I
Los colosos
El día en que la vida que
conocía, aquella tan llena de color y afectos, que tanta alegría me habían
traído, terminó, comenzó casi como cualquier otro. Yo tenía quince años, y era
una niña de carácter alegre y divertido, que combinaba su interés con los deportes
con una inigualable pasión por el coqueteo.
Mi nombre es Loristol, y era la
única hija de la familia Vareth, fundada por una tierna y amable pareja de
abogados, profundamente enamorados entre sí y de su retoño, a los que jamás voy
a dejar de extrañar.
Ese día, desperté, me vestí y como todas las mañanas, me preparé para ir a la elitista escuela
que con su esfuerzo y amor habían conseguido pagar.
Tras lavarme la cara y
cepillarme los dientes, bajé las escaleras camino al comedor. Allí, como cada
mañana, estaban mis padres sentados en torno a la mesa familiar, conversando
entre ellos, y disfrutando del desayuno.
-Hola, papá, y hola, mamá. – los saludé
alegremente. Ellos hicieron lo propio, mientras mi padre me servía una taza de
café con leche, acompañada de un par de croissants.
-¿Se enteraron de los avistamientos de
ayer? – preguntó mi padre. Ninguna de las dos sabíamos de qué hablaba. –
Mineros reportaron haber visto una especie de animales que flotaban en el
espacio. Seres que no han podido ser identificados con ninguna especie
conocida, en este o en cualquiera de los mundos bajo el dominio imperial.
El Imperio Humano era la mayor
estructura política jamás creada por nuestra especie. Un cúmulo de casi 500
mundos como el mío, todos discos orbitando a una estrella, que tenían varios
satélites esféricos, correspondientes a la Luna y los siete planetas de la
Tierra original.
Había surgido hacía ya 10.000
años, cuando la generación Alfa, perteneciente a la especie de los homo
sapiens, comenzó sus primeros viajes fuera de las órbitas planetarias de su
mundo, para colonizar las vastas extensiones de nuestra galaxia, a bordo de
enormes y aparatosos buques espaciales. Grandes estructuras de forma cúbica y
tamaño colosal, destinadas a albergar enormes poblaciones durante el mínimo de
15 años que duraba el trayecto de una estrella a otra.
A medida que los primeros
colonizadores fueron expandiéndose, se encontraron a multitud de especies
nuevas, en cada uno de los discos flotantes a los que iban arribando. Grandes
criaturas marinas repletas de aletas y tentáculos, animales humanoides del tamaño
de un meñique y con la capacidad de volar, e incluso bestias similares a las de
la Tierra, tan aptas como una oveja o una vaca para el pastoreo.
Los climas eran diferentes
también, así como las geografías de cada nueva tierra. Había mundos helados, en
que la vida siempre sería similar a la de los pueblos del Ártico de su mundo
hogar. Otros, estaban cubiertos por un vasto océano sin fin, en que las únicas
opciones eran las ciudades submarinas, o las urbes flotantes.
Y sin embargo, con cada nuevo
mundo descubierto, las sucesivas generaciones de humanos fueron constatando,
una y otra vez, su propia soledad. En todos los mundos que fueron descubiertos,
pese a la gran diversidad de formas de vida que los habitaban, no había una
sola criatura dotada de un intelecto similar al del hombre promedio. Sólo
animales brutos, de sorprendentes habilidades, que sin embargo palidecían ante
la creatividad humana.
Y así fueron las cosas durante
mucho, mucho tiempo. Decenas y decenas de siglos. Y así fueron, hasta el día en
que mi historia comenzó.
Ese día, salí de mi bonita casa
en uno de los suburbios de la ciudad, y comencé a caminar hacia la escuela,
ubicada a unas cuantas cuadras de distancia. Allí, como cada mañana, me
esperaba Orel, mi mejor amiga, con una expresión de cansancio que nada tenía
que envidiar a la mía propia.
Ella era una chica unos pocos
meses menor que yo, pero de una gran inteligencia que, sin embargo, contrastaba
con sus escasas habilidades sociales. Cuando la conocí, era la oveja negra de
la escuela, de la que todos se burlaban, y de la que no tardé en volverme su
protectora. A mí, después de todo, no me tomó demasiado tiempo el volverme popular. Sin intención de
alardear, era atractiva y mi carácter llamaba la atención y el afecto de todos
los que me cruzaba.
Ella, por su parte, siempre
estaba metida en sus libros, y recientemente había estado hablándome sobre sus
extrañas teorías conspirativas, acerca de antiguas sociedades secretas que
mantenían fuera del ojo público conocimientos y tecnologías avanzadas, desde
hacía ya varios milenios. Ella sospechaba que, durante los años 40 del siglo XX
de la Era Común, una nave tripulada por lo que parecían ser reticulianos se
había estrellado cerca de un pueblito de la principal potencia de la Tierra.
