Grazilin se sentó con suma dificultad al interior de la caverna en que, junto a los que alguna vez consideró sus amigos, había quedado atrapado algún tiempo atrás. ¿Horas? ¿Días? Era difícil decirlo sin acceso a la luz solar.
Apoyado sobre una pared húmeda y mohosa, luchaba vanamente por respirar, sabiendo que ya poco le quedaba sobre este mundo, y casi con seguridad a ellos también.
Yacían en el suelo después de que un violento terremoto hiciera caer sobre sus cabezas grandes rocas que les dejaron inconscientes, pero aún respirando. Hubiese sido de algún modo una justicia poética si él hubiera podido escapar. Después de todo, le llevaron allí para matarle por razón de la terrible traición de revelar la corruptela que habían construido a lo largo de los años.
Tomaron la estúpida decisión de dejar fuera a sus mafiosos subordinados, llevándole hacia las profundidades de la estructura y proponiéndose matarle sin que nunca nadie pudiera encontrar sus restos. En parte por temor a las autoridades y en parte como un elemento más de su cínica vendetta, por la que le harían desaparecer para siempre del mundo que -sabían bien- alguna vez temió que le olvidara.
Era realmente difícil. Y no tan sólo por la injusticia de su próxima muerte, sino ante todo por el dolor que tal escena le provocaba. Habían sido, después de todo, sus camaradas desde el principio. Los amaba, y durante mucho tiempo creyó que ellos lo amaban de vuelta. Pero resultó no ser así.
La linterna pronto quedó sin batería después de que la posó tiernamente sobre el rostro de Violith. Sólo quería ver su rostro imberbe reposar en el suelo, dormida como la bebé que siempre vio en ella, pero sin despertarla. Después de todo, era inevitable que muriera por intoxicación de dióxido de carbono luego de que el oxígeno se agotara. Era mejor que lo hiciera cómodamente dormida.
Le recordó con ternura ya en la más absoluta oscuridad. Era la más joven de todas, y la relación femenina más genuina que jamás llegó a tener. Tras conocerla, no tardó en enamorarse profundamente de él. Era una niña de quince años, brillante pero insegura y fácil de conducir para sus colegas con mayor habilidad. A menudo él la protegía como un hermano mayor cuando notaba que un idiota de los muchos que abundan en la política y los negocios intentaba aprovecharse de su ingenuidad. No había mucho que pudiera hacer pese a su insistencia. Él tenía diecinueve años, y no es diferencia escasa.
Por alguna razón, esa niña le recordaba a su difunta hermana, y llegó a comprometerse con ella hasta el punto de jugársela en numerosas ocasiones, aún contra su voluntad, por resguardarla. Ella se irritaba cuando conseguía alejar a algún magnate que deseaba una prostituta adolescente a la que pagarle los caprichos. Se enfadaba durante semanas y luego volvía a él, con la mirada baja pidiendo perdón. Una y otra vez. Durante tres años y medio.
Nunca hubiera esperado, entonces, que cuando decidió confiarle en exclusiva lo que había descubierto respecto al peculiar arreglo político con el narcotráfico que les llevó al poder estatal, fuera ella quien le apuñalara por la espalda a fin de salvar su carrera.
Mientras le arrastraban aquí, se le notaba incómoda, y evitaba mirarle a los ojos. No había mucho que decir, en realidad. Él la veía con severidad y decepción ante cada intento.
No dijo nada mientras sus demás colaboradores se proponían asesinarle de un modo exquisitamente cruel al interior del lugar más inesperado para hacer una fogata. Simplemente caminaba de un lado a otro evitando contemplarle. Evidentemente culpable, pero sin arrepentimiento real.
Y cuando todo estaba listo y el que había considerado su mejor amigo se proponía encender la cerilla, la Tierra tembló de un modo inusualmente violento incluso para una zona sísmica. Casi como si de un castigo divino se tratara.
Y así, con los demás incapacitados, él logró zafarse de sus ataduras e intentó vanamente buscar una salida, hasta que comprobó que tendría que compartir con ellos sus últimos instantes de vida. Por demás irónico considerando que alguna vez discutieron, en sus primeros tiempos, sobre lo bello que sería morir juntos tras dar batalla por la justicia.
Cerró los ojos sin que eso afectara en nada la negrura infinita que percibía. Su respiración era ya casi imposible, y sintió como la vida escapaba de él. Hasta que de repente todo terminó.
Repentinamente se sintió bien. Ya no le costaba respirar. De hecho, no parecía que necesitara hacerlo en absoluto.
Se puso de pie dificultosamente, y mientras lo hacía su cuerpo comenzó a brillar traslúcidamente, dando luz a toda la sala. Miró sus manos, visibles pero transparentes, que le permitían ver con claridad todo lo que había tras ellas. Fascinante. ¿Existiría acaso vida tras la muerte? Si era así, entonces... oh, no.
