El Caos despierta
En cuanto estuve lista, con mi armadura de bronce sobre mi cuerpo, y mi espada de fuego en la mano derecha, hice brotar en mi espalda mis dos enormes alas de plumas blancas como la nieve, y comenzó mi vuelo hacia el sitio que mi Madre había indicado.
Por motivos que en ese momento desconocía, se había negado a darme mayores detalles de mi misión, cosa en realidad habitual en Ella.
Siempre había sido una Mujer extraña. Desde su inexplicable negativa a intervenir de modo decisivo en el mundo humano, hasta sus permanentes viajes por él, adquiriendo conocimiento de toda suerte de gurús y santones populares, a menudo me resultaba difícil explicar los caminos de Dios.
Caminos que, sin embargo, existían, pues no era su cautela en relación a los mortales sinónimo de un desentendimiento total de su suerte.
Gabriela y, sobre todo yo, recibíamos regularmente de su parte misiones que tenían por propósito influir, de modo sutil pero trascendental, en la existencia humana.
Hablamos de cosas simples, como bendecir a un hombre o mujer capaz de llevar a cabo grandes cambios para bien en las sociedades humanas, o hacer, fugazmente, acto de presencia en la vida de un mortal al que Ella había escogido para inspirar a las generaciones sucesivas, con el propósito de influir en su psicología.
Sí, Dios no ha abandonado a los hombres, sino que, cual ladrón de carteras, obra sutilmente en su mundo, asegurándose de que nunca nadie esté seguro de su intervención.
De todos modos, esta vez las cosas eran diferentes. Me enviaba al sur del disco terráqueo, armada y con una armadura resguardando mi fragilidad, a echarle una mano a una “muy amada servidora” suya.
Me pregunté cuál podría ser su propósito. Y cuando lo descubrí, tras dirigirme al lugar específico que me había indicado, y siguiendo los pasos con que me había instruido, no podía estar más estupefacta.
Allí, al otro lado de las ventanas de una vieja fábrica abandonada, en medio de una gran ciudad que desde el cielo era fácil notar que estaba sumida en el caos, había un grupo de personas encapuchadas, dispuestas en círculo en torno a una mesa de piedra, en que una joven de cabellos dorados, medio dormida, estaba a punto de ver su pecho abierto por una daga de obsidiana.
Aún incrédula, rompí de una patada la ventana, y volé hacia los cultistas, que al notar mi presencia huyeron en todas direcciones. Sin perder tiempo, corté con mi espada las cadenas que sujetaban a la chica, y la tomé entre mis brazos para llevarla a un lugar seguro.
Allí, sentada en la terraza de un edificio, no tardé en mojar la cara de la Serpiente, que lentamente volvía en sí. Era ella, no cabía duda: Lucifer, la Estrella de la Mañana.
-Mi… Micaela. – dijo, abriendo lentamente los ojos - ¿Qué haces aquí?
Vaya, me preguntaba exactamente eso. Además de, por supuesto, por qué había un grupo de dementes a punto de abrirla cual pollo en Navidad, con un cuchillo hecho del único material capaz de herir a un ángel.
-Mamá
me envió a salvarte el trasero. – respondí, sin mucho entusiasmo.
-¿Dónde están los demás? – insistió ella.
Yo, por supuesto, no sabía de qué me estaba hablando. Lucifer me explicó que la habían capturado en medio de una batalla campal entre los miembros de una banda local y estos dementes, y que no sabía qué había sido de sus colaboradores. Que se había visto obligada a revelar, de cara a los líderes de la banda, su identidad angélica, con tal de asegurar su apoyo contra un grupo religioso que buscaba la liberación del Caos primigenio.
-Momento, ¿sabías que ellos buscaban liberar a Apofis, y aún así fuiste a enfrentarlos? – la reprendí.
En realidad, había sido una completa tontería. Nada es mejor fuente de alimento para una entidad divina que la sangre de otra.
-¡Por
eso querían matarte, tonta! Estuvieron a punto de lograr que esa cosa escape de
su prisión ¡Si yo hubiera llegado un minuto más tarde, el mundo estaría acabándose!
-Escucha, idiota: tienen el Libro de al-Ansari con ellos. Si no intentaba algo, hubiéramos estado jodidos de todos modos. Que no se te olvide que ustedes llevan milenios sin hacer nada para frenar a estos locos.
-Es obvio que llevas mucho tiempo fuera, hermanita. He estado los últimos seis mil años viniendo a este mundo para asegurarme de que el desastre que generaste no se saliera de control. Ahora, dime: ¿cómo diablos consiguieron ese libro?
