…
últimamente está un poco rara. No participa demasiado en nuestros foros, y la
noto un tanto irritable. – explicó el muchacho.
Esa era, definitivamente, una
mala señal. Esa chica era uno de sus más grandes orgullos, así como una de las
amigas a las que más apreciaba.
La había conocido siendo ella
aún una niña, y no tardó en admirar su inteligencia y carisma. Era una chica
brillante, con la que se podía tener discusiones políticas de primerísimo
nivel, y cuyo fervor patriótico se le hacía loable. De modo que no era raro
que, habiendo ya surgido su partido político hacía escasos años, ella pronto se
transformara en una referente.
Él le había enseñado gran parte
de lo que sabía, movido por el deseo de verla transformada en una gran
luchadora, que pudiese servir como ninguna en la batalla contra los ideólogos
de la muerte y la irracionalidad autodenominados “progresistas”. Y vaya que lo
había conseguido. Multitudes la admiraban, y tenía un futuro, sin duda,
brillante.
Por lo que no podía ser menos
que una verdadera pena el que, recientemente, hubiese estado adoptando una
cierta ambigüedad en sus discursos, que la había llevado a incómodas
discusiones con otros referentes. Había sido, incluso, capaz de volverse contra
él mismo en una ocasión, por lo que había tenido que reprenderla en público.
Le preocupaba sinceramente que
su lealtad flaqueara. Que, por un motivo o por otro, le hubiesen surgido
cuestionamientos acerca de lo que su credo político postulaba, y que eso
pudiera terminar llevándola a inclinarse por ese mal al que siempre había combatido.
Tenían que frenar a los
izquierdistas a como diera lugar. Y cualquier método era moralmente lícito ante
una gran masa de asesinos de niños por nacer, que hacían de la irracionalidad
un acto de fe.
En días recientes, había tenido
reuniones con un selecto número de colaboradores cercanos, empresarios de gran
porte, militares de alto rango e incluso líderes religiosos de las diferentes
vertientes del alionismo que poblaban su patria. Sus conversaciones eran lo
bastante trascendentales para que los encuentros fueran secretos, y sus
participantes tuvieran prohibido so pena de perder la vida el revelar nada al
respecto.
La democracia, sin duda, había
sido por demás útil para sus fines, pero se aproximaba un nuevo año electoral
y, con todos sus triunfos, su victoria no estaba asegurada. Era momento de
sentar las bases de un régimen fuerte y vigoroso, que fuera capaz de crear la
patria con que tanto soñaban. Y para hacer una tortilla, como es por todos
sabido, hay que romper algunos huevos.
-Debo
preguntar – dijo uno de los asistentes en aquella ocasión - ¿Cuáles son los
límites a los que deberíamos someternos?
-No
lo sé con certeza, pero trataré que su número y alcance sea lo más pequeño
posible. Para empezar, podríamos aplicar los medios más habituales en este tipo
de procesos. Tenemos mucha gente disponible en redes y en los medios para dar
alcance a, prácticamente, la idea que queramos.
-¿Y
cómo eso nos sería útil, exactamente?
-Bueno,
de muchas maneras. El enemigo miente. Nosotros no tenemos por qué no devolverle
el favor. Tener a tantos líderes de opinión de nuestro lado nos será útil para
justificar procesos legales en caso de ser necesario. Y, si llegáramos a
escenarios extremos, para mover a la opinión pública en beneficio de nuestra
causa.
-¿Y
qué pasará si la resistencia es mayor de lo esperado? – lo interrogó alguien
más. Esa era precisamente la pregunta a la que tanto deseaba responder.
-En
ese caso, tendremos que recurrir a métodos menos institucionales. Si entienden
lo que quiero decir…
Y efectivamente, todos lo
entendían. Después de todo, no era la primera vez que se planteaban semejante
posibilidad, o siquiera la primera ocasión en que este tipo de cosas se hacían
en su país.
-El
ejército está dispuesto a poner a nuestra disposición sus cárceles y bases, si
es que lo necesitamos. Y el Ministerio de Seguridad va a hacer lo propio. –
agregó.
Todos festejaron sus nuevas. Era
momento de, por fin, poner un límite a la perversión cultural, moral e incluso
económica que, durante tantas décadas, había aquejado a su tierra. La libertad
y un nuevo esplendor llegarían, sí, incluso si lo hacían a través de un lento y
doloroso parto que, sin embargo, sería el nacimiento de su patria a una nueva
vida.
Acabada la reunión, Cecilio
pidió a Iván que se quedara unos minutos más, a fin de brindarle una serie de
indicaciones que pudiesen serle útiles.
-Dime,
¿Alma ha estado haciendo algo inusual últimamente? – le preguntó.
-Pues,
ahora que lo pienso, suele ausentarse de casa un par de veces por semana. No me
ha explicado a qué se debe, o qué hace mientras está fuera.
-Hummmmmm…
- reflexionó el hombre – Quiero que la mantengas vigilada. No creo que te sea
difícil averiguar con quién habla, o qué diablos dice cuando nadie la está
viendo. Es cuestión de revisar su teléfono, o, si lo ves conveniente, ir
incluso más allá.
Y con tales palabras, los dos se
despidieron, y el muchacho abandonó la sala. “Ojalá”, pensaba él, “pronto sepamos
qué la está desviando del camino que tracé para ella”.
Sacó otro cigarrillo de su caja,
y empezó a fumar, en lo que miraba su propio reflejo en la ventana, mientras,
como en muchas ocasiones anteriores, se replanteaba, sin excesiva profundidad,
la ética de sus acciones.
Ciertamente algunos de sus
métodos no eran los mejores. Pero él no era un villano. Sólo estaba luchando
por un mundo mejor, en una batalla espiritual y épica entre el bien y el mal. Y
Alma… Alma debería decidir pronto en qué lado quería estar.
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