Se recordó a sí mismo su notorio escepticismo hacia el politeísmo cultural que le circundaba. ¿Tendría ahora que comparecer ante Am Dhaegar, juez de todo varón? ¿Daría acaso importancia a su nobleza, o tendría razón Violith, y él le penaría por haberle rechazado sin mayores consideraciones?
Tembló ante tal perspectiva, y no pudo sino gritar de espanto ante el sonido de la flauta tras de si, que tocaba una triste melodía. Volteó rápidamente sin estar seguro de querer hacerlo. Y efectivamente, allí estaba ella.
Sentada con sus piernas cruzadas, La Muerte se había apoyado en el suelo de la parte amplia de la caverna, mientras tocaba suavemente la flauta de hueso que siempre llevaba consigo. Dos alas negras brotaban de su espalda encorvada.
Ella portaba una túnica negra que le cubría por completo a excepción de los brazos con que manipulaba el instrumento y su rostro huesudo. Aunque eso sería quedarse corto. La palabra correcta era "esquelético": un cráneo humano recubierto de piel pálida, seca y muerta, coronado con dos ojos blancos, nublados, como los de un ciego.
Le miró con terror durante varios segundos, hasta que ella finalmente habló. Su voz era femenina y susurrante como la del viento.
-Cálmate- le dijo en tono suave pero imperativo-. No voy a hacerte daño, ni mi señor tampoco. He venido por ti y sólo por ti, para que puedas recibir el premio que adquiriste con tanta virtud, a menudo sin saber que lo estabas haciendo.
Él respiró aliviado, para inmediatamente después recordar aquellas enigmáticas palabras que acababan de brotar de la boca de la Puerta de la Otra Vida: ¿"sólo por ti"?
-¿Qué pasará con ellos?- se apresuró a preguntar con preocupación.
Lo mismo que a ti- volvió a hablar La Parca-: recibirán lo que merecen. Hasta el fin del mundo.
Inmediatamente tras concluir estas palabras, él fue testigo de cómo, desde el suelo, una serie de zarcillos y luego tentáculos emanaban, sujetando inmediatamente los cuerpos de sus amigos. Inmediatamente les vio abrir los ojos, y fue testigo de cómo sus cuerpos astrales intentaban abandonar la materia física, brillando en el proceso.
Uno a uno despertaban e intentaban zafarse. Les miró en shock hasta que escuchó la suave y aún infantil voz de Violith, quien aterrorizada le imploró con ojos de miedo absoluto con un "por favor, ayúdame".
Él no tuvo tiempo de correr a intentar liberarla antes de que Doña Osamenta le dirigiera nuevamente la palabra:
-Ni te gastes. No podrás salvarla, ni a ninguno de ellos. Firmaron su propia sentencia en el preciso instante en que decidieron darte muerte o, a lo menos, consentir silenciosamente ese crimen. En ese momento perdieron el derecho a la redención.
-¡No, por favor!- gritó Violith, quien por ser devotamente religiosa estaba perfectamente consciente de lo que venía.
Inmediatamente, una de las masas tentaculares que se envolvían por todo su cuerpo decidió ingresar por su boca y expandirse dentro, impidiendo que de ella pudiera brotar algo que no fueran gemidos ahogados de pánico.
-Ahora sí pides piedad- le habló la Novia Fiel, mirándole con un odio implacable e inmisericorde-. Cobarde. Tuviste una semana entera para rectificar y salvar a quien hizo por ti lo que tu padre jamás se molestó en intentar. Ahora se acabó para ti. Eres sin duda la peor de todos. La traición, más aún si es por la mera ambición de un mugroso puñado de atención y afecto, es una gran ofensa, y requiere una pena a la altura.
"No", se oyó decir a un suplicante Grazilin, ante el horror de la escena. Ahora todos gemían a modo similar. Estaban realmente acabados, y nunca pensó que fuese posible tanto terror en la mirada de personas que demostraron siempre entereza y fuerza psíquica.
-En fin- volvió a hablar ella-. Nos vamos. Ahora el Cielo es tuyo para seguir mejorando y creciendo por toda la eternidad, hasta llegar a ser uno con la Fuente misma de toda Creación, que es responsable de la existencia de cada dios. En cuanto a ustedes, no me molestaré ni en desearles buena suerte. No les servirá de absolutamente nada.
Y en ese momento, él pudo ver cómo el suelo a su alrededor se agrietaba, revelando bajo sus pies un ardiente lago de algo que parecía ser fuego, pero que era oscuro, siniestro, de olor pútrido y aterrador hasta el extremo con sólo mirarlo.