Nuestra relación nunca había sido de lo mejor. Era mi hermana, sí, pero su buen carácter y agradable humor había dejado de ser su impronta característica en tan poco tiempo, que incluso antes de su caída teníamos cierta rivalidad.
Al principio, era una chica dulce con la que era un deleite pasar los ratos libres. Pero no tardé en notar que su carácter se transformaba rápidamente, cuando los continuos halagos de parte de Dios y nuestra hermana mayor la persuadieron de su privilegiada posición en el universo.
Pronto llegó el punto en que aprovechaba cualquier ocasión para recriminarme mis fallos durante nuestros entrenamientos, del modo más hiriente y despectivo que podía lograr.
He de confesar, también, que esto alimentó lentamente, en mi interior, cierto grado de envidia hacia ella. Era la más pequeña, pero también la más poderosa, inteligente y hermosa de las tres. Y el hecho de que utilizara tales dones para despreciarme fue motivo suficiente para que mi corazón la resintiera.
Y sin embargo, en el fondo, seguía amándola, como hermana mía que era. Cosa que, desde luego, no hacía más que nutrir mis dolores, como es natural en cualquier relación humana o angélica.
Creo que fue la combinación de todo esto lo que, el día en que finalmente traicionó a Dios y a la humanidad, me hizo estallar en rabia. Me recuerdo tomándola de los cabellos y expulsándola del Jardín, inmediatamente después de que Asherah la privara de sus poderes. Esa noche, discutí fuertemente con Ella.
-Lloras mucho por tu favorita, pero cuando veías que se volvía cada día más arrogante y cruel conmigo, no hacías más que seguir alimentando su estúpido ego. – me quejé.
Dios no hizo más que bajar la mirada, y fue
Gabriela quien me recriminó mi actitud. Me dijo que no eran propios de un ángel
el rencor y el odio, y que era mi responsabilidad ser mejor que Lucifer.
-¡Tú no te metas! – le grité – No es como si no hubieras ayudado a que esa idiota se convirtiera en lo que es. Nunca hiciste nada más que ser condescendiente con sus caprichos, y ahora la Creación entera está arruinada.
Vaya, pronto sabría que existía un peligro real de que la Creación, efectivamente, acabara arruinada.
Con el paso de los siglos, empezamos a notar que ciertos grupos de humanos obraban a un modo distinto, o incluso manifiestamente contrario, a lo que Dios había destinado para ellos. Lejos de poner su fe en dioses benévolos o, cuanto menos, neutrales, los vimos adorar a entidades oscuras y enemigas de su misma existencia. Entidades que, además, tenían un curioso parecido con el Caos y aquél misterioso ser que, recordaba a Asherah, había brotado de él al principio de los tiempos.
En una ocasión, fui enviada a infiltrarme en un misterioso culto, autodenominado “Orden Esotérica de Apofis”, dirigido por un árabe loco que afirmaba recibir información de parte de una misteriosa entidad cambiaformas llamada Azaimelek.
Fui testigo de tantas rarezas que tomaría un libro entero describirlas todas. Pero la que más llamó mi atención, fue el cómo, por momentos, los ojos del Maestro de Justicia, como se hacía denominar el líder, Ahmad al-Ansari, parecían brillar en un tono rojizo, que expresaba sutilmente su refulgente malignidad.
En estos episodios, escribía, en las páginas de un códice de exactamente 616 folios, sobre extraños rituales destinados a convocar a seres que cooperaban con el misterioso Azaimelek. A estos los describía como criaturas de fuera del tiempo, desprovistas de cualquier naturaleza corpórea, y llenas de un odio indescriptible por la vida y sus creaciones.
Decía que estos seres eran inmensamente más grandes que todo nuestro universo, y que poseían la facultad de interferir con la mente y el cuerpo humanos, provocando locura o dando increíbles poderes a los hombres, según fuera su voluntad.
Por razones que no quedaban claras, sin embargo, estas poderosas entidades eran incapaces de obrar sin la ayuda de los mortales. Su poder estaba constreñido por fuerzas superiores a ellos mismos, y sólo podían actuar en nuestro mundo cuando eran atraídos por medio de sangrientos sacrificios, y actos rituales de inconcebible crueldad.
Fue una noche, en que planeaban ofrecer siete víctimas humanas a sus amos, una por cada uno de los dirigentes supremos de esta extraña estirpe de seres, que finalmente decidí actuar, robé el libro, y lo llevé adonde mi Madre.
