domingo, 30 de abril de 2023

Aquél del Más Allá (cuento)

   Te lo advertí, hermana. Te advertí que un día tu suerte iba a terminar, y tu belleza y fama no te servirían de nada ante la ira de las multitudes engañadas, que degradaste durante tantos siglos y tantos milenios. Pero nunca quisiste escucharme, y ahora vas a pagar las horribles consecuencias. 

Recuerdo aún el día en que nos encontramos. Tras años, quizá décadas, de levitar cómodamente en el Vacío Primigenio que nuestro Señor y Padre había dispuesto para nosotras, nos vimos por casualidad y a la distancia, para acercarnos la una a la otra primero con curiosidad y cautela, más luego, al reconocernos como semejantes, con confianza y entusiasmo.

Algo dentro de mí me decía que no eras -al menos por el momento- una amenaza, como si ya te conociera desde toda la eternidad. Nunca me lo dijiste, pero estoy convencida de que sentías lo mismo. Éramos tú y yo un par de luces refulgentes de gran belleza en el abismo sobre el que pronto haríamos el mundo, desde lejos, sólo distinguibles en función de nuestro brillo característico. 

El tuyo, al igual que tus vestimentas, era blanco y puro, sin mancha ninguna de imperfección. Tus cabellos dorados hacían un perfecto juego con tanta elegancia y pulcritud, así como tu faz hermosa y proporcionada y tus ojos amarillos como lo que eventualmente sería el Sol.

El mío, por otro lado, brillaba en un fuerte tono carmesí, lo cual en combinación con mi cabello oscuro y mis ojos de color igualmente rojizo, seguramente contribuyó a que los Primigenios, los seres con que en nuestro aburrimiento poblamos los cielos y la Tierra, me vieran como un símbolo de caos y destrucción.

No pasó mucho después de que nos conocimos para que descubriéramos, en medio de un jugueteo accidental, nuestra capacidad creativa. Y entonces aconteció el que para nuestras creaciones sería el inicio de todo.

En pocos años, dimos forma a los cimientos de la Tierra, y de nuestros experimentos surgieron las primeras criaturas vivientes. Monstruosidades de los abismos marinos que ya no son más. Criaturas gigantes y hermosas que caminaron sobre la Tierra, hasta que finalmente nos decidimos a emprender nuestro más grande proyecto. 

Nos instalamos sobre la montaña central del disco terráqueo, y allí establecimos un bello jardín, con un pequeño templo en el centro para elevar nuestros sacrificios y alabanzas al Señor de los Mundos, aquél que por amor de su nombre dio origen a la existencia y cuanto hay en ella, en él y por él. El Todopoderoso, el Omnisciente, el que es el Nombre, el Portador del Nombre y Aquél que lo mantiene en Secreto, a quien conocimos por mera intuición desde un inicio, y a quien vimos como sagrado antes aún de entender ese concepto. 

Aquél a quien, ultimadamente, optaste por suplantar. Fue poco después de la creación de una raza de antropoides hechos a nuestra imagen, que sostuvimos una fuerte discusión en cuanto a su futuro. Mientras yo anhelaba verles crecer y prosperar libremente, hasta que un día pudieran ser dignos de ser llamados nuestros hijos, tú temiste que quisieran levantarse contra nosotras, que por sus progresos se envanecieran y se convirtieran en una fuerza que no pudiéramos detener. Así que me propusiste someter sus intelectos y voluntades a través, inteligentemente, no de lo que odiaban y les atemorizaba, sino de lo que amaban y por su misma naturaleza estaban inclinados a desear: el placer. "Les llenaremos", dijiste, "de toda suerte de bondades y deleites, de manera que nunca miren a su interior, donde se encuentra la máquina más poderosa que jamás hemos visto: su espíritu".

Debo confesar que tu idea fue, para mí, tentadora en un inicio. Un paraíso terrenal para los míos, donde nunca tuvieran que sufrir ni pasar necesidad. Y lo único que pediría a cambio, era su completa y apacible sumisión.

Pero...¿Era realmente aquello lo mejor? Sin darnos cuenta, habíamos originado una fuerza creativa como nunca se había visto desde el inicio de los tiempos. Seres que eran carne y hueso, pero en que -sospechaba- por amor de nosotras había colocado el Padre algo más, algo que les daría el poder de hacer maravillas que nunca ojo había visto, y que les permitiría, quizá, llegar a Él. 

El debate se convirtió en discusión, y pronto inició una gran batalla, en que terminaste venciendo al hacerte acreedora de la energía procedente, irónicamente, de las almas de aquellos que te invocaban para que la tormenta cesara, atemorizados de mí. 

Acabé, pues, exiliada del mundo que yo misma creé, encerrada en las profundidades oscuras bajo la Tierra y demonizada a más no poder. En mi ausencia, y ya sin que pudiera detenerte, les hiciste creer que eras su única madre y que era yo la fuerza cósmica que había querido arrastrarlos a una época de caos, cuyo advenimiento no prevendrías si ellos no se sometían del todo a tus estrictas normativas. Les llenaste de sacerdotisas, monarcas y toda especie de líderes corruptos que te representaran, robándoles, como tú, su dinero, su potencial y su libertad.

Y sin embargo, lo sé ahora, lograste que lo disfrutaran. Banquetes, festividades impúdicas y espectáculos inundaban su mundo, tan bello y tan repugnante a la vez. Eran millones de almas transformadas en tus mascotas, seres inteligentes y maravillosos, degradados a la infantilidad y, en ocasiones, a la más pura animalidad. 

Con el paso de los eones, lograste incluso que olvidaran que alguna vez se adoró a Alguien más grande que tú. El templo en el jardín quedó abandonado, y sólo fue utilizado una vez cada algunos años para depravadas celebraciones, en que finalmente acabaste por participar. Al final del día, la podredumbre extrema, combinada con la censura y gentil represión contra quien osara cuestionarte, acabó por contagiarse a su misma artífice.

