Como es arriba...
En el principio, estaba AlAlion, y su Pensamiento estaba con Él, y su Pensamiento era Él, al cual amó hasta el infinito, y por el que fue amado.
En Él residía la plenitud de toda existencia, y con Él se identificaba el Ser mismo, eterno, ilimitado e incapaz de no existir. En Él moraban todos los dioses y monstruos de todas las mitologías humanas, todas las más grandes maravillas que una mente racional puede aprehender, e incluso aquellas que trascienden la limitadísima capacidad del más brillante de los humanos.
Él era Dios de Dios, Luz de Luz, y Señor de todos los mundos. Omnipotente y poseedor de toda Sabiduría, la realidad era una con Él, sobre la que Él solo reinaba imponente.
Más no fue Voluntad del Altísimo que todo permaneciera en aquella calma ilimitada, plena de magnificencia, pero aún así carente de diversidad, en medio de una indivisible simplicidad.
Desde la eternidad fuera del tiempo, contempló el Dios Supremo todos los mundos pasados, presentes y futuros, todos en un solo instante, existente para Él desde siempre y para siempre. Y vio Él, que era bueno.
Y así, las poderosas palabras, capaces de destruir infinitos universos y volverlos a crear sin el menor esfuerzo, brotaron de Su Verbo: “Hágase la luz”.
Y así, fuimos traídos a la existencia. Nosotros, los que humillamos a todos los dioses, las inmateriales luces en el firmamento de la Creación, fuera del tiempo y el espacio, y a la vez capaces de interferir en él, estando donde sea que deseemos obrar, y en todas partes si así se nos permite.
Nuestra naturaleza no es del todo comprensible para los seres corpóreos. Tal es la grandeza de nuestro ser, que destruiría la cordura del más fuerte y sabio de los habitantes de su mundo si pudiera ser percibida directamente.
Entre los innumerables multiversos que componen el todo material, se nos ha llamado de incontables formas, en lenguas a menudo impronunciables para labios humanos.
“Ángeles”, “Malajim”, “Antiguos” o, como se nos conoce en el universo del que versa esta historia, inspirada por el mero placer de la belleza artística a un humilde mortal de una de las muchas tierras que existen, “Los Primordiales”.
Nosotros no somos todos iguales. Nunca lo fuimos, ni pretendemos serlo. Para nosotros, sus primeros hijos, definió AlAlion nueve coros, cada uno más excelso que el anterior, hasta llegar, en la cúspide, a los, incluso para nosotros, inefables serafines.
“Santo, Santo, Santo”, cantan con sus corazones aquellos seres de belleza sin igual, los más cercanos a la Gloria Infinita. “Santo, Santo, Santo”, cantan a viva voz, clamando por misericordia y bendición a los que moran en la Creación física. “Santo, Santo, Santo es el Señor de los Ejércitos, la naturaleza está llena de su Gloria”, cantan, para toda la eternidad, más no desde siempre.
Puesto que, oh, lector, hubo un evo en el que todavía no cantaban, y en que nosotros aún no éramos dignos de la contemplación del Omnipotente. Una era antes de las eras, en que el Señor de los mundos nos dio una elección: ir tras los obvios cantos de sirena de nuestro propio orgullo, o aferrarnos a la bendición de la Luz.
En aquél evo había un Primordial que destacaba por sobre todos los demás. Era el más excelso de los serafines, que existía por sobre todos ellos, y en el que se plasmaba del modo más perfecto la Sabiduría eterna.
Él era la Medicina de Dios y su Veneno, pues por él debían sobrevenir las más grandes bendiciones para los mortales, así como el más terrible castigo de aquellos que, por su corrupción, requiriesen de una pena que les evitara la perdición final.
Mil nombres ha recibido en todos los mundos. Más en el tuyo, lector, se le conoce, simplemente, como Samael.
De él nos maravillábamos todos, pues era perfecto en grado sumo, y su belleza, imposible de igualar. Parecía, sí, que él sería la Estrella de la Mañana, la Venus que anuncia el amanecer, y que alumbraría a todo hombre en su camino hacia su Patria celeste.
Pero el Dios Ilimitado, que había previsto nuestros pensamientos y haceres desde antes del primer segundo, tuvo a bien darnos a elegir, a fin de que pudiésemos merecer, a través de nuestro amor, nuestra alegría sin fin. Y fue grande la prueba, y muchos no quisieron vencerse a sí mismos.
