jueves, 13 de febrero de 2025

La última tentación (cuento n° 12 de la novela)

La última tentación

“Padre mío, ¿por qué me has abandonado?”, clamé al cielo a viva voz, aceptando sin comprender la Voluntad del Altísimo.

Él me había llamado años atrás, cuando era un joven en sus veintes, de gran devoción a la Dios creadora del universo a la que mi pueblo adoraba, pero con un remarcable interés en los saberes ocultos, difundidos por aquellos que predicaban que no era Ella el más grande de los existentes. Saberes en cuya búsqueda había viajado por Egipto, la Arabia pagana y la parte más occidental de la India, aprendiendo multitud de cosas de monjes, místicos y sacerdotes.

En uno de mis viajes, había conocido a un gran maestro que me había enseñado sobre las filosofías de su pueblo, por medio de la cual supe por vez primera del Ser Ilimitado. Aquella Deidad atemporal y omnipotente, de la que todo procede, y a la que todo ha de retornar.

No estoy seguro de por qué me sentí tan poderosamente atraído hacia esta idea en particular. Tal vez, porque Su existencia era la respuesta más satisfactoria al misterio de la Creación, con toda su belleza y su delicado orden.

Jamás dejé de creer en Asherah, Madre Sagrada de la humanidad, a la que amaba como se me había enseñado. Pero decidí involucrarme a fondo en estos otros cultos, imitando lo que viera por parte de los adoradores de AlAlion, que en shafita significaba, simplemente, “Dios Supremo”. Tal era el nombre que le habían otorgado, aunque era consciente de que Él tenía otro, oculto incluso a Sus servidores más leales.

No tardé en darme cuenta de que Él estaba muy lejos de ser distante con los humanos, o de carecer de interés en sus destinos. Sé de un hombre que, en una ocasión, fue arrebatado hacia el Cielo por encima de todos los cielos, donde oyó palabras inefables, que no me será dado expresar mientras viva. En su viaje, ese hombre escuchó el Nombre Sagrado, que se le prohibió revelar, y recibió del Ángel del Señor la orden de predicar todo aquello que le había enseñado.

Y así, él retornó a su tierra, donde comenzó a enseñar a sus hermanos lo que no sabían. Les explicó que, pese a su condición de meros mortales, estaban llamados, cada uno de ellos, a ser más nobles y magnánimos que los mismos ángeles, y que su Hacedora, si es que eran capaces de merecerlo.

Les enseñó a ver la belleza y la bondad en todo lo que el Supremo Señor había traído a la existencia, y especialmente entre los hijos de Adán, incluso en aquellos que habían recubierto la joya que es su espíritu en el estiércol del vicio y la malignidad.

Más los suyos no le recibieron, y entregado a los que temían que su mensaje de igualdad y amor desestabilizara las estructuras que sostenían su poder, fue clavado en un madero, destinado a darle muerte del modo más doloroso y humillante que sus crueles verdugos podían idear.

“¡Padre, respóndeme!”, dije en mi corazón. “¿Por qué, oh Señor, me has entregado a las fauces de las bestias, si todo cuanto he hecho ha sido obedecer Tus mandatos, si he sido justo y benévolo con la viuda y el indigente? ¿Dónde está tu Poderosa mano ahora, que es cuando más necesito de Ti?”

Sí, tales eran mis reflexiones en mis momentos finales. En sus últimos minutos, el más leal de los hijos del Altísimo parecía volverse ateo. Más mi Señor dio prueba de Su Amor, apresurándose a librarme, dándose prisa en socorrerme.

Una vez más, mi mente fue arrebatada de su padecimiento. En un instante, fui testigo de los bienes que, por mi muerte, sobrevendrían sobre el disco de la Tierra.

Vi al Diablo arrepentirse de sus maldades, a Lucifer buscar el bien de la humanidad. Vi a su amado, cuyo nombre sería Dimas, rechazar las seductoras ofertas del más perverso de los seres, y cómo por mis méritos venía a este mundo el Fuerte de AlAlion, a advertir al Lucero de los planes del Adversario por excelencia.

Fui observador de cómo lo más cercano a una familia que él tenía era testigo, temerosa, de cómo las balas no afectaban a la pequeña Serpiente, y se disponía a ayudarla a frenar lo que los adoradores del Caos intentaban liberar.

