Voces en la oscuridad
El Padre Francisco caminaba, con su
habitual pose solemne, hacia la casa en que su querida amiga María residía
junto a su hija. Recientemente, la mujer lo había contactado solicitándole una
charla con la muchacha, preocupada, como toda buena madre alionista, por su
salud espiritual. Él, como se suponía debía hacerlo, dio el visto bueno, y
acordó aparecer frente a su puerta esa tarde.
La joven se llamaba Victoria, y sabía bien
de su gran inteligencia y corazón, por los que hacía no mucho había estado
haciéndose de cierto reconocimiento. Justo la noche anterior, con el fin de
entender mejor a su futura interlocutora, se había molestado en escuchar la
reciente entrevista que un programa de televisión de tendencias izquierdistas
le había realizado.
Como lo esperaba, se sorprendió por su
inteligencia y labia, pero más todavía por lo mordaz de su discurso.
-Es momento
de que la gente que no se traga los cuentos de esta clase de charlatanes se
organice para hacerles frente. Las mentiras de gente como Alma Sáez están
pensadas como trampas cazabobos, y son fáciles de desmontar con tan sólo un
poco de investigación. – decía, en lo que la entrevistadora confirmaba sus
palabras con sus propios gestos.
Él, por su parte, no veía con tanto agrado
la arrogante rabia de la chica. Pero le fue más sencillo comprender su actitud
poco tiempo después.
-Mi mejor
amiga está muerta porque el Estado se negó a ayudarla cuando más lo necesitaba.
Y con los recientes recortes en el apoyo estatal hacia las personas con VIH, la
verdad es que me pregunto si le hubiese servido de algo el elegir permanecer en
este mundo.
“Vaya, eso explica muchas cosas”, pensó
mientras la escuchaba. Ciertamente su prepotencia intelectual para con sus
rivales no era fruto tanto de la soberbia como de uno de los dolores más
profundos y humanos que una persona puede experimentar: el de la pérdida, y lo
que es peor, el de la pérdida evitable e innecesaria.
Entendiendo esto, era ya capaz de planear
la manera de acercarse a ella. Pero, como le habían enseñado sus ya más de
veinte de años de sacerdocio, los planes del Altísimo a menudo chocan con los
nuestros, y humillan hasta a los más prudentes.
Él mismo no esperaba su conversión.
Treinta años atrás, era un joven inteligente pero mundano, que buscaba al Dios
desconocido en las tinieblas de la depresión y los vicios de esta Tierra.
Como Victoria, destacaba por su
inteligencia y cultura, pero padecía de una grave enfermedad mental que lo
transformaba en un muchacho melancólico y nihilista.
En una ocasión, visitando una librería en
busca de su lectura de la semana, se encontró con un título que llamó
poderosamente su atención. El libro era obra de un médico que, tras varias
experiencias con sus propios pacientes moribundos, comenzó a investigar los
sucesos que los que se encontraban a las puertas de la eternidad narraban.
Hablaban sobre luces brillantes, espacios
paradisíacos o infernales, y seres queridos o incluso mascotas que se les
manifestaban, buscando convencerlos de que todavía no era su momento.
El libro lo fascinó, y no tardó en empezar
a preguntarse si tales maravillas no podrían ser testimonio de una realidad
divina que hasta entonces veía como mera fantasía.
En los siguientes años, buscando al
Creador, investigó cuanta religión estuvo a su alcance, sin molestarse, ni por
un segundo siquiera, en preguntarse por la que su madre, Mónica, le había
enseñado a practicar siendo niño: el alionismo.
Todo hasta que, una tarde, alguien le
recomendó las obras apologéticas y filosóficas de cierto autor inglés, converso
a esa fe, y que la defendía con suprema habilidad.
Pronto sintió que su propia inteligencia,
esa de la que tanto se enorgullecía, era humillada por la pluma y argumentación
de aquél genio que, varias décadas antes de su propio nacimiento, había buscado
al Dios Supremo en las tinieblas. Y a pesar de todo, ese fue en realidad el
menos importante de los aportes de este hombre a su naciente fe.
Lo que realmente lo atrajo del alionismo
fue su compleja teología, que pretendía revelar los secretos de este, y todos
los mundos que, afirmaba el Ungido, habían surgido de la Infinita Sabiduría del
Señor de los mundos.
De Él, que es el Ser Ilimitado en que mora
la plenitud de toda existencia, Aquél en que todos los tiempos son uno, y fuera
del cual ninguna realidad es siquiera concebible, habían surgido los
Primordiales, con sus nueve coros y sus incomprensibles naturalezas, de los que
unos se aferraron a la Luz, y otros cedieron a la oscuridad que podía nacer de
sus vastos intelectos y corazones.
