sábado, 10 de julio de 2021

El cristianismo entre sus orígenes y la era patrística

 


Israel conservó durante siglos su creencia en un Dios único e inmaterial, y cuando fue finalmente incorporado al Imperio Romano, conservó su religión, que fue respetada como con todos los pueblos sometidos. Una dinastía idumea, los Herodes, gobernaba palestina en aquellos años, con su jurisdicción sometida a un procurador romano residente en Jerusalén. El Pentateuco siguió siendo el libro sagrado por excelencia para los hebreos, que continuaron esperando al Mesías anunciado, al que veían ya como un jefe nacional, ya como un dominador universal.

En el tiempo del emperador Augusto nació en Belén de Judea Jesucristo, la Encarnación del Hijo de Dios. Anunciado por Juan Bautista, tardó treinta años en iniciar su predicación, de la mano de doce humildes pecadores, sus primeros discípulos. Nada igualaba su santidad y la profundidad de sus principios, lo cual no evitó, sin embargo, que la mayor parte del pueblo lo viese sólo como un pretendiente mesiánico más. Los judíos, a fin de cuentas, esperaban a un enviado del Señor que les diera la dominación del mundo entero, y muy por el contrario, Jesús predicaba la fraternidad universal y la penitencia. La secta de los fariseos encendió el odio contra Él, al presentarlo como impostor, lo cual acabó por traer Su condenación a la tortura y la cruz. 

Sus Apóstoles y demás discípulos, temiendo sufrir la misma suerte, se ocultaron y dispersaron, pero con Su Resurrección al tercer día y Su posterior permanencia entre ellos durante más de un mes, su fervor se renovó. Tras instituir a Pedro en jefe de los Apóstoles, pronunció aquellas célebres palabras en que les mandaba ir e instruir a todas las naciones, bautizando en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñando a observar todo lo que Él les había mandado, y posteriormente ascendió a los cielos.

Los Apóstoles cumplieron diligentemente esta consigna, repartiéndose por toda la Tierra. Estos doce hombres, cuyo título en griego significa enviados, conmovieron por sus milagros, su virtud y sus palabras allá donde predicaron, formando una nueva comunidad religiosa distinta de la de los judíos. La persecución contra los cristianos inició en Jerusalén, cuando esta separación quedó patente. 

En el año 70 después de Cristo, una sublevación judía y la subsecuente represión romana ocasionó la dispersión de los judíos, cosa que favoreció al cristianismo. Los hebreos eran, en efecto más aptos que los gentiles para la adopción de la nueva fe, por estar vinculada a los antiguos libros y esperanzas que Israel había guardado durante tanto tiempo. Por esto es que en muchas ciudades, el núcleo de la comunidad cristiana fue la sinagoga, cuyos miembros se fueron convirtiendo progresivamente a la fe de Cristo.

En el 41 de nuestra era, San Pedro bautizó al centurión Cornelio, y este fue el primer gentil que abrazó la nueva religión. Saulo de Tarso, un joven hebreo cuya familia gozaba de ciudadanía romana, tomó parte en la persecución judía contra los cristianos. Todo esto hasta que el mismo Cristo se le apareció camino a Damasco (y en el contexto de esta persecución) llamándolo por su nombre y preguntándole por qué le perseguía. Así, convertido en San Pablo, nunca dejó de considerar su fe precursora del Reino de Dios en la Tierra, e imagen del Paraíso. Pablo, que había estudiado las Escrituras con los fariseos y siendo griego llevando la ciudadanía romana, reunía todos los elementos de la gran renovación que se gestaba. Difundió la fe cristiana en Chipre y Galacia, y regresó a Jerusalén para la celebración del Primer Concilio de la Iglesia. Mismo que bajo su influencia rechazó la Ley Mosaica, reconociendo a la Ley de Cristo como aquella que debía ser practicada por todos los hombres. La amplitud y poder del Imperio Romano facilitó, además, la predicación de esta religión.