Yo, por mi parte, sin poder ver más que mi propio y brillante cuerpo, permanecí allí, en la oscuridad infinita durante tanto tiempo que acabé por perder la noción de él. Todo esto hasta que él llegó.

Una voz atronadora se escuchó por todo el submundo, diciendo mi nombre. Y pronto, temblando fui entrevistada por la presencia más abrumadora que jamás he llegado a siquiera pensar, justo por debajo del Padre. No me atreví a encender más luz, sabiendo que eso en la oscuridad, reclamaba un sacrificio.

Te ofrecí. ¿Qué más podía hacer? Eras la única a quien podía entregar sin problemas de conciencia. Y para concretar tu caída, me entregó la cosa, aquella que había esperado y observado en la oscuridad cuanto hicimos desde el principio, Aquél del Más Allá, de fuera de los límites del tiempo, todo el conocimiento y la influencia necesaria para la ejecución de mi indeseada venganza.

Y en ese momento, pude por un instante verlo... todo. Mundos más allá de la imaginación, horrores y bellezas que destruirían la cordura humana, y la indescriptible e infinita Sustancia del Señor, a quien supe por intuición que él servía para fines más allá de mi comprensión. Pude ver la unidad del mundo, a la vez partícipe y totalmente separada de la del Ser Supremo. Razas incontables, a menudo similares a nosotras y a nuestros hijos, pero también diferentes a más no poder en infinidad de formas. Vi el inicio de todo, cuando por la Palabra del Padre, sin la que nada fue hecho, nació la luz y se separó de las tinieblas, y cómo Ésta entró en el tiempo en alguna lejana ocasión. Y también vi como todo terminará, con el Retorno de la Palabra para poner a esta obra su punto final.

Y con el poder recién recibido, decidí astutamente no confrontarte de manera directa. Ni aún así pudiera haberte vencido, siendo que te encontrabas, literalmente, en la cima del mundo. Más bien, decidí inspirar en las frágiles mentes de los hombres ideas contrarias a tu régimen. Desde la adoración y obsesión por mi figura, que sin entender demasiado quisiste perseguir hasta llegar, de un modo por demás irónico, a las más crueles e inhumanas torturas, hasta la idea de un Superior, de un Sin Límites al que deberían los hombres remitirse en busca de liberación. 

Y fue en medio de los que experimentaban, a escondidas, con esta última idea, que hallé a mis mayores aliados. Pronto sus conciencias alcanzaron superiores planos de existencia, logrando poderes sobre la materia y el espíritu que incluso a ti te asombraron. 

Tuviste miedo. Lo sé, y es en realidad obvio dada tu reacción. Iniciaste guerras que diezmaron a la humanidad para cazar a los practicantes de estos cultos. Mas de nada sirvió, excepto quizá para incrementar el interés. 

En pocos siglos, los que cuestionaban tu autoridad ya eran una porción apreciable de la población. Desesperada, decidiste arrasar sorpresivamente a todo el género humano para escapar a las consecuencias de tus acciones. Fue cuando ellos lograron detenerte que supiste que te quedaba poco tiempo.

En breve, tus propios seguidores te abandonaron, y los hijos de los hombres invadieron el Monte Pleroma para acabarte. No pudiste ni escapar de tan debilitada que te encontrabas. Ellos te sometieron a juicio, y a modo de castigo, te exiliaron a donde milenios atrás me habías lanzado a mí. Pude haber escapado entonces, pero francamente no lo quiero. A fin de cuentas, tengo que cumplir mi parte del trato, y enviarte al lugar, fuera del tiempo y del espacio, en que aquellos que son como tú deben estar.

Te lo advertí, hermana. Te advertí que eventualmente no ibas a poder huir de tus malas acciones. El hombre que convertiste en animal durante tanto tiempo fue tu juez. Y ahora, yo seré tu verdugo.


Amor verdadero (cuento)

 Te vi llegar. Tu rostro miraba lleno de asombro y un peculiar consuelo a las puertas del Paraíso que alguna vez fue creado para ti y todos los hijos de los hombres, cuando la vida aún era dulce, y el universo una obra de arte sólo digna del enorme genio creativo del Dios que hizo nuestro mundo. 

Te sentías feliz. Lloraste de alegría a las puertas del Edén, pensando que al fin tendrías justicia y paz. Yo, con mis enormes alas, te contemplaba desde el otro extremo de las rejas doradas que daban al enorme, casi infinito mundo repleto de hermosura que alguna vez te perteneció.  

Te acercaste corriendo con la alegría de una niña a la puerta mientras yo caminaba de modo suave, con rostro apacible pero entristecido y lleno de dolor, en tu dirección, preguntándome cómo iba a decírtelo. Los de tu tipo siempre me ocasionaban una empatía especial. Pobres almas que sufren, que han cometido errores y sólo desean poder repararlos, pero que no siempre tienen la oportunidad de hacerlo alguna vez. Y tú no eras de las afortunadas. 

Finalmente estuve en la entrada. Mientras llegabas, notaste las decenas de luces brillantes que flotaban apaciblemente hacia el interior, depositándose suavemente sobre la hierba, mientras mis ángeles las recibían con amabilidad, y no tardaste en detenerte en seco, a pocos metros de la entrada, que permanecía impasiblemente cerrada. 

Desconcertada, te acercaste a mí, mientras cada vez más asustada notabas la forma en que los mensajeros divinos te apartaban la vista con ese desprecio que habías tenido que sufrir toda tu vida mortal. 

-Hola, señora, ¿usted es Dios? -dijiste tartamudeando y con rostro preocupado. 

-Podría decirse -contesté sin apenas fuerzas para disimular mi tristeza. 