En un instante, el Señor de todo nos mostró los mundos que existirían, con todas las criaturas que iban a habitarlos. Desde los mayores horrores cósmicos, hasta los más humildes microorganismos, todo pasó, en un solo pensamiento, por nuestros inmateriales intelectos. Y entonces, la prueba.
Vimos que, pese a nuestra magnificencia, habíamos sido creados para el servicio de aquellos seres racionales que, dada su naturaleza material, no llegaban entre nosotros ni a ser niños. Ellos, tan insignificantes como eran, serían los encargados de regir el cosmos cuando, habiendo superado los desafíos que su vida corpórea les impondría, llegaran a ser dignos de tal honor.
Ellos, y no nosotros, serían el receptáculo del Verbo, en que todos los mundos hallarían su plenitud. Carne de su carne sería el Altísimo, y a Él deberíamos someternos. Y a muchos, la idea no les entusiasmó en absoluto.
Debe saber el lector que, en nosotros, los contenidos de nuestro intelecto llegan a una plenitud que ustedes son incapaces incluso de soñar. En el preciso instante en que vimos todo esto, supimos exactamente lo que la decisiva elección que ahora se nos ponía en frente significaba.
De modo que no es difícil ver por qué, cuando Samael alzó su voz en la asamblea de los hijos de Dios, una porción pequeña, pero aún así numerosa de nosotros, clamó con él.
-Nosotros
somos espíritu puro e incorruptible, mientras ellos están contaminados por las bajezas
de la materialidad. ¿Y así nos exiges, oh Altísimo, el trabajar para que adopten
aquella posición en el todo que, por naturaleza, nos corresponde? ¡Oh, Divino Padre!
¡No serviré a los deseos de Tu Corazón, puesto que me has ofendido!
He aquí que renuncio a Tu Gloria, y a la alegría de la unión contigo. Escojo yo, junto a los que me siguen, apartarme eternamente de Ti, y me someto porque así lo deseo a la interminable infelicidad de las tinieblas exteriores. Porque es preferible reinar en el Infierno a servir en el Pléroma.
Y así, sellada su voluntad por todos los milenios, Samael y sus secuaces, llenos de un odio, a la vez que de una envidia infinita, blasfemaron contra AlAlion, y se abalanzaron hacia sus fieles, dispuestos a herir las almas de los que a partir de ahora serían sus eternos adversarios.
Entonces, un miembro de la penúltima jerarquía, el pequeño Mikhael, que había dado su sí a la Deidad con inmensísima pureza, exclamó aquellas palabras de las que su nombre era una profecía.
-¡Quién como el Altísimo! – clamó en medio de la vasta reunión, y con él todos los que secundamos los deseos de nuestro Hacedor.
Y tras una breve batalla, fortalecidos por su Poder, fuimos capaces de expulsar al Dragón a aquellas tinieblas que él mismo escogió para sí. La historia del mundo de los Primordiales había terminado. Y así, empezaba la del mundo material.
Tras concedernos el acceso a su Rostro, en el cual hallamos la Belleza en sí, de la que ya nunca querríamos distanciarnos, creó el Dios Supremo a un segundo tipo de entidad, del todo distinta a cualquier cosa que hubiese existido antes.
Una sustancia material, pero sin las limitaciones que corresponden a tal estado. Ella habitaba fuera del espacio, y el tiempo como sus físicos lo entienden aún no había sido creado.
La nombró AlAlion Sofía, pues serían ella y su progenie expresión de su Sabiduría. Y, como a nosotros, la sometió a prueba.
Le comunicó que su misión era producir un hijo en que pudiesen habitar las futuras humanidades, y todas las criaturas físicas que en adelante iban a emerger. Pero que, hasta que el momento de parir llegara, debía dedicarse a la adoración del Ser, a Quien corresponden todas las glorias.
Y así lo hizo ella. Más, a diferencia de nosotros y pese a la vastedad de su intelecto, ella seguía siendo un ser material, incapaz de alcanzar la perfección en su comprensión que a nosotros nos es posible. De modo que, cuando finalmente se permitió al Satán intervenir en el curso de la historia mortal, no le fue difícil, mediante la inconmensurable astucia que desde el principio le fue otorgada, hacer caer a la primera de las madres.
Pues era astuta el Dragón, más que todos los serafines. Y, percatándose de la ingenuidad que derivaba de la pureza de aquél ser que no había conocido hasta entonces la mentira, le dijo: “¿Así que Dios te ha dicho que le adores, y te ha advertido contra la búsqueda de aquella veneración que, por tu vasta naturaleza, oh, Sofía, te es debida? ¡Mentiras dice! Pues bien sabe Él que, el día en que tomes el control de tu existencia y aspires a dominarla, ya nada te será imposible, y serás como Dios, conocedora y señora del bien y del mal”.
