Te vi llegar. Tu rostro miraba lleno de asombro y un peculiar consuelo a las puertas del Paraíso que alguna vez fue creado para ti y todos los hijos de los hombres, cuando la vida aún era dulce, y el universo una obra de arte sólo digna del enorme genio creativo del Dios que hizo nuestro mundo.
Te sentías feliz. Lloraste de alegría a las puertas del Edén, pensando que al fin tendrías justicia y paz. Yo, con mis enormes alas, te contemplaba desde el otro extremo de las rejas doradas que daban al enorme, casi infinito mundo repleto de hermosura que alguna vez te perteneció.
Te acercaste corriendo con la alegría de una niña a la puerta mientras yo caminaba de modo suave, con rostro apacible pero entristecido y lleno de dolor, en tu dirección, preguntándome cómo iba a decírtelo. Los de tu tipo siempre me ocasionaban una empatía especial. Pobres almas que sufren, que han cometido errores y sólo desean poder repararlos, pero que no siempre tienen la oportunidad de hacerlo alguna vez. Y tú no eras de las afortunadas.
Finalmente estuve en la entrada. Mientras llegabas, notaste las decenas de luces brillantes que flotaban apaciblemente hacia el interior, depositándose suavemente sobre la hierba, mientras mis ángeles las recibían con amabilidad, y no tardaste en detenerte en seco, a pocos metros de la entrada, que permanecía impasiblemente cerrada.
Desconcertada, te acercaste a mí, mientras cada vez más asustada notabas la forma en que los mensajeros divinos te apartaban la vista con ese desprecio que habías tenido que sufrir toda tu vida mortal.
-Hola, señora, ¿usted es Dios? -dijiste tartamudeando y con rostro preocupado.
-Podría decirse -contesté sin apenas fuerzas para disimular mi tristeza.
-¿Por qué no me dejan entrar? No he sido mala. Sólo tuve mala suerte. Sólo quiero descansar, por favor.
Tus súplicas me conmovieron profundamente. Definitivamente ya no eras ese monstruo caprichoso y arrogante que traicionó a todos los que le amaban siendo aún muy joven. Me recordabas tanto a mi hermana, a quien extrañaba tanto. Y a quien nunca vería de nuevo.
Sí, tal vez merecías lo que te ocurría tanto como esa adolescente caprichosa y petulante. Con su rebelión trajo el pecado y el dolor al mundo. Pero en el fondo sólo se sentía celosa y despechada. Sólo quería que nuestro difunto padre le prestara un poco de atención por una vez, y su alma se rompió lentamente por el continuo ninguneo. Era mi culpa en el fondo. Yo permití que eso le ocurriera. Si tan sólo me hubiese apiadado de esa niña que me miraba como su heroína, todo esto no hubiera ocurrido jamás.
-No -respondí resignada, tras un corto suspiro. No tenía sentido retrasar lo inevitable-. No fuiste buena. Fuiste mala y cruel con tu familia. Los engañaste y te fuiste con lo que se necesitaba para salvar la vida de tu hermano menor, y lo usaste para drogas y fiestas. La vida que tuviste es tu culpa y de nadie más. Y lo siento, pero ese es el único pecado que no puedo perdonar. Este es tu castigo. Jamás vas a alcanzar la paz por toda la eternidad.
Me miraste con rostro primero de una desoladora desilusión, y luego con el más absoluto pánico. Y empezaste a llorar y gritar suplicando esa misericordia que no podía darte. Como tantos otros antes, y tantos otros después, te humillaste cayendo de rodillas en medio de esos harapos sucios que ahora cubrían tu otrora bello y arrogante cuerpo, pero de nada serviría.
Me preparaba para enviarte a tu castigo, cuando hiciste algo que definitivamente no esperaba. Algo completamente nuevo en estas situaciones.
-Por favor, te lo ruego. Sólo quiero ver a mi hermano y a mis padres y pedirles perdón. Después aceptaré lo que merezco. Es lo único que he querido desde hace quince años.
Conteniendo como podía las ganas de llorar, me sobrepuse para poder seguir castigándote, como estaba obligada a hacer
-No quieren verte. Mataste a su hijo por un poco de dinero, y después calumniaste a tu padre hasta que se quitó la vida. Tú no mereces el perdón. Eres una puta desalmada en el sentido más literal del término. Eso es todo.
Al oír como Dios misma te insultaba de esa forma, que al principio te ocasionaba un soberbio placer juvenil y que luego se convirtió en una llama que te quemaba por dentro en cada ocasión, tu mirada bajó mientras tu poquísima autoestima quedaba totalmente pulverizada. Y entonces chillaste de angustia llevándote las manos a la cara. Gritabas que no tenías esperanza, que eras una puta y que no merecías nada bueno. Y yo tuve que morderme la lengua hasta sangrar para no abrir la puerta, abrazarte y darte todo ese amor que sentías no merecer. Hubiera sido peor para todos.