De entre ellos, uno había sido el
responsable de tentar a la Primera de las Madres, aquella de la que debían
nacer todos los multiversos, provocando la llegada del mal al emergente mundo
físico.
A este lo conocería bien cuando, años
después de su conversión, se transformó en clérigo, y luego en responsable de
los rituales que Vasudeva había definido para la expulsión de los cuerpos de
los fieles, de aquellos espíritus que vagaban por todos los multiversos para la
perdición de las almas.
Su nombre era Samael, el Veneno del Dios
Supremo, y el que ciega los corazones ante el amor y la fe. Lo había conocido
por primera vez gracias a una joven que llegó a él solicitando un exorcismo, y
con él venían sus dos más importantes secuaces, los otros miembros de la triarquía
de las tinieblas exteriores.
-¿Quién
eres? – le preguntó al espíritu que en ella se manifestaba.
-Nosotros
somos el Satán. – respondió el cuerpo de la muchacha, con una voz que semejaba
el rugido de un león.
-¿Cuáles
son sus nombres? – insistió.
-Quien te
habla es Samael, Príncipe de los Serafines, y con él vienen Leviatán y Beelzebub.
Nosotros somos de quienes huyen sus corazones cuando van a dormir. Aquellos
ante quienes se inclinan los astros de tu miserable universo, y ante los que
Asherah caería postrada, con su mente rota y su fe devastada. ¿Crees tú, oh
miserable mortal, poder desafiarnos?
-¡Calla,
Dragón soberbio, y que el Señor te reprenda! – fue su única réplica.
Con el paso de los años, había aprendido
que con el Demonio no se dialoga. A él se le debe enfrentar sin odio, pero con
firmeza. Es, después de todo, más inteligente que cualquier hombre o cualquier
dios de este universo, y quien ose discutirle sus razones se verá pronto
vencido por la inconmensurable sabiduría que el Altísimo le concedió. Él es
poderoso y sabio, porque todo lo que AlAlion hace es bueno. Y por esa misma
sabiduría había acabado por perderse.
Tal era la más importante lección que su
fe le había enseñado: la de no dejarse persuadir por los cantos de sirena de la
propia vanidad, que desde lo profundo de nuestro ser siempre busca la manera de
seducir hasta a los más santos. Y, en realidad, él estaba a punto de aplicar
tal lección para con la chica a la que, ahora, debería asistir.
Llegó, finalmente, a casa de María, y no
tardó en tocar la puerta. No tuvo que esperar más que algunos segundos antes de
que una voz al otro lado preguntara de quién se trataba.
-Muchas
gracias por venir, Padre. – dijo la mujer tras abrir la puerta.
-No
hay de qué. – respondió él.
Al final del día, este era su trabajo. Ni
más ni menos. Pero ciertamente no estaba preparado para lo que vendría.
La mujer llamó a su hija, que no tardó en
aparecer bajando las escaleras a un lado de la sala, preguntando a qué se debía
el que se solicitara su presencia.
-El
Padre Francisco ha venido a vernos. – explicó la mujer.
Conocía a esta chica desde que era una
niña pequeña, y siempre había admirado su inteligencia que, sin embargo, le
había servido para apartarse muy temprano en su vida de la religión.
Desde que era una adolescente había
sostenido con él interesantes debates, que los habían llevado a forjar cierto
grado de amistad. Sin embargo, llevaba algo más de un año sin verla, y había
vuelto a saber de ella gracias a la fama que recientemente estaba acumulando.
-Hola, Padre.
– lo saludó la chica, con unos ánimos que se alejaban bastante de la amistosa
recepción que habría esperado años atrás.
-Él ha venido
para hablar contigo. Sabes que me preocupa un poco tu espiritualidad o… bueno,
la falta de ella. – dijo su madre.
-No necesito
de mitologías para ser espiritual. – replicó Victoria, con un tono que reflejaba
hostilidad, e incluso cierta prepotencia. – Mucho menos de cultos religiosos
que, con todo respeto a nuestro invitado, han traído a este mundo más males que
bienes.
Sí, definitivamente esto iba a ser más
difícil de lo que pensó.
-Mucha gente
sufre a diario las consecuencias de su ridícula arquitectura dogmática. Niñas
mueren al parir, y jóvenes homosexuales viven con una culpa crónica a veces
acompañada de violencia y agresión.
-¿Y vas a resolver
eso pagando con la misma moneda? – intervino, de repente, el Padre. La chica desvió
su vista hacia él, con una mirada que reflejaba la confusión de quien acaba de
ver la inconsistencia en su propio proceder – Nadie aquí te ha agredido,
Victoria. Creo que deberías al menos escuchar lo que tengo para decir.