-¿Por qué no me dejan entrar? No he sido mala. Sólo tuve mala suerte. Sólo quiero descansar, por favor. 

Tus súplicas me conmovieron profundamente. Definitivamente ya no eras ese monstruo caprichoso y arrogante que traicionó a todos los que le amaban siendo aún muy joven. Me recordabas tanto a mi hermana, a quien extrañaba tanto. Y a quien nunca vería de nuevo. 

Sí, tal vez merecías lo que te ocurría tanto como esa adolescente caprichosa y petulante. Con su rebelión trajo el pecado y el dolor al mundo. Pero en el fondo sólo se sentía celosa y despechada. Sólo quería que nuestro difunto padre le prestara un poco de atención por una vez, y su alma se rompió lentamente por el continuo ninguneo. Era mi culpa en el fondo. Yo permití que eso le ocurriera. Si tan sólo me hubiese apiadado de esa niña que me miraba como su heroína, todo esto no hubiera ocurrido jamás.

-No -respondí resignada, tras un corto suspiro. No tenía sentido retrasar lo inevitable-. No fuiste buena. Fuiste mala y cruel con tu familia. Los engañaste y te fuiste con lo que se necesitaba para salvar la vida de tu hermano menor, y lo usaste para drogas y fiestas. La vida que tuviste es tu culpa y de nadie más. Y lo siento, pero ese es el único pecado que no puedo perdonar. Este es tu castigo. Jamás vas a alcanzar la paz por toda la eternidad. 

Me miraste con rostro primero de una desoladora desilusión, y luego con el más absoluto pánico. Y empezaste a llorar y gritar suplicando esa misericordia que no podía darte. Como tantos otros antes, y tantos otros después, te humillaste cayendo de rodillas en medio de esos harapos sucios que ahora cubrían tu otrora bello y arrogante cuerpo, pero de nada serviría. 

Me preparaba para enviarte a tu castigo, cuando hiciste algo que definitivamente no esperaba. Algo completamente nuevo en estas situaciones. 

-Por favor, te lo ruego. Sólo quiero ver a mi hermano y a mis padres y pedirles perdón. Después aceptaré lo que merezco. Es lo único que he querido desde hace quince años.

Conteniendo como podía las ganas de llorar, me sobrepuse para poder seguir castigándote, como estaba obligada a hacer

-No quieren verte. Mataste a su hijo por un poco de dinero, y después calumniaste a tu padre hasta que se quitó la vida. Tú no mereces el perdón. Eres una puta desalmada en el sentido más literal del término. Eso es todo. 

Al oír como Dios misma te insultaba de esa forma, que al principio te ocasionaba un soberbio placer juvenil y que luego se convirtió en una llama que te quemaba por dentro en cada ocasión, tu mirada bajó mientras tu poquísima autoestima quedaba totalmente pulverizada. Y entonces chillaste de angustia llevándote las manos a la cara. Gritabas que no tenías esperanza, que eras una puta y que no merecías nada bueno. Y yo tuve que morderme la lengua hasta sangrar para no abrir la puerta, abrazarte y darte todo ese amor que sentías no merecer. Hubiera sido peor para todos. 

-Es hora de que te vayas -te dije mientras mi voz se quebraba y dos ángeles, armadas con las lanzas con que alguna vez habían gobernado el mundo, se acercaban hacia ti, seguramente listas para darte una paliza apenas te arrastraran fuera de mi presencia, para luego aplicarte la sentencia que te correspondía-. 

-Por favor, no -gemiste, mirándome suplicante-. Mi vida ya fue un castigo. El Infierno sería demasiado. Por favor, déjame volver. Prometo hacerlo mejor. Nunca más voy a traicionar a nadie. Voy a ser buena, y a vivir ayudando a otros. Te lo ruego, ten piedad. No me hagas esto tú también... 

Esa última frase me rompió, y no pude más. Siempre que esto ocurría era igual. Siempre terminaba de la misma forma. Y cada vez era más intolerable. 

Lloré con la peor de las amarguras, mirando al transfigurado rostro de mi difunta hermana, con quien nunca jamás podría volver a compartir un dulce atardecer, charlando y jugando, siendo esa madre que ella necesitaba y que yo nunca había tenido. Y veladamente, en honor a ella, decidí consolarte al menos un poco, sólo para volver a torturarte inmediatamente. Eso me estaba permitido. 

-No irás al Infierno. Ya no existe. Desapareció desde que Satanás fue derrotada. Yo misma la maté, y recuperé el trono después de varios milenios de tiranía sobre la totalidad del universo. 

-¿Qué? 

Tu rostro de confusión coronó la escena, inspirándome esa compasión y ternura que los mortales siempre habían engendrado en mí, y sobre todo en mi padre. Eran su mayor proyecto. La herencia de mi madre. Esos que estaban destinados a ser mayores que nosotros mismos.

-Eso. Satanás está muerta. Y Dios también. Ella lo mató en venganza e hizo de la vida de los humanos un infierno, al que seguía el verdadero Infierno. Se sentía celosa de la humanidad y quiso reemplazarla por unos seres que eventualmente también se hartaron de su crueldad. Ahora se llaman ángeles, y odian todo lo que se parezca a ella. Por eso no puedo dejarte entrar. Se juraron nunca perdonar a los que se parezcan a su creadora, y jamás van a retroceder. No pueden. Son mas máquinas que humanas, y se programaron para jamás arrepentirse ni un poco de su decisión. 

-¿Y qué va a pasar conmigo? -preguntaste. 

-Volverás a la Tierra, y lo repetirás todo. Te verás siempre igual. Los mismos errores una vez tras otra, por los siglos de los siglos, con los mismos resultados por toda la eternidad. Tendré que hacer esto infinitas veces más porque en una vida anterior cometiste esta equivocación. Lo mismo con todos los que hicieron lo que tú hiciste. 