La historia de los viajes de San Pablo es conocida por los Hechos de los Apóstoles, compuestos por San Lucas, su compañero, y que se halla incorporado al Nuevo Testamento. Con su apostolado convirtió al cristianismo a una gran parte del Imperio, hasta que en el año 62 fue apresado y enviado a Roma, para ser ejecutado al mismo tiempo San Pedro el primer Papa, víctimas de la persecución de Nerón contra los cristianos.

Las comunidades cristianas tenían una organización sencilla: los Apóstoles formaban el consejo supremo y cada iglesia tenía un obispo (vigilante), de entre los cuales Santiago el Mayor destaca por haber sido el primero de Jerusalén. Los sacramentos eran administrados por los presbíteros o ancianos, consagrados por los mismos Apóstoles. Los diáconos se encargaban de los negocios, pero también tenían funciones rituales. 

San Mateo es el responsable, según la Tradición de la Iglesia, de redactar a mediados del siglo I el primer Evangelio, conteniendo la historia y doctrina de Jesús. Más tarde, San Marcos escribió un segundo Evangelio con mayor precisión cronológica, y eventualmente San Lucas redactó el tercero en griego. Por último, San Juan fue el responsable del cuarto Evangelio, más dogmático que los anteriores. Con el tiempo, los citados Evangelios comenzaron a ser vistos como inspirados por Dios mismo e iguales a la Escritura hebrea, así como las Epístolas apostólicas, que desarrollaron la Doctrina del Maestro, difundiendo Sus enseñanzas por todo el Imperio Romano.

Las persecuciones

Pese a las marcadas diferencias entre cristianismo y judaísmo, los romanos acabaron por confundir a los cristianos con los judíos, lo cual contribuyó a intensificar la persecución, influida por enormes dosis de incomprensión. Algunas mujeres como Popea, la favorita de Nerón, y algunos libertos judíos ejercieron una gran influencia sobre aquél para iniciar las masacres, hasta el punto en que historiadores cristianos han atribuido, no sin fundamento, a culpar a Popea de inspirar al emperador por indicación rabínica para que atribuyera a los cristianos la culpabilidad del incendio de Roma.

Ocurrió también que los cristianos fueron considerados como judíos de baja categoría, y el hecho de que en la masa de sus adeptos hubiese libertos e incluso esclavos, hizo nacer entre los romanos la idea de que esta nueva fe no convenía a las clases altas. Fruto de esta ignorancia son, además, los calificativos de escritores como Plinio el Joven, Tácito y Suetonio.

Aunque el estoicismo había preparado la mentalidad de la época para la llegada del cristianismo, las persecuciones se explican también porque todo era nuevo en los discípulos de Cristo. Las religiones antiguas lo eran del terror, con dioses implacables, cuyas relaciones con los hombres eran de carácter contractual, a la vez que, paradójicamente, la religiosidad había acabado siendo vista como sinónimo de urbanidad y espíritu cívico. 
Todos los cultos hasta entonces comprendías sacrificios sangrientos y ofrendas expiatorias, mientras la religión de Jesús presentaba el Sacrificio único del Hijo de Dios y sólo exigía la ofrenda de la fe.
Es por esto que las clases explotadas, a quienes se prometía un mundo mejor así en el Cielo como en la Tierra, abrazaron la nueva religión con fervor.

Pero a la par de lo anterior, son de resaltar los múltiples obstáculos que se le opusieron. Los primeros enemigos del cristianismo fueron los judíos, luego los romanos que, aunque tolerantes con las religiones de los pueblos, comenzaron a ver en los cristianos un peligro para el Imperio. Además, los cristianos no participaban en las ceremonias oficiales a fin de no adorar a otros dioses, lo cual los hizo sospechosos para el Estado, hasta que, bajo el gobierno de Claudio, fueron expulsados de Roma, iniciando las persecuciones. Más tarde, nuevas acusaciones se inventaron, desde el adorar a un dios con cabeza de asno hasta sacrificar niños ritualmente. Bajo Nerón, el pueblo, convencido de que estos eran los enemigos a combatir, aceptó con entusiasmo el inicio de la persecución en su contra basado en la acusación de incendiar Roma. Millares de fieles fueron arrojados a los leones, crucificados y quemados vivos. Esa fue la primera persecución, y se extendió entre los años 64 a 68. En ella perecieron San Pedro y San Pablo, el primero crucificado en la colina del Vaticano y el segundo, decapitado.