-Sé que usted
no me ha atacado, Padre. – retomó su discurso – Pero eso a título personal.
Sigue formando parte de una institución que ha traído numerosas injusticias
sobre este mundo, y la verdad es que no quiero tener nada que ver con ella.
-Sí,
ciertamente la Iglesia ha sido causa de dolores. O más bien, muchos en ella no
han sabido obrar como corresponde a las enseñanzas que el Altísimo, a través de
Sus mensajeros, comunicó a la humanidad. Y, ¿sabes qué? Te pido perdón por eso.
Victoria arqueó una ceja ante sus palabras.
Ella, con toda probabilidad, esperaba una respuesta a la altura de su propia
hostilidad.
-Creo que es
lo mejor que puedo hacer. – continuó el sacerdote – Estoy al tanto de lo de tu
amiga. Y en verdad lo siento.
El rostro de Victoria pareció cambiar. Ahora,
ya no notaba en sus ojos la furia que apenas instantes atrás los había
inundado. En lugar de eso, su mirar se había transformado en una cosa triste,
que pronto mutó, evidentemente, en cierta culpabilidad por su falta de
cortesía.
-Lo… lo
siento. – dijo la chica – Es sólo que… me siento un poco sobrepasada por lo que
de seguro usted ya sabe. Y bueno… la verdad es que prefiero mantenerme al
margen de la vida religiosa por el momento.
-Respeto eso.
– replicó él – A decir verdad, no es mi plan el convencerte de que retornes a
la fe. – explicó, para sorpresa de María – Sólo quiero decirte que rezo por ti y
tu amiga… y hacerte una petición.
-¿Petición? –
preguntó Victoria.
-Sí… un
pedido simple, pero que sé que te costará concretar, y quiero que sepas que te
entiendo por eso.
-¿De qué se
trata? – insistió ella.
-Mira, amiga…
la fe es importante en la vida de una persona. Tener a la Deidad a tu lado es
fuente de consuelo, y de inspiración. Pero hay una cosa sin la que la fe no es
nada: el amor. Sé que amas a tu amiga, y que haces lo que haces como fruto de
ese amor. Pero te he visto hablar de los de “la otra vereda”, y creo que estás
fallando por ese lado.
Victoria guardó silencio una vez más, en
lo que sus ojos reflejaban una creciente intriga.
-Hay mucho
odio en el mundo en que vivimos, amiga mía. Demasiado para que añadamos más.
-Con todo
respeto, Padre, algunas personas se han ganado a pulso el repudio de todo
hombre de bien. – lo interrumpió la muchacha – El amor al enemigo es una cosa
loable, pero la justicia también importa.
-Sin duda, y
nadie te está pidiendo que no seas justa. Sólo quiero invitarte a reflexionar
un poco sobre cómo canalizas tu rabia. Calificaste a Alma Sáez de “pequeña
perra” frente a miles de televidentes. ¿Acaso crees que eso va a moverla, y a
sus seguidores, a mirar con empatía tus preocupaciones? No puedes declararle la
guerra a medio país, querida.
Victoria lo miró, aparentemente
reflexionando acerca de sus palabras.
-Cuando Vasudeva
estaba muriendo, pidió a Nuestro Padre clemencia para con quienes, poco después,
le atravesarían con una lanza el corazón. Ellos, decía él, “no sabían lo que
hacían”. Y tenía razón: ese pobre diablo cegado por su ideología creía estar
haciendo lo correcto por el Imperio al que servía. Y ahora te pregunto: ¿cómo
estás tan segura de que Alma y sus colaboradores no aspiran a hacer lo mismo?
-Ambos
sabemos, Padre, que esa gente miente de manera crónica, y cobra por hacerlo.
-Cierto es. –
replicó Francisco – Pero, ¿eso excluye la posibilidad de cierta sinceridad a
mitad de su mar de maldades? El feminismo no dudó, a lo largo de los años, en
agredir a los que se le oponían, de modos a menudo grotescos e irrespetuosos.
¿Podemos condenarlas por ello, siendo que creen ver el más puro de los males en
sus adversarios? ¿Cómo, entonces, ignoramos la posibilidad de que sus
contrarios obren por motivos similares?
-¿Acaso va a
justificar el que Álzaga arrebate protecciones a las comunidades más marginales?
