Hacia el siglo VII a.C., se produjo un cambio profundo en relación a la actitud humana frente al universo. Esto ocurrió en Grecia por obra de una minoría de hombres de peculiar genio, a los que se llamó filósofos. Esta novedad histórica consistió en la búsqueda racional de la verdad, en un principio acerca de la naturaleza del universo, luego del ser y eventualmente, del hombre.
La fuerza que impulsó esta nueva posición de los individuos y eventualmente, también la sociedades, fue la maravilla, el deseo de conocer y de desentrañar los secretos de las cosas, que subyacen bajo las apariencias de los sentidos.
Todos los presocráticos creyeron que tras lo mutable existía un sustrato permanente, que las hacer nacer y al cual retornan al corromperse. Es la materia primordial de la que se forma el mundo.
Se cree que el primer filósofo, Tales de Mileto, nació en el año 625 a.C., y su anecdotario es sumamente rico y variado. Él confió, como muchos después de él, en el testimonio de los sentidos que atestiguan la pluralidad de las cosas, y en el de la razón que busca un principio común e inmutable. Ese primer principio, el arjé, era para él el agua.
La búsqueda del arjé continuó bajo Anaximandro, quien lo llamó el ápeiron, lo indefinido, al que Anaxímenes llamó aire o hálito. Esta materia fue llamada divina por su eterna permanencia, porque todo en el universo es ella misma. Una visión que concluirá en la tesis de que la realidad es recurrente, que las cosas permanecen en un círculo de retornos. A medida que la división se adueña de todo, surgen los dolores de la separación, que destruyen la paz de lo uno.
Esta concepción alberga todos los elementos del pesimismo antiguo, en que si el hombre quiere traspasar sus límites, será castigado por querer franquear dicha barrera. Los dos caminos que se abren son, pues, el dionisíaco, con su afán de vencer a la naturaleza mediante el misticismo, y el apolíneo, que aboga siempre por la serenidad y la razón.
Para Anaximandro, pues, el ápeiron, como única realidad, es la fuente de todos los mundos, que siempre permanece pese a la corrupción de los entes, que reciben de él su principio y a él vuelven al desaparecer.
Una posición al menos tan interesante como esta la sostuvo Heráclito, el primer representante del pensamiento dialéctico. Según Diógenes Laercio, Heráclito estaba en el apogeo de su genio hacia 504 a.C., una fecha que Spengler ha considerado exacta, y que garantiza la inexistencia de influencias metafísicas sobre el creador de la dialéctica, el continuo fluir del Ser.
Anterior a Parménides, el pensador metafísico por excelencia, era del partido noble que respondía al Imperio Persa, y Aristóteles lo denostó por lo ininteligible de su filosofía.
Los rasgos distintivos de su doctrina son, en principio, el antitradicionalismo, en que se pronuncia contra los ideales griegos de la educación, al afirmar que el aprendizaje de muchas cosas nunca enseña a comprender.
Gigon dijo, por ello, que Heráclito se presentó como un iluminista, que deseaba liberar el espíritu de la tradición de los mitólogos.
Afirmaba que está en poder de todo hombre el ser sensato y el conocerse a sí mismo, por ser el pensar común a todos. La sabiduría es, pues, decir la verdad y obrar conforme a la naturaleza.
La introspección, autoconocimiento y actitud de obrar de acuerdo a la ley natural, serán cuestiones que recogerán los estoicos de Zenón de Elea y luego, nada menos que Jean Jacques Rousseau.
Platón afirma que la opinión de Heráclito es que todas las cosas fluyen y nada permanece. En el constante fluir de la materia, los contrarios se suceden en alternada oposición.
Por todo esto, se le considera el filósofo del devenir por excelencia, por haber defendido un proceso de conflicto secuencial de los opuestos dentro de cada se. La discordia gobierna toda mutación, y nada llega a ser sin su contrario, por lo que no hay posibilidad de quietud o absolutos.
Esta misma concepción será continuada por Hegel y eventualmente por Marx, Nietzsche y los demás hegelianos tanto de izquierda como de derecha.
Por último, no está de más recordar a Parménides, quien se encontró con el intento dialéctico de Heráclito, que sostenía que una cosa era y no era al mismo tiempo, y dijo que eso no tenía sentido. La idea del devenir implica que lo que ahora es, no será en el futuro, y el Ser de Heráclito, que está en un tránsito permanente hacia el no ser, es una imposibilidad en la medida en que viola el axioma fundamental de la realidad: el Ser es y el No Ser no es.
Las cosas fuera del sujeto son idénticas al pensamiento. Lo que no puedo pensar porque es absurdo jamás podrá ser en la realidad, en un proceso de identificación del Ser con el pensar. Parménides afirma haber recibido este principio de una diosa, imitando el estilo órfico, como para resaltar su origen místico.
El Ser es, pues, único, porque si hubiesen dos seres tendría que haber entre ellos el no ser, que es impensable. Es también eterno, porque si no lo fuese, habría tenido un principio, y si lo tuviese antes habría existido el no ser, que nuevamente, es también imposible. Del mismo modo demostró Parménides demostró otros predicados acerca de la inmovilidad del Ser. Pero era imposible ocultar que el mundo sensible era distinto del inteligible.
Con este hombre, los griegos llegaron, a través de la inducción sucesiva, a la necesidad racional del Ser. El hombre griego ve al cosmos como algo limitado, ordenado y transparente. La ciudad y el hombre deben estar de acuerdo con ese cosmos limitado. Todo está sujeto a la ponderación y la medida. Platón y Aristóteles: el Estado está sujeto a la medida de lo humano y el hombre es, pues, la medida de todas las cosas.
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