-Por favor, quiero poder arreglarlo- me dijiste llorando-. 

-Lo siento- respondí intentando recuperar mi severidad-. Tu pecado es imperdonable. No hay nada que yo pueda hacer. Ahora casi todos van al Cielo. Pero el mundo se mantiene horrible a propósito sólo para poder castigarte, y a los tuyos. Literalmente el mundo los odia. 

"Y a mí también", pensé mientras esta última frase volvía a resquebrajar mi espíritu como tantas otras veces, pero seguramente no tanto como el tuyo. Te levantaste con un rostro apenas expresivo, y caminaste hacia los ángeles, que te miraban con sonrisa despiadada. 

No reaccionaste hasta que una de ellas te agarró con violencia por tu cabellera eternamente dorada para lanzarte al suelo y arrastrarte de vuelta al tormento eterno. Te volteaste hacia mí, pero antes de que dijeras nada mis ojos se cerraron sufrientes, mientras una de ellas te pateaba la cara rompiéndote la mandíbula. 

Me alejé lentamente, ya llorando sin que fuese posible cualquier nivel de disimulo. Hacía esto en cada ocasión sólo para sentirme cerca de mi hermana, y siempre acababa igual. Ahora seguirían varios días de una depresión oscura y vasta hasta el infinito, en que rogaría a la Fuente que algún día se acordara de mi, de ti y de todos los condenados a atravesar por siempre tu miseria, y alguno de Sus Mensajeros se dignara a rescatarte. 

Te observé por última vez antes de volver a mis labores, mientras esas bestias te golpeaban salvajemente y, con cada patada, rompían mi conciencia, que era la responsable de todo esto.

"Perdóname. Te amo y te extraño mucho, Lucifer", te dije en silencio, mientras ellas te arrojaban entre risas demoníacas a tu próxima vida.

domingo, 23 de abril de 2023

Oh, Muerte (cuento)

 Grazilin se sentó con suma dificultad al interior de la caverna en que, junto a los que alguna vez consideró sus amigos, había quedado atrapado algún tiempo atrás. ¿Horas? ¿Días? Era difícil decirlo sin acceso a la luz solar.  

Apoyado sobre una pared húmeda y mohosa, luchaba vanamente por respirar, sabiendo que ya poco le quedaba sobre este mundo, y casi con seguridad a ellos también. 

Yacían en el suelo después de que un violento terremoto hiciera caer sobre sus cabezas grandes rocas que les dejaron inconscientes, pero aún respirando. Hubiese sido de algún modo una justicia poética si él hubiera podido escapar. Después de todo, le llevaron allí para matarle por razón de la terrible traición de revelar la corruptela que habían construido a lo largo de los años. 

Tomaron la estúpida decisión de dejar fuera a sus mafiosos subordinados, llevándole hacia las profundidades de la estructura y proponiéndose matarle sin que nunca nadie pudiera encontrar sus restos. En parte por temor a las autoridades y en parte como un elemento más de su cínica vendetta, por la que le harían desaparecer para siempre del mundo que -sabían bien- alguna vez temió que le olvidara. 

Era realmente difícil. Y no tan sólo por la injusticia de su próxima muerte, sino ante todo por el dolor que tal escena le provocaba. Habían sido, después de todo, sus camaradas desde el principio. Los amaba, y durante mucho tiempo creyó que ellos lo amaban de vuelta. Pero resultó no ser así. 

La linterna pronto quedó sin batería después de que la posó tiernamente sobre el rostro de Violith. Sólo quería ver su rostro imberbe reposar en el suelo, dormida como la bebé que siempre vio en ella, pero sin despertarla. Después de todo, era inevitable que muriera por intoxicación de dióxido de carbono luego de que el oxígeno se agotara. Era mejor que lo hiciera cómodamente dormida. 

Le recordó con ternura ya en la más absoluta oscuridad. Era la más joven de todas, y la relación femenina más genuina que jamás llegó a tener. Tras conocerla, no tardó en enamorarse profundamente de él. Era una niña de quince años, brillante pero insegura y fácil de conducir para sus colegas con mayor habilidad. A menudo él la protegía como un hermano mayor cuando notaba que un idiota de los muchos que abundan en la política y los negocios intentaba aprovecharse de su ingenuidad. No había mucho que pudiera hacer pese a su insistencia. Él tenía diecinueve años, y no es diferencia escasa.

Por alguna razón, esa niña le recordaba a su difunta hermana, y llegó a comprometerse con ella hasta el punto de jugársela en numerosas ocasiones, aún contra su voluntad, por resguardarla. Ella se irritaba cuando conseguía alejar a algún magnate que deseaba una prostituta adolescente a la que pagarle los caprichos. Se enfadaba durante semanas y luego volvía a él, con la mirada baja pidiendo perdón. Una y otra vez. Durante tres años y medio. 

Nunca hubiera esperado, entonces, que cuando decidió confiarle en exclusiva lo que había descubierto respecto al peculiar arreglo político con el narcotráfico que les llevó al poder estatal, fuera ella quien le apuñalara por la espalda a fin de salvar su carrera. 

Mientras le arrastraban aquí, se le notaba incómoda, y evitaba mirarle a los ojos. No había mucho que decir, en realidad. Él la veía con severidad y decepción ante cada intento.

No dijo nada mientras sus demás colaboradores se proponían asesinarle de un modo exquisitamente cruel al interior del lugar más inesperado para hacer una fogata. Simplemente caminaba de un lado a otro evitando contemplarle. Evidentemente culpable, pero sin arrepentimiento real. 

Y cuando todo estaba listo y el que había considerado su mejor amigo se proponía encender la cerilla, la Tierra tembló de un modo inusualmente violento incluso para una zona sísmica. Casi como si de un castigo divino se tratara. 