Ante mis ojos pasaron las imágenes de ellos luchando contra los siervos de la Emanación Izquierda, perdiendo y debiendo retirarse, preocupados por lo que pudiera pasar con la joven Satán que había sido capturada por los locos de Apofis. Ante mis ojos pasó, también, la intervención en el último minuto de la hermana que más la rechazaba, quien la salvó, y quien aprendió de su Madre la grandeza que puede hallarse hasta en el más repelente de los pecadores.

Una cosa más vi. Me mostró el Altísimo cómo Lucifer, restaurada a su gloria original, descendía cubierta por una armadura dorada, y con una espada de fuego en la mano.      

Después hubo una gran batalla en el cielo: el Lucero y sus ángeles luchaban contra el ingenuo siervo del Dragón, y luchaba el Hijo del Caos, que prevaleció sobre ellos.

Y en los momentos finales de la batalla, cuando todo parecía resuelto en favor de la oscuridad, vi lo que pondría el Dragón en la mente y el corazón del amado del Lucero. Vi cómo él le ofrecía convertirlo en el dios de este mundo, en el salvador de la humanidad, al lado de su amada Lucifer. Fui testigo de las imágenes de gloria y poder que él le ponía en frente, mientras le decía que podía darle lo necesario para vencer al Caos, si tan sólo seguía sus órdenes.

Le mostró a la humanidad llevando el número de su perversión en la mano derecha y en la frente. Le hizo ver a las naciones adorándolo, y a la Serpiente, que ahora estaba a su lado.

Pero, por amor a mis méritos, forzó el Altísimo al Dragón a mostrarle los enormes males que le exigiría infligir a la humanidad. Fue testigo del dolor que experimentarían Sus adoradores, a los que perseguiría hasta los confines de la Tierra, eliminándolos uno a uno, so pena de perder todo lo que había recibido, y la violencia y corrupción que habría de esparcir sobre este mundo.

Y él tuvo que tomar una decisión. Y se acordó él de las historias de cada uno de los chicos a los que veía con su familia. La culpa de La Chispa por haber decepcionado a su familia. La dulzura oculta tras la dureza y malas artes de La Tora. El Perro, y su remordimiento por su pasado, y la vida que se negó a sí mismo. Y El Mono, su amigo del alma. De él recordó su tierno amor, en que le exhortaba a ser más de lo que había sido hasta entonces.

“No cometas el mismo error que yo. No hay marcha atrás”. Y ciertamente, en esta ocasión, no la habría. Y tocaba hacer lo que había que hacer, aunque no fuese lo que su herido ego tanto anhelaba.

Y así, rechazó el que podría haber sido mi antítesis las tentaciones del Dragón. Y en represalia, causó aquél que fuera herido de muerte, por uno de los tentáculos del Hijo del Caos, provocando que el Lucero volara inmediatamente en su dirección, alarmado porque su muy querido amigo tuviera que irse de su lado.

 

-Mátalo, y brilla como la Venus que siempre debiste ser. – fueron sus últimas palabras, antes de partir al Juicio del Dios Supremo. Pero no fue su muerte un trabajo vano.

Fortalecida por su rabia, atacó el Diablo a aquella deidad alienígena, que ya saboreaba su victoria, y le asestó con la espada en el equivalente a su corazón. Y, herida, la bestia se vio forzada a escapar por la misma puerta que ella había abierto, huyendo sus adoradores en todas direcciones, sabiendo que, posiblemente, su señor ya no viviría por demasiado tiempo.

Terminó así la batalla, y no se halló lugar en el firmamento para el Caos nuclear, que debería quedarse en su prisión durante mucho tiempo más.

Entonces, oí de nuevo aquella Voz Omnipotente, capaz de crear todos los mundos posibles, y destruirlos todos sin el menor esfuerzo. “Ahora ha venido la salvación, el poder y el reino de tu Dios, pues ha sido vencido el Acusador por medio de tu sangre, y de la palabra y testimonio que Yo te he encomendado. Por lo cual, alégrate, pues has sido merecedor de traer la gloria a tu gente”.

Comprendí, entonces, que no hay herradura sin fuego, y no hay amor sin dificultad. Y que, aunque no era querer del Padre los dolores que yo afrontaba, era Su Bondad tal, que de mi meritorio sufrimiento traería bien a este mundo.

Acababa yo de vencer a mi última tentación, la de perder aquella fe que siempre me había caracterizado. Había triunfado, y obtenido aquella victoria que siempre había perseguido: la victoria del espíritu sobre la carne.

Y así, alzando mi vista al Cielo, hablé por última vez.


-¡Se ha consumado! – exclamé – Y en Tus manos, Señor, encomiendo mi causa.

 

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