Duda y revelación
Era de noche, e imprudentemente, Victoria
caminaba por las oscuras calles del barrio popular en que su sacerdote amigo
oficiaba sus misas, con el fin de encontrarse con él.
Ni siquiera le había avisado de que iba a hacer
acto de presencia, y estaba consciente del riesgo que corría al moverse en
plena noche por semejante sitio. Pero realmente necesitaba hablar con él.
Al cruzar la última calle, se percató de
que la Misa de la tarde acababa de concluir, y pronto notó a su amigo saliendo
del lugar, para conversar con algunos de los vecinos.
Más temprano que tarde, sus miradas se
cruzaron. El hombre evidentemente se sorprendió de hallarla allí a esas horas,
y su rostro expresaba más preocupación aún que sorpresa.
-Victoria,
¿qué haces aquí? Te dije que me avisaras cuando quisieras venir. – la reprendió.
-Lo sé, pero realmente necesito conversar con usted.
Me siento abrumada por… algo. Me pregunto si cuenta con unos minutos.
El sacerdote asintió, y la invitó a
ingresar a la parroquia.
-Así
que bien, cuéntame. – le dijo, en lo que le preparaba una taza de té.
-Discutí con
Alma. – respondió ella. Francisco estaba ya al tanto de su reciente amistad, cosa
que había celebrado en ocasiones anteriores.
-¿Qué sucedió,
exactamente? – preguntó el cura.
-Creo que fue
mi culpa. – confesó Victoria – Pero me sentí sobrepasada. Esa chica lleva
tiempo sin creer en su propio discurso. No entiendo por qué sigue siendo
condescendiente con los idiotas que la rodean. Es cuestionable hasta
moralmente. El odio que promueven va a terminar mal para todos. Basta una
pequeña chispa para que la casa entera salte por los aires.
Francisco la miró en silencio, antes de
responder.
-Dices la
verdad. Este odio va a terminar mal. Y eso incluye al tuyo. – sentenció.
-¿De
qué habla?
-Creí que a
estas alturas te habrías dado cuenta de que debe haber muchas “Alma” ahí
afuera. Gente que genuinamente ve el mal absoluto en sus rivales políticos, y
que está dispuesta a lo que sea con tal de detenerlos. Algunos simplemente no
tienen el valor de intentar empatizar con los que tienen en frente.
Victoria: tú
sabes lo que podría implicar para tu amiga enfrentarse a las palabras de los
que le dieron todo. Ella tendría que sufrir lo que tú sufres, pero multiplicado
por cien. Ser condenada al ostracismo y, con mucha suerte, caer en el olvido. La
verdad, amiga, es que no sabes cómo serías tú en su lugar. Es perfectamente
posible que hubieses acabado actuando peor que cualquiera de estas personas.
Victoria no se resistió a la reprimenda. Venía
preparada para recibirla, y en realidad, por ella estaba allí. Si una de sus
virtudes era de destacar, ésta era su capacidad para percatarse de cuándo
necesitaba ayuda.
-Padre, seré
franca con usted: más que enojada, estoy frustrada. Alma… tiene serios problemas
con la gente con que coopera. Y he llegado a un punto en que… ya no sé cómo
aconsejarla.
-Hummmm… entiendo.
¿Y de qué clase de problemas estamos hablando? – insistió el Padre.
A la interrogante, siguieron varios
instantes de dubitación, antes de que la chica finalmente se decidiera, sólo
tras obtener de él el juramento de guardar el secreto hasta su último día, aquello
que Alma le había confesado.
-No es justo.
– se lamentó ella - ¿Por qué algunas personas tienen que pasar por algo como lo
que ella vivió?
Llevaba, en efecto, muchos años
interactuando con miembros de la comunidad a la que Alma, secretamente,
pertenecía, y no podía sentirse menos que dolida por tanta injusticia.
En sus años como activista progresista, había
sido testigo de multitud de violencias, una más terrible que la anterior. Desde
jóvenes transgénero que temían salir del closet por miedo a terminar como Ana,
hasta muchachos homosexuales que eran atacados físicamente por sus compañeros
de la universidad. Era lógico que tuviese una sensibilidad especial en ese
sentido, que en este caso particular se expresaba como franca frustración.
Tantas
humillaciones, tanto rechazo, tanto autodesprecio motivado por prejuicios
religiosos, que alimentaban el fuego de su ira moral, que ahora ardía con
intensidad inusitada.
-La vida no es justa. – le explicó el cura – Es nuestro
trabajo actuar para que lo sea en la medida de lo posible.