No tardamos en percatarnos de que era una mala idea mantenerlo en el Edén, siendo que, sin duda, su contenido era importante para entidades de un enorme poder, que no tardarían en buscarlo allí. Así que, tras deliberarlo un poco, decidimos destruir por completo el manuscrito y, acto seguido, tuve que ponerme al hombro la difícil tarea de eliminar a los miembros de la secta, a fin de asegurarme de que nadie pudiera volver a producir una copia de él.
Hasta el día de hoy no me explico cómo es que no se nos ocurrió que el Vacío podría ingeniárselas para, sencillamente recrear su culto desde cero.
Pero así fue, y no tardé en recriminarnos nuestra negligencia cuando, una hora más tarde, me encontraba junto a Lucifer en su presencia, habiendo ya pasado milenios desde la última vez que se veían.
Entonces, ocurrió algo que llamó poderosamente mi atención. Yo estaba convencida de que Asherah, como Madre que era, no podía extrañar más a su otrora rebelde hija. Y sin embargo, su trato hacia ella no había sido el que cabría esperar.
Al llegar ante el Trono de Dios, Lucifer se veía entre tímida y emocionada por reencontrarse con aquella Madre que, tanto tiempo atrás, había sido cariñosa hasta pecar de complaciente con ella. Pero en lugar de hallar la emotiva clemencia de su Creadora, a una Madre que limpiara sus zapatos y sacrificara al cordero más gordo para celebrar su regreso, se encontró con un trato frío, casi indiferente.
Ella la observó sin decir nada, sin apenas emoción. Sin reproches, pero también sin palabras de bienvenida, limitándose a contemplarla con rostro severo y mirada juiciosa. Varios segundos pasaron, antes de que una de las dos rompiera el incómodo silencio.
-Hola, Madre. – dijo, finalmente, Lucifer – Me alegra volver a verte.
-Ha pasado mucho tiempo, ¿no? ¿Qué has hecho en todos estos milenios?
-Recorrer la Tierra, y andar por ella – respondió el ángel.
El silencio volvió a irrumpir en la sala. Dios, nuevamente, se limitó a observarla fijamente, como un profesor en medio de un examen, que espera poco y nada del alumno que expone frente a él. Fue Lucifer quien, de nuevo, debió hablar.
-Lo… lo siento. – dijo, con la voz entrecortada.
-Luci,
a estas alturas, deberías estar consciente de que pedir perdón no resuelve los
problemas. Provocaste una ruptura en el universo que hasta hoy no sé cómo
reparar, y ahora, aparentemente, la enfermedad que trajiste podría pronto matar
al hospital entero.
-Lo
sé. – replicó ella. – Pero necesito tu ayuda. No quiero que lo que hice
signifique el final de todo.
-Siempre puedo crear otra humanidad, ¿no lo crees? Después de todo, esta es una gran oportunidad para empezar desde cero.
Yo no podía creer lo que escuchaba. Esta no podía
ser la Dios que yo conocía. De repente, era como si una fuerza ajena a nuestra
misma realidad se hubiese apoderado de su corazón, del que ahora emanaba una
indiferencia que me resultaba pasmosa. Evidentemente, no era la única.
-Madre,
¿acaso has enloquecido? – intervino Gabriela, sentada a su derecha – Tú amas a
la humanidad. Son personas. Tus hijos. No puedes simplemente descartarlos, como
si fuesen una planta seca.
-Hija…
– respondió Dios - tenías razón cuando dijiste que yo no era muy diferente de
Lucifer, al no intervenir como debería en las vidas de los mortales. Pasé todos
estos siglos limitándome a que las cosas no se volvieran tan desastrosas como
podían ser. Y ahora me doy cuenta
de que, en realidad, no sé cómo arreglar este desorden. No sé cómo quitarles la
marca del árbol cuyo fruto esta chiquilla les ofreció.
-¿Qué?
¿Y eso es razón para dejar que mueran? – protestó Lucifer.
-Como
que se te olvida el hecho de que tú causaste todo esto. No estás en posición de
condenar mi proceder. He pasado siglos recorriendo la Tierra, en un intento por
hallar una solución, y no la he encontrado. Es momento de que alguien haga aquello
que no tengo lo suficiente para hacer.
-¡No!
– insistió el ángel caído - ¡No puedes hacer esto! Los humanos no son tan
perfectos como podrían ser, pero son las más elevadas criaturas de este
universo. En el tiempo en que estuve fuera, vi cómo ellos hacían cosas increíbles,
descubriendo secretos del universo que ni nosotras conocíamos.
