lunes, 17 de febrero de 2025

Estrellas en ruinas, cuento n° 1: Los colosos

I

Los colosos

El día en que la vida que conocía, aquella tan llena de color y afectos, que tanta alegría me habían traído, terminó, comenzó casi como cualquier otro. Yo tenía quince años, y era una niña de carácter alegre y divertido, que combinaba su interés con los deportes con una inigualable pasión por el coqueteo.

Mi nombre es Loristol, y era la única hija de la familia Vareth, fundada por una tierna y amable pareja de abogados, profundamente enamorados entre sí y de su retoño, a los que jamás voy a dejar de extrañar.

Ese día, desperté, me vestí y como todas las mañanas, me preparé para ir a la elitista escuela que con su esfuerzo y amor habían conseguido pagar.

Tras lavarme la cara y cepillarme los dientes, bajé las escaleras camino al comedor. Allí, como cada mañana, estaban mis padres sentados en torno a la mesa familiar, conversando entre ellos, y disfrutando del desayuno.

-Hola, papá, y hola, mamá. – los saludé alegremente. Ellos hicieron lo propio, mientras mi padre me servía una taza de café con leche, acompañada de un par de croissants.

-¿Se enteraron de los avistamientos de ayer? – preguntó mi padre. Ninguna de las dos sabíamos de qué hablaba. – Mineros reportaron haber visto una especie de animales que flotaban en el espacio. Seres que no han podido ser identificados con ninguna especie conocida, en este o en cualquiera de los mundos bajo el dominio imperial.

El Imperio Humano era la mayor estructura política jamás creada por nuestra especie. Un cúmulo de casi 500 mundos como el mío, todos discos orbitando a una estrella, que tenían varios satélites esféricos, correspondientes a la Luna y los siete planetas de la Tierra original.

Había surgido hacía ya 10.000 años, cuando la generación Alfa, perteneciente a la especie de los homo sapiens, comenzó sus primeros viajes fuera de las órbitas planetarias de su mundo, para colonizar las vastas extensiones de nuestra galaxia, a bordo de enormes y aparatosos buques espaciales. Grandes estructuras de forma cúbica y tamaño colosal, destinadas a albergar enormes poblaciones durante el mínimo de 15 años que duraba el trayecto de una estrella a otra.

A medida que los primeros colonizadores fueron expandiéndose, se encontraron a multitud de especies nuevas, en cada uno de los discos flotantes a los que iban arribando. Grandes criaturas marinas repletas de aletas y tentáculos, animales humanoides del tamaño de un meñique y con la capacidad de volar, e incluso bestias similares a las de la Tierra, tan aptas como una oveja o una vaca para el pastoreo.

Los climas eran diferentes también, así como las geografías de cada nueva tierra. Había mundos helados, en que la vida siempre sería similar a la de los pueblos del Ártico de su mundo hogar. Otros, estaban cubiertos por un vasto océano sin fin, en que las únicas opciones eran las ciudades submarinas, o las urbes flotantes.

Y sin embargo, con cada nuevo mundo descubierto, las sucesivas generaciones de humanos fueron constatando, una y otra vez, su propia soledad. En todos los mundos que fueron descubiertos, pese a la gran diversidad de formas de vida que los habitaban, no había una sola criatura dotada de un intelecto similar al del hombre promedio. Sólo animales brutos, de sorprendentes habilidades, que sin embargo palidecían ante la creatividad humana.

Y así fueron las cosas durante mucho, mucho tiempo. Decenas y decenas de siglos. Y así fueron, hasta el día en que mi historia comenzó.

Ese día, salí de mi bonita casa en uno de los suburbios de la ciudad, y comencé a caminar hacia la escuela, ubicada a unas cuantas cuadras de distancia. Allí, como cada mañana, me esperaba Orel, mi mejor amiga, con una expresión de cansancio que nada tenía que envidiar a la mía propia.

Ella era una chica unos pocos meses menor que yo, pero de una gran inteligencia que, sin embargo, contrastaba con sus escasas habilidades sociales. Cuando la conocí, era la oveja negra de la escuela, de la que todos se burlaban, y de la que no tardé en volverme su protectora. A mí, después de todo, no me tomó demasiado tiempo el volverme popular. Sin intención de alardear, era atractiva y mi carácter llamaba la atención y el afecto de todos los que me cruzaba.

Ella, por su parte, siempre estaba metida en sus libros, y recientemente había estado hablándome sobre sus extrañas teorías conspirativas, acerca de antiguas sociedades secretas que mantenían fuera del ojo público conocimientos y tecnologías avanzadas, desde hacía ya varios milenios. Ella sospechaba que, durante los años 40 del siglo XX de la Era Común, una nave tripulada por lo que parecían ser reticulianos se había estrellado cerca de un pueblito de la principal potencia de la Tierra.

