Te lo advertí, hermana. Te advertí que un día tu suerte iba a terminar, y tu belleza y fama no te servirían de nada ante la ira de las multitudes engañadas, que degradaste durante tantos siglos y tantos milenios. Pero nunca quisiste escucharme, y ahora vas a pagar las horribles consecuencias.
Recuerdo aún el día en que nos encontramos. Tras años, quizá décadas, de levitar cómodamente en el Vacío Primigenio que nuestro Señor y Padre había dispuesto para nosotras, nos vimos por casualidad y a la distancia, para acercarnos la una a la otra primero con curiosidad y cautela, más luego, al reconocernos como semejantes, con confianza y entusiasmo.
Algo dentro de mí me decía que no eras -al menos por el momento- una amenaza, como si ya te conociera desde toda la eternidad. Nunca me lo dijiste, pero estoy convencida de que sentías lo mismo. Éramos tú y yo un par de luces refulgentes de gran belleza en el abismo sobre el que pronto haríamos el mundo, desde lejos, sólo distinguibles en función de nuestro brillo característico.
El tuyo, al igual que tus vestimentas, era blanco y puro, sin mancha ninguna de imperfección. Tus cabellos dorados hacían un perfecto juego con tanta elegancia y pulcritud, así como tu faz hermosa y proporcionada y tus ojos amarillos como lo que eventualmente sería el Sol.
El mío, por otro lado, brillaba en un fuerte tono carmesí, lo cual en combinación con mi cabello oscuro y mis ojos de color igualmente rojizo, seguramente contribuyó a que los Primigenios, los seres con que en nuestro aburrimiento poblamos los cielos y la Tierra, me vieran como un símbolo de caos y destrucción.
No pasó mucho después de que nos conocimos para que descubriéramos, en medio de un jugueteo accidental, nuestra capacidad creativa. Y entonces aconteció el que para nuestras creaciones sería el inicio de todo.
En pocos años, dimos forma a los cimientos de la Tierra, y de nuestros experimentos surgieron las primeras criaturas vivientes. Monstruosidades de los abismos marinos que ya no son más. Criaturas gigantes y hermosas que caminaron sobre la Tierra, hasta que finalmente nos decidimos a emprender nuestro más grande proyecto.
Nos instalamos sobre la montaña central del disco terráqueo, y allí establecimos un bello jardín, con un pequeño templo en el centro para elevar nuestros sacrificios y alabanzas al Señor de los Mundos, aquél que por amor de su nombre dio origen a la existencia y cuanto hay en ella, en él y por él. El Todopoderoso, el Omnisciente, el que es el Nombre, el Portador del Nombre y Aquél que lo mantiene en Secreto, a quien conocimos por mera intuición desde un inicio, y a quien vimos como sagrado antes aún de entender ese concepto.
Aquél a quien, ultimadamente, optaste por suplantar. Fue poco después de la creación de una raza de antropoides hechos a nuestra imagen, que sostuvimos una fuerte discusión en cuanto a su futuro. Mientras yo anhelaba verles crecer y prosperar libremente, hasta que un día pudieran ser dignos de ser llamados nuestros hijos, tú temiste que quisieran levantarse contra nosotras, que por sus progresos se envanecieran y se convirtieran en una fuerza que no pudiéramos detener. Así que me propusiste someter sus intelectos y voluntades a través, inteligentemente, no de lo que odiaban y les atemorizaba, sino de lo que amaban y por su misma naturaleza estaban inclinados a desear: el placer. "Les llenaremos", dijiste, "de toda suerte de bondades y deleites, de manera que nunca miren a su interior, donde se encuentra la máquina más poderosa que jamás hemos visto: su espíritu".
Debo confesar que tu idea fue, para mí, tentadora en un inicio. Un paraíso terrenal para los míos, donde nunca tuvieran que sufrir ni pasar necesidad. Y lo único que pediría a cambio, era su completa y apacible sumisión.
Pero...¿Era realmente aquello lo mejor? Sin darnos cuenta, habíamos originado una fuerza creativa como nunca se había visto desde el inicio de los tiempos. Seres que eran carne y hueso, pero en que -sospechaba- por amor de nosotras había colocado el Padre algo más, algo que les daría el poder de hacer maravillas que nunca ojo había visto, y que les permitiría, quizá, llegar a Él.
El debate se convirtió en discusión, y pronto inició una gran batalla, en que terminaste venciendo al hacerte acreedora de la energía procedente, irónicamente, de las almas de aquellos que te invocaban para que la tormenta cesara, atemorizados de mí.
Acabé, pues, exiliada del mundo que yo misma creé, encerrada en las profundidades oscuras bajo la Tierra y demonizada a más no poder. En mi ausencia, y ya sin que pudiera detenerte, les hiciste creer que eras su única madre y que era yo la fuerza cósmica que había querido arrastrarlos a una época de caos, cuyo advenimiento no prevendrías si ellos no se sometían del todo a tus estrictas normativas. Les llenaste de sacerdotisas, monarcas y toda especie de líderes corruptos que te representaran, robándoles, como tú, su dinero, su potencial y su libertad.