Bajo Domiciano y Trajano se ejecutaron la segunda y tercera persecución, bajo la acusación de negarse a ofrecer sacrificios en los altares. Además, miembros de familias poderosas se habían convertido al cristianismo, lo cual sumado a su difusión en los campos, aldeas y colinas, aumentó la saña para sofocar con sangre un movimiento que predicaba la fraternidad.

La cuarta persecución ocurrió, se dice, bajo el reinado de Marco Aurelio, a quien otros creían converso al cristianismo por su espíritu noble y sus preceptos estoicos. 

En tal contexto, los cristianos apelaron a un arbitrio legal, constituyendo asociaciones funerarias a fin de comprar terrenos colindantes con las ciudades y así construir sepulturas comunes para sus miembros. En tales sitios se reunieron, y allí realizaron, en secreto, sus Misas. A medida que aumentó su número, se excavaron sepulturas subterráneas donde se inhumaban los cuerpos, las famosas catacumbas, sede de las iglesias perseguidas y refugios en los tiempos en que aumentaba la intolerancia hacia ellos.

Nada podía contener su fervor, con lo que las persecuciones aumentaron. Bajo Septimio Severo, perecieron más de dieciocho mil mártires. En el año 250, Decio ordenó a todos los cristianos abandonar su religión, so pena del destierro y, para los funcionarios conversos, la muerte. San Fabiano, San Cornelio y San Lucio, papas de la Iglesia, murieron mártires. Del mismo modo, bajo Valeriano, murieron el Papa Sixto II, San Lorenzo y San Cipriano. Diocleciano persiguió también a los cristianos, así como Galerio. Todo esto hasta el punto de inflexión que llevó a la fe católica a la hegemonía absoluta.

La conversión de Constantino

Constantino y Licinio, tras vencer a sus rivales, dictaron en el 313, a seis meses de su victoria, el edicto de Milán, a fin de permitir a los cristianos la libertad de culto. Este es el punto inicial de la conversión de Constantino a la cristiandad, que marca también la terminación de las persecuciones.
Al Obispo de Roma se le reconoció como líder supremo de la Iglesia, que comenzaba a ser llamada ortodoxa (verdadera) y católica (universal).

El ambiente romano se saturó de sectas en lo que el cristianismo trataba de conservar su pureza originaria, sin poder evitar que por su influencia surgieran extrañas doctrinas, bautizadas herejías.
En tiempos de Constantino, la más peligrosa fue el arrianismo. Esta herejía, que recibe su nombre de Arrio, sacerdote alejandrino, negaba la Divinidad de Cristo y la identidad sustancial de la Santísima Trinidad. La masa ignorante, ciertamente, comprendía mejor el arrianismo que la doctrina ortodoxa, dándole tal difusión que Constantino acabó por convocar el primer Concilio Ecuménico en Nicea, que terminó, tras algo de discusión, por condenar la herejía. Constancio, sucesor de Constantino, mantuvo la religión cristiana, pero tras entregarse al arrianismo, que declaró religión oficial, ocasionó que todo el Imperio fuera escenario de luchas religiosas y políticas. Todo esto hasta que Juliano, primo de Constancio y llamado el Apóstata, se hizo con el Imperio e inició una persecución peor que cualquiera que se hubiese visto.

Su religión era, en realidad, una combinación de paganismo, filosofía estoica y mitraísmo, con influencias de Filón y Plotino. Creía que el Sol era una imagen inmaterial del dios único e inmaterial. 
Cuenta el historiador Teodoreto que sus últimas palabras fueron "venciste Galileo", símbolo del inicio de la victoria definitiva de la cristiandad. 

Joviano, sucesor de Juliano, restableció la tolerancia religiosa y Teodosio, entronizado como amo y señor de todo el Imperio en el 394, publicó un edicto imponiendo a todos los pueblos la fe recibida de San Pedro. Bautizado al inicio de su reinado, era un verdadero cristiano enemigo de las herejías y la idolatría, que con frecuencia se inclinó a la fuerza moral de la Iglesia. Un ejemplo típico es la vez en que San Ambrosio, obispo de Tesalónica, le prohibió acceder a su catedral mientras no hiciera penitencia por una cruel represión, sometiendo así a la figura más poderosa de todo el Imperio Romano.