-Tal
vez, pero no dejan de ser meros despojos del barro y la arcilla, como tú misma
lo dijiste la última vez que nos vimos. Mira, hija: no es una decisión fácil
para mi tampoco, pero es la mejor que podemos tomar. Estoy dispuesta a dejarte
volver, y por eso te traje hasta aquí. Alguien tiene que contener al caos
cuando todo esto termine, para poder empezar de nuevo.
-¡De
ninguna manera! – contestó Lucifer – No voy a ser partícipe de este genocidio. Ayúdame
o devuélveme al lugar de donde me sacaste, pues voy a hacer lo que sea necesario
para detener esta locura.
-Se
te olvida que, si ellos te matan, lo único que vas a lograr es acelerar el
proceso. La energía que el Caos obtiene de los muertos en la guerra de bandas
allá abajo es apenas suficiente, pero la que tu sangre puede proveerle basta y
sobra para enfrentarnos incluso a nosotras. Lo siento, no voy a dejarte hacer
esta estupidez.
-Entonces, no cuentes conmigo para frenar a esa cosa. Tú elige.
A decir verdad, las palabras de mi Madre, con todo y su crudeza, me resultaban persuasivas. Yo misma estaba exhausta de ser testigo, siglo tras siglo, de las atrocidades de aquella especie que, en ocasiones, no sentía digna de poblar la Tierra. Y, para ser sincera, el rencor contra mi hermana seguía vivo. Lo suficiente para que su prepotencia hacia la Deidad me irritara.
-Vaya, ahora sí te preocupas por los humanos, ¿no, Lucifer? Creo que Dios tiene razón. Hay que hacer algo con todo esto. Los humanos llevan milenios matándose unos a otros como si no hubiera mañana. Ya es hora de que comencemos de nuevo.
Ella me miró con rabia, y Gabriela, con asombro a
incredulidad. Ninguna de las dos podía creer lo que salía de nuestras bocas y
corazones, y la discusión pronto se volvió acalorada, hasta el punto en que yo y
mis hermanas comenzamos a insultarnos mutuamente. “Serpiente”, dije yo. “Perro
faldero”, replicó Lucifer, en lo que Gabriela luchaba por llegar a cierto
orden. Y entonces, lo inesperado.
-Silencio. – dijo Dios – Ya he tenido suficiente.
Miró a Lucifer. Por un momento pensé que iba a disolver la reunión, cuando, primero, sonrió, y luego sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas. De inmediato, Ella se levantó de su Trono, y se acercó a su hija, sin decir una palabra. No fue necesario. Dijo todo lo que necesitaba decir, con el abrazo que, tras sesenta siglos, le dio a la primera de las rebeldes.
Yo no entendía que estaba pasando. Y no lo hice, hasta que Ella misma me lo explicó.
-Micaela,
pasaste los últimos seis mil años despreciando a tu hermana, sin atender a los
progresos que sus experiencias podían traerle. Incluso ahora, tras tanto
tiempo, tu reacción al reencontrarte con ella fue insultarla, olvidando por
completo que es también hija mía.
Te negaste a perdonarla, tomando como argumento la perversidad que alguna vez la habitó. Pero ahora, es ella quien protege a los hijos de Adán, y tú quien desea acabar con ellos.
La miré, pasmada, y más temprano que tarde, también avergonzada, a la vez que me admiraba de la astucia de la Creadora de cielos y Tierra, que había hallado la manera de romper mis juicios, dejando mis sentencias como papel mojado.
-Un hombre sabio me dijo una vez que hay que primero mirar la viga en nuestros ojos, antes que la paja en los de nuestros hermanos. Tú me has sido siempre leal, y todo lo mío es tuyo. Pero tu hermana, tras tanto tiempo, ha vuelto a ser lo que nunca debió dejar de ser: la Venus que anuncia el amanecer.
Y con tales palabras, fuimos testigos de cómo la espalda de Lucifer volvía a estar adornada con dos enormes alas, de plumas del color del Sol.
Y así, nuestra pelea concluyó, en lo que nos
disponíamos a ir a salvar a la humanidad. A esa raza de seres tan defectuosos y
que, sin embargo, son digno reflejo de Dios, y de sus ángeles. Aquellas
criaturas susceptibles del mayor vicio, pero también de aquella grandeza a la
que es incapaz de acceder aquél que es perfectamente justo: la del
arrepentimiento, y la redención.
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