Y así, con los demás incapacitados, él logró zafarse de sus ataduras e intentó vanamente buscar una salida, hasta que comprobó que tendría que compartir con ellos sus últimos instantes de vida. Por demás irónico considerando que alguna vez discutieron, en sus primeros tiempos, sobre lo bello que sería morir juntos tras dar batalla por la justicia. 

Cerró los ojos sin que eso afectara en nada la negrura infinita que percibía. Su respiración era ya casi imposible, y sintió como la vida escapaba de él. Hasta que de repente todo terminó. 

Repentinamente se sintió bien. Ya no le costaba respirar. De hecho, no parecía que necesitara hacerlo en absoluto. 

Se puso de pie dificultosamente, y mientras lo hacía su cuerpo comenzó a brillar traslúcidamente, dando luz a toda la sala. Miró sus manos, visibles pero transparentes, que le permitían ver con claridad todo lo que había tras ellas. Fascinante. ¿Existiría acaso vida tras la muerte? Si era así, entonces... oh, no. 

Se recordó a sí mismo su notorio escepticismo hacia el politeísmo cultural que le circundaba. ¿Tendría ahora que comparecer ante Am Dhaegar, juez de todo varón? ¿Daría acaso importancia a su nobleza, o tendría razón Violith, y él le penaría por haberle rechazado sin mayores consideraciones?

 Tembló ante tal perspectiva, y no pudo sino gritar de espanto ante el sonido de la flauta tras de si, que tocaba una triste melodía. Volteó rápidamente sin estar seguro de querer hacerlo. Y efectivamente, allí estaba ella. 

Sentada con sus piernas cruzadas, La Muerte se había apoyado en el suelo de la parte amplia de la caverna, mientras tocaba suavemente la flauta de hueso que siempre llevaba consigo. Dos alas negras brotaban de su espalda encorvada. 

Ella portaba una túnica negra que le cubría por completo a excepción de los brazos con que manipulaba el instrumento y su rostro huesudo. Aunque eso sería quedarse corto. La palabra correcta era "esquelético": un cráneo humano recubierto de piel pálida, seca y muerta, coronado con dos ojos blancos, nublados, como los de un ciego. 

Le miró con terror durante varios segundos, hasta que ella finalmente habló. Su voz era femenina y susurrante como la del viento. 

-Cálmate- le dijo en tono suave pero imperativo-. No voy a hacerte daño, ni mi señor tampoco. He venido por ti y sólo por ti, para que puedas recibir el premio que adquiriste con tanta virtud, a menudo sin saber que lo estabas haciendo. 

Él respiró aliviado, para inmediatamente después recordar aquellas enigmáticas palabras que acababan de brotar de la boca de la Puerta de la Otra Vida: ¿"sólo por ti"? 

-¿Qué pasará con ellos?- se apresuró a preguntar con preocupación. 

Lo mismo que a ti- volvió a hablar La Parca-: recibirán lo que merecen. Hasta el fin del mundo. 

Inmediatamente tras concluir estas palabras, él fue testigo de cómo, desde el suelo, una serie de zarcillos y luego tentáculos emanaban, sujetando inmediatamente los cuerpos de sus amigos. Inmediatamente les vio abrir los ojos, y fue testigo de cómo sus cuerpos astrales intentaban abandonar la materia física, brillando en el proceso. 

Uno a uno despertaban e intentaban zafarse. Les miró en shock hasta que escuchó la suave y aún infantil voz de Violith, quien aterrorizada le imploró con ojos de miedo absoluto con un "por favor, ayúdame". 

Él no tuvo tiempo de correr a intentar liberarla antes de que Doña Osamenta le dirigiera nuevamente la palabra: 

-Ni te gastes. No podrás salvarla, ni a ninguno de ellos. Firmaron su propia sentencia en el preciso instante en que decidieron darte muerte o, a lo menos, consentir silenciosamente ese crimen. En ese momento perdieron el derecho a la redención. 

-¡No, por favor!- gritó Violith, quien por ser devotamente religiosa estaba perfectamente consciente de lo que venía. 

Inmediatamente, una de las masas tentaculares que se envolvían por todo su cuerpo decidió ingresar por su boca y expandirse dentro, impidiendo que de ella pudiera brotar algo que no fueran gemidos ahogados de pánico. 

-Ahora sí pides piedad- le habló la Novia Fiel, mirándole con un odio implacable e inmisericorde-. Cobarde. Tuviste una semana entera para rectificar y salvar a quien hizo por ti lo que tu padre jamás se molestó en intentar. Ahora se acabó para ti. Eres sin duda la peor de todos. La traición, más aún si es por la mera ambición de un mugroso puñado de atención y afecto, es una gran ofensa, y requiere una pena a la altura. 

"No", se oyó decir a un suplicante Grazilin, ante el horror de la escena. Ahora todos gemían a modo similar. Estaban realmente acabados, y nunca pensó que fuese posible tanto terror en la mirada de personas que demostraron siempre entereza y fuerza psíquica. 

-En fin- volvió a hablar ella-. Nos vamos. Ahora el Cielo es tuyo para seguir mejorando y creciendo por toda la eternidad, hasta llegar a ser uno con la Fuente misma de toda Creación, que es responsable de la existencia de cada dios. En cuanto a ustedes, no me molestaré ni en desearles buena suerte. No les servirá de absolutamente nada. 

Y en ese momento, él pudo ver cómo el suelo a su alrededor se agrietaba, revelando bajo sus pies un ardiente lago de algo que parecía ser fuego, pero que era oscuro, siniestro, de olor pútrido y aterrador hasta el extremo con sólo mirarlo. 

Mientras las manos arrastraban a sus queridos hacia el interior de la fosa infinita ubicada en lo más profundo de la Tierra, vio como, aún con sus bocas cubiertas gritaban ahogadamente con un dolor más allá de las palabras. 