Los reticulianos eran una de
las numerosas razas que la humanidad había creado con el propósito de adecuarse
a los mundos que iba colonizando. Ellos, en concreto, eran híbridos de humanos
y una especie anfibia nativa del mundo que orbitaba a la estrella Zeta II de la
constelación del Retículo. Seres de un metro y cuarenta centímetros de
alto, de vasto intelecto pero limitada fuerza física, que pese a todo habían
sido capaces de iniciar una rebelión con el propósito de fundar un Estado
republicano en los mundos bajo su control. La idea de que sus dotes les
hubiesen servido para superar los límites del propio tiempo se me hacía
fascinante hasta a mí, pero hasta ese momento no era algo a lo que le diera
demasiado peso.
Ese día, la escuela fue
inusualmente aburrida. Los temas a tratarse en nuestras clases, como la
historia de las numerosas empresas coloniales humanas, no podían resultarme menos interesantes. Como cada día, recibí un par de llamados de atención por estar
hablando con un compañero, escribiendo en mi teléfono o, simplemente, mirando
por la ventana sin prestar la menor atención.
A mi lado, Orel escuchaba atentamente
a la docente, realizando intervenciones cada tanto para precisar ciertos
conceptos. No estoy segura de por qué, pero la clase se desvió momentáneamente
hacia las regulares guerras entre el poder imperial y los mundos colonizados. La
profesora, mujer culta y de ideas progresistas, que de algún modo, pese a ello,
había logrado conservar su puesto en la institución, comenzó a explicarnos lo
que sabía sobre el conflicto con los reticulianos.
-Han
vivido durante miles de años pagando tributos enormes al Imperio, y lo más
remarcable que han recibido a cambio son cañonazos de plasma cuando negaban sus
riquezas en tiempos de necesidad.
Tal
vez no les sorprenda saberlo, pero el Imperio simplemente está repitiendo la
historia de cientos de naciones terrestres antes que él, que se nutrieron del
sometimiento y muerte de otros pueblos. A veces me pregunto qué sucedería si,
un día, alguien más nos encontrara.
En la
historia de la humanidad, los vencidos en general han sido eliminados o
esclavizados. Uno tiene derecho a sospechar que, si una civilización más poderosa
nos encontrara, actuaría del mismo modo en que nosotros lo hicimos con nuestros
semejantes. Por Asherah, ojalá esté equivocada.
Es curioso. La mujer habló de
numerosos temas en el tiempo en que yo, en mi habitual desidia, me dedicaba a pensar
en los chicos que me gustaban, o en lo que haría ese fin de semana. Y a pesar
de esto, recuerdo milimétricamente esta porción de su discurso.
Tal vez se deba a lo que viviría
poco tiempo después. Pues no pasaron ni diez minutos antes de que, sin previo
aviso, las alarmas de la escuela empezaran a sonar, esas alarmas que se habían
instalado para casos de incendio, y que, sin embargo, anunciaban esta vez algo
aún peor.
Una voz se escuchó en todo el edificio.
Una voz femenina, la de la inteligencia artificial que fungía como directora, anunciando
que estábamos en una emergencia, y que debíamos dirigirnos hacia el búnker más
cercano.
El Imperio, a raíz de sus
continuos enfrentamientos militares con sus súbditos, había adoptado la
costumbre de hacer construir, so pena de persecución legal a los gobernadores
negligentes, grandes instalaciones subterráneas en sus ciudades, a fin de
resguardar a la mayor cantidad de civiles que fuese posible. Después de todo,
sus manos serían necesarias en futuras batallas.
Como lo habíamos ensayado, los
alumnos nos levantamos de nuestros asientos, y comenzamos a caminar en
dirección a la puerta. Recorrimos los pasillos, bajamos un par de escaleras, y
pronto estábamos reunidos en el patio del colegio.
A la distancia, eran visibles los
colosales edificios que coronaban nuestra urbe. Grandes torres de cientos, si
es que no miles de pisos de alto, que dificultaban ver más allá de ellas. Y
pese a ello, esta vez, pudimos ser testigos de lo que estaba obligándonos a buscar
refugio.
Alto en el cielo, pero acercándose
a gran velocidad, eran visibles cuatro enormes criaturas, que debían tener el
tamaño de un pueblo mediano. Eran de un aspecto grotesco. Similares a
gusanos flotantes, con tentáculos brotando de su torso, y un rostro compuesto
por innumerables ojos verdosos y una gran boca, de afilados dientes, en el
centro.
No tardamos en notar, además, las
“branquias” – por llamarlas de algún modo – de la criatura, cuando de ellas
empezaron a brotar decenas de criaturas más pequeñas, similares en apariencia a
una estrella de mar, que no tardaron en volar hacia los buques imperiales en
órbita.
En breves segundos, una verdadera
batalla aérea se estaba librando en torno a nuestro mundo. Desde tierra, el espectáculo
era fascinante, como ver una bandada de pájaros moviéndose de manera coordinada
por el cielo, a la vez que aterrador. Y ese miedo se convirtió en pánico cuando,
finalmente, las primeras naves fueron derribadas, y comenzaron a caer sobre la
ciudad.