Mientras las manos arrastraban a sus queridos hacia el interior de la fosa infinita ubicada en lo más profundo de la Tierra, vio como, aún con sus bocas cubiertas gritaban ahogadamente con un dolor más allá de las palabras.
Volteó a ver a Mariel Guadaña, quien ahora se encontraba de pie a su lado extendiéndole la mano, mientras una enorme puerta luminosa y rectangular, que dejaba ver el más hermoso paisaje que jamás pudo imaginar, se abría tras de sí.
La tensión era excesiva. Pero sabía una cosa: no podía dejarla a su suerte.
-¡Por favor, haré lo que sea!- gritó desesperado en dirección a la Piadosa Impiedad Negra, que se sobresaltó al instante, mientras el silencio más absoluto invadía el lugar.
Volteó a verlos a todos, retomando su respirar agitado, y los encontró congelados en gestos de dolor y miedo, pero sin moverse ni un centímetro.
-¿Lo que sea?- preguntó La Muerte, mirándole con una sorpresa absoluta que resultaba evidente pese a sus ojos muertos.
-Cualquier cosa- respondió mientras comenzaba a llorar-.
-Se lo merecen- volvió a decir la Señora de los Sarcófagos, sin apenas poder creer lo que acontecía-. Acaban de casi quemarte vivo por intentar salvar la vida de personas inocentes de las que deseaban aprovecharse.
Él la miró a los ojos, sollozando sin saber qué decir, hasta que, finalmente, concluyó que sólo le quedaba ser sincero.
-Los amo- volvió a decir-. Fueron lo más cercano a mi familia durante años. Estuve con ellos desde que era niño en el hogar de acogida. Y Violith- comentó mientras volteaba a verla, notando entonces la forma en que inclinaba su mirada petrificada hacia él como pidiendo clemencia, pero también perdón desde la más honda profundidad de su corazón-... ella es la luz de mis días. Nunca cuidé a nadie como a esa chica, y no voy a dejar que alguien la destruya. Mucho menos ahora.
La Parca le miró sin comprender, pero evidentemente esforzándose por hacerlo, y por primera vez le vio parpadear apresuradamente antes de proseguir.
-Tal vez es de esto de lo que Gabriel intentó hablarnos- reflexionó para sí misma, bajando la vista para luego volver a elevarla-.
-¿De qué hablas?
-Creo que te lo dije ya: Am Dhaegar no es la Fuente de todo lo existente. Sólo es un dios más. Uno perfectamente justo, pero sólo eso. Carece de toda compasión por cualquiera, y es incapaz de siquiera procesarla. Me creó a partir de sí mismo y tengo su misma tendencia. Pero recientemente algo vino a mí de fuera del mundo, y en un instante me dijo muchas cosas. Me habló sobre los ancestros del soberano del mundo, cuya existencia él mismo no sospecha. Una inteligencia fría y carente de conciencia, todo en uno y uno en todo, que conoce todo lo que ocurre en cualquier parte de la enormidad de los mundos que existen aparte de éste, y que nació de un colosal, durmiente y ciego idiota. Me habló, además, sobre su Padre. El auténtico Dios Supremo, Ilimitado, Eterno, infinitamente Sabio e infinitamente Poderoso. Él es distinto a mí y a mi padre. Es Justo, sí, pero Su primer Cualidad en relación a las criaturas es la Misericordia, siempre dispuesta y ansiosa por perdonar, que vas tras el ser racional antes de que él siquiera lo desee.
Grazilin le miró sin comprender el por qué de tanta plétora, cosa que evidentemente ella no tardó en notar, pues se apresuró a explicarse.
-No lo entendí en su momento y le rechacé. Era simplemente inaceptable para mí que se perdonase al malvado. Una auténtica y abominable injusticia. Pero ahora entiendo todo: no lo haces por ser débil ante la justicia ¿Verdad?
-No- respondió él, al ver que la Huesuda se quedaba en silencio durante algunos instantes-. Lo hago por amor. El más puro amor del que jamás fui capaz.
-Exacto- contestó su interlocutora en tono alegre, como el de quien acaba de concluir la búsqueda de su vida-. No eres injusto al hacer esto, pues uno también se debe justicia a sí mismo. El que ama y perdona es justo por el sólo hecho de hacerlo, pues esa bondad es su propia recompensa. Le plenifica y perfecciona. Se hace con el mismo acto el honor que merece.
Él le miró entre esperanzado y suplicante. La Muerte contempló entonces, como luchando contra sus propios prejuicios, a los pobres infelices que estaban a punto de recibir el castigo que merecían, hasta finalmente suspirar.
-Está bien- dijo-. Te ayudaré. Pero no te saldrá barato.