Volteó a ver a Mariel Guadaña, quien ahora se encontraba de pie a su lado extendiéndole la mano, mientras una enorme puerta luminosa y rectangular, que dejaba ver el más hermoso paisaje que jamás pudo imaginar, se abría tras de sí. 

La tensión era excesiva. Pero sabía una cosa: no podía dejarla a su suerte. 

-¡Por favor, haré lo que sea!- gritó desesperado en dirección a la Piadosa Impiedad Negra, que se sobresaltó al instante, mientras el silencio más absoluto invadía el lugar. 

Volteó a verlos a todos, retomando su respirar agitado, y los encontró congelados en gestos de dolor y miedo, pero sin moverse ni un centímetro.

-¿Lo que sea?- preguntó La Muerte, mirándole con una sorpresa absoluta que resultaba evidente pese a sus ojos muertos. 

-Cualquier cosa- respondió mientras comenzaba a llorar-. 

-Se lo merecen- volvió a decir la Señora de los Sarcófagos, sin apenas poder creer lo que acontecía-. Acaban de casi quemarte vivo por intentar salvar la vida de personas inocentes de las que deseaban aprovecharse. 

Él la miró a los ojos, sollozando sin saber qué decir, hasta que, finalmente, concluyó que sólo le quedaba ser sincero. 

-Los amo- volvió a decir-. Fueron lo más cercano a mi familia durante años. Estuve con ellos desde que era niño en el hogar de acogida. Y Violith- comentó mientras volteaba a verla, notando entonces la forma en que inclinaba su mirada petrificada hacia él como pidiendo clemencia, pero también perdón desde la más honda profundidad de su corazón-... ella es la luz de mis días. Nunca cuidé a nadie como a esa chica, y no voy a dejar que alguien la destruya. Mucho menos ahora.

La Parca le miró sin comprender, pero evidentemente esforzándose por hacerlo, y por primera vez le vio parpadear apresuradamente antes de proseguir. 

-Tal vez es de esto de lo que Gabriel intentó hablarnos- reflexionó para sí misma, bajando la vista para luego volver a elevarla-. 

-¿De qué hablas?

-Creo que te lo dije ya: Am Dhaegar no es la Fuente de todo lo existente. Sólo es un dios más. Uno perfectamente justo, pero sólo eso. Carece de toda compasión por cualquiera, y es incapaz de siquiera procesarla. Me creó a partir de sí mismo y tengo su misma tendencia. Pero recientemente algo vino a mí de fuera del mundo, y en un instante me dijo muchas cosas. Me habló sobre los ancestros del soberano del mundo, cuya existencia él mismo no sospecha. Una inteligencia fría y carente de conciencia, todo en uno y uno en todo, que conoce todo lo que ocurre en cualquier parte de la enormidad de los mundos que existen aparte de éste, y que nació de un colosal, durmiente y ciego idiota. Me habló, además, sobre su Padre. El auténtico Dios Supremo, Ilimitado, Eterno, infinitamente Sabio e infinitamente Poderoso. Él es distinto a mí y a mi padre. Es Justo, sí, pero Su primer Cualidad en relación a las criaturas es la Misericordia, siempre dispuesta y ansiosa por perdonar, que vas tras el ser racional antes de que él siquiera lo desee. 

Grazilin le miró sin comprender el por qué de tanta plétora, cosa que evidentemente ella no tardó en notar, pues se apresuró a explicarse. 

-No lo entendí en su momento y le rechacé. Era simplemente inaceptable para mí que se perdonase al malvado. Una auténtica y abominable injusticia. Pero ahora entiendo todo: no lo haces por ser débil ante la justicia ¿Verdad? 

-No- respondió él, al ver que la Huesuda se quedaba en silencio durante algunos instantes-. Lo hago por amor. El más puro amor del que jamás fui capaz. 

-Exacto- contestó su interlocutora en tono alegre, como el de quien acaba de concluir la búsqueda de su vida-. No eres injusto al hacer esto, pues uno también se debe justicia a sí mismo. El que ama y perdona es justo por el sólo hecho de hacerlo, pues esa bondad es su propia recompensa. Le plenifica y perfecciona. Se hace con el mismo acto el honor que merece. 

Él le miró entre esperanzado y suplicante. La Muerte contempló entonces, como luchando contra sus propios prejuicios, a los pobres infelices que estaban a punto de recibir el castigo que merecían, hasta finalmente suspirar. 

-Está bien- dijo-. Te ayudaré. Pero no te saldrá barato. 

-¿Qué quieres decir?- preguntó él, mientras el tiempo se reanudaba, los tentáculos se retiraban de los cuerpos sutiles de su peculiar y traicionera familia y el suelo se cerraba bajo sus pies, mientras todos juntos, asustados como cachorros, se amontonaban por grupos abrazándose en los extremos de la habitación. 

-No podré convencer a mi padre de que les de una segunda oportunidad. Al menos no a corto plazo. Pero sí hay algo que puedes hacer. Verás: técnicamente sí hay una manera de salvarlos. Mi padre es justísimo, implacable, pero por eso mismo nunca deja nada noble u honorable sin recompensar. Así que sí él viera que tú te sacrificas lo suficiente por ellos, los conduciría al Cielo aún a regañadientes, tal vez con un castigo menor de por medio. Los perdonará por amor a ti. Y les dará lo que nunca merecieron. 

-¡Sí!- exclamó él- Pagaré el precio necesario. No importa nada. 

-El precio consiste en volver a tu cuerpo en descomposición y permanecer en él durante el tiempo necesario, sintiendo el dolor de la putrefacción y el tormento de los insectos y de los hongos durante todo ese período. No podrás moverte. Sólo existir allí, atrapado hasta que se deshaga por completo. A juzgar por el tipo de humedad que hay aquí, tomará siglos hasta que tus huesos se desintegren.