-Es hora de que te vayas -te dije mientras mi voz se quebraba y dos ángeles, armadas con las lanzas con que alguna vez habían gobernado el mundo, se acercaban hacia ti, seguramente listas para darte una paliza apenas te arrastraran fuera de mi presencia, para luego aplicarte la sentencia que te correspondía-.
-Por favor, no -gemiste, mirándome suplicante-. Mi vida ya fue un castigo. El Infierno sería demasiado. Por favor, déjame volver. Prometo hacerlo mejor. Nunca más voy a traicionar a nadie. Voy a ser buena, y a vivir ayudando a otros. Te lo ruego, ten piedad. No me hagas esto tú también...
Esa última frase me rompió, y no pude más. Siempre que esto ocurría era igual. Siempre terminaba de la misma forma. Y cada vez era más intolerable.
Lloré con la peor de las amarguras, mirando al transfigurado rostro de mi difunta hermana, con quien nunca jamás podría volver a compartir un dulce atardecer, charlando y jugando, siendo esa madre que ella necesitaba y que yo nunca había tenido. Y veladamente, en honor a ella, decidí consolarte al menos un poco, sólo para volver a torturarte inmediatamente. Eso me estaba permitido.
-No irás al Infierno. Ya no existe. Desapareció desde que Satanás fue derrotada. Yo misma la maté, y recuperé el trono después de varios milenios de tiranía sobre la totalidad del universo.
-¿Qué?
Tu rostro de confusión coronó la escena, inspirándome esa compasión y ternura que los mortales siempre habían engendrado en mí, y sobre todo en mi padre. Eran su mayor proyecto. La herencia de mi madre. Esos que estaban destinados a ser mayores que nosotros mismos.
-Eso. Satanás está muerta. Y Dios también. Ella lo mató en venganza e hizo de la vida de los humanos un infierno, al que seguía el verdadero Infierno. Se sentía celosa de la humanidad y quiso reemplazarla por unos seres que eventualmente también se hartaron de su crueldad. Ahora se llaman ángeles, y odian todo lo que se parezca a ella. Por eso no puedo dejarte entrar. Se juraron nunca perdonar a los que se parezcan a su creadora, y jamás van a retroceder. No pueden. Son mas máquinas que humanas, y se programaron para jamás arrepentirse ni un poco de su decisión.
-¿Y qué va a pasar conmigo? -preguntaste.
-Volverás a la Tierra, y lo repetirás todo. Te verás siempre igual. Los mismos errores una vez tras otra, por los siglos de los siglos, con los mismos resultados por toda la eternidad. Tendré que hacer esto infinitas veces más porque en una vida anterior cometiste esta equivocación. Lo mismo con todos los que hicieron lo que tú hiciste.
-Por favor, quiero poder arreglarlo- me dijiste llorando-.
-Lo siento- respondí intentando recuperar mi severidad-. Tu pecado es imperdonable. No hay nada que yo pueda hacer. Ahora casi todos van al Cielo. Pero el mundo se mantiene horrible a propósito sólo para poder castigarte, y a los tuyos. Literalmente el mundo los odia.
"Y a mí también", pensé mientras esta última frase volvía a resquebrajar mi espíritu como tantas otras veces, pero seguramente no tanto como el tuyo. Te levantaste con un rostro apenas expresivo, y caminaste hacia los ángeles, que te miraban con sonrisa despiadada.
No reaccionaste hasta que una de ellas te agarró con violencia por tu cabellera eternamente dorada para lanzarte al suelo y arrastrarte de vuelta al tormento eterno. Te volteaste hacia mí, pero antes de que dijeras nada mis ojos se cerraron sufrientes, mientras una de ellas te pateaba la cara rompiéndote la mandíbula.
Me alejé lentamente, ya llorando sin que fuese posible cualquier nivel de disimulo. Hacía esto en cada ocasión sólo para sentirme cerca de mi hermana, y siempre acababa igual. Ahora seguirían varios días de una depresión oscura y vasta hasta el infinito, en que rogaría a la Fuente que algún día se acordara de mi, de ti y de todos los condenados a atravesar por siempre tu miseria, y alguno de Sus Mensajeros se dignara a rescatarte.
Te observé por última vez antes de volver a mis labores, mientras esas bestias te golpeaban salvajemente y, con cada patada, rompían mi conciencia, que era la responsable de todo esto.
"Perdóname. Te amo y te extraño mucho, Lucifer", te dije en silencio, mientras ellas te arrojaban entre risas demoníacas a tu próxima vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario