martes, 22 de abril de 2025

Los juegos de los dioses, capítulo 4: Una hija para la reina

Capítulo IV

Una hija para la reina

Nexhazar siempre se me ha hecho irónico. Una vasta, vastísima ciudad sin muerte, donde el miedo al dolor antecede, y por mucho al temor al deceso. Una muerte que muchos desearíamos poder recibir, a modo de amnistía sobre nuestros ignotos pecados. Nos pasamos la vida haciéndole sentir a otros el deseo de morir, y ahora somos nosotros quienes daríamos todo por la oportunidad de volver al mundo de los vivos, y tomar otras decisiones. Pero esa oportunidad se ha ido, y jamás regresará.

De cualquier modo, soy una privilegiada. La mayoría de los eternamente sentenciados duermen en habitaciones frías, sufriendo por siempre su propia mediocridad, o teniendo que venderse a gente como yo a cambio de la oportunidad de aligerar un poco su tormento sin fin. A esto nos arrastra la escasez que impera en un mundo perpetuamente sobrepoblado y sin confines a los que escapar. Y yo, aunque reconozco sobradamente lo indigna que soy de cualquier admiración, hago algo por reducir la sutil tortura a la que la Mente Cósmica nos ha sometido. Mi límite es herir a quien no me deba dinero, o haya sabido merecerlo de algún modo.

Mi llegada al Inframundo fue de lo más común. Desperté en la estación central, donde los cuerpos sutiles de los recién sentenciados se proyectan tras su juicio final. Estaba desnuda, confundida, y sólo recordaba aquellas palabras sin sonidos que, estimo, repitió el Juez ante mis súplicas por clemencia: nihil inultum remanebit.

Los primeros días, el hambre y el frío me mostraron lo que implicaría mi sentencia eterna si no hacía algo por cambiar mi destino. Al quinto, medio muerta de hambre, un vagabundo me ofreció dinero a cambio de impúdicos favores, que evitaré narrar aquí.

Una cosa llevó a otra, y poco después ya formaba parte de un burdel. Una experiencia para nada grata, que me mostró la cara más patéticamente maliciosa de mi especie, y de las demás.

Las prostitutas, aunque con cierto sentido de comunidad, vivían sometidas a los irrespetos de los proxenetas, que a menudo abusaban de su necesidad para saciar sus bajos instintos. Lo que en otro mundo sería la sacralidad de las relaciones conyugales, era aquí moneda, y lo más a lo que podía aspirar en este mundo era a ganarme el favor de alguno de mis superiores, y ser, por algún tiempo, la reina de la casa.

Sin embargo, no fue esto lo que me convenció de apartarme. Fueron las horribles enfermedades que una de mis compañeras contrajo, lo que por fin me hizo decidir que no quería pasarme la eternidad cubriendo mis llagas con maquillaje barato.

No sé si fue asunto de la providencia, si es que tal cosa tiene sentido en el sitio en que, al llegar, se abandona toda esperanza de amor divino. Pero, pocos días después, cuando ya me sentía obligada a regresar, no pudiendo soportar los rugidos de mi estómago y los temblores del frío, trabé amistad con Aneu, quien por medio de sus artimañas me consiguió un puesto en la banda de Las Potestades. Ese desgraciado, que me hablaba a través de los sueños, me mostró nuevos mundos, y me ofreció el poder y el bienestar con que cualquier condenado sueña. Y vaya que cumplió.

Al principio, me dediqué a traficar con sus productos, y a medida que mis nuevos jefes se hicieron conscientes de mi habilidad para huir de los Vigilantes, fui ganando puestos cada vez más relevantes. Adopté el nombre de Joan Conly, en honor a cierta Juana de la que escuché, una leyenda sobre una habitante del mundo de los vivos que recibió mensajes de una entidad superior, y se transformó en líder de un ejército.

Y vaya que yo llegué a serlo también. Apenas 37 años tras mi llegada al Averno, y con la captura a manos de nuestros enemigos del hombre que me había encumbrado, tomé su lugar. Bajo mi mando – y no me avergüenza alardear – la organización llegó a donde pocos hubiesen podido imaginar, y algunas décadas después, ya éramos dueños de un enorme edificio en lo que alguna vez fue un barrio lujoso de la ciudad, ahora plagado por doquier de criaturas bajo mi mando, destinadas a garantizar el orden.