Inmediatamente la escena volvió al más absoluto silencio. Él miró al cadáver frío e inmóvil en un extremo de la habitación, aterrado y dudoso. Pero entonces miró a Violith, quien abrazada a su mejor amiga -la que había sugerido matarle a ese modo particular- lucía como un conejito atrapado al borde del abismo. Pensó en todo lo que ella y los suyos deberían sufrir si declinaba. No podía hacerles eso. Especialmente a su niña. 

Siempre la había cuidado, y no podía abandonarla ahora. No después de haberse jugado el prestigio e incluso la vida en tantas ocasiones. No lo merecía, sin duda, pero ¿Acaso él tampoco merecía verla feliz, por lo que luchó durante tantísimo tiempo?

Recuperó entonces su entereza y, varonilmente, bajó su cabeza en señal de aprobación. La Muerte hizo lo propio una vez más, totalmente fascinada, mientras se acercaba a esos pobres chicos, ahora entre aliviados, confundidos y torturados por sus conciencias, y le extendía la mano a la jovencita que había llegado lo bastante profundo en el corazón de ese hombre para darse así por ella. 

-Vámonos- le dijo, esta vez en tono dulce y apacible-. Ahora entrarán al reposo que se compró para ustedes. 

-¿Y él?- preguntó ella, mirándole con rostro angustiado. 

-Se quedará aquí hasta saldar su deuda. Tranquila. Le verán de nuevo. Sólo deben esperar. 

-Pero... no es justo- respondió comenzando a llorar-. 

-Lo es- replicó la Dama-. Un simple pero extraordinario mortal me enseñó esa lección. 

Levantándolos del suelo, La Calavera los condujo hacia el portal, e hizo que lo cruzaran uno a uno. Cuando llegó el momento de Violith, no se limitó tan sólo a mirarlo agradecida como todos los demás, sin atreverse por la vergüenza a emitir palabra. Volteó, le vio nuevamente a los ojos, ahora compasivos y enamorados como los de un padre, y le susurró un "perdóname por todo", y un "gracias" emanado desde las más densas profundidades de su ser, antes de abrazarle derramando lágrimas sobre su piel, para luego atravesar la puerta. 

La Muerte se volteó a verle por última vez antes de hacer lo propio. 

-Extraoficialmente te agradezco, y te digo que eres un joven de impresionante valía y honor. Gloria eterna a Aquél que te inspira. La verdad no creo que debas siquiera ir al Cielo después de que esto termine. Vas a trascender de inmediato. Realmente va a ser un honor contar con tu protección. 

-La honra es mía- contestó, ahora determinado-. Nos veremos próximamente. 

-Que así sea- fueron sus últimas palabras, mientras ingresaba y la puerta se cerraba, dejándole sólo con seis cadáveres ajenos, que con el suyo hacían siete-.

Sabiendo lo que debía hacer, se acercó a su cuerpo sin vida y se dejó absorber por él, volviéndose uno a los pocos instantes. Como se le dijo, no podía moverse ni un centímetro, y la posición escogida ya le ocasionaba un intenso dolor en el cuello por el cansancio. Sería una larga y tortuosa espera. Pero no le importaba. 

Todo valía la pena. ¿Qué valían unos cuantos siglos frente a eones enteros de alegría venidera? 

Gloria sin fin al Inefable Dios Desconocido. En Él hallaría, un día, la Creación su descanso. 

jueves, 13 de abril de 2023

Una lectura nietzscheana de Jesucristo

 


Friedrich Nietzsche es indudablemente uno de los pensadores más interesantes de la historia de la filosofía, así como uno de los que más pasiones levantan, sea en su favor o en su contra.

En el ámbito cristiano, naturalmente, no se tiene una visión muy positiva del autor de El Anticristo, debido a su repudio de la moral cristiana que él consideraba "de esclavos", niveladora y contraria a la vida.

Sin embargo, el título de este artículo, "Una lectura nietzscheana de Jesucristo", ha sido redactado por su autor católico de doctrina ortodoxa y apologista. Y esto se debe a que considero que Nietzsche es un autor con mucho más para ofrecer para el cristianismo de lo que se podría pensar.

En particular, considero que una lectura cristiana de este importantísimo pensador alemán es posible, además de necesaria para revitalizar a la Iglesia, que ha perdido mucho por no comprender la naturaleza real de sus críticas. 

En este artículo, analizaremos las tesis nietzscheanas en torno a la moral y su naturaleza, para luego explicar cómo, contra toda apariencia externa, es posible hallar una sana complementariedad entre el filósofo germano y la ética tradicional de la Iglesia. 


La genealogía de la moral

Lo primero que es necesario comprender a la hora de analizar las posiciones de Nietzsche en torno a la moral es que, contrario a lo que suelen considerar los filósofos cristianos, ésta no es la de un mero reactivismo contra la ética cristiana en defensa de la brutalidad y la crueldad, sino que posee un trasfondo mucho más profundo que eso.

En primer lugar, es sabido que Nietzsche tuvo en altísima estima a Darwin por su rol histórico de, en sus palabras, gran desmentidor del orden metafísico de la ética. Es decir, por haber señalado por vez primera que la moral es resultado de un temporalmente muy extenso proceso de evolución biológica, una necesidad de la supervivencia humana más que dos tablas escritas por el Dedo Divino. 

En efecto, Nietzsche defendía que la moral evolucionó a partir de las necesidades de la comunidad para su propio orden y subsistencia, como un conjunto de normas que, para garantizar su obediencia, se atribuyeron a Dios o a los dioses, y que en base a esto fueron sacralizadas por las generaciones venideras. 