Estas palabras trajeron a la memoria de
Victoria sus discusiones en días anteriores. Aquellas en que habían hablado
acerca de la posible existencia de lo Divino, y de las respuestas que los
pensadores alionistas intentaron, históricamente, dar al problema del
sufrimiento.
-¿Y por qué
cree que AlAlion permite que algunas personas sufran así? ¿Qué sabiduría, qué
plan perfecto puede justificar esta y otras barbaries? ¿Acaso Él odia a Sus
propias criaturas?
-No sé por
qué Él tolera los males que vivimos. No puedo saberlo tampoco. Mi cerebro no tiene
la capacidad de correlacionar todos los contenidos de este mundo, y tal vez sea
mejor así. Pero el hecho de que exista gente dispuesta a trabajar para
cambiarlo se me hace bueno. Muy bueno.
Victoria lo miró, con una sorpresa
disimulada sólo por la tristeza en su rostro. Francisco continuó:
-La bondad no
es patrimonio de nadie. Te he dicho ya que admiro profundamente tu anhelo por la
justicia, por más que no crea en tu causa. La esencia de nuestra fe es la compasión,
la búsqueda del bien del otro.
-Pues a
muchos parece olvidárseles.
-Sin duda. Pero
un bisturí puede usarse para salvar una vida o para arrebatarla. Muchas
personas utilizan la fe como arma política, lo cual no implica que no existan
muchas otras que aspiren a una espiritualidad más auténtica, más en consonancia
con el amor que predicamos.
El amor
auténtico siempre es agradable al Altísimo, por más que esté mal encaminado y,
sobre todo, por más que las sociedades a menudo distorsionen Su Mensaje para
justificar sus propios prejuicios y rencores.
Como te he
dicho ya mil veces, no estoy de acuerdo con lo que haces, pero valoro el amor
con que lo haces. Y estoy seguro de que el Señor también lo hace, y está
dispuesto a trabajar para ayudarte a redirigir tu dolor en una dirección más
acertada.
Victoria lo escuchó atentamente, entre la
emoción y el escepticismo. Seguía pensando que las palabras del sacerdote eran
más condescendientes que cualquier otra cosa, por muy compasivas y
bienintencionadas que pudieran ser. Pero, al mismo tiempo, de su boca salía una
música celeste que la inquietaba, o más bien, que movía las potencias de su
corazón.
¿Y si AlAlion era real? ¿Y qué tal si,
pese a su aparente ausencia, estaba tan preocupado por ella y los suyos como
por el más devoto de Sus fieles? Tal vez, ella no era la única que quería
cambiar al mundo.
-Te haré una
pregunta. – insistió Francisco – Si el Altísimo es la esencia misma del amor,
¿por qué habrías de alejarte de Él? Cierto, es un amor que exige sacrificios. Pero,
siendo así y por muy difíciles que sean las circunstancias, vale la pena
confiar en que, al final, todo será para nuestro bien. Sólo es necesario que se
lo pidas. Él prometió responderte. Siempre.
Ya en el bus, y de camino a casa, Victoria
seguía pensando en las palabras de Francisco. Se había resuelto a disculparse
con Alma apenas llegara a su hogar. Después de todo, no había aplicado con ella
las lecciones de caridad que, poco a poco, iba aprendiendo.
Pero, sobre todo, pensaba en aquella ancestral
promesa del Dios Supremo para con los hijos de los hombres. “Sólo es necesario
que se lo pidas”, resonaba en su mente. Y, por primera vez en años, decidió hacer
la prueba.
-No sé si
puedes oírme, o si siquiera estás ahí. – dijo en voz baja – Pero estoy muy asustada
por lo que pueda pasar con mi país si nadie detiene a esta gente. Y ante todo,
me preocupa lo que pueda ocurrir con gente como Ana, o la propia Alma. Si es
verdad que eres Padre de todos los mundos, te pido que por favor nos salves. O
nadie lo hará.
Al terminar, experimentó una tranquilidad
que no podía evitar percibir como confirmación de que Alguien la escuchaba. Era
sólo una sensación, nada siquiera cercano a un argumento intelectualmente
convincente. Y sin embargo, tal vez ese era el tipo de experiencia que tanta
falta le hacía: la del encuentro personal con lo Superior, que trasciende
infinitamente la lógica humana, y en lo que ésta halla la respuesta a todas sus
carencias.
No creía aún. O al menos, no en plenitud.
Pero, por primera vez en mucho tiempo, sentía que, tal vez, el mal no tendría
la última palabra.
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