Al producirse la división del Imperio y a medida que el Imperio de Occidente se iba derrumbando, la Iglesia se fortaleció materialmente, y su acción frente a los pueblos recién aparecidos le llevaría a cumplir su destino de edificar la civilización moderna.

La patrística

En los intervalos entre persecución y persecución, y sobre todo en el siglo II gracias a la tolerancia de los emperadores, los cristianos hicieron conocer su doctrina y refutaron las calumnias en su contra. Floreció la literatura apologética, integrada por los escritos en defensa de la religión, a veces en forma de suplicas a emperadores  y en otras ocasiones de exposiciones doctrinales dirigidas al mundo pagano. A medida que el cristianismo penetraba en las esferas intelectuales romanas, se fue sintiendo la necesidad de demostrar su esencia, para lo cual los apologistas interpretaron filosóficamente las definiciones dogmáticas de los Papas, gracias a lo cual las teorías filosóficas se pusieron al servicio de la verdad revelada. Se dio el título de Padres de la Iglesia a aquellos que destacaron por la ortodoxia de sus doctrinas y la santidad de sus vidas, aunque algunos autores incluyeron también una distinción interna, entre Padres Apologistas y Padres Dogmáticos. Los Padres de la Iglesia afirmaron la existencia de un derecho natural, considerando a los hombres como iguales y libres por naturaleza. El Estado no era, para ellos, una entidad con su origen en la ley natural, pero que debía de todos modos admitirse como consecuencia del pecado original en el hombre.

De entre ellos destacan varios. El primero es San Justino Mártir, uno de los primeros en atreverse a dirigirse al emperador Antonio en defensa de la fe cristiana, continuando con San Ireneo, quien puso en guardia a los cristianos sobre las interpretaciones libres de las Escrituras. También es de resaltar Tertuliano, quien pese a todo llegó a estar, a su muerte, en disidencia con la Iglesia, así como Clemente de Alejandría y su discípulo Orígenes, el cual fue excomulgado porque la Tradición Apostólica no podía aceptar que la filosofía alterara la enseñanza de Cristo en lugar de servirle.

Tras el triunfo de la Iglesia bajo Constantino, comenzó la era de la literatura patrística propiamente dicha,  que no hacía ya apologías sino tratados teológicos que puntualizaran y definieran los dogmas. Su obra actuaba en defensa de la Doctrina de la Iglesia contra los que proclamaban herejías en nombre de la filosofía. Se había rechazado la posición de Tertuliano en contra de la misma, sin llegar al extremo opuesto de Orígenes, lo cual sumado a la posesión de un lenguaje adecuado para estas disputas, permitió a la Iglesia a estar perfectamente preparada para afrontar la agresión de los nuevos sofistas.

Aunque sus escritos tienen una alta autoridad teológica, los Papas siempre distinguieron entre las opiniones de los Padres y los dogmas expresados en sus obras. Ellos discreparon sobre muchos puntos, muchas veces influidos por su lugar de origen. Así, los doctores de Oriente o griegos, tienen sus diferencias con los Padres de la Iglesia latina, que lucharon en Occidente en el ambiente romano penetrado por los bárbaros.

En el mundo griego destacan San Atanasio, San Gregorio de Nisa, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, maestro de Agustín, y San Jerónimo, autor de la versión latina de la Biblia, aceptada por la Iglesia como definitiva en el Concilio de Trento.

Esta ha sido la historia de la Iglesia desde sus inicios hasta la llegada de los grandes Padres que terminaron de cimentar el edificio de la catolicidad contemporánea. Hombres grandes que, sin embargo, hoy en día son subestimados, como tantos otros genios que la Iglesia nos ha legado. Es por eso, además de por las motivaciones expresivas de su autor, que existe este espacio, que si Dios quiere durará mucho tiempo más.

Bibliografía

Derecho Político General-Tomo I, del doctor Mariano de Vedia y Mitre.

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