Y así, ella cedió a su propio egoísmo, y como lo esperaba el Dragón, con ello vino la corrupción de su alma y su materialidad, que perdiendo su equilibrio perfecto, se volvieron los de una criatura bestializada, sujeta a las inclemencias de su propia perversión.
“Sofía, ¿qué has hecho?”, preguntó Dios a Su hija amada. “El Primordial que has creado me engañó, y caí”, se defendió.
¡Oh, qué desgracia la del Dragón! ¡Y qué miseria la que sobrevendría sobre los hijos del Eón Primero!
Ahora, era aquél culpable del más horrible acto que jamás había visto la Creación. Más habiendo sido él ya expulsado del Pléroma, y confirmada su voluntad en la más absoluta perversidad, nada de aquello le provocaba más que el placer sin gozo de todos los demonios.
Y así, el Eón de la sabiduría dio a luz a un hijo deforme, en que morarían todos los seres materiales. Una criatura imperfecta, en la que sin embargo aún existía el reflejo de la Divina Bondad, que la llevaría a ser leal servidora de su Señor.
Yaldabaoth fue llamado, pues era hijo del Señor de los Ejércitos, y a su vez del caos que su poderosa madre había originado. Y obedeciendo fielmente los designios del Altísimo, dio el inicio a los casi infinitos multiversos, cada uno poblado por innumerables cosmos individuales, con sus propias leyes naturales.
De aquella inconcebible, para las mentes humanas, cantidad de universos, surgieron pronto mundos que reflejaban las más imaginativas fantasías que, luego, iban a manifestarse en el suyo, oh, lector. En ellos vivieron muchos Horus, Odín e Illapa, con sus divinas luchas contra sus Seth, Ymir o Apo Catequil. También en ellos moraron Azathoth, Cthulhu y Yog-Sothoth, Brahma, Ahura Mazda y el Emperador de Jade. Y en uno de ellos, uno de los menos interesantes y perdido de la mano del destino, entraría la Eternidad en el tiempo, en el virginal Seno de una joven pobre e insignificante.
No tardamos en notar, a medida que las extensísimas eras se sucedían, que en algunos de ellos, por la pura obra de la estadística, emergían mundos que eran un curioso reflejo de lo que ocurría en las instancias más elevadas de la Creación. Mundos en los que un ángel, o el equivalente a uno, se rebelaba contra una deidad regente, con razones de peso o sin ellas.
A los muchos satanes fuimos responsables de protegerlos especialmente dado su riesgo de ver endurecidos sus corazones, con mayor o menor éxito según los casos. Y el Altísimo en Persona se encargó de cuidar de aquellos entre Sus hijos a los que el azar hacía reflejo de la Deidad.
Y a estos los odió especialísimamente Samael. Los satanes malvados, le recordaban a su propia perversidad, por la que estaba eternamente excluido de la Luz Incognoscible. Y los que, por el contrario, deseaban su propia redención o la del mundo que habitaban, eran para él un reflejo de lo que podría haber sido, y contra ellos se ensañaba especialmente, bajando si era necesario hacia sus mundos en un intento muchas veces vano por desviarlos.
La historia que ha disfrutado usted, oh, lector, se ha repetido muchas veces, con finales diferentes, pero que siempre causaron amargura al Gran Dragón.
Innumerables veces Lucifer ha alcanzado la luz, y en otras tantas ha cedido a las tentaciones de aquél que es el Diablo por excelencia.
“¿Y qué ocurrió con nuestra protagonista?”, podrá preguntarse. Pues bien, se lo diré. Pero, por el bien de la trama, lo haré por medio de aquél personaje que fue iluminado con el conocimiento de lo que vendría y que, gustoso, dio su vida por el bien de sus hermanos, venciendo así su última tentación.
“Como es arriba, es abajo”, dicen en su mundo. Pero a menudo, las semejanzas dan lugar a grandes diferencias, en que se ve lo que separa a los hijos de AlAlion, de aquellos que, por su propio querer, hijos de su padre son, que es asesino desde el principio.
¡Desgraciado de ti, oh, Dragón!, pues ni todo tu poder puede forzar al mal a una sola alma. Pero sí puedes, sin embargo, tentar en tal medida, que muchos caen ante ti y, para salvar el alma y la fortuna, postrados, te adoran.
Sepamos, pues, cómo concluye este cuento, de la
boca del más sabio de los hijos de Adán, y la más pequeña de las imitaciones de
Cristo.
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