Mis rivales han quedado hechos polvo, por desgracia para ellos, no de manera literal, y los que no, están ahora bajo mi poder. Mucho he sabido ganarme, sí. Pero mi más grande tesoro no está en el oro, las joyas ni las cuentas bancarias.

El Infierno es un lugar profundamente solitario, por paradójico que esto pueda sonar de cara a lo difícil que es caminar por los barrios obreros en un “día” cualquiera. Todos persiguen su propia subsistencia, y la violencia permanente nos exige renunciar a nuestro lado menos imponente. Y yo, sin estar del todo consciente de ello, estaba harta de esa vida.

A Trysa la conocí cuando, hace algo más de una década, tuve a bien visitar un barrio recientemente arrebatado a cierto adversario. Ella, vestida de modo sugerente y con mirada seductora, no tardó en llamar mi atención. Tenía el aspecto de una adolescente, del todo comparable al mío al llegar allí. Y, sobre todo, en sus ojos se reflejaba aquella necesidad de la ayuda que, sin embargo, ya había dado por hecho que nunca vendría.

La adopté. Fue difícil al principio el lidiar con su agresividad y desconfianza pero, con el paso de los meses, y luego de los años, su coraza se rompió, y acabé siendo para ella una madre, que se enorgullecía de llamarla “hija”.

Inteligente y hermosa, cada noche compartíamos cenas, que pasaron de ser silenciosas e incómodas, a ser testigos primero de conversaciones menores, y luego de charlas animadas, que a menudo tenían por efecto risas groseras, que nadie más podía aspirar a ver brotar de mi boca.

Comencé a entrenarla para que, en un día no muy lejano, se convirtiera en mi mano derecha, y así fue. Le enseñé lo que sabía sobre este y el otro mundo, basándome en lo que aprendía de mis lecturas esotéricas, y ella se transformó, por fin, en lo único aquí abajo que no estoy dispuesta a reemplazar.

Una noche, Aneu volvió a manifestarse ante mí. Pero esta vez, lejos de esperar a que yo me entrara en el plano onírico, aquél mundo entre la vida y la muerte en que moran los más nobles guías espirituales y los peores parásitos psíquicos, apareció en la puerta de mi oficina, con su larga cabellera negra, sus grandes ojos color miel y su habitual elegancia.

         -Te tengo un trabajo. – me dijo – Sabes bien que me debes un favor.

Lo que demandaba de mí era, en realidad, muy simple: recibir a una joven rata de biblioteca, que, pronto sabría, estaba aquí para llevarse consigo a su amada, de regreso a la Tierra de los vivos.

Cuando lo conocí, quedé muy gratamente sorprendida por su erudición, y no tardé en ilusionarme lo que de él podría aprender sobre el hermoso cosmos del que yo misma procedía. Así que, sin perder tiempo, lo consagré al servicio de mi hija, a quien debería ayudar a reunir más de esos objetos de vasto poder que en tantos momentos me habían sido de utilidad. Y que, tal vez, un día me permitirían hallar algo de alegría en la oscuridad del noveno círculo.

La magia era para mí una obsesión desde mi encuentro con Aneu. No tardé en saber por él que, con más frecuencia de la que se podría imaginar, ésta era más fruto del sobrehumano ingenio de una civilización avanzada que de las fuerzas preternaturales que, habiendo brotado de las manos de Dios, pululaban por cielos, tierras e infiernos.

Con el paso de los días, noté que la fría recepción de Trysa se había transformado en cierto grado de amistad con el recién llegado. Comenzó a reír con mayor frecuencia, y a hablar más, cosa que me alegró de buenas a primeras.

Sí, definitivamente era bueno tenerla. Un remanso de paz en medio de tanta guerra. Una guerra cuyo resultado, sin embargo, hacía tiempo estaba más que trazado, y que ahora era impotente ante el gran edificio que yo había sabido construir.

Definitivamente nada podría sacudir mi control. Pero, tal vez, ni siquiera era necesaria una sacudida.

 

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