Los reticulianos eran una de las numerosas razas que la humanidad había creado con el propósito de adecuarse a los mundos que iba colonizando. Ellos, en concreto, eran híbridos de humanos y una especie anfibia nativa del mundo que orbitaba a la estrella Zeta II de la constelación del Retículo. Seres de un metro y cuarenta centímetros de alto, de vasto intelecto pero limitada fuerza física, que pese a todo habían sido capaces de iniciar una rebelión con el propósito de fundar un Estado republicano en los mundos bajo su control. La idea de que sus dotes les hubiesen servido para superar los límites del propio tiempo se me hacía fascinante hasta a mí, pero hasta ese momento no era algo a lo que le diera demasiado peso.

Ese día, la escuela fue inusualmente aburrida. Los temas a tratarse en nuestras clases, como la historia de las numerosas empresas coloniales humanas, no podían resultarme menos interesantes. Como cada día, recibí un par de llamados de atención por estar hablando con un compañero, escribiendo en mi teléfono o, simplemente, mirando por la ventana sin prestar la menor atención.

A mi lado, Orel escuchaba atentamente a la docente, realizando intervenciones cada tanto para precisar ciertos conceptos. No estoy segura de por qué, pero la clase se desvió momentáneamente hacia las regulares guerras entre el poder imperial y los mundos colonizados. La profesora, mujer culta y de ideas progresistas, que de algún modo, pese a ello, había logrado conservar su puesto en la institución, comenzó a explicarnos lo que sabía sobre el conflicto con los reticulianos.

-Han vivido durante miles de años pagando tributos enormes al Imperio, y lo más remarcable que han recibido a cambio son cañonazos de plasma cuando negaban sus riquezas en tiempos de necesidad.

Tal vez no les sorprenda saberlo, pero el Imperio simplemente está repitiendo la historia de cientos de naciones terrestres antes que él, que se nutrieron del sometimiento y muerte de otros pueblos. A veces me pregunto qué sucedería si, un día, alguien más nos encontrara.

En la historia de la humanidad, los vencidos en general han sido eliminados o esclavizados. Uno tiene derecho a sospechar que, si una civilización más poderosa nos encontrara, actuaría del mismo modo en que nosotros lo hicimos con nuestros semejantes. Por Asherah, ojalá esté equivocada.

Es curioso. La mujer habló de numerosos temas en el tiempo en que yo, en mi habitual desidia, me dedicaba a pensar en los chicos que me gustaban, o en lo que haría ese fin de semana. Y a pesar de esto, recuerdo milimétricamente esta porción de su discurso.

Tal vez se deba a lo que viviría poco tiempo después. Pues no pasaron ni diez minutos antes de que, sin previo aviso, las alarmas de la escuela empezaran a sonar, esas alarmas que se habían instalado para casos de incendio, y que, sin embargo, anunciaban esta vez algo aún peor.

Una voz se escuchó en todo el edificio. Una voz femenina, la de la inteligencia artificial que fungía como directora, anunciando que estábamos en una emergencia, y que debíamos dirigirnos hacia el búnker más cercano.

El Imperio, a raíz de sus continuos enfrentamientos militares con sus súbditos, había adoptado la costumbre de hacer construir, so pena de persecución legal a los gobernadores negligentes, grandes instalaciones subterráneas en sus ciudades, a fin de resguardar a la mayor cantidad de civiles que fuese posible. Después de todo, sus manos serían necesarias en futuras batallas.

Como lo habíamos ensayado, los alumnos nos levantamos de nuestros asientos, y comenzamos a caminar en dirección a la puerta. Recorrimos los pasillos, bajamos un par de escaleras, y pronto estábamos reunidos en el patio del colegio.

A la distancia, eran visibles los colosales edificios que coronaban nuestra urbe. Grandes torres de cientos, si es que no miles de pisos de alto, que dificultaban ver más allá de ellas. Y pese a ello, esta vez, pudimos ser testigos de lo que estaba obligándonos a buscar refugio.

Alto en el cielo, pero acercándose a gran velocidad, eran visibles cuatro enormes criaturas, que debían tener el tamaño de un pueblo mediano. Eran de un aspecto grotesco. Similares a gusanos flotantes, con tentáculos brotando de su torso, y un rostro compuesto por innumerables ojos verdosos y una gran boca, de afilados dientes, en el centro.

No tardamos en notar, además, las “branquias” – por llamarlas de algún modo – de la criatura, cuando de ellas empezaron a brotar decenas de criaturas más pequeñas, similares en apariencia a una estrella de mar, que no tardaron en volar hacia los buques imperiales en órbita.

En breves segundos, una verdadera batalla aérea se estaba librando en torno a nuestro mundo. Desde tierra, el espectáculo era fascinante, como ver una bandada de pájaros moviéndose de manera coordinada por el cielo, a la vez que aterrador. Y ese miedo se convirtió en pánico cuando, finalmente, las primeras naves fueron derribadas, y comenzaron a caer sobre la ciudad.