-¡De ninguna
manera! – replicó – Victoria: mi parroquia está en un barrio popular, en que a
menudo me encuentro con personas como tu amiga, que se acercan sólo para tener
algo que llevarse a la boca. Su obrar es infame, pero no olvides que a menudo
la estupidez es más peligrosa que la maldad. ¿No has sospechado acaso que los
responsables de tal crimen podrían verlo, sencillamente, como una cruzada contra
lo que perciben como “privilegios injustos”?
-¿Y cómo eso
elimina su responsabilidad?
-¿Insinué que
lo hace? Ciertamente no es así. Pero le otorga cierto contexto, que puede ayudarnos
a no ver en nuestro adversario una encarnación de Samael, sino simplemente, en
el peor de los casos, una negligencia, criminal, sí, pero negligencia al final
del día, que puede ser corregida con la fuerza de la razón, y no con la de la
violencia.
Créeme,
amiga, que conozco bien a Samael, y él no necesita de complejos y maquiavélicos
razonamientos para defenderse ante su propia conciencia, como evidentemente
demanda la de tus adversarios. El mal auténtico se sirve del engaño, sí, pero
no tiene necesidad alguna de creerse sus propias mentiras.
La mirada de Victoria pareció
transformarse. El Padre no trató en percatarse de su error. Ciertamente no había
sido de lo más prudente el defender a la Bestia de siete cabezas y diez cuernos
que acababa de devorar a su amiga, y él acababa de caer en ese error.
Sin decir una palabra, la chica dio media vuelta
y se dirigió hacia su habitación. María intentó ir tras ella, pero el mismo
Francisco la detuvo.
-No te
ensañes con ella. Está en un momento difícil, y fue una imprudencia de mi parte
encarar las cosas de este modo. Tal vez debí ser más cuidadoso. – dijo el
hombre, sin moverse de su asiento – Te pido perdón. Creí que era una buena duda
el intentar mostrarle la otra cara de sus adversarios, y así romper la barrera
de resentimientos que ha surgido en su alma.
María lo miró, sin apenas comprender sus
divagaciones morales.
-¿No hubiera sido
más sencillo hablarle de historia, filosofía o esas cuestiones que tanto atraen
a los apologistas? – le preguntó, con un tono entre frustrado y comprensivo.
-Tal vez.
Pero es imposible lograr un acercamiento hacia una persona desde una
perspectiva puramente intelectual. Si no se logra tocar el corazón, a través de
la belleza que puede hallarse en la misericordia y el perdón, cualquier
apertura es imposible. – replicó él – Si quieres, puedo irme ahora. Tienes mi número
de teléfono. Dile que lamento haberla lastimado, y que puede escribirme cuando
quiera.
Cortés como era, María no lo dejó irse sin
antes ofrecerle una taza de café, que disfrutó en lo que compartía con ella las
novedades de su parroquia.
-Creo que
alguien con el corazón de tu hija podría hacer mucho bien si se integrara en un
espacio así. – dijo el sacerdote – Hay muchas personas con historias muy
similares a las de su amiga. Yo me preocupo por hacerlas sentir como en casa,
cosa que es difícil, siendo que a mucha gente a menudo le cuesta entender sus
vivencias. En fin, amiga mía. Tengo que irme a preparar mi homilía.
-Muchas
gracias por venir, querido. No te preocupes por lo de Victoria. Va a superar su
crisis en algún momento.
-Sin duda. Y ruego
que pronto Nuestro Padre repare mi error.
La puerta se había cerrado ya tras el cura
cuando, por fin, Victoria volvió a bajar por las escaleras.
-¿Ya
se fue Francisco? – preguntó.
-Sí,
¿por qué? – contestó su madre.
-Nada, es
sólo que… me llamó la atención lo que dijo. Sobre personas en su iglesia que tenían
experiencias semejantes a las de Ana.
-Pues así es.
Creo que lo sabías.
-Nunca me
llevaste ahí, ¿cómo iba a enterarme?
La mujer sonrió discretamente en lo que
lavaba los platos y tazas que acababa de emplear, agradeciendo a la Providencia
tan bello gesto.
-Pues, bien. Si
quieres ofrecerle una disculpa, puedo prestarte mi teléfono.
Victoria dudó. Aún no quería tener nada
que ver con el alionismo o muchos de sus fieles. Pero, tal vez, las voces de
los santos y los Primordiales, ocultas en la oscuridad más allá del tiempo en
que moran por la eternidad, tenían algo de valor que enseñarle.
Tras pensarlo durante algunos segundos,
tomó el celular de su madre, y se envió a sí misma el número de Francisco. “Ojalá”,
pensaba María, “ese hombre sabio pero a menudo imprudente pueda ayudarla a ver
un poco de luz en las tinieblas de la farisaica perversidad de muchos creyentes”.
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