Algunas eran naves humanas, y
otras, parte de la misteriosa raza de animales que habían salido del interior
de las bestias espaciales.
Las cosas se salieron de control
cuando una de ellas cayó en la calle anterior a la escuela, en lo que
escuchábamos sus rugidos. Los chicos, e incluso los maestros, rompieron
formación, y comenzaron a correr hacia la salida. Algunos cayeron, y fueron
pisoteados por la multitud desesperada.
En la vorágine, no tardé en encontrarme
con mi amiga, que me miró con ojos, seguramente, tan asustados como los míos. Con
dificultad, me acerqué a ella, y nos tomamos de las manos, en un intento por salir
de ésta juntas, como se supone que deberían hacer dos niñas que, por el tiempo
que pasaron cada una en la vida de la otra, eran ya como hermanas.
Afortunadamente, logramos escapar,
con el ruido de las metrallas en el cielo a la distancia. Fue entonces que, con
el filo de un cuchillo, el recuerdo de mis padres cortó con el ensimismamiento que
es común a cualquiera que intenta sobrevivir en una situación así.
Saqué mi teléfono, y vi que tenía
varias llamadas perdidas de mi padre. Apenas nos habíamos refugiado bajo un puente
cercano, decidí llamarlos de vuelta.
-Loristol,
corre al refugio del barrio, y has lo que puedas para escapar en una de las arcas.
– dijo él.
-¿Dónde
nos encontramos? – pregunté, ingenuamente. Hubo un breve silencio antes de que
él continuara.
-Tu
madre y yo intentaremos huir en otra nave. Te buscaremos cuando estemos a
salvo, ¿sí?
-¿Qué?
¡Tenemos que ir juntos!
-Y lo
haremos. Pero ahora, tienes que salir del disco. Te amamos mucho, hija.
Y con esas palabras, nuestra
conversación terminó. Fue Orel quien debió persuadirme de no arriesgar mi vida
yendo a buscarlos.
-Ya deben
haberse ido de tu casa. – argumentó – Tenemos que irnos antes de que empiecen
los bombardeos.
Razón no le faltaba. Me pregunté cómo podía
haber sido tan tonta para no percatarme de que estábamos en una auténtica
carrera contra el tiempo.
Los refugios existían por una
buena razón: el Imperio tenía por costumbre bombardear con armas nucleares las
zonas rebeldes, o aquellas que estaban bajo ocupación enemiga, eliminando sin
miramientos a cualquiera que no estuviera a salvo en su interior.
De inmediato, me percaté de que
estábamos a media cuadra del búnker más cercano. Orel y yo nos miramos y, sin
perder ni un minuto, comenzamos a correr hacia él.
Llegamos justo antes de que las
puertas se cerraran, y apenas en el minuto previo a que el último transporte
zarpara.
Se trataba de una nave de forma cúbica,
similar a los grandes buques imperiales, pero más pequeña y maniobrable. Al
entrar, apenas había espacio donde ubicarse. El lugar estaba lleno de personas,
algunos compañeros de la escuela, otros vecinos, y un tercer grupo que apenas
recordaba haber visto alguna vez.
A los lados del cubo, había
ventanillas, a través de las cuales pudimos ver cómo la nave se elevaba en el
aire, para salir disparada hacia el cielo en pocos segundos.
En este breve período, y pese a
que el piloto hacía lo que podía por evadirlos, estuvimos a punto de chocar con
los cazas de ambas armadas en más de una ocasión. Pero nada de eso me importaba,
ya que algo me decía que mi familia debía seguir en la superficie, que cada vez
se veía más lejana.
Cuando ya estábamos a la
suficiente distancia para que la totalidad del disco que era nuestro mundo
fuese visible, vi con horror lo que más temía ver: los destellos. Bolas de
fuego que desde la distancia parecían diminutas, pero que debían corresponder
a explosiones nucleares de elevada potencia, que seguramente se estarían llevando
millones de vidas ante mis ojos.
No recuerdo bien lo que sucedió a
continuación. Sólo que empecé a gritar entre lágrimas, al igual que muchos de
los presentes. Lo que sí recuerdo con cierta claridad es que, pese a las
lágrimas en sus ojos, mi querida Orel, siendo testigo de mi angustia, y como
correspondía a su noble corazón, me abrazó y acarició, seguramente en un
intento por calmar mi ansiedad.
-Estoy
aquí. – me decía – Estoy aquí, y te quiero.
Yo no podía hacer más que llorar
entre gemidos, y abrazarla de vuelta. Ahora, la vida y la familia que tanto
había amado habían dejado de existir. O eso parecía. “Tal vez”, me dije, “han
logrado escapar”. “Tal vez no estoy sola por el resto de mi vida”, pensaba.
“Estoy aquí, y te quiero”, resonaron las palabras de Orel en mi cabeza. Fuera como fuera, seguía teniendo a alguien. Y mientras así fuera, los colosos de todos los mundos podrían ser enfrentados.
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