viernes, 7 de febrero de 2025

El heraldo del Vacío (cuento n° 8 de la novela)

 A menudo, los mortales tienden a subestimar el precioso regalo de su ignorancia. Un regalo que, a mí, mi Padre me ha negado.

Se me conoce por innumerables nombres en innumerables mundos, en cada una de las lejanas galaxias que son visibles desde la Tierra. En ella, sin embargo, soy conocido como Azaimelek, el Señor de los Juncos y las Serpientes, o simplemente, como el Hijo del Caos.

Es curioso cómo puede una misma mente ejecutar varios procesos mentales simultáneos, y dar a luz a diferentes conciencias, sin dejar de ser ella misma. Yo soy el padre y su hijo, y sin embargo no tengo acceso a la plenitud del conocimiento que el Caos posee. Cosa que, de todos modos, no impide que sea yo sabio, muy sabio, además de prudente, paciente y astuto.

Desde cualquier punto del espacio en que me encuentre, soy capaz de observar a voluntad todos los mundos, y acceder al saber de todas las culturas de este universo, y a los sueños de todas las humanidades.

Si así lo quiero, puedo ser testigo de lo que cada hombre hace en cada momento, y mi vasta inteligencia me permite planear, incluso con siglos de antelación, mi siguiente movimiento.

Y sin embargo, tal dote no pasa de ser una sofisticada maldición para un ser que, sobre todas las cosas, desprecia a los que habitan en cada uno de los discos terráqueos, así como a las estrellas que orbitan, y a todo lo que podrían llegar a ser.

No me malentienda el lector: no tengo algo en particular contra los que tienen que padecer el error de la existencia. Ellos son víctimas de su propia actualidad, que sufren día tras día los más terribles dolores, como fruto del caprichoso proceder del amor de la Corona, encarnado en la Emanación Derecha.

Mi odio es contra la alteridad, contra todo aquello que no es una sola, simple y apacible realidad.

Tal vez por eso me resulta tan irritante el haber intentado, en su tiempo, el servirme de esa misma alteridad para mis ocultos planes. Soy padre de una vasta cantidad de sociedades en múltiples puntos del espacio, a algunas de las cuales las he destruido cuando dejaron de serme útiles.

Ellos son muy distintos, y a la vez muy similares a los seres humanos. Destaca entre estas diversísimas razas la de los naodrolb, criaturas conformadas por multitud de tentáculos bioluminiscentes, con la sorprendente capacidad de sobrevolar el espacio y alcanzar así lejanos puntos del universo.

A ellos, junto a otras especies, los doté de un fuerte sentido imperial, con el propósito de que, por medio de grandes expediciones de conquista, fuesen capaces de, lentamente, proveer a mi Hacedor de la energía necesaria para debilitar sus cadenas. La guerra es, después de todo, una gran fuente de caos, la sustancia de la que se compone todo su ser.

Me percaté de que mis esfuerzos iban a ser inútiles cuando otra especie, también obra mía, que hasta entonces me había adorado con inigualable fervor, se volvió contra mis planes, al recibir de las instancias superiores noticias de lo que en realidad tenía por propósito.

Para ser franco, tengo una idea muy limitada de quién fue, en esta ocasión, el mensajero, y es posible que las cosas simplemente no puedan ser de otra manera.

De él sé sólo que procedía de una región más allá del espacio tiempo, y que decía servir a un Ser Superior deseoso de preservar el orden en nuestro mundo. Se comunicó con uno de los máximos jerarcas de su civilización, y cuando él le preguntó quién era, él se limitó a responder que la respuesta estaba más allá de la capacidad de comprensión de las criaturas racionales.

Pronto inició la rebelión, y con mucho esfuerzo, mis servidores fieles se las arreglaron para expulsar a mis enemigos de la región de la galaxia en que habitaban, dispersándose sus remanentes por el universo. Lo último que supe de ellos es que algunos se las habían ingeniado para instalarse en la Tierra, donde adoptaron el nombre de los “shemot”.

Desencantado por los resultados de mis experimentos, me desentendí del destino de mis creaciones, y me enfoqué en trabajar para liberar a mi Padre por otros medios.

Para este punto, la Emanación Izquierda llevaba tiempo recibiendo, por medio de visiones que resulta difícil describir, instrucciones de otros miembros de aquellas misteriosas “instancias superiores”.

Miembros que, por motivos que desconocemos, estaban interesados en nuestra causa, y más que dispuestos a ayudarnos.