-¿Qué quieres decir?- preguntó él, mientras el tiempo se reanudaba, los tentáculos se retiraban de los cuerpos sutiles de su peculiar y traicionera familia y el suelo se cerraba bajo sus pies, mientras todos juntos, asustados como cachorros, se amontonaban por grupos abrazándose en los extremos de la habitación.
-No podré convencer a mi padre de que les de una segunda oportunidad. Al menos no a corto plazo. Pero sí hay algo que puedes hacer. Verás: técnicamente sí hay una manera de salvarlos. Mi padre es justísimo, implacable, pero por eso mismo nunca deja nada noble u honorable sin recompensar. Así que sí él viera que tú te sacrificas lo suficiente por ellos, los conduciría al Cielo aún a regañadientes, tal vez con un castigo menor de por medio. Los perdonará por amor a ti. Y les dará lo que nunca merecieron.
-¡Sí!- exclamó él- Pagaré el precio necesario. No importa nada.
-El precio consiste en volver a tu cuerpo en descomposición y permanecer en él durante el tiempo necesario, sintiendo el dolor de la putrefacción y el tormento de los insectos y de los hongos durante todo ese período. No podrás moverte. Sólo existir allí, atrapado hasta que se deshaga por completo. A juzgar por el tipo de humedad que hay aquí, tomará siglos hasta que tus huesos se desintegren.
Inmediatamente la escena volvió al más absoluto silencio. Él miró al cadáver frío e inmóvil en un extremo de la habitación, aterrado y dudoso. Pero entonces miró a Violith, quien abrazada a su mejor amiga -la que había sugerido matarle a ese modo particular- lucía como un conejito atrapado al borde del abismo. Pensó en todo lo que ella y los suyos deberían sufrir si declinaba. No podía hacerles eso. Especialmente a su niña.
Siempre la había cuidado, y no podía abandonarla ahora. No después de haberse jugado el prestigio e incluso la vida en tantas ocasiones. No lo merecía, sin duda, pero ¿Acaso él tampoco merecía verla feliz, por lo que luchó durante tantísimo tiempo?
Recuperó entonces su entereza y, varonilmente, bajó su cabeza en señal de aprobación. La Muerte hizo lo propio una vez más, totalmente fascinada, mientras se acercaba a esos pobres chicos, ahora entre aliviados, confundidos y torturados por sus conciencias, y le extendía la mano a la jovencita que había llegado lo bastante profundo en el corazón de ese hombre para darse así por ella.
-Vámonos- le dijo, esta vez en tono dulce y apacible-. Ahora entrarán al reposo que se compró para ustedes.
-¿Y él?- preguntó ella, mirándole con rostro angustiado.
-Se quedará aquí hasta saldar su deuda. Tranquila. Le verán de nuevo. Sólo deben esperar.
-Pero... no es justo- respondió comenzando a llorar-.
-Lo es- replicó la Dama-. Un simple pero extraordinario mortal me enseñó esa lección.
Levantándolos del suelo, La Calavera los condujo hacia el portal, e hizo que lo cruzaran uno a uno. Cuando llegó el momento de Violith, no se limitó tan sólo a mirarlo agradecida como todos los demás, sin atreverse por la vergüenza a emitir palabra. Volteó, le vio nuevamente a los ojos, ahora compasivos y enamorados como los de un padre, y le susurró un "perdóname por todo", y un "gracias" emanado desde las más densas profundidades de su ser, antes de abrazarle derramando lágrimas sobre su piel, para luego atravesar la puerta.
La Muerte se volteó a verle por última vez antes de hacer lo propio.
-Extraoficialmente te agradezco, y te digo que eres un joven de impresionante valía y honor. Gloria eterna a Aquél que te inspira. La verdad no creo que debas siquiera ir al Cielo después de que esto termine. Vas a trascender de inmediato. Realmente va a ser un honor contar con tu protección.
-La honra es mía- contestó, ahora determinado-. Nos veremos próximamente.
-Que así sea- fueron sus últimas palabras, mientras ingresaba y la puerta se cerraba, dejándole sólo con seis cadáveres ajenos, que con el suyo hacían siete-.
Sabiendo lo que debía hacer, se acercó a su cuerpo sin vida y se dejó absorber por él, volviéndose uno a los pocos instantes. Como se le dijo, no podía moverse ni un centímetro, y la posición escogida ya le ocasionaba un intenso dolor en el cuello por el cansancio. Sería una larga y tortuosa espera. Pero no le importaba.
Todo valía la pena. ¿Qué valían unos cuantos siglos frente a eones enteros de alegría venidera?
Gloria sin fin al Inefable Dios Desconocido. En Él hallaría, un día, la Creación su descanso.
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