Esto implica, desde su perspectiva, que la moral puede ser alterada en función de las necesidades de la persona, de lo que ésta decida, sin más criterio que su propia voluntad. 

Ahora bien: esto no implica que no exista ningún tipo de criterio para realizar un juicio sobre la moral. Esto porque, en realidad, nuestros códigos morales afectan la forma en que nos concebimos a nosotros mismos, y por ende nuestra interacción con el medio y nuestra propia interioridad.

Así, en función de cuál sea la naturaleza de la moral en que la persona sea socializada, pueden pasar dos cosas: o el individuo sale "sano", esto es, fortalecido y con perspectivas a fortalecerse aún más, o sale lleno de remordimientos y culpas que le llevan a anularse a sí mismo, a renegar de la propia mejora por considerar los medios para ésta como "inmorales".

Un factor relevante en este sentido será cuál sea el foco de la moralidad: si lo es el bien o el mal. Es decir, dicho (literalmente) en cristiano, si el centro de nuestras discusiones morales será la Gracia o el pecado. 

Nietzsche consideraba que la moral cristiana de su época, con todas sus mojigaterías, neurosis e hipocresías, tenía su eje en la idea del pecado, es decir, en el mal. 

El cristianismo es, para Nietzsche, una moral de prohibiciones, de autonegación más que de autodominio, que rechaza el orgullo y la ambición que, para él, son aspectos clave del perfeccionamiento humano. 

En su opinión, esto tiene que ver con los orígenes humildes de los primeros cristianos, que siendo oprimidos en una sociedad tan brutal como la del Imperio Romano, desarrollaron un odio hacia sus amos, quienes poseían una visión de la moral totalmente inversa, fundada en el bien.

Las clases altas de Roma, como en todas las culturas, eran educadas en una moral de éxito y crecimiento personal, que aspira a diferenciarse de la masa, lo cual, sin embargo y vale la pena hacerlo notar, no implica necesariamente crueldad hacia ésta, pero sí originalidad y anhelos de superioridad.

Para ellas, lo bueno es la grandeza, y en ella está el eje de toda su ética.

Así, en base al hecho de que las clases dominantes eran orgullosas y se percibían como mejores que el populacho, los cristianos, en su odio e impotencia, criminalizaron el orgullo y la ambición, exaltando en cambio la humildad y la pobreza, lo que Nietzsche denominó como "valores ascéticos".

Claro que esta es una lectura, a mi parecer, insostenible a la luz de escritos como las Epístolas Paulinas, que continuamente reprenden a los primeros cristianos precisamente por no seguir estas normas, lo que es claramente incompatible con la idea de una exaltación motivada por la miseria. 

Es Pablo, un hombre culto de orígenes elevados, quien aboga por la humildad, la pobreza y la castidad, y no el pueblo llano al que está apelando. 

Además, no nos olvidemos del culto a los santos: ellos son modelos de perfección precisamente por su fortaleza ante la tentación, por haber querido ser más que el promedio, por sobreponerse a la mediocridad. Es decir, de fondo su moral no distaba demasiado de la moral de los amos, aunque los detalles pudiesen variar.

Sin embargo, la crítica que Nietzsche realiza al cristianismo, al concebirlo como una moral de culpas y represiones, tiene sentido si se la interpreta como un fruto de su contexto particular. Nietzsche era alemán e hijo de un pastor luterano, y todos sabemos que la ética religiosa a menudo no funciona como funcionó la lógica de los santos. 

En efecto, es innegable que el poner el foco en el pecado y la prohibición es nocivo y pernicioso, y lleva a una mentalidad neurótica e hipócrita como la que Nietzsche está criticando. 

Ahora bien: el hecho de que haya sido alemán e hijo de un pastor luterano no sólo es importante por lo señalado, sino también porque, aunque Nietzsche la describa como tal, la moral luterana está muy lejos de ser metafísica. 

Muy por el contrario, el protestantismo, con su ruptura con la tradición intelectual de la Iglesia de Roma, posee una ética estrictamente legalista, y no una que posea sus fundamentos en el Ser.

La ética protestante es en su mayor parte una ética jurídica, esto es, una ley positiva atribuida a Dios que es simplemente un conjunto de prohibiciones en abstracto. 

La ética católica, por su parte, sí posee un fundamento metafísico. Así, tenemos a Santo Tomás de Aquino y San Agustín hablándonos del ser, del engrandecimiento, como eje de la moralidad. 

De fondo, la idea es que el cumplimiento de las normas religiosas no es una mera aleatoriedad, sino que tiene que ver con el engrandecimiento o empequeñecimiento del alma. Ser santo no consiste tanto en no pecar como en perfeccionar la voluntad, la inteligencia y la sensibilidad hasta donde sea posible, pues Dios valorará esto como criterio para la Gloria del Cielo. 

Así, el catolicismo puede ser leído aprobatoriamente en términos nietzscheanos, pues es una ética del autoperfeccionamiento, del autodominio, de la grandeza en todos los ámbitos. 

Claro que Nietzsche no tenía los medios para tomar conciencia de esto. Hay una ruptura muy profunda entre la filosofía clásica y la moderna, y ni hablar de la contemporánea. Una comprensión muy limitada de la historia filosófica de la Iglesia, a mi parecer, evidentemente influyó en el furibundo anticristianismo de este pensador. 

Sin embargo, es importante para nosotros, como cristianos, el adoptar el enfoque nietzscheano de salud y perfeccionamiento del mundo vital si queremos evitar un cristianismo hipócrita y neurótico, como el que él y muchos otros han criticado.

El eje central del cristianismo fue en su origen lo que debió ser siempre: el bien, la grandeza, la nobleza, la sabiduría y el autodominio, y no las prohibiciones abstractas de un código legal que, a menudo, ni siquiera los más "puros y santos" respetan realmente.

¿Qué son las terapias de conversión? La crítica de un católico

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