Y sin embargo, lo sé ahora, lograste que lo disfrutaran. Banquetes, festividades impúdicas y espectáculos inundaban su mundo, tan bello y tan repugnante a la vez. Eran millones de almas transformadas en tus mascotas, seres inteligentes y maravillosos, degradados a la infantilidad y, en ocasiones, a la más pura animalidad.
Con el paso de los eones, lograste incluso que olvidaran que alguna vez se adoró a Alguien más grande que tú. El templo en el jardín quedó abandonado, y sólo fue utilizado una vez cada algunos años para depravadas celebraciones, en que finalmente acabaste por participar. Al final del día, la podredumbre extrema, combinada con la censura y gentil represión contra quien osara cuestionarte, acabó por contagiarse a su misma artífice.
Yo, por mi parte, sin poder ver más que mi propio y brillante cuerpo, permanecí allí, en la oscuridad infinita durante tanto tiempo que acabé por perder la noción de él. Todo esto hasta que él llegó.
Una voz atronadora se escuchó por todo el submundo, diciendo mi nombre. Y pronto, temblando fui entrevistada por la presencia más abrumadora que jamás he llegado a siquiera pensar, justo por debajo del Padre. No me atreví a encender más luz, sabiendo que eso en la oscuridad, reclamaba un sacrificio.
Te ofrecí. ¿Qué más podía hacer? Eras la única a quien podía entregar sin problemas de conciencia. Y para concretar tu caída, me entregó la cosa, aquella que había esperado y observado en la oscuridad cuanto hicimos desde el principio, Aquél del Más Allá, de fuera de los límites del tiempo, todo el conocimiento y la influencia necesaria para la ejecución de mi indeseada venganza.
Y en ese momento, pude por un instante verlo... todo. Mundos más allá de la imaginación, horrores y bellezas que destruirían la cordura humana, y la indescriptible e infinita Sustancia del Señor, a quien supe por intuición que él servía para fines más allá de mi comprensión. Pude ver la unidad del mundo, a la vez partícipe y totalmente separada de la del Ser Supremo. Razas incontables, a menudo similares a nosotras y a nuestros hijos, pero también diferentes a más no poder en infinidad de formas. Vi el inicio de todo, cuando por la Palabra del Padre, sin la que nada fue hecho, nació la luz y se separó de las tinieblas, y cómo Ésta entró en el tiempo en alguna lejana ocasión. Y también vi como todo terminará, con el Retorno de la Palabra para poner a esta obra su punto final.
Y con el poder recién recibido, decidí astutamente no confrontarte de manera directa. Ni aún así pudiera haberte vencido, siendo que te encontrabas, literalmente, en la cima del mundo. Más bien, decidí inspirar en las frágiles mentes de los hombres ideas contrarias a tu régimen. Desde la adoración y obsesión por mi figura, que sin entender demasiado quisiste perseguir hasta llegar, de un modo por demás irónico, a las más crueles e inhumanas torturas, hasta la idea de un Superior, de un Sin Límites al que deberían los hombres remitirse en busca de liberación.
Y fue en medio de los que experimentaban, a escondidas, con esta última idea, que hallé a mis mayores aliados. Pronto sus conciencias alcanzaron superiores planos de existencia, logrando poderes sobre la materia y el espíritu que incluso a ti te asombraron.
Tuviste miedo. Lo sé, y es en realidad obvio dada tu reacción. Iniciaste guerras que diezmaron a la humanidad para cazar a los practicantes de estos cultos. Mas de nada sirvió, excepto quizá para incrementar el interés.
En pocos siglos, los que cuestionaban tu autoridad ya eran una porción apreciable de la población. Desesperada, decidiste arrasar sorpresivamente a todo el género humano para escapar a las consecuencias de tus acciones. Fue cuando ellos lograron detenerte que supiste que te quedaba poco tiempo.
En breve, tus propios seguidores te abandonaron, y los hijos de los hombres invadieron el Monte Pleroma para acabarte. No pudiste ni escapar de tan debilitada que te encontrabas. Ellos te sometieron a juicio, y a modo de castigo, te exiliaron a donde milenios atrás me habías lanzado a mí. Pude haber escapado entonces, pero francamente no lo quiero. A fin de cuentas, tengo que cumplir mi parte del trato, y enviarte al lugar, fuera del tiempo y del espacio, en que aquellos que son como tú deben estar.
Te lo advertí, hermana. Te advertí que eventualmente no ibas a poder huir de tus malas acciones. El hombre que convertiste en animal durante tanto tiempo fue tu juez. Y ahora, yo seré tu verdugo.
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