Algunas eran naves humanas, y otras, parte de la misteriosa raza de animales que habían salido del interior de las bestias espaciales.

Las cosas se salieron de control cuando una de ellas cayó en la calle anterior a la escuela, en lo que escuchábamos sus rugidos. Los chicos, e incluso los maestros, rompieron formación, y comenzaron a correr hacia la salida. Algunos cayeron, y fueron pisoteados por la multitud desesperada.

En la vorágine, no tardé en encontrarme con mi amiga, que me miró con ojos, seguramente, tan asustados como los míos. Con dificultad, me acerqué a ella, y nos tomamos de las manos, en un intento por salir de ésta juntas, como se supone que deberían hacer dos niñas que, por el tiempo que pasaron cada una en la vida de la otra, eran ya como hermanas.

Afortunadamente, logramos escapar, con el ruido de las metrallas en el cielo a la distancia. Fue entonces que, con el filo de un cuchillo, el recuerdo de mis padres cortó con el ensimismamiento que es común a cualquiera que intenta sobrevivir en una situación así.

Saqué mi teléfono, y vi que tenía varias llamadas perdidas de mi padre. Apenas nos habíamos refugiado bajo un puente cercano, decidí llamarlos de vuelta.

-Loristol, corre al refugio del barrio, y has lo que puedas para escapar en una de las arcas. – dijo él.

-¿Dónde nos encontramos? – pregunté, ingenuamente. Hubo un breve silencio antes de que él continuara.

-Tu madre y yo intentaremos huir en otra nave. Te buscaremos cuando estemos a salvo, ¿sí?

-¿Qué? ¡Tenemos que ir juntos!

-Y lo haremos. Pero ahora, tienes que salir del disco. Te amamos mucho, hija.

Y con esas palabras, nuestra conversación terminó. Fue Orel quien debió persuadirme de no arriesgar mi vida yendo a buscarlos.

-Ya deben haberse ido de tu casa. – argumentó – Tenemos que irnos antes de que empiecen los bombardeos.

 Razón no le faltaba. Me pregunté cómo podía haber sido tan tonta para no percatarme de que estábamos en una auténtica carrera contra el tiempo.

Los refugios existían por una buena razón: el Imperio tenía por costumbre bombardear con armas nucleares las zonas rebeldes, o aquellas que estaban bajo ocupación enemiga, eliminando sin miramientos a cualquiera que no estuviera a salvo en su interior.

De inmediato, me percaté de que estábamos a media cuadra del búnker más cercano. Orel y yo nos miramos y, sin perder ni un minuto, comenzamos a correr hacia él.

Llegamos justo antes de que las puertas se cerraran, y apenas en el minuto previo a que el último transporte zarpara.

Se trataba de una nave de forma cúbica, similar a los grandes buques imperiales, pero más pequeña y maniobrable. Al entrar, apenas había espacio donde ubicarse. El lugar estaba lleno de personas, algunos compañeros de la escuela, otros vecinos, y un tercer grupo que apenas recordaba haber visto alguna vez.

A los lados del cubo, había ventanillas, a través de las cuales pudimos ver cómo la nave se elevaba en el aire, para salir disparada hacia el cielo en pocos segundos.

En este breve período, y pese a que el piloto hacía lo que podía por evadirlos, estuvimos a punto de chocar con los cazas de ambas armadas en más de una ocasión. Pero nada de eso me importaba, ya que algo me decía que mi familia debía seguir en la superficie, que cada vez se veía más lejana.

Cuando ya estábamos a la suficiente distancia para que la totalidad del disco que era nuestro mundo fuese visible, vi con horror lo que más temía ver: los destellos. Bolas de fuego que desde la distancia parecían diminutas, pero que debían corresponder a explosiones nucleares de elevada potencia, que seguramente se estarían llevando millones de vidas ante mis ojos.

No recuerdo bien lo que sucedió a continuación. Sólo que empecé a gritar entre lágrimas, al igual que muchos de los presentes. Lo que sí recuerdo con cierta claridad es que, pese a las lágrimas en sus ojos, mi querida Orel, siendo testigo de mi angustia, y como correspondía a su noble corazón, me abrazó y acarició, seguramente en un intento por calmar mi ansiedad.

         -Estoy aquí. – me decía – Estoy aquí, y te quiero.

Yo no podía hacer más que llorar entre gemidos, y abrazarla de vuelta. Ahora, la vida y la familia que tanto había amado habían dejado de existir. O eso parecía. “Tal vez”, me dije, “han logrado escapar”. “Tal vez no estoy sola por el resto de mi vida”, pensaba.

“Estoy aquí, y te quiero”, resonaron las palabras de Orel en mi cabeza. Fuera como fuera, seguía teniendo a alguien. Y mientras así fuera, los colosos de todos los mundos podrían ser enfrentados.

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