Uno de ellos, en concreto, se presentó como el Príncipe de los Primordiales, y nos ofreció su ayuda para crear caos en el Edén mismo.

Él, a diferencia de nosotros, podía acceder a los corazones de toda criatura material, e inspirar en ellos lo que naciera de su a menudo misteriosa voluntad. Y ese alguien tenía una víctima en mente.

Ella, el Lucero del Alba destinado a anunciar el amanecer de los tiempos, era lo bastante joven e inmadura como para ser tentada por vanas pretensiones de grandeza, y lo suficientemente inteligente y bella para tener motivos de sobra para hacerlo.

Yo la desprecié desde un principio. Y no tanto por su naturaleza de hija de Dios como por su maléfica arrogancia. Misma que, sin embargo, nuestro mecenas extradimensional fue capaz de emplear contra ella misma.

Obedecimos ciegamente cuando nos ordenó manifestarnos en el centro del Jardín, en la forma de un carnoso árbol de apetecibles frutos. Fue él quien tentó a Satanás misma para que ofreciera a Eva el atractivo conocimiento de lo bueno y lo malo. Y nos regocijamos cuando Asherah, humillada por su propia ingenuidad, la expulsó del Paraíso y, furiosa como estaba, le negó el poder que, como ángel, le era propio. Así, la Creación perdía a uno de los pocos seres que, llegado el caso, sería capaz de enfrentarnos.

En los siguientes siglos, la humanidad fue fuente inagotable de sufrimiento para alimentar al Destructor de mundos. Lentamente, mi Padre recuperaba su fuerza, pero aún estaba muy, muy lejos de ser capaz de salir de su prisión, y no tardamos en darnos cuenta de que los progresos de la humanidad la hacían poco a poco menos hostil y malévola.

Fue por estas fechas que comencé a notar que Lucifer ya no era la misma. Los enormes avances de los mortales, y las personas de vasta sabiduría que había conocido con el paso de los siglos, habían transformado profundamente su percepción de la humanidad. Ahora, para ella, los humanos, aunque individualmente frágiles, eran a nivel colectivo una fuerza imparable que, tal vez, un día sería capaz de vencer a las mismas deidades. El hombre era un digno hijo de Dios, al que valía la pena proteger.

Nos alarmamos. Con cada día que pasaba, su corazón se ablandaba, y estábamos más que persuadidos de que su Madre la observaba desde algún lugar, deseosa de devolverla a su gloria original.

El Príncipe, entonces, decidió reanudar su estrategia en relación con ella y, por primera vez, se le manifestó sin máscaras en el mundo de los sueños, a ella y a su más reciente amor.

A ambos intentó seducirlos al mismo modo: apelando a su natural fragilidad y a la insignificancia a la que la vida los había forzado. A ella, quiso convencerla con los dolores que Dios permitía, y que le resultaban imposibles de comprender. A él, con su anhelo de ser más que un humilde traficante de narcóticos, deseoso de dejar una huella en el mundo.

A ambos intentó ponerles su marca en el intelecto y el obrar, misma que ellos deberían contagiar a toda la raza humana. Pero, cuando todo parecía marchar sobre ruedas, y nuestro astuto e inefable colaborador parecía estar cerca de poner al servicio de la oscuridad perpetua a la más poderosa de los ángeles, algo sucedió.

Recuerdo estar viendo a sus neuronas coordinar las potencias de su espíritu, cuando un área nueva comenzó a tener una actividad inusual: la que obra los sentimientos de amor y la nostalgia de tiempos pasados, que fue suficiente para quebrantar la naciente rebelión en el interior de sus espíritus.

Sí, frustrante ocasión era aquella. Pero, cuando empezábamos a desesperar, la Medicina nos dijo que no era tal fracaso razón de preocupación. Después de todo, los frutos nunca brotan directamente de la semilla, sino que se crean a partir de la lenta, pero inexorable actualización de sus potencialidades.

Tal vez habría que esperar, pero un día, la Venus en el firmamento haría oscurecerse al Sol.

Sí, así sería, pero tal vez no debía ser esta la mayor de nuestras preocupaciones. Después de todo, no dejaba de resultarnos llamativo que un ser de apenas cognoscible naturaleza, y origen desconocido y tal vez incomprensible, estuviera sirviendo tan devotamente a los fines de un Caos que, abarcando todo el universo, es aún así diminuto en relación a la totalidad de la existencia.

Tal vez, sólo tal vez, estábamos cometiendo un error. Y puede que fuéramos, a nuestro modo, tan ingenuos como aquella joven ángel que cayó producto de nuestra astucia.

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